miércoles, 31 de diciembre de 2008

When it's exactly twelve o'clock that night...

Sólo hay una canción para este día, y aunque muchos la han cantado bien le pertenece por derecho a Ella.

martes, 30 de diciembre de 2008

Joy

Mientras Whitney Houston desperdiciaba sus dones en discos cada vez más anodinos, no parábamos de decir que ojalá hiciera el repertorio gospel de su madre. Bueno, para eso están las navidades.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Mistletoe


Mr. Isaac Hayes (aka Chef de South Park) consigue, con más estilo que su colega Barry White, subir unos cuantos grados la temperatura navideña.



Tal día como hoy...

domingo, 28 de diciembre de 2008

River


Tal día como hoy, hace unos años colgué una (estupenda) versión de esta canción por Robert Downey Jr, y me reprocharon haberla preferido al original (maravilloso) de Joni Mitchell. Lo cierto es que no la tenía, y esta es una navidad tan buena como cualquier otra para reparar el pequeño entuerto.

Nunca las notas de Jingle Bells han sonado tan desoladoramente tristes como en ese arranque.

sábado, 27 de diciembre de 2008

viernes, 26 de diciembre de 2008

Bells




No había escuchado esta canción hasta el año pasado, y ahora me la encuentro por todas partes...



Tal día como hoy

jueves, 25 de diciembre de 2008

Noel


Siempre me ha gustado la voz del señor Diamond...



Tal día como hoy

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Sleep in heavenly peace

Aretha ha sacado este año un disco navideño: evítenlo, la voz no está ya para nada. Mejor rastrear las cosas que hacía en tiempos mejores, como esta joya con los Four Tops.




Tal día como hoy...

martes, 23 de diciembre de 2008

Come, they told me...


El dúo más improbable que se ha visto junto a una chimenea. Bing Crosby, en cardigan y pipa, recibe a un David Bowie con el pelo aplastadito para la ocasión pero pintado como una puerta. El diálogo no puede ser más acartonado, pero cuando se ponen a cantar, contra todo pronóstico, empastan como los ángeles.



Tal día como hoy...

lunes, 22 de diciembre de 2008

Si no fuera...


Esta su casa en el aire retoma una tradición interrumpida de felicitarles las fiestas con una canción al día (siempre que los duendes de la informática lo permitan). Para empezar, el hallazgo del año pasado: sentimental y facilona, si quieren, pero directa al hígado. No en vano Martínez Ares echó los dientes escribiendo comparsas de carnaval. Y Raphael... Raphael es el más grande. No se pierdan la gloriosa pirueta autorreferente del final.




sábado, 13 de diciembre de 2008

Así está el patio

Hay un programa de teatro semanal en TVE (bien). Lo estoy viendo ahora: después de una buena (por ácida) crítica de un Hamlet con malísima pinta, sale un tal Jordi Casanovas diciendo que en Barcelona lógicamente interesa más una obra escrita por alguien de allí sobre cosas de allí que no algo de digamos Nueva York. Después añade que los clásicos se pueden hacer, pero hay que reescribirlos, porque obras escritas hace cientos de años no hablan a la gente de ahora.

No hay más preguntas, señoría.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Casualidades

Ayer, para apoyar lo que escribí en los comentarios sobre que la cristiandad es un paraguas muy amplio, pensé vagamente en buscar una frase de The quiet american, que vengo de leer in situ (por así decirlo).
Hoy resulta que Gonzalo la tenía copiada, así que me rindo al dios de las coincidencias:

I've seen a priest, so poor he hasn't a change of trousers, working fifteen hours a day from hut to hut in a cholera epidemic, eating nothing but rice and salt fish, saying his Mass with an old cup -a wooden platter. I don't believe in God and yet I'm for that priest.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Lo obvio

No se trata de la inviolabilidad del Rey (ya he dicho muchas veces que encuentro ridícula y levemente opresora esa protección legal) ni vamos a poner cara de ultraje, que es lo que a ellos les pone. Ni tampoco es cuestión de romper un pacto de gobierno a consecuencia de unas palabras, por imbéciles y sectarias que éstas sean.

Es algo mucho más obvio que uno lleva diciendo desde que empezó a gobernar Rodríguez Zapatero, algo que el exabrupto de Tardá no revela (siempre ha estado claro) pero sí que señala con innegable claridad. Que no tiene ningún sentido gobernar un estado con un partido cuyo objetivo es la destrucción de ese estado, que no se puede administrar el orden constitucional con un partido que sólo aspira a desmontarlo, que basta una brizna de sentido común para entender que con ERC no se puede organizar un proyecto de gobierno. Que hace falta un mínimo de principios compartidos (como el que existe entre PSOE y PP, por ejemplo) para gobernar juntos, que ese mínimo no existe entre PSOE y ERC a no ser que uno de los dos renuncie a todo. Y que no es excluyente ni antidemocrático manifestar esta obviedad: el lugar de los partidos secesionistas sólo puede ser la oposición más o menos marginal, hasta el día en que consigan una mayoría nacional suficiente para proceder, legítimamente, a desmontar el estado tal como su programa prevé.

martes, 9 de diciembre de 2008

Bombay

Los descreídos en dioses o naciones, los materialistas, los partidarios de la libre circulación y competencia de ideas y mercancías, los escépticos ante paraísos prometidos nos encontramos, por definición, más incómodos que nuestros enemigos (y sí, escribo enemigos con plena conciencia) a la hora de manejar retóricas inflamadas. Es difícil encontrar palabras de alto vuelo, frases que inspiren y enciendan la sangre a favor de la tolerancia, el espíritu crítico o la búsqueda de la felicidad individual. Y dios sabe que hay días en que las necesitamos. Suketu Mehta, cronista enamorado y riguroso de esa hermosa locura que es Bombay (My bleeding city. My poor great bleeding heart of a city), escribió en el NYT, al día siguiente de los ataques, un hermoso canto a todo lo que odian en nosotros:

I once asked a Muslim man living in a shack without indoor plumbing what kept him in the city. “Mumbai is a golden songbird,” he said. “It flies quick and sly, and you’ll have to work hard to catch it, but if you do, a fabulous fortune will open up for you”. The executives who congregated in the Taj Mahal hotel were chasing this golden songbird. The terrorists want to kill the songbird.

(...) they would have grown up watching the painted lady that is Mumbai in the movies: a city of flashy cars and flashier women. A pleasure-loving city, a sensual city. Everything that preachers of every religion thunder against. It is, as a monk of the pacifist Jain religion explained to me, “paap-ni-bhoomi”: the sinful land.

(...)They attacked the open-air Cafe Leopold, where backpackers of the world refresh themselves with cheap beer out of three-foot-high towers before heading out into India. Their drunken revelry, their shameless flirting, must have offended the righteous believers in the jihad.

De vez en cuando es necesario decir esas cosas en voz alta, no vaya a ser que los predicadores de toda laya (pienso no sólo en los sádicos asesinos sino también, sin que esto signifique en absoluto meterlos en un mismo saco, en Ratzinger obsesionado con lo que él llama relativismo, en Naomi Klein flagelándonos a todas horas por gustarnos el lujo, en los nostálgicos de no sé qué terruños primigenios) tomen nuestro distraído silencio por un asentimiento avergonzado. Hay una irritante asimetría aquí: en nuestro modesto sueño hay sitio de sobra para monjes, ascetas y hasta nacionalistas vascos; en los sueños de ellos, en cambio, no cabemos nosotros. Con eso debería bastar para elegir sueño o bando.

Mehta propone para el día siguiente a las bombas esta alternativa: Make a killing not in God’s name but in the stock market, and then turn up the forbidden music and dance; work hard and party harder. No me parece un mal plan.


Por cierto, he sabido que un veterano bloguero español y ocasional visitante de esta casa estaba en Bombay ese día y salió sin mayores daños de allí. Un abrazo con alivio retrospectivo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

A las once en casa, ossia la virtù ricompensata

A la salida del cóctel post presentación me he enganchado con un grupo que venía para el centro, a seguir de copas. En el último momento, contra lo que es mi costumbre, me he visualizado en el Casanova y me ha dado una pereza inmensa. De vuelta a casa (son cuatro minutos) me he acordado de encender el ipod y, en vez del Bisbal que me esperaba en los bares, me ha acompañado a casa Montserrat Caballé cantando La vergine degli angeli en la Scala, 1978. Acababa de incurrir en un ínfimo error, una mínima solución de continuidad en una de esas notas alargadas a media voz que la habían convertido en un mito viviente. Otra cualquiera -ella misma, cualquier otra noche- habría buscado desmelenarse a la primera oportunidad para sacarse la espina. Este número es propicio para una messa di voce que deje al público tetrapléjico, pero en lugar de eso (y no me hablen de prudencia, eso es no conocerla) elige una transparencia rayana en la invisibilidad; un hilo de plata que bordonea entre las voces siempe in crescendo del coro, que brilla sólo según le da la luz, una presencia sutil, vibrante, insoportablemente hermosa que sólo se hace sentir cuando deja de estar. Un momento antes algunos habían empezado a apaludir, pero el loggione los reduce a cenizas respetando -cosa rara- el último acorde de la orquesta, y entonces sí revienta en aplausos.

Queda inaugurado en esta casa el mes Caballé. Porque sí.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Pequeño comercio

En vista de que sigo poco resolutivo (no es que no escriba, tengo como ocho cosas en el aire a la vez y las voy lanzando y recogiendo a ver si se acaban solas),y de que me voy (ooootra vez) por esos mundos, les dejo un texto costumbrista de archivo.


Cuando se duermen siestas desmesuradas y se vive a contrapelo del horario normal uno se ve abocado a tratar con esa subespecie de tiendas abiertas todo el día que abunda tanto en nuestros centros históricos. En mi caso esto al menos no me supone andar muy lejos.

Nada más salir, a la izquierda, está el agujero inverosímil (apenas un portalillo) que regentan las Gnomas. Siempre de guardia a la puerta como espíritus tutelares de la calle, bajitas, infladas al borde de la deformidad, con sus caras de luna atezadas por la vida a la intemperie y erizadas de tremendos pelos en lugares donde ni los osos los tienen, las dos hermanas mellizas se turnan (es raro verlas juntas) en su tarea de vigilancia y control urbano, interrumpida raras veces por alguna ocasional transacción. La familia que las acompaña es variable en número e inextricablemente compleja en sus relaciones mutuas. Hay una anciana que suponemos ser la madre, aunque ni la menor sombra de parecido (si exceptuamos el bigote) autoriza tal presunción; no parece, en cualquier caso, ejercer ningún tipo de autoridad sobre las hermanas; se sienta sin rechistar en una silla de enea en el interior, dejando la ocupación de la acera para la Gnoma de turno.

Gnoma Uno (en adelante Gnoma Buena) atiende normalmente en solitario, aunque no es raro verla acompañada de uno o varios niños de vecinos. Tiene una sonrisa fácil y abarcadora, una benevolencia genérica que convierte su tramo de acera en una isla de placidez y buenos propósitos. Nunca he intercambiado con ella más de cuatro palabras, pero cuento siempre con su saludo afectuoso de gallina clueca; además, como cada vez que me pongo guapo me mira al pasar con ojillos chispeantes (y una vez que me puse smoking me siseó), no negaré que siento debilidad por ella.

A Gnoma Dos (en adelante Gnoma Dos) la acompaña en cambio un hombre anodino, de edad indefinida y constantes vitales próximas a la hibernación, un pasmarote que resulta inverosímil como marido pero no menos difícil de ubicar en cualquier otro rol. Jamás lo he visto contribuir en lo más mínimo al negocio (la bienintencionada hipótesis de que su presencia tenga una función intimidatoria se desvanece nada más echar un vistazo comparativo a los negros como montañas de los que teóricamente tendría que proteger el puesto), y aunque con ciertos parroquianos escogidos es capaz de desplegar una arrolladora charlatanería, lo normal es que permanezca encerrado en un mutismo al que hay que reconocerle la carencia total de hostilidad.

Ya es bastante hostil Gnoma Dos, para el caso. Tiene prácticamente los mismos rasgos de su hermana, pero resulta imposible confundirlas; como en los cuentos infantiles, su personalidad se construye por oposición y se refleja sin distorsiones en la expresión de la cara. Tan hosca y antipática como acogedora es la hermana, uno cruza de acera para evitar el trance de quedarse a medio saludo, congelado por una mirada de completa indiferencia. ¿Reserva quizá sus afectos para el núcleo familiar? Lo dudo; rara vez se le ve una muestra de interés humano, y hay que tener en cuenta que este extraño grupo pasa la mayor parte del día en su pequeño escenario, a la vista de todos.

Hay además una mujer viejísima que vive enfrente, asomada siempre que la salud se lo permite a la ventana de un bajo (cuando no está queda en el alféizar, como inquietante recordatorio, un muñeco incongruente, un bebé negro de ojos revirados). No está claro que pertenezca a la familia, pero Gnoma Buena tiene con ella ternuras de nieta preferida. El otro día la llevaba de paseo en silla de ruedas: en cuanto vio hueco en la acera se puso a corretearla: la vieja, rapada y minúscula, se reía con ojos de niña pequeña; GB, embalada, con la sonrisa de lado a lado, sacó tiempo para hacerme un saludito jubiloso con la ceja.

En lo que no se distinguen las hermanas es en la rapacidad. Los precios, como suele pasar en estas tiendas, van en función de la necesidad. Por una lata de cerveza un domingo de partido me cobran más de lo que me cuesta el satélite, y el hielo (nunca he conseguido que me llegue el hielo hasta el final, en las fiestas) se lo acabo pagando sin rechistar a precio de gin-tonic. Nunca tienen lo que uno quiere, y el sucedáneo cuesta el doble. El pan es de anteayer y las latas de conservas perennes en su estante (¿quién va a comprar berberechos de urgencia?) aparecen coronadas de una herrumbre más flagrante que sospechosa. Aunque es fácil y seguramente merecido el elogio del pequeño comercio, y aunque esta tiendecilla en particular sea completamente irrepetible con sus carteles recortados de embalajes y escritos a mano (“No se fía”, “Hay tabaco”), su tablón de anuncios gratuito que ML llama el internet del barrio y su insondable almacén bajo alguna escalera en que se adentran las Gnomas para salir al cabo del rato con las manos vacías, lo cierto es que uno, con toda la mala conciencia que se quiera, no ve la hora de que abran un Opencor.

lunes, 20 de octubre de 2008

Escaleras

Cuenta Óscar Tusquets, en un ensayo memorable del que este texto ha de considerarse una nota al pie, que un profesor suyo por lo demás anodino y previsible se descolgó un día en clase con una aseveración prodigiosa: si construir planos para desplazarse horizontalmente no era algo obvio, sino que requería un acto creativo, imaginar una sucesión de planos horizontales a distinto nivel para desplazarse en las tres dimensiones, construir escaleras, era un hito arquitectónico y cultural de primera magnitud.

Mientras otros mamíferos aprendían a trepar a los árboles el hombre inventó la escalera, ese mecanismo invisible a fuer de antiguo y repetido que nos conduce inadvertidamente hasta alturas que la naturaleza nos veda. Chesterton, siempre atento a los milagros modestos, contrapuso a los aparatosos intentos de fabricar máquinas voladoras la hazaña cotidiana que supone vivir y trabajar lejos del suelo. Cortázar supo ver que subir una escalera es un acto esencialmente mágico, y neutralizó con el arma de un humor limpísimo e irresistible el hecho terrorífico de que cada día nos separemos decenas de metros en vertical de la superficie terrestre.

En última instancia una escalera no es más que suelo que se pliega sobre sí mismo en busca de un punto más alto, pero esto puede hacerse de cualquier manera o conforme a las reglas del arte. No hay nada más zafio que una escalera mal pergeñada, ni nada más anodino que el estándar de manual, con dos tramos iguales y encerrada entre paredes que tanto irritaba a Tusquets; pero trazada con maestría y finura una escalera se puede convertir no sólo en objeto de suprema elegancia, sino en afirmación estética, argumento dialéctico, figura representativa incluso de una visión del mundo, si es que seguimos creyendo que existe tal cosa.

Una escalera aborda, interroga, pone en relación problemática o expedita dos planos en principio ajenos; puede lanzarse en picado a conquistar la pendiente por su línea más dura o rodearla con meandros sutiles, desparramarse en circunloquios cortesanos o clavarse con determinación perpendicular. Mientras unas se adosan al muro que escalan como queriendo asimilarse a él, otras se arquean escuetas, agarradas al borde con dos dedos, quebrándose en diagonales con presteza de lanzaderas. La hermenéutica de la escalera puede ser tan ardua y capciosa como queramos: las que se demoran en el arranque, remisas a la subida, encariñadas con el suelo del que nacen, ¿habrá que considerarlas contrarias o más bien equivalentes a las que con vocación de balcón se asoman y vierten como una lenta cascada hacia abajo?

Todo esto viene a cuento de que en Praga ha encontrado el viajero por todas partes escaleras memorables. Descendiendo la colina de Petrin se suceden tramos que parecen cargar con el hombro contra el talud para insinuar los escalones en el instersticio así creado: la impresión es de un descenso casi natural, un camino forestal de adoquines que desemboca en la ciudad sin alterar el paso ni modificar –para qué- su dibujo anónimo y exacto. El puente Legií interrumpe a medio camino su acompasado andar para bajar a la isla Strelecký con una escalera que logra ser palaciega sin melindre alguno a base de sólidas piezas de piedra parda cubierta de musgo y de un parapeto macizo con remates ampliamente curvos que se quiebra con admirable elegancia para un desembarco simétrico. En lo alto de Vysehrad la escalerita de entrada a una dependencia auxiliar tiene un giro en el último peldaño que el viajero sólo puede describir como conmovedor. Aquí la tarea de bajar del castillo a la ciudad se plantea en términos más expansivos, abriendo el final de cada tramo en miradores astutamente sesgados que se convierten en plazoletas colgadas una sobre otra.

Hradcany abunda en escaleras hermosas; la huella del singular talento de Josef Plecnik es aquí tan indeleble como elusiva, de modo que no sabemos si adjudicarle el prodigio de ingeniosa geometría con que se accede por la esquina a un pabelloncito de verano, el desparrame como de lava fundida que une el extremo superior del palacio con los jardines o la preciosa cajita apergolada en piedra rústica por la que se sale subrepticiamente de la explanada delantera a terrenos más domésticos. Sí que es indisputable y famosamente suya la escalinata imperial, gemela depurada de otra frente a ella que con más volutas y balaustradas termina por ser menos esencialmente barroca que esta pieza maestra.

En el jardín Vrtbovsky, escondidos tras un telón adecuadamente curvo y señorial, tres arcos delgaditos brincan cerrando un triángulo para subir a la última terraza; en los muelles de Rastinovo unas zancas ligerísimas apoyan sobre rotundos canes de piedra, minimizando con pudor exquisito el inevitable roce con el muro; en la trasera del nuevo Teatro Nacional los escalones se funden delicadamente en la pendiente adoquinada. Pero la sutileza, la sobriedad y el ingenio no son, con ser su fuerte, los únicos registros de esta ciudad: el último día, en la isla de Troja, se nos vendrá encima al rodear el palacio la llamada escalinata del Tártaro, un artefacto espectacular de escenografía barroca jalonado de estatuas que ascienden en complicada curvatura y se asoman a una caverna subterránea que es el colmo de la teatralidad. El viajero, que nunca fue muy amigo de este género, ha de reconocer que le va cambiando la opinión con los años: antes de rechazar la grandilocuencia y el efectismo como recursos de poca altura hay que ver unas cuantas de estas cosas dispersas por Europa.

miércoles, 15 de octubre de 2008

jueves, 25 de septiembre de 2008

Oro

Una lección que no tenemos más remedio que aprender en la literatura japonesa, de tan a menudo y con tanta convicción como se nos pone delante, es la extrema seriedad con que se toman (o se tomaban) en esa parte del mundo el arte y la belleza. El empeño en discernir el menor matiz de las sensaciones, el fastidioso desdén con que Shonagon descarta cualquier disonancia a nuestros ojos insignificante, la fascinación emocionada que embarga a Tanizaki ante un sombrío vaso raku o su exhilarante y contagioso entusiasmo por las sensaciones que procura cagar en una cabina de madera en el campo frente a la triste y aséptica experiencia del inodoro, todo ello nos repite el mismo lema: no es oro todo lo que reluce, la belleza es escasa y ardua de disfrutar.

Un personaje de Kawabata recuerda en su lecho de muerte una danza perfecta que contempló hace años:

¡Demos gracias porque la luz de Buda ha brillado! Para Kuretake, la maestra de danza, la luz de Buda es la luz del arte… Cuando contemplo el rayo de luz de una obra de arte desaparecen todos los sufrimientos.
Estamos en el territorio de lo sagrado. Esa luz divina habrá quien la tome literalmente como manifestación de un orden sobrenatural o quienes la entendamos más bien como metáfora (del mismo modo que hablamos de alma y espíritu sin que nos conste su existencia real). Lo importante es que seguimos creyendo en ella y rastreando su brillo. Y donde seguro, pero seguro que no lo encontraremos por más reflectores que le pongan es en el becerro muerto, metido en formol y pintado con purpurina que Demian Hirst ha vendido por una obscena cantidad de dinero.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Enfoque

El viajero buscaba (oh peregrino) a Praga en Praga, y en Praga misma a Praga no la hallaba. No era la ruina física que traen el tiempo y las calamidades, ni esa otra más insidiosa derivada del turismo masivo (con la que ya cuenta uno y a la que uno, en su modesta medida, contribuye) sino la distancia inevitable entre las ideas preconcebidas y la realidad. Creía el viajero encontrar una ciudad de prestigio ajado y melancólico; recoleta, elegante, ensimismada, transida de literatura, desleída en matices como una aguada de tinta sepia. Traía los adjetivos preparados y casi se los tiene que llevar de vuelta intactos, porque la ciudad es a primera y segunda vista muy otra cosa: imperial, soberbia, extrovertida, de una potencia visual demoledora y un gusto casi oriental por el ornamento figurativo.

Pero quien busca acaba encontrando: en su última tarde en la ciudad, cuando ya había aprendido a quererla espléndida y vistosa, el viajero empieza a dar con una Praga más parecida a la que traía en la cabeza. A pocos metros de Vaklavske el jardín de los Capuchinos debe ofrecer, según ha leído, un silencio embalsamado, una paz de otro mundo. El guirigay de los reclamos de discotecas se diluye en efecto nada más franquear la reja; la masa en sombra de la arboleda protege unos senderos por los que a esta hora de atardecida apenas pasean unas pocas figuras melancólicas. En un banco a la entrada, semioculto en la penumbra, un vagabundo parece entregarse a la meditación, pero un vistazo de reojo revela extrañas manipulaciones en la entrepierna que es mejor no investigar: la paz de los claustros ya no es lo que era, se dice el viajero mientras se escabulle al fondo. De todos modos la otra salida del jardín lleva a calles más tranquilas, y de ahí hasta el río bastará con atenerse a la regla de oro de los laberintos: eligiendo siempre la izquierda en cada bifurcación eludirá por los pelos la caravana ininterrumpida de Karlova y descubrirá el último jirón transitable de la ciudad vieja: calles sin nada de particular y por eso mismo estupendas. Paredes de un blanco caduco y agrietado, la línea mínima de un zócalo, canalones de plomo descendiendo a intervalos junto a las altas ventanas enmarcadas en gris, cornisas de un barroco expeditivo que enmarcan un fragmento de cielo estrellado; al fondo, una torre rematada en pizarra puntiaguda recuerda con la discreción debida la monumentalidad que acecha a la vuelta de la esquina.

En Retezova el viajero se asoma a un bar de aire tan literario que aguanta sin complejos el nombre de Montmartre. Mobiliario elemental, de madera basta, alguna planta verde en los rincones, más cerveza que licores en los vasos -y más Camus que Derrida en las conversaciones, quiere pensar el viajero. En una de las mesas una muchacha morena de belleza intensa y como dolorida monopoliza la charla y las miradas. El orden natural de las cosas prescribe que haya en Praga morenas de pómulos afilados y ojeras trascendentes discutiendo en cafés literarios, de igual modo que en Japón arbolillos esquemáticos con flores blancas caídas a sus pies como nieve fina o, en París, señoritas menudas y airosas taconeando a pasos breves por el bulevar; pero el viajero está convencido de que a poco que uno se empeñe puede encontrar igualmente en Manhattan jardines traseros con emparrados sobre la tapia o en Sevilla rubias estatuarias de mirada transparente. Al final todo es cuestión de enfocar.

En la plazuela de nombre Annenske reina entre coches aparcados una preciosa pajarera de hierro forjado. Su mutismo le otorga una poesía vagamente incongruente que no tendría poblada de papagayos o ruiseñores. Al viajero le parece un raro privilegio encontrarse aquí en este preciso momento, con esta luz trémula y un eco amortiguado del fragor del tráfico que lo devolverá al mundo real en cuanto salga por el callejón.

Porque la burbuja de tranquilidad y penumbra termina justo aquí. Unos pasos más allá está el río con sus vistas espectaculares y el despliegue hermosísimo de luces reflejadas. En el saliente de Novotne una fila de adolescentes se pliega sobre sí misma con sorprendente disciplina para entrar en la que dice ser la discoteca más grande de centroeuropa. De aquí al puente no queda otro remedio que unirse a la corriente humana: uno echa de menos desde luego un poco de tranquilidad y distancia, pero al fin y al cabo esto es un puente y sirve para pasar el río, no vayamos a pedirle soledades que no puede darnos. A un lado y otro se ofrecen imágenes perfectas, nítidamente compuestas, autosuficientes; el viajero las mira como se mira una pantalla, otorgándoles más realidad que a quienes caminan a su lado. El último tramo vuela sobre la isla de Kampa antes de clavarse de frente en Mala Strana. El muelle de abajo se deja ver entre las copas de los árboles. Los escasos paseantes se materializan a intervalos; sus sombras, pardas y subrepticias, reptan por el adoquinado y se doblan sobre las fachadas antes de desaparecer en la oscuridad común. Hacia allí bajará el viajero por una suntuosa escalera lateral, buscando eso que ha encontrado y perdido en la otra orilla.

En los embarcaderos vacíos las barcazas que cada día se llenan de turistas parecen llevar años abandonadas. El agua del río alcanza a lametones, como en un simulacro de oleaje, el borde irregular brotado de matojos. El puente, con sus estatuas recortadas dramáticamente contra el cielo, parece pertenecer a otro orden de realidad más alto y lejano. Si le volvemos la espalda nos encontramos en una intimidad de salón abovedado; la mirada desciende y enfoca lo minúsculo: la textura maravillosa del pavimento, la hierbecilla que le crece en las llagas, los reflejos sucios sobre los charcos. Bajo los últimos arcos del puente, en la plazuela alargada y por los canales que cortan la isla el recorrido es una serie de instantes perfectos en que la realidad se pliega a un ritmo interior de una fluidez que no es rápida ni lenta. Pasa una pareja de mediana edad, y de repente resulta natural saludarse, como en los pueblos pequeños. Pronto tocará dar media vuelta, pero aún queda otro callejón al que asomarse, otra plaza señorial y desierta.

Cada farol genera en torno suyo una esfera de luz amarilla y sofocada que funde en un tono común de litografía los colores, brillantes por la mañana, de fachadas, automóviles y árboles, arrancando de los adoquines mojados un resplandor de oro viejo; todo encaja, todo se suma para producir estampas que inevitablemente se irán estilizando en la memoria (la fotografía, con sus bellas mentiras, es una colaboradora imprescindible) hasta sustituir a una realidad que se resiste a coincidir con los sueños. El viajero, como tantas veces, no sabría decir si esto es bueno o malo.

martes, 16 de septiembre de 2008

Populismo

Otra cosa que sorprende al acercarse a la política americana es que el tono populachero y despreciador de la excelencia corresponde, contra lo que podría esperar, a los conservadores. No siempre fue así, dice (y explica estupendamente) David Brooks:

Conservatism was once a frankly elitist movement.

Conservatives stood against radical egalitarianism and the destruction of rigorous standards. They stood up for classical education, hard-earned knowledge, experience and prudence. Wisdom was acquired through immersion in the best that has been thought and said.

But, especially in America, there has always been a separate, populist, strain. For those in this school, book knowledge is suspect but practical knowledge is respected. The city is corrupting and the universities are kindergartens for overeducated fools. The elitists favor sophistication, but the common-sense folk favor simplicity. The elitists favor deliberation, but the populists favor instinct.

This populist tendency produced the term-limits movement based on the belief that time in government destroys character but contact with grass-roots America gives one grounding in real life. And now it has produced Sarah Palin.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Gallardón sobre Educación para la Ciudadanía

A vuelapluma, viéndolo responder en directo, dos contradicciones. Una, implícita: está en contra de que se adoctrine en la escuela, punto. Independientemente de la doctrina. Debería entonces oponerse a la asignatura de religión, y apartar a sus hijos de ella. Otra, explícita: segundos después de hacer un llamado a los consensos comunes que hacen suaves los cambios de gobierno, se opone a la asignatura porque no se puede enseñar la posura de uno o de otro: ¿no existen entonces esos espacios comunes, no dan para un temario?

Una vez más constato que los grandes partidos se tienen que estirar hasta el absurdo para contentar a muchos. Por eso mola UPyD.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Envidia

Estoy siguiendo con muchísimo interés la campaña presidencial en EE.UU. Hay muchas cosas que me gustaría comentar, cosas que me gustan y cosas que no; lo que pasa es que se me ocurren demasiados detalles y ninguno especialmente relevante, por lo que al final no traigo nada. Pero hoy he visto algo que me ha impresionado; si pudiera traerme de un plumazo a mi país una sola de las características del juego político americano, creo que elegiría lo que se ve en este video. Un periodista entrevistando a cara de perro al candidato, interrumpiéndole sin piedad (tiene usted que entenderlo, estudió en Harvard, ¿no?), contradiciendo sus afirmaciones, lanzándole a la cara datos e ideas, obligándole a dar lo mejor de sí mismo. Lo de menos es que mi corazón esté con el candidato, o que el entrevistador sea una bestia parda manipuladora: es necesario, es higiénico, es bueno para todos que los políticos se enfrenten a este tipo de escrutinio. Me acuerdo de la entrevista de Herrera a ZP y me muero de pena.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Resumen del verano (I)


Resumen del verano (II)


Resumen del verano (III)


Resumen del verano (IV)

Back to reality

Ayer por la mañana estaba aquí.

Hoy otra vez en lo de todos los días. Eso sí, con la piel como el culito de un bebé.

jueves, 28 de agosto de 2008

Una apasionada defensa

De los toros. Por un francés, Francis Wolf, en una tercera de ABC que nos recuerda por qué nos gusta el ABC. Con una frase digna de Ferlosio:

¡Es cierto que el toro no quiere combatir, pero no porque sea contrario a su naturaleza el combatir sino porque es contrario a su naturaleza el querer!

viernes, 1 de agosto de 2008

Qutub al-minar

Hemos venido a ver una torre célebre y, como ocurre a menudo, una vez en el sitio el reclamo del cartel resulta ser lo de menos. Encontramos un conjunto extenso, descalabrado, ilegible y divertidísimo de recorrer, en que las etapas sucesivas se encabalgan y confunden con un pathos más pintoresco que histórico. Saltando de piedra en piedra el viajero no acaba de hacerse una idea clara de cómo estaba organizado aquello, pero tampoco le parece que sea una pérdida. El minarete es aparatoso, desaforado, magnífico; se levanta allí en medio con rotundidad geológica, como esperando a que acaben de construir a sus pies la inmensa mezquita que su escala reclama. Sin embargo, tal vez precisamente por esa desairada situación (clavado entre fragmentos de edificios que poco tienen que ver con él), resulta asombrosamente invisible una vez que se ha metido uno en el laberinto de estructuras. Ocurre entonces que su aparición repentina entre dos arcos tiene un sabor de sorpresa infantil que cuadra mal con su voluntad de predominancia y arrebato.

Pero la versión india de la Torre de Babel, el empeño impío por construir más allá de la escala humana que parece surgir tarde o temprano en todas las civilizaciones no se encarnaría aquí en el minarete famoso (que al fin y al cabo se levantó, aunque se mantenga a duras penas en pie), sino en un tronco de cono ancho como una plaza y cortado a poca altura que se deja desmoronar con parsimonia, arranque fracasado de otra torre que habría llegado a ser dos veces más alta. El viajero se pregunta si la condición mítica será compatible con la presencia efectiva. Por grande que sea un objeto, nunca podrá medirse con lo imaginario: una torre de ladrillo de ciento cincuenta metros habría sido sin duda un logro notable, digno de consideración, motivo de crónicas de viajeros ilustrados; pero quedaría tan lejos del cielo como quedan las agujas de acero y cristal que en nuestros días se afanan en superarse unas a otras en pocos metros cada vez cuando la leyenda exigiría saltos exponenciales, de cientos de kilómetros. El mito de la Torre sólo es posible mientras no esté acabada y las noticias de su construcción se repitan de quinta mano por lejanos puertos: cerca de la vieja Delhi está levantando el sultán de los mogules una torre que cubrirá los mares con su sombra. No menos fabulosas debieron sonar en Europa las descripciones de los rascacielos que se iban alzando en Nueva York en los años 30.

Este complejo fue una de las primeras obras de los musulmanes en el territorio conquistado. Como en Córdoba, los constructores echaron mano de las columnas y dinteles que había para componer un espacio indudablemente islámico; a diferencia de Córdoba, sin embargo, los restos violentados (de los que debieron lijar toda representación humana o animal) continúan hablando su propio idioma e impregnan de una extrañeza ineludible al recinto. Por momentos las galerías se desdoblan como una foto virada y nos parece entrever el antiguo templo hindú que echaron abajo para hacer sitio a la mezquita; esa presencia fragmentada y elusiva basta para llenar el aire de dioses de una forma que los edificios intactos no consiguen, al menos en la mente caprichosa del viajero.

La idea de un dios único y sin rostro debió resultar extrañísima a los indios. Aún hoy, con trescientos millones de fieles dando testimonio de lo contrario, a uno le resulta difícil de entender que penetrara aquí el Corán, y querría desentrañar los mecanismos de adaptación que lo hicieron posible. Seguramente la explicación última sea la más simple: allí como acá, con la espada en una mano y la bolsa del dinero en la otra, se puede hacer a la gente que crea en cualquier cosa.

jueves, 31 de julio de 2008

Una idea simpática

Salgo de la atonía veraniega para traer aquí una idea de Matthew Yglesias que encuentro a la vez extravagante y bien traída: si se quiere de veras defender la santidad del matrimonio (traduzco a vuelapluma) entonces antes que prohibir los matrimonios homosexuales habría que prohibir los, digamos, cuartos matrimonios. Una cosa es decir que nadie está libre de un error, o que todo el mundo merece una segunda oportunidad, pero las bodas en serie son realmente una burla de las premisas de la institución de una manera que las bodas gay nunca lo serán. Tal vez algunos deban admitir simplemente que no están hechos para el compromiso a largo plazo.
Si de verdad quisiéramos podríamos sacar petróleo de esta paradoja, pero con este calor mejor dejarlo en el cosquilleo.

martes, 15 de julio de 2008

¿Divino tesoro?

Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura, las consecuencias dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil al psicologismo que nos dejó el siglo pasado, afecta a los clásicos y empero alentadora de las más díscolas tendencias de hoy.

No es el niño Prada, no. Es Borges, nada menos: un Borges adolescente con todos los pecados de la adolescencia hinchados hasta la exasperación (del lector) por el talento natural: pedantuelo, pagado de sí mismo, empeñado en sorprender con cada palabra, indigestado de ideas de cuarta mano. Inquisiciones, un libro estomagante hasta no poderlo acabar. No es raro que el maestro lo proscribiera, ni se entiende bien que Alianza lo incluya en el catálogo.

Si el más grande escribió alguna vez así, hay esperanza para todos nosotros.

domingo, 13 de julio de 2008

Autopublicación

Después de ver en directo lo fabulosos que quedan los libros de Blurb me he animado a probar. Este primer ensayo -un álbum de fotos de Nápoles- no lleva textos míos (oooooooooh), más que nada porque en más de un año que hace ya del viaje no he sido capaz de pergeñar nada interesante. A cambio he dejado caer fragmentos de Manganelli, Gómez de la Serna o Pascal Quignard que he podido entresacar de mi ahora ordenada biblioteca.
Dejo aquí el enlace con la página de venta, como avanzadilla de prueba por si un día decido colgar algo de más sustancia... y por si a alguien se le antoja regalarse un bonito y exclusivo libro de sobremesa.

lunes, 7 de julio de 2008

Facilidad

Alguien comenta hoy, después de haber oído a Shakira cantar en Madrid, que empieza a utilizar un poco demasiado a menudo su célebre maullidito, como si ya no supiera cantar con naturalidad. Yo apunto que a muchas cantantes de ópera les acaba pasando algo parecido, que abusan de aquello que se les da mejor: el filado de Caballé, la ametralladora de Bartoli, efectos soberbiamente ejecutados que poco a poco se convierten en razón de ser de la interpretación, en lugar de algo que se añade a ella.

A mí lo que se me da mejor son los hallazgos verbales que sintetizan ideas en una fórmula resultona: en seguida se me ocurre que el problema empieza cuando el recurso se convierte en discurso. Por eso mismo no lo digo en voz alta.

viernes, 4 de julio de 2008

Correspondencias

No todos los días se encuentra uno protagonizando un artículo ajeno.

martes, 24 de junio de 2008

Con respeto

Hace poco reclamaba para el fútbol italiano el respeto que la prensa española nunca le ha acreditado. Hoy, de vuelta de tierras transalpinas, tras la interesante experiencia de ver la película del otro lado, y con la bandera del toro hecha un artístico lazo en el asa de la maleta para escarnio de la tripulación aérea, me alegro infinito de poder decir con Pedro Crespo, flor de virtudes españolas:

Con respeto le llevad
a las casas, en efeto,
del Concejo; y con respeto
un par de grillos le echad
(...)

Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño en efeto,
con muchísimo respeto
os he de ahorcar, juro a Dios.

Oé, oé oé oeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeé....

miércoles, 18 de junio de 2008

Roles

El post anterior me lleva a rescatar una cita a la que le tengo especial cariño (tal vez por su dudosa autoría).
El revolucionario se apoya en una visión del futuro sesgada y voluntarista, llena de buenas intenciones e incapaz de ver lo que hay de podrido en la naturaleza humana.

El reaccionario se apoya en una visión del pasado selectiva e idealista, profundamente tramposa y ciega ante el horror interminable que nos precede.

¿Sería entonces el conservador, el defensor del presente como mal menor, el único sensato? No, desde luego; el conservador se apoya en una visión del presente sesgada y selectiva que básicamente consiste en ponderar lo bien que se encuentra él.


Robert Skandrassian

Conservadurismo

Estoy leyendo con creciente interés algunos blogs políticos norteamericanos. Me imagino que, como a todo, le acabaré pillando el truco a este mundo y detectando las malas mañas y los intereses tras las palabras, pero a primera lectura encuentro que hay allí un nivel de debate absolutamente superior intelectualmente y de una honestidad asombrosa (habrá también vulgaridad tipo Losantos-Gabilondo, pero uno trata de distinguir).

En el blog de Ross Douthat, por ejemplo, leo un estupendo post sobre Burke y el alma del conservadurismo (es un tema por cierto recurrente en estos días, el alma perdida de la derecha y cómo recobrarla). Me traigo de allí una hermosa y chestertoniana definición: el conservador es
a man whose basic reaction to the given world is humble gratitude for what is good about it, rather than passionate outrage at what is bad about it

martes, 17 de junio de 2008

Mendigos

Los imponentes mendigos que presiden la escalinata del templo Jagdish de Udaipur lo ven pasar sin dedicarle siquiera un gesto, pero antes de llegar abajo se encuentra rodeado de niños sucios y malnutridos que le piden limosna con manos teatralmente extendidas y voces teatralmente lastimeras. Tras unos momentos de vacilación en que de repente se encuentra mirando las monedas como si fueran marcianas, incapaz de recordar su valor, reparte toda la calderilla que lleva. Eso apenas da para la primera fila de lo que es ya una pequeña multitud: ahora han visto que das y ya no habrá forma de acabar, piensa a la vez que se lamenta de pensarlo. Tiene billetes pero no los va a sacar, sería desproporcionado, imposible elegir a quién, por qué cien rupias a un niño y a otro nada (y a la vez se sabe mezquino, no da billetes porque no se dan billetes, porque lo normal es dar calderilla, no hay más motivos, sólo racionalizaciones). Sólo queda hacerse a la idea de que va a atravesar los doscientos metros hasta el coche acompañado de niños desesperados, o lo que es peor, de niños que fingen una desesperación verdadera.

Al pie de las escaleras del templo hay una mujer con un niño en brazos. No se ha movido mientras los críos se lanzaban al asedio, pero en cuanto ha sentido los ojos del viajero en los suyos le ha clavado una mirada durísima de sostener. Es una mujer preciosa, una belleza frágil y acuciante que no suplica ni reprocha, que ni siquiera se duele: se limita a mirar con la misma resignación incandescente que se encuentra en los ojos de las vacas. La ve acercarse mientras sigue lidiando con los niños, y sabe que va a darle el billete aunque sólo sea para cancelar el ofrecimiento mudo que está ahí, en segundo plano pero inconfundible tras la mansedumbre bovina o entrelazado con ella. Para abreviar la angustia recorre los pasos que aún los separan, le pone el billete en la mano sin mirarla a la cara y se marcha entre el griterío de los niños, consumido de una intrincada vergüenza que le hará cocerse todo el día en su propio jugo.

Definitivamente no sabe uno qué hacer con esta agobiante, ubicua, inextinguible súplica que persigue al extranjero por toda la India. Habrá quien sepa establecer una línea de conducta y atenerse a ella pero el viajero, incapaz de tal dominio de sí, se ve obligado a improvisar amontonando incoherencias cada vez que se reanuda el baile. Ante las criaturas más atrozmente castigadas por deformidades sólo se le ocurre pensar que no basta con una simple mutilación para hacerse notar entre la competencia (y cuando encuentre la misma observación en los cuadernos de Henri Michaux creerá entender que ese cinismo impostado no es más que un mecanismo de defensa ante horrores que lo superan a uno). En cambio se le pondrá un nudo en la garganta cuando se dé cuenta, en un semáforo, de que el niño que aporrea la ventanilla ignorando al chófer que trata de ahuyentarlo a gritos no es manco, sino que lleva un brazo escamoteado bajo la camiseta en torsión imposible, tal vez amarrado a la cintura. Y cuando en la subida de Amber Fort una niña de tres años se ponga a hacerle monerías aprendidas, como una pequeña putita, le entrará una angustia tan intolerable que prácticamente echará a correr cuesta arriba. La picaresca de andar por casa, el menudeo chantajista, la mano extendida tras la esmerada sonrisa de foto lo alteran más que la petición cruda y directa.

Giorgio Manganelli tiene la clase de inteligencia poliédrica y astuta que hace falta para examinar el tema sin caer en las trampas del sentimentalismo o la flagelación, ni mucho menos en la barata fascinación espiritualista que hace de las crónicas de Pasolini una lectura embarazosa a ratos.

La explanada ante el hotel está a reventar de mendigos; abundan especialmente los niños que te siguen con su zumbido de mosquitos, tenaces, insistentes, sosegados, como el que tiene todo el tiempo para vivir y para morir, incluso en una tarde. Hay algo extraño en ese modo de pedir limosna, algo espurio, casi un engaño –oh, por caridad, la miseria, las enfermedades son todas “de verdad”, pero son también algo más. Intento comprender qué sentimientos intenta provocar en mí el mendigo. El occidental es sentimental, el espectáculo de la miseria lo conmueve; sí, esto es verdad, pero no es todo; observo con atención a mis mendigos y veo que los indios los ignoran, y prácticamente los mendigos ignoran a sus conciudadanos menos desventurados. El extranjero es sentimental, ¿no? Pero hay otra cosa. Una tarde, un chavalillo que me llevaba siguiendo pacientemente al menos veinte minutos me susurró que si le “daba algo” me dejaría en paz. Eran las primeras horas de mi viaje indio, era ingenuo todavía, mi idea era que bastaba evitar al mendigo para hacerle entender que no era cuestión de insistir. La primera tarde había cambiado de acera dos o tres veces para eludir a un mendigo que ambicionaba especializarse en mi limosna. Qué error: el mío, quiero decir. Cruzando para evitarlo le había hecho comprender que estaba a disgusto, y que por tanto valía la pena insistir; porque el occidental no sólo siente piedad, no sólo es sensible a las señales de la enfermedad y es lo bastante lascivo para conocer las prevenciones del asco, sino que se inclina también a los sentimientos de culpa. Y esto el mendigo indio lo sabía, como sabía que el indio no es sensible, no se asquea, no se aburre ni conoce sentimientos de culpa.

El autor quiere penetrar en la manera india de ver el mundo y no va a dejar que los sentimientos le desvíen. Al final del párrafo llegará a una hermosa formulación: la ausencia de piedad individual hace del mundo indio un lugar trágicamente impermeable, impregnado de una dramática, incomunicable dulzura, una indiferencia sin desdén, sin remordimientos, sin indulgencia. Y uno, sin regatear la admiración por esta mirada precisa e inquisitiva, siente que no puede seguirla hasta el final, que debe quedarse con sus sentimientos de culpa, su pena y su asco, gestionarlos como pueda y decidir hasta qué punto deben aparecer o no en estas notas.

Con todo, el viajero se trae una idea de conjunto insensatamente optimista que casi le da vergüenza compartir, una idea hecha más de indicios que de realidades palpables: la sobreabundante publicidad de escuelas, el ambiente de domingo aburguesado y familiero en los parques de Delhi, los tenderetes de libros de segunda mano, la presencia masiva del turismo local en cada monumento que ha entrado a ver. Cuesta trabajo abstraerse de la montaña de miseria, de la capa de roña y desgaste que lo cubre todo, de la acumulación de cuerpos endebles dejados caer en cualquier espacio disponible, apoyados unos contra otros en espera de un autobús o de nada en particular. Más difícil aún será apreciar cambios o diferencias con un pasado que uno no conoce más que por referencias, pero desde luego este país no parece el mismo que recorrieron Pasolini o Manganelli en los setenta. Al poco de volver encontraremos la historia de unos fotógrafos suecos que vuelven al lugar donde veinte años antes hicieron un reportaje escalofriante, con camiones que pasaban al amanecer a recoger la cosecha de muertos de cada noche. Los niños que veían las fotos no reconocían su pueblo en ellas, se negaban a creerlo, tenía que ser un montaje.

¿Es posible que la India esté saliendo adelante? La idea se topa con un núcleo de resistencia mental; hemos crecido con el referente de la pobreza absoluta, el hambre irreparable, la madre Teresa. Se diría casi que nos cuesta renunciar al confort de la lástima, la condescendiente y podrida admiración por esas vidas supuestamente ajenas al materialismo, esa retórica de la sonrisa en el barro en que han caído algunos de nuestros mejores. El viajero, más libre de legañas espirituales y aquejado a cambio de una singular ceguera para todo lo malo y triste, ha visto o creído ver algo que le parece mucho más de admirar: la fe parsimoniosa y tozuda en el futuro que lleva a generaciones de padres a vivir y trabajar en condiciones espantosas con tal de darles a sus hijos la posibilidad de una vida mejor. Y no hay atavismo que pueda frenar ese empeño.

lunes, 9 de junio de 2008

Nunca es tarde

Ha hecho falta la evidencia insoportable de una Copa del Mundo, han hecho falta los comentarios (simplones, sí, pero inéditamente libres de prejuicios) de Andrés Montes y su tropa, y ha hecho falta seguramente la presencia de Camacho (ante el cual debe dar vergüenza decir según qué cosas) para que la tele socialdemócrata hable por fin de Italia -y precisamente en un día en que no le han salido las cosas bien- con el respeto que Italia merece.

domingo, 1 de junio de 2008

Nihil novum

Don Benito Pérez Galdós habla de Manuel Chaves y su régimen:

Bien nos dice la experiencia que cuando los Gobiernos duran mucho, todo el tráfico se paraliza, la clase menestral no tiene qué comer, aumentan los robos, las patronas y pupileras están a la cuarta pregunta, la mendicidad crece, disminuye la caridad pública, el abasto de la plaza es malo y carísimo, la carretería se estanca, los taberneros echan más agua al vino, el pueblo se entristece, bajan las rentas de Tabacos y de Loterías, nacen más chiquillos, las calles se desaniman, los sastres perecen, y toda la nación está como una novia desconsolada, a quien nadie le dice por ahí te pudras.

Dioniso en La Mancha

Si no fuese por el vino administrado, se pasaría uno la jornada blanqueando el nicho. Él barre recochuras y pone la risa a flote. Da corriente a los nervios, despabila la bellota, hace buenos a los amigos y a todas las mujeres comestibles. Enferia el corazón y lo calienta. Te llena los toneletes de leche. Deshollina el riñón, te quita peso, encarga palabras, llama chistes, caldea los ojos, ensalsa la lengua y te pone la vida como un haz de alegrones. Beber con tiento es volverse mozo, ver las corridas llenas de flores y sentir las manos con ganas de teta y los pies bailones. El vino es la sangre que mensila el gran papo del globo terráqueo. El mero caldo de la creación humana. Todo lo grande de esta vida se hizo al correr del vino. Los árboles cabezones, las mujeres caldosas, los jardines cachondos, los animales valientes, los pájaros sin ley, las perdices tintorras, la carne de cabrito desollada, el aceite que fríe, el muchacho que bulle entre pañales, la mañana que rompe la ventana, el sol que a la caída entomata los vidrios, los volcanes de yeguas desbocadas; todo lo bueno y grande de la vida es por el brío del vino.
Francisco García Pavón

viernes, 23 de mayo de 2008

Participación ciudadana

Voy a reclamar la ayuda de ustedes, amables lectores, para ver si salgo de un nudo que me tiene inutilizado el texto de la entrada anterior (léanlo antes, please) desde que lo rescaté de remotas carpetas. El problema está en la descripción que hace el viajero de la lluvia de meteoritos, casi al final: la idea era, habiendo tomado partido por lo maravilloso en las ciudades frente al entusiasmo por lo exótico, jugar limpio y darle una baza al portavoz de las bellezas naturales y lejanas, que también tienen su aquel.

Pero me temo que ese último párrafo exaltado (no es que sea he visto naves arder más allá de la Puerta de Tannhauser, pero me autoconcederé que algo de pathos estético sí que tiene) no encaja con el tono que le he dado previamente al personaje. Si las descripciones que lleva haciendo toda la noche son repeticiones de tópicos de agencia de viajes, el lector tenderá a leer esta última como otra más, con la consiguiente extrañeza (en el mejor de los casos: el peor escenario es que efectivamente pase por prosa de agencia).

Alternativas:

-Que ella registre el cambio de tono y empiece a tomarse interés, antes de volver a distraerse con el espectáculo de la calle (pero odio dar explicaciones, y es un poco ridículo que un personaje haga de crítico literario del otro).

-Que sea la voz del narrador la que comente la jugada.

-Reescribir la descripción en un tono más tópico y alicorto (pero entonces no habría el fair play que yo buscaba: es necesario que lo que ella se pierde por no ir al espacio valga mucho la pena)

-Dejarlo como está y no romperme la cabeza (no es una opción, me temo).

¿Any ideas?


Actualización (ver comentarios): versión alternativa en que el tipo sigue siendo gañán y la descripción es definitivamente libresca.
-De todas formas, lo mejor fue la lluvia de meteoritos en el Extremo Sur de Betelgeuse. Fue increíble, una experiencia única: quisiera poderlo describir con palabras, pero es imposible, hay que verlo. En el puesto de observación había una placa en memoria de McLeod, que estuvo allí hace siglos en una nave sub-luz. Qué bárbaro, eso sí que eran pioneros. Me llevé su libro, pero luego nunca hay tiempo de leer en estos viajes tan apretados.

-Entonces el cielo entero, pero no nuestro cielo sino una enorme bóveda rojo sangre cuajada de estrellas, comenzó a desplomarse lentamente, en silencio, como un gigantesco copo de nieve, recitó ella con voz sonámbula.

Abajo, frente a ellos (...)

-Ah, lo conoces. Parece ser que sólo se da una vez cada trescientos años. Es una lástima que no pudieras venir.

-Una verdadera lástima, dijo, soñolienta.

Puntos de vista

-No te puedes imaginar lo que es aquello. Si no has salido nunca de la Tierra no tienes referencias. Los colores, las distancias… llanuras inmensas de arena púrpura, cordilleras amarillas de más de veinte mil metros recortadas perfectamente en el horizonte.

Acodados en la barandilla oteaban el bullicio de Times Square en la media noche. Desde hacía unos años, en Manhattan, lo último en bares era el llamado 14 feet over; los edificios del Theatre District (otra vez de moda tras la enésima reinvención) habían ido habilitando uno a uno sus primeras plantas, para después vincularlas entre sí con pasarelas que se fueron ampliando hasta convertirse en terrazas colgantes. Ahora, por las noches, una calle sobre la calle –ya había pontones sujetos por cables que cruzaban también la avenida– duplicaba el bullicio a ras de suelo, estableciendo una nada sutil división por pisos que hacía presumir a los más snobs de no tocar el suelo en varias semanas.

-Tuvimos que hacer el trayecto de tres días en el vehículo anfibio, rodeados de lava hirviente, pero desde luego merecía la pena; el cráter a la luz de las dos lunas es mucho más hermoso de lo que había podido imaginar por los folletos. Un escenario incomparable.

En verdad el entusiasmo de los turistas espaciales era la única manifestación de energía en la ciudad languideciente, pensó la muchacha, pálida y elegante en su vestido plateado; lástima que todos usaran los mismos adjetivos: la propaganda de las agencias podía ser desoladoramente monótona. De todas formas había que reconocer que el tipo traía un bronceado realmente magnífico; ¿dejaría pasar el vehículo anfibio los rayos U.V.A. o lo que fuera que irradiaran los cuatro o cinco soles de Orión?

-…la Federación está ofreciendo unas condiciones increíbles para emigrar; lástima que por ahora sólo haya demanda de obreros manuales. Sería maravilloso, ¿no crees? Un nuevo comienzo, lejos de toda esta… podredumbre.

Una sirena policial partió en dos con su agudo repentino el bloque compacto de ruido nocturno. En un minuto, justo bajo sus ojos, tres hombres de uniforme habían acorralado a un negro vestido con túnica y gorro de piel de cebra, y lo estaban apaleando rodeados de un corro de espectadores indecisos. Desde la seguridad de las terrazas con acceso vigilado, los jóvenes vestidos de fiesta se asomaban a contemplar la escena sin apenas disimular su excitación.

-¿Ves lo que te digo? -continuó él, con una nota de triunfo en la voz.– No tendría por qué ser así; en las colonias habrá una nueva oportunidad…

Ella sacó un cigarro y se quedó mirándolo como si de repente hubiera olvidado su modo de empleo. Él se precipitó a encendérselo; al saltar la llama el aire crepitó con un chisporroteo seco.

-No me acostumbro a la atmósfera ionizada; a veces pienso que era mejor la contaminación química –comentó ella con un mohín desganado. Él se rió sin entender.

-De todas formas, lo mejor fue la lluvia de meteoritos en el Extremo Sur de Betelgeuse. Resulta difícil describirlo con palabras; parecía que el cielo entero, pero no nuestro cielo sino una enorme bóveda rojo sangre cuajada de estrellas, se desplomara lentamente, en silencio, como un gigantesco copo de nieve.

Abajo, frente a ellos, una mujer deslumbrante caminaba cortando el aire con la majestad ausente de una gran duquesa en el exilio. Iba completamente vestida de blanco, desde los zapatos a la capa de armiño, y a primera vista resultaba difícil decidir a qué mezcla de razas se debían esos pómulos atezados, esos ojos verdes rasgados, inmensos. La rejilla del metro escupió una bocanada de humo justo delante suyo, y un foco del Teatro Minskoff, que debía haberse encendido especialmente para ella, silueteó su figura borrosa contra la pared oscura; nimbada de luz, hierática y perfecta, tuvo sin darse cuenta un instante de diosa. Todas las luces de los anuncios parecieron converger sobre ella; un taxista pakistaní frenó bruscamente en el cruce, con el semáforo en verde, y un mendigo que pasaba se quitó, lento y desmañado, el sombrero.

-Parece ser que sólo se da una vez cada catorce siglos. Es una lástima que no pudieras venir.

La muchacha le dedicó una sonrisa desmayada mientras apuraba el whisky que ya se le estaba aguando. Miró hacia abajo de reojo: la mujer había doblado la esquina y los luminosos volvían a brillar ajenos.

-Una verdadera lástima –dijo con voz soñolienta.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Ramoneando

A la vuelta del concierto de A., que lleva camino de convertirse en la estrella que merece ser, vengo rumiando un par de ideas ramonianas que no termino de reducir a greguerías por mi culpa de mi natural prolijo y verboso.

-Cuando un pianista de jazz toca un piano romántico de museo se puede casi percibir el esfuerzo de cuerdas, macillos y pedales por acostumbrarse a esos ritmos que estaban en ellos pero nadie antes les había sabido sacar.

-El saxofonista, al cambiar de tenor a soprano, se entrega a una ceremoniosa rutina de desenroscar boquillas, cambiar lengüetas, meter y sacar piececillas. Uno espera que en cualquier momento se agarre la cabeza con las dos manos y empiece a darle vueltas hasta sacársela y sustituirla por otra más apta para soplar por el nuevo instrumento.

lunes, 19 de mayo de 2008

Obscenidad

El Mundo: La súbita muerte de García-Calvo despeja el camino al Estatut
El País: La muerte de García-Calvo cambia los equilibrios del Constitucional
Estos son los titulares que la prensa orgánica nos sirve para desayunar. Y no digo yo que no se me hubiera ocurrido también: la asociación es inmediata, llevamos mucho tiempo con el piloto automático activado para estas cuestiones (además, esto ya ocurrió, como todo, en The West Wing). Pero por el amor de dios, el hombre acaba de morir, tendría una familia. ¿Era mucho pedir un momento de pausa?

Que habría sido hipocresía... pues claro, joder. ¿En qué se creen que consiste la civilización?

(De la imagen que se divulga de los altos magistrados como marionetas al servicio de los partidos, y de lo muy poquito que hacen ellos por desmentirla, hablamos otro día)

viernes, 16 de mayo de 2008

San Petersburgo



Estoy empezando a jugar con el Windows Movie Maker: este es el primer intento.

jueves, 8 de mayo de 2008

El paraíso en la tierra

Pocas veces viene uno de un viaje con una verdad revelada de forma tan nítida y resplandeciente. El mensaje que traigo, amigos, es este: San Petersburgo es la ciudad de las tías buenas. Rubias subidas a piernas interminables, morenas de ojos de gata y pómulos afilados, armazones de perfecta geometría ceñida por sucintas camisetas y vaqueros de una talla menos. Los pechos más erguidos del hemisferio norte, los culos más redondos. El andar firme y seguro, un pie delante de otro, los taconcitos claqueteando sobre el pavimento. La elegancia precisa y quebrada de los brazos esbeltos sin los que no hay verdadera belleza. Se saben hermosas y lo van declarando con cada gesto; no son, sin embargo, sensuales a la manera ondulante y mimosa de la mujer del sur, sino más bien despegadas y ajenas, pero se las arreglan para cargar los movimientos más inocuos (rebuscar en el bolso, pararse en el semáforo, girar la cabeza) de un voltaje sexual irresistible. Más que para afrontar el escrutinio de las otras mujeres, se visten para gustar a los hombres. Tampoco es que les haga falta, podían ir con sacos de arpillera por lo que a uno respecta, pero desde luego se agradece el esfuerzo y se aplaude el resultado.

Las tres primeras horas las pasa el viajero sin saber a dónde acudir, desbordado por el espectáculo, con los ojos amenazando salir por su cuenta a perseguir muchachas en flor. Después se va acostumbrando, centra un poco la mirada, evita las torsiones de cuello más allá de los cuarenta y cinco grados y comienza a añadir su esperable poso de reflexión al arrebato primero. Así, se le ocurre que en esta ciudad ciertos conceptos, como el de la guapa de la clase, tan importantes en nuestra formación, pierden su significado. Como lo pierde el trabajo de modelo, que lo deben hacer por turnos; frente a la iglesia de San Isaac había un equipo haciendo fotos de moda: en los segundos que tardó el viajero en pasar delante se le cruzaron dos peatonas muchísimo más guapas que la profesional. Además, son posadoras innatas; en estos días de puente universal hemos compartido colas con todo el turismo interior, y las largas esperas las amenizaba el espectáculo de las nínfulas retratándose entre sí, mirando al objetivo como si fueran a metérselo en la boca, saltando en poses de ballet, trepadas a los árboles como panteras desmañadas, emprendiéndola a lametones con los pectorales de una estatua que a duras penas conservaba su imperturbabilidad marmórea o inclinadas hacia delante, piernas abiertas, un brazo estirado abajo empujando el vuelo de la falda contra el hueco.

Pero el viajero, romanticón y etéreo, se va a quedar en el recuerdo con unos ojos: un par de ellos, concretamente, unidos a una camarera que ni siquiera era a primera vista la más atractiva en el bar lleno de niñas pijas perfectamente comestibles. Ah, amigos, si hubieran ustedes visto esos ojos azul turquesa de extensión oceánica se tragarían la sonrisita condescendiente. A cierta distancia eran simplemente maravillosos; pero cuando se inclinó a recoger el menú el viajero literalmente perdió el hilo, incapaz de recordar por unos instantes dónde estaba y qué andaba diciendo (sólo le venían a la cabeza Luga, Kaluga y Kalugano). ¿Saben ustedes eso de sumergirse, ahogarse en, ser engullido por unos ojos? Pues los tópicos, acaba descubriendo uno, llegan a serlo porque dicen la verdad.

Les dejo para terminar el corolario más importante: altos o bajos, ricos o pobres, con o sin estudios, zafios o pulidos, todos los hombres de San Petersburgo llevan al lado una mujer impresionante. No importa que seas un parado crónico y voluntario, que peses ciento ochenta kilos, que te bajes dos litros de vodka antes de desayunar o que te cambies de ropa interior cada jueves impar: siempre habrá una Natasha de dorada melena, una curvilínea Ludmila, una hechicera Svetlana que cargue contigo. Por lo que pueda servir la información, digo.

(Si aparece por aquí una tal G. diciendo que soy un exagerado, no le hagan ningún caso: rabia que le da que el único ruso guapo que encontró estuviera muerto hace cien años)

sábado, 26 de abril de 2008

Apuntes del natural

(Automedicación contra la astenia primaveral: escribe de lo primero que veas)

Málaga se ha convertido en una ciudad visitable. Me imagino llegando como Paseante Invisible, por primera vez, con un par de referencias. Me fijo en los bares y tiendas en que me fijaría, reconstruyo paseos, imagino impresiones y anotaciones. Hay recorridos obvios, fáciles de encontrar, que remuneran generosa e inmediatamente al que los completa; y también un par de tesoros menos visibles con los que seguramente acabaría dando (el cementerio inglés sería la joya de la visita, el artículo infaliblemente sentimental). Hay un agrado, una manera de disfrutar de las cosas indudablemente atractivo, y hay sobre todo un carácter propio que el Paseante, creo, habría sabido poner por escrito.

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Tres chavalotes de la Real Sociedad (hoy se juegan aquí el ascenso) con las camisetas de su equipo. En los dorsales, estos apellidos: Karpin, Schürrer, Prieto. Je, je.

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Paso por la puerta de la clínica Gálvez. Una pareja detenida en el umbral, el largo tramo de escaleras a su espalda. Ella lleva a su recién nacido en brazos, él alguna impedimenta. Pasan unos segundos; no me he parado pero sí que retardo el paso: ¿es posible que sea así, los dos solos? no digo bandas de música y discursos, pero ¿nada, nadie?

Llevo un rato escribiendo y tachando adjetivos. Desvalidos, sí, pero no es eso. Atónitos, como pájaros deslumbrados por un foco. Abrumados, puede, pero es otra cosa lo que se ve en sus miradas. Les falta nada, un empujoncito, para echarse a reir o llorar o dar saltos. Jovial estupefacción, me quedo con esas dos palabras a falta de algo más exacto.

(Claro que no hay nadie más, cómo va a haberlo, quién puede meterse en medio de eso.)

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Llego a casa con siete libros nuevos. Un solo autor que no estuviera ya en la estantería. Eso debe ser la mediana edad.

miércoles, 9 de abril de 2008

Un cuento chino

Ebria de aburrimiento o sublimidad, la princesa Cui-Ping-Sing discurre un juego que la rescate del paso del tiempo y de su propio carácter inane. Mojando su pluma en una cocción secreta escribirá un poema en el que ciertas palabras queden invisibles. A quien consiga adivinarlas le estarán destinadas enormes riquezas, la muerte al que fracase.

Los metros de la dinastía Han son flexibles y caprichosos, y la tradición proscribe la rima como propia de la lírica vulgar. El texto es, como la tinta en que está escrito, translúcido y volátil, ayuno de verbos e impreciso de contornos, de modo que el postulante no tendrá para apoyarse más que su intuición de las simpatías sutiles que se tienen las palabras, ecos que se llaman entre sí.

Muchos han probado suerte y entregado sus vidas a la gloria póstuma de una princesa que en vida no hizo nada por merecer su leyenda. Hace años que nadie sube las escaleras del templo donde monjes rapados velan por el cumplimiento de la apuesta infame. El hombre que llama ahora a las pesadas puertas no tiene nada de especial: ni un velo de fiera determinación ensombrece su mirada ni hunde sus hombros el peso de oscuras culpas. Su hablar es lento y desganado; no muestra impaciencia, pero disuade con un breve gesto al joven monje que ya empieza a recitarle las instrucciones. Las conoce bien: deberá escribir en seco, con la caña biselada, las seis palabras en los claros correspondientes del manuscrito. Si son correctas, aflorarán en color desvaído, y trasladadas en orden a un libro de claves decretarán su fortuna; si no, los espacios quedarán en blanco y será conducido al cadalso.

En el silencio circular de los monjes que han ido bajando al olor de la novedad, la punta parece rasgar el decrépito papel de arroz. El hombre tiende el papel al más cercano sin mirarlo, sin volverse. Apenas le ha tomado unos segundos. El papel circula de mano en mano hasta el superior que comprueba, transcribe y lee en voz alta:

-Que le corten igual la cabeza.

lunes, 7 de abril de 2008

Una pregunta tonta

Si traspasaran mi cerebro al cuerpo de un alemán, ¿hablaría con mi gracejo andaluz de siempre o con la torpeza en la pronunciación de un guiri?

sábado, 5 de abril de 2008

Esto de los blogs

Veo un comentario de alguien en un blog, alguien que, me parece, ha debido llegar a ese blog por mediación mía... Qué leches, veo a Arp comentando en casa de Jesús, no sé por qué iba a evitar los nombres. El caso es que me alegra mucho la posibilidad de poner en contacto a gente que vale la pena, que piensan distinto sobre algunas cosas e igual sobre otras, y que sólo por eso merece la pena esta cosa de tener un blog en vez de llenar cuadernillos de papel.

Rectifico (v. comentarios): el contacto no es a través de mis enlaces. Como la entrada va de interconexión, no la cambio.

miércoles, 2 de abril de 2008

Elogio (insuficiente) de Corinto

A Corinto llega Edipo recién nacido y librado a la muerte, y allí se encuentra hijo de reyes, admirado y querido. Orestes vengador, exiliado, marcha también a Corinto donde conocerá la laxitud de los días ociosos y lentos, las ocupaciones placenteras, el dulce amor de Pílades exento de arrebatos.

No son los primeros ni los últimos: parece inevitable que acaben recalando allí quienes huyen de su tierra. En esa Corinto que se adivina provincial y un tanto ramplona es fácil imaginar que el que llega exiliado se convierte en seguida, merced a sus modales más complicados y a la impronta de su ciudad de origen (que siempre se antoja en la distancia rica y brillante), en cabeza y modelo de la juventud dorada. Sus dichos, sus andares, la clámide que llevan cogida a la izquierda con un alfiler de punta cuadrada se convierten en santo y seña de los lechuguinos primero y más tarde de todo el pueblo. Así aquel capitán de infantería lacedemonio que vino, prófugo, a poner taller de herrero (lo habían condenado a muerte en consejo de guerra por beber agua fresca de un regato en el propio casco): a los dos años de llegar sus eses arrastradas se habían incorporado tan firmemente al dialecto local que nadie recordaba ya su origen.

Claro que no todos los forasteros despiertan tanto entusiasmo. En el ágora, de vez en cuando, algún arbitrista cretense o sículo atrafagado de diagramas y maquetas con piezas móviles toma la palabra y expone un sistema disparatado para romper el istmo y permitir a las naves el paso. Es una antigua idea, esa del canal, y los más viejos sacuden la cabeza sin querer hacer demasiada burla: algunos de entre ellos, de jóvenes, también lo creyeron posible y pasaron noches en vela con el ábaco y las escuadras. No es que desdeñen el progreso: bien que dieron fondos sus mayores para el experimento con las pasas cuando el lidio aquel les convenció con pruebas y cifras (y no se puede decir que fuera dinero tirado al mar: aún viven, y muy bien, de aquella decisión). Pero en general a los corintios las novedades les gustan solamente inanes y tintineantes como los brazaletes dorados, livianos como el aire, que traen de Pérgamo y Samotracia. O negras y ominosas pero inofensivas, como las historias de matanzas en reinos lejanos.

Porque esta ciudad remisa a la guerra gusta de hacerse contar batallas. Cuando aquella locura de Troya enviaron, por cumplir, apenas diez naves bajo el mando de Agamemnón (Rey de Hombres le gustaba llamarse, y no era prudente llevarle la contraria); no fue fácil reclutar las tripulaciones, hubo que recurrir a ofertas de indulto para enganchar unas docenas de ladronzuelos y timadores. Y en cambio qué rebullidora expectación, qué silencio ansioso se adueña del ágora apenas un rapsoda anuncia la enésima versión de los siete contra Tebas o las fatigas de los argonautas. Tanto más ocurre con los exiliados, testimonio vivo de guerras y leyendas; invitados en las casas principales a repetir una y otra vez las sangrientas, fascinadoras historias de maldiciones y venganzas, ¿se figurarán acaso estos forasteros que pueda brillar un punto de conmiseración irónica en los ojos –embriagados de gloria y horror ajenos– de la hija menor que más tarde, furtiva, buscará su mano en la despedida?

Pronto entrevén los exiliados -pues no es Corinto ciudad que esconda su forma de ser, como Atenas, tras complicados simulacros- la reticente prudencia que se esconde tras los rostros absortos, y seguramente comprendan lo que hay de sabio en esa actitud gracias a la cual es allí y no en Tebas ni en Argos, ni mucho menos en Esparta altiva, donde resulta posible una vida modestamente feliz y libre de inquietudes. Pero es inevitable que un hervor de sangre envenenada y vieja les termine por subir a la cabeza, y el orgullo seco de quien conoce otros refinamientos y otros abismos les amargue en la boca el sabor de los chistes repetidos y las cenas sin condimentar. Al poco de llegar ya están maquinando irse a cumplir altos destinos –a servir de alimento a los buitres y a los rapsodas.

Y sin volver la vista atrás te abandonan, oh Corinto de anchas plazas, ciudad ignorada de los poetas, tú que a falta de leyendas tienes los cuentos de las comadres sobre esposos cornudos y comerciantes tramposos, tú sede de la prosa y de los días de labor siempre iguales a sí mismos. Y no nos queda más que lamentar en Tebas, en Micenas poderosa, ahora que quisiéramos arrancarnos los ojos para no contemplar tanta sangre derramada en nuestros dormitorios, ahora que quisiéramos gritar hasta quebranos la garganta con tal de sofocar tanto aullido de dolor como sale de nuestras mansiones, que tus encantos sencillos no bastasen para retener a estos malnacidos seductores, a estos negros cuervos portadores de desdicha, a estos imberbes vástagos de estirpe real incapaces de dejar las cosas como están, enamorados de sus destinos grandiosos, ebrios de poesía, ciegos de una soberbia que no corresponde al ser humano.

domingo, 30 de marzo de 2008

La decadencia según Azúa

A través de Juan Avellana tengo noticia de un prólogo que ha escrito Félix de Azúa a una nueva edición de su Diccionario de las Artes. Su distinción entre las artes aplicadas que nos entretienen en la sala de turbinas de la Tate y el gran arte que se medía con los dioses me parece esclarecida y necesaria; sus melancólicas conclusiones tienen bastantes visos de realidad, pero se mantienen, con contención escéptica, un poco más acá del desaliento. Y en cualquier caso su prosa, de una elegancia cada vez más orteguiana, tiene momentos en que toca el cielo:

Como aquellos príncipes derrotados que una vez expulsados de su reino y en una nación lejana descubren poseer una habilidad insospechada para la horticultura y gozan regando su huerto mientras una sonrosada Maritornes les cocina un conejo con nabos, así el artista actual se complace en tareas de manufactura, sin olvidar que viene de una lejana estirpe en otro tiempo temible.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El heredero

Cuando Frankie Dunn lee a su boxeadora moribunda el poema de Yeats (I will arise and go now, and go to Innisfree) se abrocha con una elegancia casi sigilosa el recorrido de Eastwood por el envés del viaje que cincuenta años antes emprendió Sean Thornton hacia la expiación y la paz. Y es en esa proclama orgullosa y humilde, propia de quien sabe de dónde viene y quiénes son su padres, donde definitivamente este autor asume, con su herencia, los galones y la responsabilidad de llevar la antorcha en esta edad que nos habíamos resignado a ver como de vejez prematura del arte más joven.

Los Cohen –por irnos a lo más granado- nos habían hecho creer que lo mejor que se puede hacer hoy con los clásicos es Miller’s Crossing: estilización absoluta, saturación de referencias, voladura controlada del edificio con respeto escrupuloso de las convenciones, cinefilia tamizada de ironía. Los Cohen son como nosotros, sólo que más listos. Nos representan, nos entienden, ven lo que vemos. Y su agotamiento (que parece irreversible) es también el nuestro.

Pero de repente llega Harry el Sucio y nos despierta de un par de hostias, recordándonos que los clásicos están ahí para que cada generación se mida con ellos. En el momento justo de una carrera construida con una solidez e independencia difíciles de ver hoy día, el hombre del poncho ha decidido batirse en duelo con el hombre del parche, y lo ha hecho en el territorio espiritual más inviolable, en el último rincón de paraíso con el que nos está permitido soñar. Million dollar baby no es el reverso oscuro de The quiet man. Es una mirada al trasluz, a contrapelo; es, mucho más que una revisión, una zambullida en sus aguas más profundas. Como Pierre Menard, Eastwood se ha sentado a escribir de nuevo su Quijote; a diferencia de la elusiva criatura de Borges, no ha hecho el menor esfuerzo por borrarse en el proceso.

En la película de Ford la liberación llega de la mano de la propia vida que fluye como un torrente, de las fuerzas elementales que ni nuestros actos ni las interpretaciones que de ellos hacemos pueden frenar. La naturaleza se lleva por delante (a fuerza de puñetazos, de canciones y besos) toda negrura, todo reconcomio; contra el verde jugoso e incandescente de Erin no es posible la melancolía, ni siquiera la introspección.

En el mundo de Eastwood, en cambio, el pasado gravita como un cielo bajo y oscuro. Frankie Dunn ha elegido no olvidar: cada mañana al llegar al gimnasio mira de frente al ojo de cristal de Eddie Scrap, cada día se sienta en el banco de la iglesia sin tener muy claro por qué, cada semana escribe una carta sin esperanza a la hija que dejó marchar. La redención sólo puede presentarse para él en forma de segunda oportunidad: si volvemos a recorrer todo el camino y esta vez no cometemos ningún error podremos dejar el pasado atrás. Hará falta –primero- que la sonrisa hambrienta y limpia de una niña le encienda de nuevo los ojos, y que un golpe mal dado le arrebate -más tarde- toda esperanza para que comprenda que esa salida es imposible, que no podemos volver sobre nuestros pasos. En una sádica simetría que pertenece al mundo de la tragedia antigua, el destino no sólo le hará caer por segunda vez en el mismo infierno, sino que le pedirá que tome por compasión una vida. Apurado el dolor hasta el fondo, Frankie encontrará la paz en un Innisfree lluvioso y nocturno, un refugio anónimo con olor a tarta de limón -a small cabin build there, of clay and wattles made.

El boxeo no es una metáfora de la vida, sino una destilación. En el boxeo el triunfo y la derrota, el honor, el deber, las lealtades y traiciones se corresponden a un código claro y compartido: quien lo incumple lo sabe, y aunque llegue a nadar en dinero no puede ignorar el desprecio de quienes fueron sus iguales. En el boxeo es posible perder con dignidad y ganar con honra. Por eso salen de él tan buenas películas. La vida en cambio es sucia, confusa, ambigua; no se deja reducir a un código. No es casualidad que Sean Thornton sea inocente, que el limpio relato de Eddie deje claro que Frankie no le falló el día que le reventaron el ojo. La tragedia aflora cuando la vida irrumpe y el código no es suficiente, cuando estalla un ojo o un corazón y el saber que has cumplido con las leyes del honor no te borra de la retina el cuerpo de tu rival tirado en la lona como un muñeco roto. Por eso nos parece –y es la única fisura de consideración- que al introducir el juego sucio en la pelea final y caracterizar a la rival de forma tan maniquea se rebaja la historia amenazando con deslizarla de tragedia a anécdota.

Para terminar de salir del círculo infernal, Thornton tenía que volver a pelear fuera del cuadrilátero; por buscar la redención entre las cuatro cuerdas es castigado Frankie a vivirlo todo de nuevo. Aunque Ford toma a su personaje muy cerca de la salida, el recorrido es el mismo: podría decirse que Million dollar baby palpita y alienta en el interior del flashback en blanco y negro que asalta a Sean Thornton en su viaje hacia la luz; que de alguna manera drena la oscuridad que en el clásico sirve de sustrato invisible, se alimenta de ella y la saca al primer plano.

De estirpe fordiana son también las armas: la narración de Eastwood es de una limpieza y sobriedad que no se veían en cine desde hace mucho. Ni una trampa, ni una concesión al capricho (como no sea, y no es casualidad, la presentación de la rival definitiva, que remite por unos instantes a lo peor de la saga Rocky; lunar mínimo en cualquier caso, que si irrita es por comparación). No creo, por poner un ejemplo, que nadie pueda rodar hoy día el encuentro de una carta deslizada bajo la puerta con esa pureza e intensidad. Y como manda el canon clásico, la historia se construye sobre los actores, apoyándose en sus presencias y ritmos interiores. Sin la ternura hosca de Eastwood (esos pantalones subidos, esas gafas), sin la luminosidad que irradia una Hillary Swank que en su vida va a estar mejor, y sobre todo sin la inmensa, leñosa presencia de Morgan Freeaman (y escribo sin haber escuchado su voz original en off) no se entendería este maravilloso trozo de cine.

Como ha dicho no sé quién, que le den un parche para el ojo a este hombre y nos haga una película al año mientras pueda. Y que nosotros lo veamos.


(Esta fue la primera crítica de cine que escribí, e inmediatamente me corté la coleta)