jueves, 29 de julio de 2010

Recordatorio

(O, por qué no, hilo suelto dejado aquí para quien sepa tirar de él)
Pensar, en estos tiempos de adolescente y encarnizadamente recordar hasta que salte la sangre, en la generosidad del olvido voluntario o, por otro lado, en la elegancia imperial de hacer a un lado la propia biografía. Como los dos más buenos, si no los mejores, de entre nuestros maestros: un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, mi historia algunos casos que recordar no quiero.

Espabila

Que valen más tus fragmentos deslavazados que miles de folios de otros muchos con más fama te lo dicen, cigarra entre cigarras, los que guardan en la caja fuerte, por si un día su metódica musa no se presentara al llamado diario del articulito o al esfuerzo mensual de otro capítulo para la novela de turno, un buen montón de resmas de papel con valor de cambio reconocido e inmediato en divisas a prueba de vaivenes.

sábado, 17 de julio de 2010

Lo mejor es que pasan los días...

... y esa sonrisa no se borra.

sábado, 10 de julio de 2010

Efectos secundarios de estar en la cumbre

¿A quién coño le interesa el partido por el tercer y cuarto puesto? No consigo entender cómo me he sentado a verlo, todos esos años.

viernes, 9 de julio de 2010

2016

La causa fundamental de este parón en el blog, ya de por sí bastante lánguido, es que me he embarcado en una historia bastante absorbente: la candidatura de Málaga para ser capital cultural europea en 2016. Como el trabajo ha consistido básicamente en escribir y reescribir a toda velocidad, me quedaban pocas ganas al llegar a casa.

Hoy terminamos el dossier y espero que la vuelta a la normalidad incluya escribir por aquí más a menudo.

Les dejo un texto que no hemos usado por demasiado literario, y que creo sintetiza bastante bien el espíritu de la candidatura.


Fragmentos de paraíso

En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo despliega tarde a tarde, para apaciguar la despegada e insaciable curiosidad del Khan, su repertorio de ciudades vistas o imaginadas. Ninguna, entre ellas, más extraña que Pentesilea; ninguna más familiar.

Para hablarte de Pentesilea tendría que empezar por describirte la entrada en la ciudad. Tu imaginas, claro, que ves alzarse de la llanura polvorienta un cerco de murallas, que te aproximas paso a paso a la puerta (...) Si crees esto, te equivocas: en Pentesilea es distinto. Hace horas que avanzas y no ves claro si estás ya en medio de la ciudad o todavía afuera. Como un lago de orillas bajas que se pierde en aguazales, así Pentesilea se expande durante millas en torno a una sopa de ciudad diluida en la llanura.

Cualquier malagueño que viva en el Rincón de la Victoria y trabaje en Benalmádena reconocerá sin esfuerzo ahí su realidad cotidiana. Málaga dejó hace tiempo de ser un término municipal para convertirse en un continuo, una amalgama. Pero el campo ¿dónde está?, me preguntaba hace años, por la carretera de la costa, una amiga criada en las dehesas extremeñas, y yo no es que no supiera contestarle, es que no entendía la pregunta.

Cada tanto en los bordes del camino un espesarse de construcciones de magras fachadas, altas altas o bajas bajas como en un peine desdentado, parece indicar que de allí en adelante las mallas de la ciudad se estrechan. Pero prosigues y encuentras otros terrenos baldíos, después un suburbio oxidado de oficinas y depósitos, un cementerio, una feria con sus carruseles, un matadero...

De Estepona a Vélez se suceden filas indistintas de adosados que son la misma fila de adosados, centros comerciales de cartón piedra o de chapa pintada que son el mismo centro comercial, grumos de caserío precario que no se sabe si son avanzadilla desgajada o resto escapado a la demolición. El ojo distraído registra, a la velocidad del tránsito por la autovía, marcadores de lugar invisibles al forastero que identifican y ordenan en una secuencia las poblaciones: Calahonda, La Cala, El Chaparral... Abajo, junto al mar, las cosas aún obedecen a una memoria que hace las veces del orden que nunca hubo –Torre del Mar, Benajarafe, Chilches–, pero sobre la tira de asfalto que serpentea entre montes sembrados de cemento (las vallas protectoras, invirtiendo su función, esconden al conductor la proliferación inconcebible de chalets como tumores) los mecanismos de identificación se hacen más indirectos y referenciales, más innecesarios también. Los Boliches, Torreblanca, Carvajal (Malibu, Santa Monica, Venice) son sólo nombres en los carteles, hitos mentales en un recorrido que sólo entiende de origen y destino.

Las gentes que uno encuentra, si les preguntas:--¿Para Pentesilea?-- hacen un gesto circular que no sabes si quiere decir: Aquí, o bien: Más allá, o Doblando, o si no: Del lado opuesto. –¿La ciudad? – insistes en preguntar.
Nosotros venimos a trabajar aquí por las mañanas– te responden algunos, y
otros: –
Nosotros volvemos aquí a dormir.
--¿Pero la ciudad donde se vive? –preguntas. –Ha de ser– dicen– por allá, y algunos alzan el brazo oblicuamente hacia una concreción de poliedros opacos, en el horizonte, mientras otros indican a tus espaldas el espectro de otras cúspides.

De vez en cuando una curva, al cerrarse, deja ver entre un mar de bloques iguales de ladrillo el perfil de una cúpula, la corona verde incandescente de un jardín tropical, el arranque truncado de un bulevar que se adivina amplio y amable o el golpe triangular de acuarela de los veleros en la bahía, y descubrimos o recordamos que nos ha sido dado habitar una sucursal del cielo. Basta un golpe afortunado de volante, un cambio súbito de planes, el regalo de una tarde sin teléfono para gozar del milagro intermitente. Fragmentos de paraíso aguardan a la vuelta de la esquina al que sepa dejarse ir y reconocerlos.

Esta secreta certeza que nos pone a los nativos una media sonrisa en los labios cuando alguno desgrana el rosario de fracasos y carencias (pero son papeles alternos, otro día desgranaremos nosotros y aquél sonreirá) tal vez sea nuestra peor enemiga. Si la traza inconexa, la extensión sin centro, la indefinición espasmódica de los movimientos por un plano ilegible no acaba de percibirse como un mal que corregir es seguramente porque en los espacios que deja esa trama incompleta cada uno encuentra sitio para una vida modestamente feliz.

Si escondida en alguna bolsa o arruga de este mellado distrito existe una Pentesilea reconocible y digna de que la recuerde quien haya estado en ella, o bien si Pentesilea es sólo periferia de sí misma y tiene su centro en cualquier lugar, he renunciado a entenderlo.

El lector habrá percibido hace rato que no estoy hablando –sólo– de barrios y carreteras. La desarticulación de la ciudad alcanza a las ideas, los proyectos, las iniciativas o la propia percepción. Encastillado en su jirón de ciudad, el malagueño no ve más allá de la siguiente curva y se rinde a la falsa evidencia de que somos un páramo de inactividad (mientras que desde fuera nos perciben en ebullición). La unidad de propósito, la firmeza identitaria que en las ciudades amuralladas y compactas permite movilizar a la población -como un solo hombre- a golpe de slogan o acontecimiento nos resulta ajena, incomprensible, antipática incluso: aquí cada uno ha hecho siempre la guerra por su cuenta. Pero la dispersión de esfuerzos disipa casi totalmente los rendimientos: la ciudad sin límites podría devenir así, por ley de termodinámica, ciudad paralítica a pesar de toda su energía. ¿Habrá entonces que dejar de ser lo que somos, tallar la ciudad hasta encontrarle un núcleo diamantino y tirar lo que sobre?

Tal vez haya otras maneras. Sabemos que en esta Pentesilea mediterránea y bastarda, continua y desarticulada hay –no escondida entre los pliegues, no sepultada por lo indistinto, no secreta sino más bien presente al trasluz, simultánea, sobreimpresionada- una ciudad espléndida y memorable. Pero no somos ni seremos nunca, nos dicen, como Verona, o Brujas, o Santiago de Compostela. No hay un tramo de ciudad ininterrumpidamente hermoso, ni ceremonia ajustada a un canon, ni gesto de finura que no pague algún peaje –como si así purgase una culpa inexistente- a la vulgaridad.

No se trata de terminar la ciudad, de fijar su belleza elusiva en un dibujo ceñido y compacto ni de soldar una por una las junturas posibles del mecanismo desarticulado. Se trata más bien de insinuar un rumbo común, de insertar unas cuantas rótulas, de encontrar maneras espontáneas y fluidas de ocupar los huecos y reparar los costurones. Si logramos que, como un puñado de limaduras de hierro que en presencia de un imán enfilan de repente la misma dirección, estos fragmentos inconexos de paraíso se pongan a trabajar juntos, habremos logrado nuestro objetivo.

sábado, 26 de junio de 2010

En los medios

Una entrevista en El Mundo

Y otra en Radio Nacional

Rumbo a la India, con Ignacio Jáuregui (Travesías)

lunes, 19 de abril de 2010

Festival de cine

Entre que las actrices son cada vez más normales, y que las malagueñas están en general bien buenas, se encuentra uno mirando cada melena airosa que se cruza, o cada par de piernas bien dibujadas, sin saber -y es cosa agradable la incertidumbre- si está admirando el género local y cotidiano o el glamuroso de visita.

domingo, 18 de abril de 2010

Coincidiendo

En varias ocasiones (aquí y aquí) me he ocupado de un tipo de imágenes que me atrae particularmente. Así que ahora que me encuentro con la gran Isak Dinesen transitando por el mismo coto de caza, me traigo aquí sus piezas cobradas:

Una fuga en verdad loca y contraria a la naturaleza, puesto que estaba huyendo, desoladamente, del único lugar en que ansiaba estar, como una pieza de hierro despedida por el propio imán, o como una potente tormenta que avanza contra el viento y oscurece el sol.

viernes, 9 de abril de 2010

Semana Santa, 2


Sábado santo, entre Volterra y San Gimignano

Semana Santa, 1

Viernes Santo, trono del Descendimiento. Muchacha que trae bocadillo al novio.

-Niño, cuando acabéis ¿dónde nos vemos?
-Ahí, en la catedrá.
-¿Cuá catedrá?
-Yo que zé, una que está ahí un poquillo más palante...

viernes, 26 de marzo de 2010

En algún momento...

... tendré que enfrentarme a Venecia, tengo dicho por ahí. Como las montañas se escalan poco a poco, aquí hay un primer pasito.

Los límites de la ciudad
1. Las Zattere

Si la ciudad diese por el sur directamente al horizonte abierto de la laguna tendría en esa zona un borde más abrupto y batido por el viento, más parecido a las Fondamente Nove; lo que confiere a las Zattere su carácter de paseo urbano es el alargado telón de fondo de la Giudecca, que se diría colocado ahí sólo con tal fin. De todas las inverosimilitudes de esta ciudad imposible, tal vez una de las mayores sea la forma en que el sustento geográfico parece adecuarse a un diseño previo: la franja estrecha de tierra que sostiene el barrio sedicentemente veneciano responde, dicen, a la crin de un banco arenoso, pero ningún paisajista habría clavado con más exactitud un emplazamiento que en un extremo insinúa el cierre del bacino sin cometer la grosería visual de, prolongándose, completar la silueta con trazo redibujado, mientras en el otro se deja diluir en la laguna abriendo el compás a la altura del Molino Stucky, justo cuando ya el paseo de enfrente no la necesita.

Es lícito figurarse que, arropado así por la lejana pero tranquilizadora fachada sur, el muelle de las Zattere estaba ahí disponible cuando Venecia, resignada a sumar a sus varias encarnaciones la de ciudad italiana de provincias, echó en falta un salón burgués. La Plaza era un coto de extranjeros ricos, la Riva degli Schiavoni debía estar ya tomada por el Danieli o sus derivados y Via Garibaldi pertenecía, con los Giardini, a las familias de pescadores y obreros del Arsenal, de modo que esta acera despejada e inusualmente amplia debió resultar el único escenario posible para el ritual decimonónico de dejarse ver. Las fachadas, noblotas pero no deslumbrantes, cobijan sólidas firmas navieras, sedes de instituciones vagamente eruditas, cajas de ahorro. Ni la gloria ni la putrefacción están aquí presentes: todo es, diríamos, aseado y de buen tono, aunque a cada poco el tajo de un canal revela estampas de desconchones, herrumbre y encajes fastuosos de piedra reflejados en agua turbia. Hasta el navío barroco de los Gesuati mantiene su inevitable nota de desmesura en un tono relativamente menor.

De una punta a otra debieron cruzarse, en días claros como este, bandadas de señoritas de encaje blanco y sombrero de paja con lechuguinos en traje de hilo, severas matronas cargadas de nietos con ceremoniosos viudos de luto riguroso. El recorrido natural dibujaría un lazo que, rodeando la Punta de la Dogana, se anudase en torno a Sta. Maria della Salute para volver al muelle por el lateral de la iglesia y recorrerlo de vuelta. Al viajero le gusta pensar, sin embargo, que el delicado equilibrio entre mundos coexistentes impone ciertas prohibiciones. El mero asomarse a esa punta podría alborotar en las venas de estos burgueses la sangre antigua de navegantes, inoculándoles, si no el arrebato de una belleza por momentos insostenible, sí el fervor de la distancia y la aventura. No, más prudente volver grupas a la altura del muro ciego del ospedale y dejar que los visitantes literarios se las entiendan con lo sublime.

A finales de mayo hay un frescor de terrazas con toldos listados, un sabor blanco de diversión inocente y reglada, una querencia de echar a volar las gaviotas en vuelo rasante por mera exuberancia muscular. Cuando el sol empiece a esconderse tras la línea de tejados de Giudecca se volverá todo –terrazas, farolas, embarcaderos- un mismo incendio lento que el degustador avisado querrá disfrutar desde el otro lado del canal, pero ahora triunfa una luz neta que revienta al topar con las hermosas lastras de piedra caliza del paseo, y es un gusto entregarse a la emoción pueril de elegir tres sabores de una lista inabarcable de helados.

De vez en cuando la pared descomunal de un transatlántico irrumpe como de la nada en el cuadro: como en una película de invasión alienígena el sol desaparece tras la silueta apabullante del artefacto, la fondamenta deviene angosto callejón y la propia ciudad parece reducida a dimensiones de maqueta recreativa puesta ahí para disfrute de los seres remotos que se arraciman en el último nivel de la estructura, mucho más alto que los tejados vecinos. La escena tiene, con todo, un aire tan innegablemente feliz que uno no puede por menos de cumplir su parte de microfigurante y saludar con la mano.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Una novela gótica

Llega una compañera de hacerse unas pruebas ginecológicas y trae la siguiente historia: una chica que está embarazada de tres criaturas, dos gemelos y un mellizo. Aparte de la improbabilidad y lo curioso del caso, me da por pensar en cómo crecerán esos niños, las relaciones ya de por sí intensas entre dos gemelos con el juego de un tercero que es y no es como ellos, las intimidades, las exclusiones, los celos. Si esto no tiene un novelón, no sé qué lo tendrá.

martes, 23 de marzo de 2010

Individuos

Sé que nadie se hace ya este tipo de preguntas, pero tal como se me ocurre lo anoto: si Napoleón hubiera nacido, en su misma época, austríaco o ruso, ¿habrían Rusia o Austria conquistado Europa entera?

lunes, 22 de marzo de 2010

Health care

Ahora que Obama ha conseguido su empeño histórico, a sus seguidores nos viene bien un poco de escepticismo para aguar el entusiasmo. Quién mejor que Ross Douthat, mi conservador favorito. Su artículo es un ejercicio de ya veremos que se puede leer como la previa de un rotundo yo ya lo dije, si la cosa sale tan mal como podría salir. Pero a ver qué columnista español (de políticos ni hablamos) firmaría esta conclusión leal, sensata y patriótica:

Yes, liberals have wrung their hands over the compromises required to pass the bill. But nothing has dislodged their fundamental assumption — an assumption straight out of the golden age of ’60’s liberalism — that a bill this costly, this complicated and this risky can be made to work, so long as the right people are in charge of implementing it.
As a conservative, I suspect they’re wrong. But now that the bill has passed, as a citizen of the United States, I dearly hope they’re right. Indeed, I hope that 20 years from now, in an America that’s healthier, richer and more solvent than today, a liberal can brandish this column and say “I told you so.” Because the alternative would mean that we’re all about to be very sorry, and for a very long time to come.

martes, 16 de marzo de 2010

A star is born?

María Pilar Bello, para mí hasta ayer desconocida, le escribe una réplica a Arcadi Espada y, válgame dios, qué impresión. Un martillo pilón dialéctico, una apisonadora argumentadora. Salvo una pequeña concesión al sentimentalismo (esos curas enamorados), la demolición científica y controlada del texto original que lleva a cabo es un espectáculo a medias inquietante y divertidísimo. Si hace eso con el hábil y escurridizo Espada, ¿cómo no dejaría a Millás o Suso?
Si alguien sabe dónde escribe (si lo hace) esta señora, por favor que avise.

jueves, 11 de marzo de 2010

¿Es Arturo Fernández un intelectual?


Por mi parte, hasta que no le pregunten a él también por todo lo que se mueve, no veo razones para escuchar las opiniones de Willy Toledo. Arturo al menos sabe vestirse.

jueves, 18 de febrero de 2010

El guión largo

No me refiero al de Lo que el viento se llevó, sino al signo de puntuación. Arcadi enlaza una página francesa en que se lamenta, oh, la caída en desuso de algunos signos o al menos de sus aplicaciones más sutiles. Concretamente se echa de menos el guión largo (tiret cadratin) que abre y no cierra:

il n’est plus guère utilisé seul, avec la valeur d’une super-virgule élégante, comme dans cette phrase de Céline : “En effet, ce voyage finit par m’épouvanter tellement on semble y prendre goût — mais qu’y puis-je ?”

Me ha hecho mucha ilusión, porque yo me empeño en utilizar esa supercoma que Nietzche utilizaba como un florete corto (en ocasiones para herir profundamente). No sé si en español es correcto. Cuando he preguntado me han dicho que no, pero yo me resisto a desprenderme de ese manierismo; hay cosas que no sé decir de otra manera.

De las comillas hablaremos otro día...

lunes, 15 de febrero de 2010

Una idea interesante

Paul Krugman se ocupa hoy en el NYT de nuestros problemas.

La idea de fondo (que el problema es el euro, la adopción de una moneda única antes de tiempo) no la había yo escuchado nunca. Alemania tiene mucho mayor poder adquisitivo, en España hace sol, luego era inevitable que nos convirtiéramos en una especie de Florida europea. Como en Florida, la demanda de vivienda por una población externa y rica produjo mucha pasta para todos primero y tremenda burbuja después. El déficit y la deuda se disparan cuando la burbuja revienta y hay que pagar costes sociales mayores con menos ingresos. Si hubiéramos tenido una moneda propia habríamos jugado (como hacían los gobiernos de FG y seguramente los últimos de Franco) con las devaluaciones, pero con una moneda única no podemos. Por otro lado, si fuéramos un estado de la Unión como lo es Florida los costes sociales los estarían pagando solidariamente los alemanes, con lo que los problemas de deuda no serían tan terroríficos. Descartada la vuelta atrás, Krugman recomienda avanzar hacia la unión política a la mayor velocidad posible, pero no lo ve probable. ¿Resultado? A big european mess que no es culpa de los malvados especuladores ni del criptocomunismo disimulado de ZP, sino sólo consecuencia de una decisión enorme y precipitada que habrá que ir pagando.

No sé nada de economía, pero la explicación me resulta seductoramente simple. Me gusta, en cualquier caso, leer estos análisis de fuera. Lo que puedan perder en precisión lo ganan en ignorar los a prioris del cainismo nuestro de cada día.

viernes, 12 de febrero de 2010

Tripoli. Dos lugares (II)


Por la noche, llegando desde el puerto, la Plaza Verde chisporrotea de luz eléctrica en medio de una ciudad que se ha quedado a oscuras. La mole del castillo se reduce a una silueta negra y vagamente ominosa, los reflectores afilan dramáticamente las aristas de las columnas triunfales y las fachadas se borran en un hiriente resplandor blanco. La lámina metálica del estanque duplica el cuadro entero con nitidez hiperrealista (cuando en casa probemos por juego a volcar la foto resultarán indistinguibles realidad y reflejo).


La gente ha huido –era de prever- de esta cruda e inclemente luminosidad para refugiarse justo detrás, en callejones precarios que revelan, a pocos pasos, el carácter de tramoya de esta arquitectura. Asomado a uno de ellos desde el borde del soportal al viajero le parece estar asomándose a una pantalla de cine: es otro mundo el que tiene delante, pero es ciertamente el mundo que había esperado encontrar en una capital del norte de África, y basta dar un paso adelante para que la materialidad desmienta el espejismo: si acaso sería uno el que entrara desde la proyección, como en la película aquella de Woody Allen. Las bombillas colgadas al bies de lado a lado arrojan una luz amarilla e incierta que no alcanza al suelo de tierra y agiganta los aparatos de aire acondicionado que puntean las fachadas en dudoso equilibrio sobre escuadras torcidas. Los vuelos irrumpen, como en las viejas medinas, hasta media calle, dibujando en torno suyo espesos rincones de sombra. El aire está preñado de humo grasiento y olor a especias que salen de los tugurios apretados en fila india; en las mesitas apiñadas en la calle una parroquia exclusivamente masculina se atiborra a kebab, té y nargiles, juega al backgammon, conversa a gritos de mesa en mesa. Un poco más adelante hay pequeñas tiendas, barberías abiertas toda la noche y un movimiento que tiene, por atavismos que repartiremos a medias entre los sujetos y el observador, un aire subrepticio, complicado, inevitablemente sospechoso a pesar de su más que probable inanidad.



Caminando un poco al azar se acaba el viajero encontrando de nuevo en la loggia mussoliniana. Aquí no parece que hayan pasado las horas: el mismo ambiente de comodidad sin pretensiones, la misma lenta complacencia, tal vez incluso los mismos señores que cuatro o cinco horas antes. Si no fuera presunción intolerable, el viajero diría que se las ha arreglado para dar con el corazón de la ciudad.

Tripoli. Dos lugares (I)


La Plaza Verde había de ser el rompeolas, el kilómetro cero, el comienzo y final de los paseos. Hechuras tiene para ello, no cabe duda: murallas de piedra antigua a un lado, la poderosa arquitectura italiana de los años veinte al otro, el mar al fondo abriendo un horizonte largo y tendido. Pero en esta tarde fantasmal (hemos aterrizado en los coletazos de la Fiesta del Cordero y la ciudad parece a ratos abandonada) no encontramos en ella el latir de vida urbana que cabría esperar. Hay, a la salida de la ciudad vieja, un par de grupos de hombres sentados viendo correr el aire, y en general tampoco se puede decir que no haya movimiento: se ven sobre todo chavalitos negros cruzando a paso rápido de un lado a otro, sin rumbo fijo, gastando energías. Pero en el núcleo central de la plaza, al que se llega atravesando un tráfico desatentado y atosigante incluso en esta tarde mortecina, la única actividad que se registra es la de los ganchos desganados de unos desganados fotógrafos que ofrecen al transeúnte retratarse en los simulacros más ridículos: a bordo de un descapotable o una Harley allí aparcados; en una carroza toda festoneada de encaje enganchada a un caballo que luce, imperturbablemente blanco, una pluma en la cabeza; sentado en un diván en forma de corazón, forrado de terciopelo rojo, o bajo la imitación más burda de una jaima con todos sus enseres. Es todo de una torpeza tan penosa que uno no se acaba de creer que pretendan cazarlo con ello. Primera lección: no lo pretenden. Una vez que se renuncia a la asunción egocéntrica de que todo está puesto para uno, la cosa queda clara: este montaje de fantasías de tercera es una trampa para pueblerinos que volverán de la capital encantados de poder enseñar su foto en un BMW. Se le viene al viajero a la memoria la Puerta del Sol: la última vez que pasó por allí se la encontró plagada de mariachis. ¿Es que están condenados estos lugares a la incongruencia y el refrito?

No muy lejos, avanzando por una de las avenidas que parten de la plaza y a cierta distancia de ella van perdiendo su empaque colonial para diluirse en un desorden paulatino, un lugar sorprendente aloja formas mucho más decantadas y atrayentes de vida urbana. No es un edificio ni es una plaza: podríamos llamarlo una loggia en honor a la tradición italiana, pero sus dimensiones ciclópeas rechazan el término. Puede entenderse como un patio de manzana que, al abrir tremendas arcadas a dos lados opuestos, se propone como enclave ciudadano, o como un encuentro entre calles oblicuas resuelto con espectacularidad escenográfica; en cualquier caso se presenta como un espacio porticado al modo de las grandes galerías comerciales de Milán o Nápoles. Las columnas y arcos se articulan con la grandilocuencia imperial que tanto complacía al Duce, pero la mirada tiende a ignorarlos tras un primer vistazo, tan incongruentes resultan con los cafetines que sin pretensiones se cobijan a su sombra. Sillas de plástico desparejas y tableros mínimos se agrupan buscando las esquinas más recogidas, impelidas por un comprensible horror al vacío. De unos localillos ínfimos en que no cabe un cliente salen con fluidez pipas de agua y bandejas de té con almendras; es lo único que pide una parroquia sosegada y morosa, capaz de echar tardes eternas dando vueltas a la misma taza y al mismo argumento.

martes, 2 de febrero de 2010

Impotencia

Este artículo de Goytisolo sobre Afganistán (lúcido, impecable, honesto, pleno de buen sentido moral) revela dramáticamente en su conclusión fallida nuestra insostenible posición: culpables si intervenimos, culpables si nos vamos, desbordados por un mundo que creímos ingenuamente poder organizar.

martes, 26 de enero de 2010

Tercera cultura

Por una de esas coincidencias menores que tanto me gustan, estaba yo a punto de llegar al capítulo de astronomía de The canon, un libro de divulgación científica escrito por Natalie Angier con la chispeante prosa cargada de aliteraciones y juegos de palabras típica del NYT (lo recomiendo vivamente para todo el que admita de buena fe que necesita saber más de ciencias), cuando me salta a la cara un anuncio de la tele en que unos cosmonautas rusos de una estación espacial dicen estar a ¡miles de años luz! de la Tierra.

Si hubieran atribuido a Quevedo lo de las oscuras golondrinas los teléfonos habrían echado humo, las redacciones se habrían llenado de cartas al director y en los desayunos de funcionarios le habrían cortado un traje al publicista por su abismal, intolerable ignorancia. Y no me parece que la burrada sea menor, la verdad.

Una reseña

En el blog Libros y Viajes, de la agencia-librería De Viaje, Miguel Briongos ha escrito esto.

sábado, 23 de enero de 2010

Golden Age

Estoy viendo la entrega de los Globos de Oro, y recuerdo un artículo que escribió Javier Marías, hace unos años, tras ver la ceremonia de los Oscar. Venía a decir esto: los miro allí reunidos, guapos y sonrientes, y no puedo evitar que me parezcan unos farsantes, unos intrusos que se han aprovechado de un descuido de las verdaderas estrellas para colarse en sus sitios.

Tenía razón. Cuarenta años antes Bette Davis le peleaba el premio a Katherine Hepburn, Howard Hawks a Alfred Hitchcock. ¿Qué tenemos ahora? ¿Meryl Streep contra Jodie Foster, Tarantino contra Cameron?

Pero estos premios se dan también a la televisión. El principal, el de mejor serie dramática ha subido a recogerlo el creador de Mad Men. Se lo ha ganado a Big Love, a Dexter, a House (cuyos dos últimos capítulos del año pasado deberían enseñarse n las escuelas de narrativa). La edad de oro de la tele no es un tópico, es justamente esto.

domingo, 17 de enero de 2010

Avatar y la madre tierra

A Ross Douthat, católico norteamericano, le ha preocupado de Avatar su mensaje panteísta. A mí me preocupó mucho más que con tantísimo dinero y tecnología tan maravillosa se pueda realizar semejante pestiño (bellísimo pestiño, por otra parte, vale la entrada con creces). Pero vayamos al argumento del columnista, que tiene algún interés. Dice Douthat que una versión más o menos difusa del panteísmo se ha convertido en la vertiente espiritual por defecto de Hollywood, y cita en su apoyo una lista de películas que va de Pocahontas a Bailando con Lobos, pasando por el concepto lucasiano de La Fuerza (se le ha pasado la muy inquietante El Incidente, de Night Shyamalan). Y no le extraña este éxito: encuentra que la vaga noción de un mundo empapado en divinidad con el que uno debe fundirse es más fácil de manejar que la idea de un dios personal con un hijo nacido de virgen que muere y resucita, no metafóricamente sino de verdad. Detecta además que la amenaza de un desastre climático ha proporcionado al culto de la naturaleza lo que le estaba faltando: la amenaza de un Apocalipsis purificador y una lista de pecados con que estigmatizar al infiel.

El diagnóstico me parece agudo y atinado: no me extrañará que en las próximas decadas proliferen los cultos de este tipo, pero más probable aún es que las nociones de espíritu de la Tierra, red biológica, comunión natural se vayan afirmando en las mentalidades religiosas, sin desplazar al conjunto de creencias de cada uno (que todo ello sea contradictorio no parece una dificultad para tales mentalidades). Ya conoce uno bastante gente que declara no creer en la religión oficial pero sí en algo, sin saber definir lo que es, y la Madre Tierra parece estarse posicionando bastante bien para ocupar ese hueco.

Ahora bien, dejando de lado la principal objeción, que comparto con Douthat (la naturaleza es monstruosa, el estado natural es una agonía continua de la que venimos huyendo desde que un bisabuelo nuestro cogió una piedra afilada para desollar al bisabuelo de un buey), no puedo encontrarle racionalmente nada de malo a este desplazamiento. Como el mismo columnista reconoce, la idea de una trama global interconectada de pensamientos y sensaciones a distintos niveles es bastante más digerible por la razón que un tío con barba que está en todas partes. El panteísmo, en su versión histórica o en la new age, se parece tan poco a una religión que Dawkins ha podido llamarlo a sexed-up atheism. Una religión vaga y difusa debería ser más inmune que las de toda la vida al fanatismo, a la intransigencia, a la legitimación de la violencia contra el infiel. No me imagino a nadie volando un avión en nombre de la madre tierra.

(Aunque también se puede argumentar, en sentido contrario, que bastante tiempo ha costado desgastar el cristianismo hasta su actual, inofensiva versión, que fíjate todavía el Islam cómo está después de doce siglos, como para ahora vérnoslas con una recién hecha)

En cualquier caso, y volviendo a Avatar y su mensajito de todos-somos-uno, me ocurre lo siguiente: aunque racionalmente me parece bien toda evolución hacia lo difuso e indeterminado de las mentalidades religiosas, a un nivel visceral es que no puedo con ello, me dan ganas de emprenderla a collejas con todos los abrazaárboles hasta que se les quiten las tonterías de la cabeza, y termino acordándome de una de mis frases de cabecera, debida no sé si a Azcona o a Berlanga: no creo en dios, que es el único verdadero, y voy a creer en esas mamarrachadas.

Preguntas incómodas

Vale, definitivamente no van a juzgar (no es que fuera muy probable) a Patxi por reunirse con ETA hace un año. Y está bien que así sea, menudo marrón si no.

Pero, ¿no habrá nadie que le pregunte cómo fue que se le ocurrió hacerlo, si cree que hizo bien, si volvería a hacerlo o, ya puestos, cómo es que no lo está haciendo? Estoy seguro de que tiene una explicación estupenda para todo ello, y es una pena que la proverbial deferencia del periodismo español nos prive de escucharla.

jueves, 14 de enero de 2010

El coronel ¿no tiene quien le escriba?

Desde la fachada de cada edificio importante, encaramado a las medianeras, jalonando la carretera del aeropuerto en carteles sobre postes cada cien metros, el Coronel Gadaffi nos sonríe paternalmente enfundado en su túnica blanca, las manos juntas a la altura de la barbilla. O con un uniforme vagamente militar abre los brazos –los puños siempre cerrados- para dejar ver el extraño estampado con rostros de jóvenes que le cubre el pecho. O joven él mismo y sonriente, en vaqueros y camisa inmaculada, se come el mundo como un cantante pop en gira triunfal. O disfrazado de africano, como si no lo fuera, contempla ensoñador una improbable carabela que surca los mares empapelada con lo que suponemos son todas las banderas del continente. O rijoso y condescendiente, en un fotomontaje, mira cómo Berlusconi alarga las lascivas manos hacia las tetas de una Venus de mármol. O con gafas oscuras hace como que escruta un horizonte lejano mientras patrocina, en el pie de foto, a Vodafone, a Repsol, a Daewoo.

Gadaffi es un tipo peligrosamente seductor, uno de esos individuos que manejan en su provecho, en lugar de esconderlos, los rasgos más ridículos de su persona. Es necesario esforzarse continuamente para no encontrarlo simpático, como hay que estarse muy encima para no tomar a Fidel por un abuelete inofensivo y pelmazo o a Kim Jong Il por ese tío materno medio loco que nos salva cada año, imitando a Raphael o tragándose un matasuegras, de morir de aburrimiento en las reuniones de navidad. La mera duración les confiere a estos fantoches un aura novelesca: no podemos evitar verlos con nostalgia anticipada como a los últimos excéntricos de un mundo sin excéntricos. Cómo no regocijarse ante el ejército de amazonas que protege al Coronel, cómo no reir socarrones cada vez que el viejo barbudo le endilga a una delegación desprevenida seis horas de discurso, cómo no elevar el tupé desaforado de Kim a icono pop.

En las fotos más recientes Gadaffi tiene el aspecto de una maricona vieja, de un transformista que recién terminada la función en un sórdido bar de carretera se hubiera desmaquillado a toda prisa y con mala luz. Si Kim Jong Il es Liberace y Fidel el abuelo Cebolleta, Gadaffi es definitivamente Sara Montiel.

(Cuando el Coronel estaba en la cumbre de su maldad, la madre del viajero solía decir, tras cada atrocidad detalladamente expuesta en el telediario: pero hay que reconocer que es un hombre muy atractivo).

Gadaffi ha sabido, como los grandes villanos del cómic –como el Doctor Muerte uniendo fuerzas con Reed Richards ante cualquier eventual amenaza alienígena, como Magneto haciéndose cargo de la Escuela de Westchester mientras Xavier estaba catatónico– dar un giro insospechado y radical a su carrera hasta entonces inmaculadamente malvada. Decidido impulsor de un flamante Eje del Bien formado por él solo, Gadaffi se fotografía ahora con todo mandatario que se ponga a tiro, dispensa su mensaje de paz a auditorios de hermosas muchachas, presta su imagen para promocionar proyectos residenciales de lujo homologablemente occidental.

(Antes de llegar al hotel el viajero ha decidido ya, recordando el consejo de otro fantoche longevo de voz aflautada, no meterse en política. De aquí en más se dedicará a lo que sabe hacer mejor, mirar y anotar).

miércoles, 13 de enero de 2010

lunes, 11 de enero de 2010

De vuelta

Se acabó el paseo por ahora.Les dejo un bonito atardecer.

viernes, 8 de enero de 2010

A petición


¿Te vale il Corpo di Marina, Rosa?
Y en cuanto al transporte de muebles, he visto esto:

Más venecianos



Antivespasiani

Si no fuera por Tiziano Scarpa los habría pasado por alto:

En algunos ángulos apartados puedes reparar en misteriosas protuberancias en piedra, en ladrillo visto o enfoscado, o incluso en hierro forjado. Comencemos por describirlas. Posición: se encuentran en los recodos de las calles, entre los muros que forman ángulo recto; pero hay una incluso en lo alto de un puente, sobre el Campiello de San Rocco, en hierro forjado. Altura: poco más de un metro. Forma: las de piedra se parecen a un tejado a dos aguas, las de ladrillo a un cuarto de cúpula enana, abombada, a una rodaja gigante de foccacia, un buen trozo de pannetone. Las que son de hierro tienen bultos panzudos y puntas de lanza amenazadoras. ¿Para qué sirven? Disuaden a los humanos de hacer pipí. El metal puntiagudo se comenta solo. El funcionamiento de los mecanismos de tejado y cúpula, sin embargo, es más ingenioso: están proyectados para hacer rebotar el chorro sobre el maleducado de turno, y sobre todo para revertirle a los pies sus propios arroyuelos de pipí.



martes, 5 de enero de 2010

El paseante, en Venecia

Aprovecho una conexión pirateada que va y viene para mandar un saludo desde la Serenísima. Tal como le decía a Don Sartine en la entrevista que enlacé ahí abajo, tenía yo un picor con Venecia y aquí me he venido, a pasearla y fotografiarla y cuadernarla. Ya sé que es como echar agua al mar, pero el gusto para mí se queda.

Tenía la intención de ir colgando apuntes diariamente aquí en el blog, pero ya saben, de buenas intenciones están empedradas las calles de esta ciudad. Les diré que me estoy dedicando, además de a ver palacios e iglesias de la manera sistemática y disciplinada que me distingue, a perseguir a la fauna local con afán de entomólogo. El veneciano es una criatura furtiva y desconfiada, pero gracias al nuevo objetivo que me han traído anticipadamente los reyes he podido captarlo en su hábitat natural. Les dejo algunas muestras, y mañana o pasado, si son buenos y comentan (y si la conexión lo permite) les pondré algo de las piedras venerables que cantó Ruskin.