lunes, 20 de octubre de 2008

Escaleras

Cuenta Óscar Tusquets, en un ensayo memorable del que este texto ha de considerarse una nota al pie, que un profesor suyo por lo demás anodino y previsible se descolgó un día en clase con una aseveración prodigiosa: si construir planos para desplazarse horizontalmente no era algo obvio, sino que requería un acto creativo, imaginar una sucesión de planos horizontales a distinto nivel para desplazarse en las tres dimensiones, construir escaleras, era un hito arquitectónico y cultural de primera magnitud.

Mientras otros mamíferos aprendían a trepar a los árboles el hombre inventó la escalera, ese mecanismo invisible a fuer de antiguo y repetido que nos conduce inadvertidamente hasta alturas que la naturaleza nos veda. Chesterton, siempre atento a los milagros modestos, contrapuso a los aparatosos intentos de fabricar máquinas voladoras la hazaña cotidiana que supone vivir y trabajar lejos del suelo. Cortázar supo ver que subir una escalera es un acto esencialmente mágico, y neutralizó con el arma de un humor limpísimo e irresistible el hecho terrorífico de que cada día nos separemos decenas de metros en vertical de la superficie terrestre.

En última instancia una escalera no es más que suelo que se pliega sobre sí mismo en busca de un punto más alto, pero esto puede hacerse de cualquier manera o conforme a las reglas del arte. No hay nada más zafio que una escalera mal pergeñada, ni nada más anodino que el estándar de manual, con dos tramos iguales y encerrada entre paredes que tanto irritaba a Tusquets; pero trazada con maestría y finura una escalera se puede convertir no sólo en objeto de suprema elegancia, sino en afirmación estética, argumento dialéctico, figura representativa incluso de una visión del mundo, si es que seguimos creyendo que existe tal cosa.

Una escalera aborda, interroga, pone en relación problemática o expedita dos planos en principio ajenos; puede lanzarse en picado a conquistar la pendiente por su línea más dura o rodearla con meandros sutiles, desparramarse en circunloquios cortesanos o clavarse con determinación perpendicular. Mientras unas se adosan al muro que escalan como queriendo asimilarse a él, otras se arquean escuetas, agarradas al borde con dos dedos, quebrándose en diagonales con presteza de lanzaderas. La hermenéutica de la escalera puede ser tan ardua y capciosa como queramos: las que se demoran en el arranque, remisas a la subida, encariñadas con el suelo del que nacen, ¿habrá que considerarlas contrarias o más bien equivalentes a las que con vocación de balcón se asoman y vierten como una lenta cascada hacia abajo?

Todo esto viene a cuento de que en Praga ha encontrado el viajero por todas partes escaleras memorables. Descendiendo la colina de Petrin se suceden tramos que parecen cargar con el hombro contra el talud para insinuar los escalones en el instersticio así creado: la impresión es de un descenso casi natural, un camino forestal de adoquines que desemboca en la ciudad sin alterar el paso ni modificar –para qué- su dibujo anónimo y exacto. El puente Legií interrumpe a medio camino su acompasado andar para bajar a la isla Strelecký con una escalera que logra ser palaciega sin melindre alguno a base de sólidas piezas de piedra parda cubierta de musgo y de un parapeto macizo con remates ampliamente curvos que se quiebra con admirable elegancia para un desembarco simétrico. En lo alto de Vysehrad la escalerita de entrada a una dependencia auxiliar tiene un giro en el último peldaño que el viajero sólo puede describir como conmovedor. Aquí la tarea de bajar del castillo a la ciudad se plantea en términos más expansivos, abriendo el final de cada tramo en miradores astutamente sesgados que se convierten en plazoletas colgadas una sobre otra.

Hradcany abunda en escaleras hermosas; la huella del singular talento de Josef Plecnik es aquí tan indeleble como elusiva, de modo que no sabemos si adjudicarle el prodigio de ingeniosa geometría con que se accede por la esquina a un pabelloncito de verano, el desparrame como de lava fundida que une el extremo superior del palacio con los jardines o la preciosa cajita apergolada en piedra rústica por la que se sale subrepticiamente de la explanada delantera a terrenos más domésticos. Sí que es indisputable y famosamente suya la escalinata imperial, gemela depurada de otra frente a ella que con más volutas y balaustradas termina por ser menos esencialmente barroca que esta pieza maestra.

En el jardín Vrtbovsky, escondidos tras un telón adecuadamente curvo y señorial, tres arcos delgaditos brincan cerrando un triángulo para subir a la última terraza; en los muelles de Rastinovo unas zancas ligerísimas apoyan sobre rotundos canes de piedra, minimizando con pudor exquisito el inevitable roce con el muro; en la trasera del nuevo Teatro Nacional los escalones se funden delicadamente en la pendiente adoquinada. Pero la sutileza, la sobriedad y el ingenio no son, con ser su fuerte, los únicos registros de esta ciudad: el último día, en la isla de Troja, se nos vendrá encima al rodear el palacio la llamada escalinata del Tártaro, un artefacto espectacular de escenografía barroca jalonado de estatuas que ascienden en complicada curvatura y se asoman a una caverna subterránea que es el colmo de la teatralidad. El viajero, que nunca fue muy amigo de este género, ha de reconocer que le va cambiando la opinión con los años: antes de rechazar la grandilocuencia y el efectismo como recursos de poca altura hay que ver unas cuantas de estas cosas dispersas por Europa.

miércoles, 15 de octubre de 2008