miércoles, 16 de diciembre de 2009

El paseante, en la calle


Nueva actualización 26 de diciembre:

El pasado día 15 presenté oficialmente el primer tomo de la que espero sea una larga lista de Cuadernos del Paseante Invisible, el dedicado a la India. Es un proyecto que llevaba arrastrándose demasiado tiempo, en espera de un patrocinio que no terminaba de concretarse hasta que, haciendo honor al credo liberal que digo profesar, me decidí a asumir el riesgo empresarial y autoeditarme.

El libro está disponible ahora mismo en Málaga (Mapas y Cia, c/Compañía, 33) y en Librería Áncora (Pza. Uncibay) ; en Madrid (De Viaje, c/Serrano, 41), en Barcelona (Altaïr, c/ Gran Via, 616, entre Balmes y Rambla de Catalunya) y en Sevilla, en la Cooperativa de Arquitectos (Pza. del Cristo de Burgos, 35 y en Librería de Ultramar (c/ Zaragoza, 38). También se puede encargar por Amazon, aunque en ese caso el precio varía: la calidad de impresión es la misma.

Mis lectores más antiguos conocerán el material, recogido en el blog del Paseante y en este mismo. Dejando aparte el aspecto literario, la opinión generalizada es que el libro ha quedado muy bien, lo bastante manejable para llevarlo de viaje pero con hechuras de objeto de regalo.

El problema de una iniciativa de este tipo es la difusión, el tratar de no desaparecer entre el mar de publicaciones, el darse a conocer. Dicho de otra forma: toda propaganda que se me haga será bienvenida, toda sugerencia escuchada.

Ha salido una entrevista, cortesía de Don Juan Granados, en Periodista Digital. Y aquí hay otra, grabada en directo en un programa de radio de la COPE Barcelona, "Viajar es un placer" (a partir del minuto 38).

viernes, 27 de noviembre de 2009

De viaje

Pues eso, que me voy unos días. A Libia. Ya les contaré.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Lo mejor de internet

La posibilidad, tan familiar ahora pero impensable hace no tanto, de comentar las noticias. Sí, la inmensa mayoría de los comentarios son basura gritona (métanse en los de Marca si quieren ahondar en el desprecio a la raza humana), pero de vez en cuando surge la maravilla.

Esta crítica del NYT a Los abrazos rotos es el tipo de cosita deferente que se escribe antes de ver la película, la crítica que al propio Almodóvar le gusta leer y que le está impidiendo darse cuenta del túnel en que anda metido.

Pero aparecen los comentaristas: gente culta, inteligente y con ojos en la cara, que han ido a ver la película y se han formado una opinión. No están afectados por ninguna guerrita cultural o ideológica, no comparten el odio irracional de la derecha ni el baboseo condescendiente de la izquierda que imposibilitan un juicio cultural en España. Les gusta el cine, y les decepciona esta mala película de un gran director. Y lo argumentan, dejando al crítico titular en pelota picada. Esto antes no podía darse, esto es una maravilla por la que vale la pena tragarse todos los exabruptos politizados de cada día.

Nota aparte merece el corresponsal madrileño, Emilio, que retrata con exactitud y el grado justo de melancolía el recorrido de toda nuestra generación con el gran manchego. Me gusta pensar que Almodóvar lo leerá (no es improbable). Y que no le dirá nada que él no sepa ya.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Una gozada

Hay que jugar contra los argentinos. Sólo ellos te dan la medida de lo que vales. Los trucos de siempre, los que nos sirven para pasar por encima de belgas o turcos no valen con ellos, te los ven y los neutralizan con el piloto automático. Hay que moverla más rápido, soltarla antes, fintar mejor y más inesperado. Porque si no, te la cortan y cuando la tienen les toca a ellos, y su bolsa de trucos es tan buena como la nuestra, un poco más vieja quizá pero variadamente asesina.
Somos mejores (somos, de hecho, los mejores) pero hay que demostrarlo en el campo, y no hay piedra de toque mejor que estos bastardos, marrulleros, fabulosos futbolistas que incluso en uno de sus momentos más bajos te la lían en cinco minutos.
Escribo en el descanso. Ganamos 1-0. Si me lo hubieran contado hace tres años (no el resultado, ni siquiera el juego, sino el aire del partido, el miedo que damos, la consciente chulería de este comentario) no me lo habría creído. Mientras dure, pienso gozar como un oso pardo.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Los caminos de la Red

Como estoy leyendo y escribiendo cosas de Praga, me aparece a menudo el nombre de Jan Neruda, grandísimo escritor menor. Ayer me entró la curiosidad obvia: ¿qué demonios podía tener que ver el poeta Pablo (en el siglo Neftalí Reyes) con el cuentista Jan? Las primeras entradas en google dan cuenta de que el chileno eligió expresamente el apellido del checo como seudónimo, cosa que me resultaba cuando menos complicada de creer.

Lo mismo le sucedía al doctor Robertson (coterráneo del poeta, hombre cosmopolita y de inquieta cultura) hasta que emprendió una de esas descabelladas investigaciones eruditas que son la sal de la vida. A medida que tira de los escasos hilos disponibles van desfilando por el texto, enhebrados por la figura de Sherlock Holmes, virtuosos del violín de nombres dudosos, espías austrohúngaros desenmascarados, promotores de conciertos, periodistas sagaces, partituras autógrafas y Stradivarius regalados por oscuros personajes de la realeza, amén de juegos especulares con la seudonimia, de rastreos melancólicos en librerías de viejo, un amor desmedido por los acertijos, el color de época, los cotilleos ajados.

Además de todo, a mí me convence la conclusión sobre el seudónimo (más que la explicación extendida por el propio poeta, desde luego). Es una lástima que don Enrique Robertson se guste un poco demasiado en la narración, le pierda la medida a las digresiones y meandros, abuse del coqueteo de mostrar y esconder los hallazgos. Si hubiera tenido una pluma pelín más ágil y contenida (o mucho mejor, si el añorado Joan Perucho hubiera dispuesto de este material) estaríamos ante un texto absolutamente impagable, pero tal como está ya es una gozada, no se arredren por los circunloquios narrativos y me lo agradecerán.

Por cierto, que la indagación me ha recordado en cierto modo a esta otra que hice yo hace un tiempo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Coño, coño, coño

Pero qué razón tiene...

Yo iba a decir lo mismo, de hecho. Y sin haber leído periódico alguno. Sólo olfateando el aire. Que bastaba.

martes, 13 de octubre de 2009

Arranques, III

–Dos puede ser casualidad, pero tres no es posible. Tiene que haber gato encerrado. No sé dónde ni cómo, pero tiene que haberlo.– El inspector Ramírez se abanicaba furiosamente con una carpeta, sin dejar de enredar con el tercer botón de la camisa: no se atrevía a desabrochárselo delante del comisario, pero tampoco se resignaba a dejarlo estar.

–No diga tonterías, inspector, ni siquiera son tres. Sólo las dos primeras son víctimas, no mezclemos peras con manzanas.– El comisario no parecía notar el calor, ni se dejaba alterar por la vehemencia de su subordinado. Tampoco parecía impresionarle la inverosimilitud de la coincidencia. A decir verdad, al comisario no le había impresionado nada desde el día en que llegó a ocupar ese despacho. Se enfrentaba a las crisis como a la rutina diaria, con la estólida eficiencia de una grapadora alemana, y hasta ahora los resultados le iban acompañando. En el tono funcionarial y desprovisto de inflexiones de un operador telefónico (un soniquete que parecía adoptar ex profeso de vez en cuando para poner nervioso a Ramírez) fue desgranando los motivos por los que no había lugar para sospechas extravagantes. Un tímido intento de réplica fue cortado de raíz por el expeditivo gesto de igualar el puñado de folios golpeándolo de canto sobre la mesa. –Mera coincidencia, ya le digo. Investigue sólo el asesinato, los otros dos casos están cerrados.– Le tendió los papeles, dando la conversación por terminada como quien desconecta una radio. –Y desabróchese ese botón de una vez, hombre.

Cerrados mis cojones, se iba diciendo Ramírez camino de su mesa. Y el caso es que tiene razón, que no hay relación alguna a primera vista, ni a segunda. Pero joder, tres viudas húngaras en dos semanas. En Moratalaz. ¿Cuántos húngaros habría en total, en Moratalaz, o en Madrid entero si vamos a ello? Cuando fueron a la casa de empeños por el robo fallido fue Poveda el primero que se acordó de la apaleada. Andrea Kovacs. Se había casado con un africano quince años más joven. Su primer marido, con el que había llegado a Madrid hacía apenas dos años, se le murió al poco de llegar. Apareció medio muerta en una cuneta, reventada a golpes. Al negro lo encontraron en seguida, iba hasta las cejas de crack, no costó mucho hacerle confesar. La almoneda que intentaron robar tres días más tarde tenía un rótulo de esos antiguos, letras blancas cuadradas sobre fondo rojo: Compro oro, y en pequeñito debajo, Viuda de Kuranyi, desde 1956. Eso es húngaro, había dicho Poveda nada más verlo. Tenía esa cosa de los idiomas, le gustaban. Así que dos viudas húngaras en una semana, sí, pero una relativamente joven y en coma, y la otra bien viva, aunque hecha una pasa. Y qué lengua, más castiza que todos nosotros. No había quien la callara, se le había metido en la cabeza que era cosa de la nuera, con un amante que se había echado (resultó que tenía razón, por cierto). Total, nada que ver la una con la otra. Ni conocidos comunes siquiera. El comisario había puesto la cuestión en los términos más razonables: ningún policía en su sano juicio habría vinculado un caso con el otro. Hasta que apareció Krisztina.

Vino a denunciar la desaparición de su marido. Con el tiempo acabará contando que lo intuyó nada más verla, o que lo supo por el acento, pero lo cierto es que no se le pasó por la cabeza que fuese húngara hasta que no leyó la ficha con sus datos. Otras cosas se le pasaron, más bien, con semejante bellezón de pie ante el mostrador: pómulos altos, ojos negros, agitanados, brillantes de llanto, un culo que reventaba los vaqueros. Le ofreció un pañuelo, la hizo pasar adentro, incluso debió dedicarle alguna torpe fórmula de ánimo, más azarado por la rechifla general que intuía a sus espaldas que por la presencia (a vosotros habría que veros aquí) incómodamente próxima y temblorosa de la muchacha. El marido, Macowecz Bela (Ramírez acabaría por familiarizarse con esa manera de escribir los nombres, el apellido delante), trabajaba de taxista; aquella noche no había acudido al relevo, y a la mañana siguiente seguía sin dar señales de vida. Estaba segura de que tenía que haberle pasado algo. El inspector estaba mucho menos seguro, pero a ver cómo se lo decía mirándola a esos ojazos. Además, las palabras viuda húngara flotaban en el ambiente con insidiosa pertinacia. Por una u otra razón, en vez de darle largas al asunto hasta que el taxista apareciese había ordenado una búsqueda intensiva.

Esa misma tarde lo encontraron en la Casa de Campo, con un tiro en la cabeza. En cuanto lo supo, Ramírez reunió los tres expedientes y los recorrió de punta a cabo hasta que empezaron a bailarle los nombres en la cabeza. Antes de entrar a ver al comisario ya sabía el resultado de la entrevista. No llevaba ni el menor dato objetivo ni una hipótesis mínimamente verosímil que vinculara los casos entre sí. Eso sólo podía significar una cosa: que todavía no había aparecido el nexo, que había que seguir buscando. Entendía la postura de su jefe; él probablemente habría hecho lo mismo de estar en su lugar, pero ni por un momento se le ocurrió pensar que estuviese en lo cierto. Veinte años en el Cuerpo le habían enseñado que una cosa es lo razonable y otra lo verosímil. Tres viudas húngaras en dos semanas, cada una por su lado. Ni hablar. Ni de coña.

viernes, 9 de octubre de 2009

Hurt




Ignoro por qué improbables cauces le llegó esta canción a Johnny Cash, pero a la vista del resultado me atrevería a hablar de un destino cumplido. Trent Reznor, el talentoso líder de Nine Inch Nails, no podía saber cuando la compuso lo que el viejo rey del country iba a hacer con ella, pero una vez que oyó la versión tuvo la certeza de que ya no le pertenecía, y así lo sigue diciendo con humildad sincera en cada entrevista: he completely owned it, it’s his song now; I haven’t heard my version since.

Johnny Cash agarra lo que era un himno a la angustia adolescente y lo convierte en una mirada atrás cargada de dolor y sabiduría. El adicto inmaduro y genialoide que transforma su dolor en belleza siempre conservará su atractivo, pero la presencia rocosa, dolorida y a pesar de todo serena de un hombre hecho –terminado- que mira a la muerte de frente y se echa a las espaldas lo vivido tiene una reverberación infinitamente más seria y compleja.

Bastaría con esa voz profunda, poderosa aún pero amenazada de quebrarse en cualquier momento, con la manera en que va soltando las riendas de la emoción muy poco a poco, resistiéndose al abandono, acompañado por un arreglo poderoso y pregnante. Pero el verdadero milagro se produce con el video. Mark Romanek consiguió, con la complicidad de un Cash que se dejó rodar sin filtros, indefenso y vencido, una de las piezas más conmovedoras que uno haya visto nunca; el anciano que se aferra a esa guitarra negra fue un día el hombre que nos muestran las imágenes intercaladas: un tío poderoso, viril, despreocupado, un cabrón egocéntrico que debió dejar mucho sufrimiento a su paso. Sabe que el pasado no tiene remedio, sabe que si volviera a nacer volvería a hacer lo mismo. Lo que le queda no es arrepentimiento ni orgullo, sino más bien la fiera dignidad de asumir su recorrido: este he sido yo, este soy yo. Y duele.

jueves, 8 de octubre de 2009

Lo que se dice tener ojo

Al día siguiente de comprarme un libro de relatos de una escritora rumana... le dan el Premio Nobel a otra.

Pues que conste que, sin haber leído a Müller, y tras sólo dos (fabulosos) cuentos de Blandiana, me gusta mucho más esta. Dónde va a parar.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Arranques, II

Es difícil precisar cuándo exactamente comenzó a perder influencia el Sublime Consejero Imperial X’uan. Una caída tan rotunda y definitiva como la que pudimos presenciar la noche pasada, atónitos, los pocos que habíamos acudido a la clausura del Festival de las Flores (aún recuerdo cuando esas ceremonias congregaban a miles; entonces estaban mucho mejor organizadas, es cierto, resulta difícil culpar al público por desertar de espectáculos tan chapuceros como los que se vienen ofreciendo últimamente, pero, en mi humilde y desautorizada opinión, la pérdida de interés es anterior en el tiempo y causa precipitante del descenso en la calidad de los festivales, y no al contrario) no puede deberse a un solo incidente. Una caída así ha de fraguarse poco a poco a lo largo de meses, tal vez años; si lo pensamos bien concluiremos que tiene que haberse empezado a gestar precisamente en los momentos de mayor esplendor de su figura, cuando no había piedra lo bastante pequeña en el imperio, rincón suficientemente alejado, ciudadano cuya insignificancia (me viene a la memoria el caso de mi pariente lejano, el herrero H’ueng, que se encontró su taller clausurado una mañana por decreto inapelable en que se detallaban, una a una, las estafas mínimas que había cometido –escamotear el material de primera, restar un suspiro de espesor a las herraduras, enredar un poquito con el peso- a lo largo de quince años de por lo demás modesto ejercicio, y que al ir a reclamar supo por un secretario que la requisitoria era de puño y letra del Magnánimo Consejero, que no había funcionario intermedio a quien elevar una queja y que mejor dejarlo estar) escapara a su férreo y minucioso control. Ya entonces tuvo que haber algún gesto en apariencia irrelevante, un desaire mínimo, un ir imperceptiblemente más allá en su autosuficiente mangoneo de lo que convenía a su posición siempre equívoca desde el punto de vista dinástico. Pero hizo falta, de ello estoy seguro, un elemento activo que pusiera la semilla de la desconfianza, un susurro en apariencia trivial al oído del Emperador (era tan indolente como dicen, sí, yo lo he visto hacerse trasladar en palanquín de una sala a otra, dictar cartas íntimas y obscenas a secretarios por no tomar la pluma, ordenar que le construyeran un pabellón para quedarse a dormir en un rincón del jardín donde le había sorprendido el atardecer) para echar a rodar la trama que vimos con horror terminar anoche.

Ahora bien, sostener como han hecho algunos que este miserable gusano, este insignificante engranaje de la gloriosa máquina administrativa del Imperio, este pobre infeliz que sólo aspira a jubilarse en su minúscula hacienda de Xaijing pudiera tener algo que ver en la destitución, humillación pública y desmembramiento por tracción de cuatro caballos que sufrió el Glorioso (no me acostumbro a retirarle el tratamiento a pesar de la circular interna al respecto) Consejero Imperial X’uan es un delirio incalificablemente absurdo, una invención maliciosa de cortesanos aburridos, una infamia a la que ustedes, honestísimos y clarividentes miembros de la Comisión, no pueden conceder más crédito que al viento que serpentea en la noche por los callejones del barrio portuario.

martes, 6 de octubre de 2009

Arranques, I

Hay días que amanecen con inminencias de catástrofe, días nublados y ominosos en que el cielo parece gravitar como un bloque solidificado a pocos metros de nuestras cabezas, días complicados de atravesar, con esquinas enconadas e inopinados escalones. Hay días en que los encuentros banales se revisten de una incomodidad viscosa, las conversaciones parecen campos de minas, los intercambios más sencillos nos hacen sentir víctimas de estafas demasiado ridículas para protestar por ellas. Hay días en que nos pesa hasta el aliento, días en que percibimos dolorosamente el funcionamiento de las tripas, en que parece que hay que mover cada palanca interna para que las funciones normalmente automáticas no se detengan o salgan de madre.

El día en que a Salvador Olite se le vino el mundo abajo no era uno de esos.

Trata de arrancarlo...

Me regañan con razón por no escribir. Indago en las causas de esta ya preocupante sequía y encuentro una razón o excusa: soy incapaz de rematar nada. Siguiendo mi costumbre de eludir al enemigo mejor que vencerlo, se me ha ocurrido ponerme a escribir arranques de relatos sin pretensión de continuidad, como gimnasia si se quiere, aunque con la vaga esperanza de que valgan algo por sí mismos. A ver lo que da de sí esta idea.

viernes, 2 de octubre de 2009

Como en casa

Este tajante, demoledor, irrefutable artículo de David Brooks se le puede aplicar perfectamente al fenómeno de simbiosis (en declive, deo gratias) entre el PP y la radio lunática.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Actualizando

Si es por poner algo, la verdad es que incluso el día más tonto alguna cosa se me ocurre. Por ejemplo, hoy, escuchando en el taxi No dudaría, de Antonio Flores, me viene una sesuda reflexión sobre los procesos de creación: a toro pasado, ante la obra terminada (la canción, en este caso), a uno le parece natural y casi diría inevitable que después de esto venga lo otro, y así.

Pero, delante del papel en blanco, a ver: ¿cómo diablos se le ocurre al autor poner ahí el parachururuchuru? Y una vez puesto, ¿cómo decide que queda bien y lo deja? He ahí lo insondable del genio en acción.

Retonno

Iba a contestar en los comentarios, pero entonces mis miles de millones de lectores iban a quedarse sin saber que Miss Mobilette está de vuelta.
Que nunca se había ido del todo lo demuestra mi lista de enlaces, de la que no me animaba a sacarla.
Un beso, guapísima.

jueves, 13 de agosto de 2009

¿Será posible?

Ayer jugó la selección española contra la de Macedonia. Dos paisitos venidos a menos que fueron un día dueños del mundo enfrentaban a sus héroes de hoy en contienda amistosa. De las tierras altas y pedregosas donde ayer se jugaba al fútbol salieron hace siglos Demetrio Poliorcetes, Antígono Monoftalmos, Seleuco Nicátor a someter espada en mano los confines del mundo. De las no menos resecas y elevadas llanuras españolas salieron siglos después a someter por la espada el mundo conocido Francisco Pizarro, Diego García de Paredes, Hernán Cortés.

El estadio se llamaba, abundando con reconcentramiento en la simetría, Filipo II. Nadie, que yo sepa, ha rozado estas asociaciones evidentes. Son malos tiempos para la épica.

lunes, 3 de agosto de 2009

Exilios

Cuando Ulises vuelve a Ítaca después de veinte años de padecimientos y aventuras, está convencido –imagina Milan Kundera- de que sus paisanos lo acosarán a preguntas. Al fin y al cabo no ha habido lugar, en todo este tiempo, donde pasara una noche sin que le pidieran que contase su historia. Se suceden los días, sin embargo, y nadie parece interesarse por los encantos de Calipso, la ira impotente de Polifemo o el espanto indecible del paso entre Escila y Caribdis. Más bien le cuentan a él, incansablemente, todo lo que ha sucedido en la isla en estos años: las hijas de sus primeras novias están ya casadas, los pleitos por las lindes siguen sin resolverse, hay un proyecto para ampliar la dársena pero quién sabe. Se diría que tratan de borrar, con ese relato interminable y anodino, la huella de esos años de ausencia que lo han convertido en otro.

En La ignorancia, última por ahora de sus novelas, Kundera disecciona las trampas del retorno. La narración fluye, como de costumbre, con lúcida y distanciada facilidad, pero al viajero le parece distinguir en ella, entreveradas, hebras de un rencor mal resuelto. Hace poco ha sabido, leyendo una conversación entre Philip Roth e Ivan Klima, de la sorda animadversión con que los escritores checos reciben a su exitoso compatriota. ¿Envidia? Klima lo descarta con patriarcal ecuanimidad, pero sus explicaciones suenan penosamente difusas e inconsistentes hasta que roza, con mil cuidados, el núcleo duro de la resistencia: ha perdido contacto con la realidad checa, su visión es la de un extranjero. Nos abandonó, querría decir y no se anima. No ha vivido los tiempos duros y ahora viene a contarlo. Se percibe casi físicamente la incomodidad con que el norteamericano cambia de tema, como quien se ha asomado sin querer a una turbia disputa de familia.

Es difícil entonces no entender la novela como un ajuste de cuentas. Irena se encuentra con sus antiguas amigas en un restaurante de la Ciudad Vieja. Ha llevado una caja de buen vino francés, pero ellas se lo rechazarán sin miramientos: no sabríamos apreciar ese vino tan caro, donde esté una buena cerveza... Este desplante que a ella, empeñada en mantener un muy kunderiano distanciamiento, le hace mucho menos daño que al lector, se va a erigir en clave de todo lo que separa al exiliado de quienes se quedaron. Haga lo que haga, nunca volverá a ser de los suyos, y la melancolía final del asunto estriba en que no es culpa de nadie. No podía haber sido de otra manera: es la Historia la que condena al exiliado a pasear como un extranjero por calles que un día fueron suyas. El anhelo romántico que en veladas de guitarra y alcohol barato (yo pisaré las calles nuevamente) alimentó nostalgias y esperanzas no era, nos dice Kundera, realizable. Nadie pisa dos veces la misma calle.

Queda la mirada, una mirada desdoblada y ambigua que no es ya la del ciudadano que fue pero tampoco la del recién llegado que en su enamoramiento ocasional pretende a base de impresiones rápidas y datos dispersos hacerse (¡nada menos!) con el alma de la ciudad. Irena pasea por el barrio de su juventud:

Se detiene en la acera, repentinamente cautivada. Bajo el sol de otoño aquel barrio con jardines sembrados de pequeñas casas revela una discreta belleza que la sobrecoge y la incita a dar un largo paseo.

Vista desde donde pasea ahora, Praga es un largo echarpe verde de barrios apacibles, con pequeñas calles jalonadas de árboles. Es esa Praga la que le gusta, no aquella, suntuosa, del centro; esa Praga surgida a finales del siglo pasado, la Praga de la pequeña burguesía checa, la Praga de su infancia, donde en invierno esquiaba por callejuelas que subían y bajaban, la Praga en la que los bosques circundantes penetraban secretamente a la hora del crepúsculo para esparcir su perfume.

¿Hay menos precisión en el conocimiento, es la mirada menos afectuosa o atenta, pertenecen menos esas calles entre bosques a la exiliada que a sus compatriotas? No, por cierto. No hace falta que el autor la distinga tan empeñadamente de la grey forastera. Ningún visitante, ningún viajero por sentimental o ilustrado que sea puede mirar así, con ese aire de tranquila posesión; ningún paseante visible o invisible es capaz de plantarse frente a la ciudad como una parte de ella, ajeno a la avidez y a la sorpresa. Pero –y ahí está la insidiosa, insalvable grieta- alguien que hubiera vivido allí toda su vida no se detendría, repentinamente cautivado, a ver cómo atardece sobre la ciudad.

miércoles, 22 de julio de 2009

Concisión

He vuelto una vez más a Brideshead, en esta ocasión buscando el episodio veneciano, y al releerlo he tenido que acordarme de lo que escribía Cristina Campo, en un bellísimo ensayo sobre el potencial infinito de lo pequeño:

Abrimos el libro de Dante, buscamos el pasaje que en nuestro recuerdo era una tabla mosaica, que explica y sella destinos en esta tierra y más allá, y lo descubrimos encerrado en un terceto. No es raro que, elevada lentamente sobre el teclado una de sus ciudades de Dios, Bach nos muestre de nuevo la piedra angular: cuatro pequeñas notas.
Aquel verano dorado de Charles y Sebastian que en mi imaginería particular ha llegado a representar todo el fulgor y la belleza de los veinte años, la posibilidad de un goce ajeno a miedos y culpas, bendito, puro, capaz todavía de aplazar indefinidamente el dolor; aquella frágil e indestructible burbuja veneciana que refuta el tiempo y los derrumbes por llegar ocupa en la novela (diálogos aparte) este párrafo solo:
The fortnight in Venice passed quickly and sweetly –perhaps too sweetly; I was drowning in honey, stingless. On some days life kept pace with the gondola, as we nosed through the side-canals and the Boardman uttered his plaintive musical bird-cry of warning; on other days with the speed-boat bouncing over the lagoon in a stream of sun-lit foam; it left a confused memory of fierce sunlight on the sands and cool, marble interiors; of water everywhere, lapping on smooth stone, reflected in a dapple of light in painted ceilings; of a night at the Corombona palace such as Byron might have known, and another Byronic night fishing for scampi in the shallows of Chioggia, the phosphorescent wake of the little ship, the lantern swinging in the prow, and the net coming up full of weed and sand and floundering fishes; of melon and prosciutto on the balcony in the cool of the morning; of hot cheese sandwiches and champagne cocktails at Harry’s bar.

martes, 9 de junio de 2009

Obama en El Cairo

Llevaba unos días yo rumiando el discurso de Obama en El Cairo, tratando de decidir por dónde le metía mano, pero vuelvo de fin de semana y me encuentro casi todo el trabajo hecho: entre Arcadi Espada y sus correspondencias han señalado lo que encuentro mejor y peor de ese discurso.

Empecemos pues por lo malo. Efectivamente es (y no sólo porque se dirija a los creyentes) un discurso religioso de principio a fin, esto es, un discurso que asume con naturalidad y se construye desde la convicción de que dios existe; entonces, ¿por qué no me chirrían los dientes como a Arcadi cuando lo escucho? Claro que me estorba tanto beaterío (lo del velo, caramba, que yo no tengo clara su prohibición en la escuela por no parecerme del todo un signo religioso, por lo que tenga de derecho al pudor, pero este hombre lo defiende por simbólico), claro que hubiera preferido una orgullosa afirmación del espíritu crítico frente al dogma, de la risa frente al ultraje, de los derechos del hombre frente a los derechos de las culturas; pero francamente no esperaba tal cosa de un presidente de los EE.UU. Me basta con el concepto, genuinamente americano, de religiosidad genérica, relativista y ferozmente privada: todos somos hijos de dios, cada uno lo adora como le parece, hay sitio para todos y nadie puede imponer su versión. Yo no creo, sólo faltara, que todos seamos hijos de nadie, y me irrita esa asunción de que las supersticiones son verdad, pero no puedo estar ciego al hecho de que, sometidas a tal depuración, esas supersticiones son bastante compatibles con el conjunto de valores civilizados en los que sí creo. Yo podría vivir perfectamente (aunque siempre animado de un sordo cabreo) en la tierra de In god we trust, al igual que puedo vivir entre brote y brote de irritación en esta monarquía aconfesional con colegios de curas subvencionados. Donde no podría aguantar ni un minuto es en Egipto o Irán, y de esa brecha, que demasiadas veces se olvida en un afán por igualarlo todo, trata en mi opinión el discurso de Obama.

Una religión que acepta la posibilidad de otras es en último extremo una religión diluida, inerte, inofensiva: un vicio privado, un capricho del espíritu, un pálpito íntimo. Si ser musulmán es como ser filatélico, entonces qué más nos da a los que no les encontramos interés a los sellos. Y el muy religioso Obama les está proponiendo a los muy religiosos musulmanes exactamente esto: la autodestrucción de su fe tal como la entienden. El ejemplo lo tienen delante de las narices, el cristianismo hace tiempo ya que emprendió ese camino hacia la filatelia y sólo algunos resistentes (casi todos en EE.UU.) pretenden hoy día invadir con su fe en ristre el espacio público. Aquí en mi tierra lo más que invaden es las calles del centro una vez al año, en estupendo y ampliamente compartido ejercicio folclórico.

Sin embargo es fácil entender que ponerles un ejemplo cristiano a estos señores tan suyos habría sido igual de eficaz que el lamento del profesor Higgins (Why can’t women be like me?). El presidente, que es bastante más listo que su predecesor, ha preferido valerse de una construcción más o menos mítica que al parecer tiene su peso en el imaginario musulmán: lo menos importante es si existió, o hasta qué punto, la tolerancia en Al Andalus; lo que cuenta es que opera como posibilidad.

El choque con la realidad, como mostraba esa tremenda foto de los encapuchados de Hamas frente a la tele, puede ser tremendo. Decir, como dijo Obama, que el Islam es pacífico y tolerante y benévolo para con toda la humanidad suena a wishful thinking o peor aún, a ensalmo infantil. Es muy difícil afirmarlo con la tranquila contundencia que exhibió, sin romper a reir ni ponerse colorado. Yo no sería capaz, desde luego, pero esa es una de las mil razones por las que no me hacen presidente del mundo. Los discursos son armas, y a mí esta me pareció bien calibrada. Poner a los musulmanes ante una imagen edulcorada de ellos mismos, decirles que son abiertos y respetuosos con el otro en la esperanza de que se lo crean puede ser mejor estrategia que describirlos como la panda de fanáticos irracionales que mayoritariamente son. Porque las identidades se inventan, y las religiones son tan cambiantes como cualquier institución humana. Estoy convencido de que si un obispo del siglo XII se encontrara con un feligrés cualquiera de ahora mismo le parecería un pecador impenitente, un hereje peligroso, casi un ateo. Tal vez sea posible, tal vez no, que los musulmanes de mañana se parezcan menos a sus padres que a los inofensivos cristianos a los que tanto nos gusta criticar. Un discurso como este no puede hacer mucho al respecto, pero desde luego no estorba.

jueves, 4 de junio de 2009

La eternidad del lujo (II)

Juan Perucho, que amaba los objetos de belleza frágil y trasnochada, no podía dejar de fijarse en este lugar que seguramente nació ya fuera de época y que nos sobrevivirá cómodamente instalado en el anacronismo. Así describe uno de sus personajes medio ficticios los viejos y buenos tiempos de estos baños de Carlos:

Hay en Carlsbad un gran número de establecimientos de primer orden montados con todas las exigencias científicas, y al propio tiempo con grandísimo lujo. Entre ellos, el principal es el Kurhaus, luego hay el Baño Nuevo, la casa de baños del Hervidero, con galería magnífica de vidrios emplomados, y el Baño Elisabeth: mas para las personas de la realeza y la alta aristocracia hay el Baño Imperial, de moderna construcción, de estilo Renacimiento y montado con un lujo extraordinario. Posee un espléndido vestíbulo y, al lado de la monumental escalera exterior, hay dos rampas para coches de mano; tiene ascensor hidráulico, ingenioso artefacto que dispensa subir escaleras; peluquería de alta fantasía y cosmética suprema; salones deslumbrantes para fiestas de alcurnia y otros de descanso para señoras y caballeros fatigados. Los criados y camareras realizan los servicios con pasos de ballet al son de músicas ejecutadas por una orquesta oculta tras los cortinajes. Hay una serie de cuartos de baño dispuestos en semicírculo, todos ellos provistos de un gabinete para desnudarse, recubiertos de azulejos y con retrete, tocador, calefacción al vapor y estufa para calentar la ropa de baño, siendo de notar que todo ello está perfumado con un perfume distinto cada día de la semana. El primero de estos cuartos está destinado exclusivamente a reyes y emperadores, pues además de estas dependencias, tiene un salón ricamente amueblado para, si se tercia, celebrar Consejo de Ministros.


Todo este esplendor decimonónico permaneció cuidado y en buen uso durante el medio siglo comunista. Han hecho falta novelas y viajes para que aprendamos a encontrarle matices y colores a ese mundo que se nos antojaba en la lejanía de un gris plomizo e insoportablemente triste. De nuestro propio pasado dictatorial y espeso sabemos que entre la carcundia y el cutrerío dominantes no faltaban ramalazos de lujo desaforado, de vicio alegre y desvergonzado trajín. Quién más quién menos recuerda en Madrid, de segunda o tercera mano, las noches de Chicote o el Ritz en la larga postguerra, pero a la hora de imaginar ambientes semejantes tras el Telón nos faltaba el escenario. En estas mansiones, por entre las arcadas exquisitas y los jardines que trepan en zigzag sí que puede uno invocar escenas de un baile de máscaras entre poderosos, arribistas, deseados e intermediarios que seguiría las mismas trilladas coreografías que en Aspen o Deauville. Bajo esplendorosas arañas de cristal de roca los magnates del estraperlo derrocharían obscenamente en timbas clandestinas el dinero que de todas formas no existía. Desparramadas como gatas sobre sofás de piel, putas de belleza ofuscadora, dramática, paralizante lanzarían miradas más perezosas que retadoras a unos dignatarios yemeníes en visita oficial que andarían medio sonámbulos, los ojos como platos ante la visión del paraíso obrero por fin materializado. En los paseos arbolados grupitos de miembros de medio pelo del politburó se entregarían a conspiraciones circulares sin efectos visibles; sus jefes, mientras tanto, apurarían concienzudamente el tratamiento completo de masajes y baños, alternando los tragos obligados de agua sulfurosa con sorbos de champagne helado y cucharadas soperas de caviar. Un insigne escritor, aquejado de dolencias más bien imaginarias, recortaría al contraluz de la luna, acodado en una balaustrada de mármol, una acabada imagen de spleen elegante calculadamente dispuesta para impresionar a subsecretarios de cultura o jovencitas ganadoras del Premio a la Productividad Siderúrgica. Habría, aunque tengamos que estirar al extremo la imaginación para invocarlas, estrellas de cine idolatradas por un público no menos numeroso y entregado que el nuestro, en busca aquí del anonimato entre sus pares.

Todas estas presencias del pasado reciente andarán ahora revueltas con las sombras refinadas y tenues que dejó olvidadas el imperio austrohúngaro, con el vibrátil espíritu de Federico Chopin en búsqueda insatisfecha de éxtasis nerviosos, con el gigantesco e intimidante recuerdo de Goethe tomando el fresco en una otomana sacada expresamente a la terraza, el biógrafo Eckermann a sus pies para no perderse el más nimio de sus comentarios. Pero hace falta una sensibilidad más afinada o una pluma menos pudorosa que la del viajero para adentrarse en esas inmaterialidades. A uno se le da mejor tirar de indicios menores cogidos al paso y ver si conducen a algo. Por un portón entreabierto, casi anónimo (sólo un nombre de hotel sin estrellas en la mínima placa dorada) se puede husmear un lujo discreto, acolchado y elusivo; en los escaparates hay brillo de diamantes, relojes tremebundos y cristalería abrumadora, pero también cierto tipo de ropa cara que más que demodé resulta ajena a la moda, imposible de llevar fuera de estos sitios: pantalones rojos, faldas largas plisadas, blazers con emblema, fulares gaseosos. No se ven, por otra parte, coches llamativos, y los restaurantes que hay a la vista resultan de un estándar turístico bastante corriente. Lo cierto es que uno, de los habituales de este balneario, no sabría decir si serán nuevos ricos de la vieja Rusia o banqueros suizos de indistinta faz, personajes de una comedia de Noël Coward o más bien miembros de una compañía de aficionados interpretando esos papeles.

A la vuelta del último meandro urbano, rompiendo con legítimo orgullo la continuidad de las fachadas, se coloca en solitario un edificio estupendo que el viajero, al no verle nombre alguno, rodeará intrigado buscándole en vano una entrada o al menos alguna pista sobre sus funciones. Con su pórtico a la francesa forrado de magnífica imaginería pagana podría ser un teatro de ópera o el ayuntamiento de una ciudad ricachona: ya en casa confirmaremos que se trataba del Kaiserbad del que hablaba Perucho, lamentablemente cerrado en espera de un capital redentor. Al otro lado del río, contra un fondo de verde mate, oscuro y denso como alquitrán, el Gran Hotel Pupp se expande en pabellones que amenazan con dejar arrinconado al resplandeciente cuerpo principal. Será en uno de sus salones donde empiece el viajero a pergeñar estas notas y, al salir, irá ya devaluando en su fuero interno la categoría del establecimiento, convencido de que el verdadero lujo se encuentra siempre en otra parte. No puede evitarlo, jamás condescenderá a tratar de exclusivo un sitio donde lo admitan a él.

La eternidad del lujo (I)

No es lo mismo, se dice el viajero mientras se lleva el café a la boca, arrellanado en una butaca curvilínea y maternal, la mirada perdida en los destellos que desde lo alto esparcen los racimos de la enorme araña. Ha tenido que atravesar salón tras amedrentador salón del Gran Hotel Pupp con su mejor cara de póker hasta encontrar un camarero que con grave cortesía decidiera que una vez llegado hasta allí no pasaba nada por atenderle. Olvidada inmediatamente su condición de intruso, el viajero ha tomado tranquilamente posesión de la sala recamada en escayola hasta el altísimo techo como una tarta nupcial. Unas cristaleras a modo de biombos esconden el discurrir de los camareros, y la espesa moqueta roja absorbe el poco ruido que pudiera llegar del exterior. En la puerta se insinúan unas tímidas presencias que activan la recién adquirida territorialidad: estos turistas se meten en todas partes, no hay manera de tomarse un café a gusto.

Estamos en Karlovy Vary, antigua ciudad balnearia, uno de esos lugares en que dos tribus de visitantes se mueven en paralelo sin rozarse siquiera. Cada mañana a eso de las once los autocares de Praga dejan caer en la estación un puñado de excursionistas que se volverán por la noche después de haber correteado de fuente en fuente, sospechando como mucho, por indicios suntuarios, la existencia de otra clientela de más larga permanencia y míticos (por desconocidos) poderes adquisitivos. En cuanto a los habitantes, sólo podemos postular su existencia por el hecho de que los mostradores están atendidos y los autobuses circulan.

El viajero pertenece, desde luego, al primer grupo. En el trayecto de la estación de autobuses al centro urbano, a lo largo del río encauzado entre dos calles, se ha dejado adelantar por alegres grupos de jubilados que, armados de jarras de cerámica caprichosamente historiadas (cuándo las han comprado o si las traen de casa es uno de esos enigmas menores que tanto lo entretienen a uno), parecen saber de antemano a dónde hay que ir. Si se queda rezagado no es sólo por su natural indolente, sino porque a diferencia de ellos no tiene nada claro el objetivo; con el recuerdo de Baden Baden todavía cercano ha buscado antes que nada los baños señoriales bajo cúpulas venerables que tendría que albergar, por las trazas, aquel edificio blanco y rococó situado en la cabecera del parque, pero resulta que en esta ciudad no hay nada de eso: las aguas son más bien para tomar y los pocos tratamientos de baño se ofrecen en salas pequeñas con aire aséptico y sanitario, según se ve en los folletos. Con su gozo en un pozo, pues, enfila el viajero el canal aceptando mansamente que lo que sea que den ahí arriba ya se lo habrá repartido la compacta e implacable cuadrilla de pensionistas. Tal vez, se dice, cuando llegue a esas edades habrá aprendido a no dispersarse y enfilar directo a la meta, aunque para ello tenga que aprender primero a tener algún tipo de meta.

Pero por ahora prefiere dedicarse a zascandilear. Pronto se entera de que el rasgo característico de la ciudad son las arcadas: sobre cada fuente de aguas salutíferas se debieron ir montando en principio cobertizos para proteger de la lluvia a los clientes. De la necesidad más o menos cubierta al exceso civilizado y suntuoso hay una distancia larga o corta, pero inevitable de recorrer: lo que nos encontramos hoy es un conjunto de loggias variadamente exquisitas que sobrepasan con mucho su función primitiva y que habrán dado lugar a su vez a nuevos modos sociales, convirtiéndose en puntos de encuentro de elegantes y referencia del paseo ciudadano. Gracias al bendito eclecticismo de entre siglos, un breve recorrido nos permite ver articularse los temas clásicos de la columnata con todo el repertorio de materiales y estilos: hierro primorosamente forjado, cerchas de madera de inventivo ensamblaje, sólida piedra mármol con cariátides y acantos, filigrana orientalizante de escayola.

Sobre el Sprudel, un chorro vertical tremendo de agua hirviente que brota del suelo desde hace siglos procurando milagros sin cuento, se levantó en su día la más hermosa de las arcadas, construida en la manera de los grandes invernaderos ingleses. Esta galería cayó en algún desastre, y en los años sesenta se construyó en su lugar una estructura de acero y cristal de sorprendente empaque. Cerrando con altos perfiles un espacio único hermosamente empapado en luz, habilita un lugar amplio y acogedor donde cada uno va a su avío sin ceremonias. Sus bancos corridos y sus grifos a intervalos representan con tranquila dignidad una alternativa popular e igualitaria al aristocratismo que de todos modos continúa imperando en cuanto se abandona este reducto.

Predomina, como en la capital, una decoración estilizada y caprichosa que ofrece de vez en cuando detalles exquisitos pero que sobre todo brilla por la calidad media del ornamento de serie. El recorrido es lineal y sinuoso, pero a cada rato se abren salidas monte arriba que prometen vistas extraordinarias. El viajero toma por una que rodea las arcadas del paseo hasta un mirador por encima de las cubiertas: la ciudad parece desplegarse como un diorama, súbitamente tridimensional, derramada en regueros de casas por donde las curvas del monte lo permiten. Es un espectáculo vivificante y feliz que, contemplado desde cualquiera de las terrazas que ahora vemos, ha de contribuir a las famosas curaciones tanto como las aguas.

jueves, 14 de mayo de 2009

El arte de la alusión

Nada más terminar de leer The Pickwick papers –un auténtico festín que no sé cómo he tenido en espera tantos años- se me ha ocurrido que a Chesterton debía de gustarle mucho ese libro y seguramente tendría algo escrito sobre él. Más aún, me he atrevido a conjeturar que el paralelismo de Pickwick y Sam Weller con don Quijote y Sancho saldría por algún lado. Bueno, pues no pero sí. Mucho mejor: en un hiperbritánico alarde de lenguaje elíptico, GKCh siluetea la cuestión cervantina con la elegancia última de no señalar:

He had chosen (or somebody else had chosen) that corpulent old simpleton as a person peculiarly fitted to fall down trapdoors, to shoot over butter slides, to struggle with apple-pie beds, to be tipped out of carts and dipped into horse-ponds. But Dickens, and Dickens only, discovered as he went on how fitted the fat old man was to rescue ladies, to defy tyrants, to dance, to leap, to experiment with life, to be a deus ex machinâ and even a knight errant. Dickens made this discovery. Dickens went into the Pickwick Club to scoff, and Dickens remained to pray.

En efecto, Dickens comenzará el libro tomando a su héroe como objeto de burla inmisericorde, un gordo bonachón y pomposo con tendencia a pisar cagadas de perro y recibir tartazos en la cara; pero gradualmente va modificando el enfoque: el ridículo explorador se empeña en mantener la dignidad en las circunstancias más desfavorables, aplica su código de honor (que es de morals before manners) sin reparar en los costes y mantiene por encima de toda adversidad una bonhomía rayana en la santidad.

El lector, no cabe duda, puede percibir esta evolución por sí mismo, pero Dickens la dibuja a través de los ojos del criado más espabilado, independiente y feliz que ha parido la literatura universal. Sam Weller, que no pierde su desparpajo ni ante un juez con peluca, se queda en varios momentos de la novela literalmente paralizado de asombro y ternura ante la ingenuidad triunfante de su amo. Y nosotros con él.

P.S. Por el pudor que da el riesgo de estar señalando lo obvio he vuelto a buscar en google textos que contuvieran Chesterton-Pickwick-Cervantes, y me ha salido en español un concienzudo ensayo de una tal Mercé Potau. Hay que estar ciego y encantado ce conocerse como sólo un profesor de Literatura puede llegar a estarlo para escribir que Chesterton, considerado como el más fino de los críticos de Dickens, no menciona una conexión entre Don Quijote y Mr. Pickwick después de haberse leído con atención profesional estas frases del Gordo:
(..) that our sentiments about Pickwick are very different in the second part of the book from our sentiments in the first; that we find ourselves at the beginning setting out in the company of a farcical old fool, if not a farcical old humbug, and that we find ourselves at the end saying farewell to a fine old England merchant, a monument of genial sanity. (…) For the fault in "Pickwick" (if it be a fault) is a change not in the hero but in the whole atmosphere. The point is not that Pickwick turns into a different kind of man; it is that "The Pickwick Papers" turns into a different kind of book.

(…) In other words, we do not mind the hero changing in the course of a book; but we are not prepared for the author changing in the course of the book. And the author did change in the course of this book. He made, in the midst of this book, a great discovery, which was the discovery of his destiny, or, what is more important, of his duty. That discovery turned him from the author of "Sketches by Boz" to the author of "David Copperfield."

lunes, 11 de mayo de 2009

E vs W

Y un poco más adelante, siempre en el inagotable blog del inagotable Sullivan (que entre que vengo aquí a copiar sus cosas y vuelvo ha actualizado ya un par de veces), un lector le da un interesante tirón de orejas a la manía orientalista, a cuenta de mi santo patrón, además:

I'm often struck by how people find in Eastern traditions valuable insights -- which is great -- and act as though they were not available in the West -- which is a little frustrating and probably a serious indictment of modern education. The lovely quote from your reader about non-attachment in Buddhism is almost exactly like the teachings on the subject by St. Ignatius Loyola in his Spiritual Exercises.

Since Ignatius is right smack in the middle of Western culture, he is of little interest to many who have dismissed such teachings a priori in favor of non-Western sources. This is fine if they find these same valuable ideas there. But it's equally true that Ignatius has taught hundreds of thousands of people for half a millennium the value in the ability "to conquer oneself and to regulate one's life in such a way that no decision is made under the influence of any inordinate attachment." He devised (or synthesized from sources ancient, medieval, and modern) a means to a greater degree of freedom from one's own likes, dislikes, comforts, wants, needs, drives, appetites and passions, so that the soul may choose based solely on what it discerns as God's will is for it.

Me gustaría ver intercambios parecidos en blogs españoles de altísima circulación, como es el de Sullivan. Hace mucho que estoy convencido: si la cultura occidental va a perdurar, será gracias a los yanquis, esos incultos comedores de hamburguesas y adictos a las bombas de los que tanto pero tanto nos gusta reirnos.

C vs R

Una cosa que me mola de los medios norteamericanos es que siguen discutiendo de ciencia y religión como si no hubieran pasado los años. Via Andrew Sullivan doy con esta diatriba de un tal Matt Taibbi contra la diatriba de un tal Terry Eagleton glosado por un tal Stanley Fish (nótese con qué hábil modestia hago ver mi poca familiaridad antes de hoy con estos autores).

Este excelente párrafo condensa admirablemente algunas de mis propias ideas sobre el particular:

As for the actual argument, it’s the same old stuff religious apologists have been croaking out since the days of Bertrand Russell — namely that because science is inadequate to explain the mysteries of existence, faith must be necessary. Life would be meaningless without religion, therefore we must have religion.

But this sort of thinking is exactly what most agnostics find ridiculous about religion and religious people, who seem incapable of looking at the world unless it’s through the prism of some kind of belief system. They seem to think that if one doesn’t believe in God, one must believe in something else, because to live without answers would be intolerable. And maybe that’s true of the humorless Richard Dawkins, who does seem actually to have tried to turn atheism into a kind of religion unto itself. But there are plenty of other people who are simply comfortable not knowing the answers. It always seemed weird to me that this quality of not needing an explanation and just being cool with what few answers we have inspires such verbose indignation in people like Eagleton and Fish. They seem determined to prove that the quality of not believing in heaven and hell and burning bushes and saints is a rigid dogma all unto itself...

miércoles, 22 de abril de 2009

El ejecutor

El Ministro del Interior notifica en rueda de prensa la detención del número uno de ETA: no sabemos quién lo sucederá, pero estamos ya trabajando para detenerlo. El tono firme, profundamente serio, escueto, el gesto exacto de seguridad en sí mismo y su gente. La razón y la fuerza están de su lado, y lo sabe. Lejos de los excesos retóricos de un Trillo o de la campechanía estúpidamente sonriente de un Bono, este es el sheriff en que el poblado puede confiar. ¿Negociación? Eso es cosa del pasado. ETA sólo tiene que decidir si lo deja o espera a la derrota.

Ocurre que ese pasado fue anteayer. Ocurre que precisamente porque ETA escribió una carta diciendo que lo dejaba, fue este mismo sheriff el que nos explicó que negociar era un imperativo moral, el que nos insultó a los que no estábamos conformes y el que ejecutó, con su templada eficacia de siempre, la política destinada a culminar la negociación: negociación que no culminó porque a ETA no le pareció bastante lo que le daban, de modo que no se entiende bien por qué, si otra vez decide que lo deja, no será de nuevo un imperativo moral negociar. No importa: mientras la contradicción no suponga un desgaste político inaceptable no hay inconveniente alguno.

Alfredo Pérez Rubalcaba es un ejecutor, un tipo capaz de ver, valorar y manejar todos los aspectos de una cuestión menos su cariz moral. No se trata de un canalla (eligirá por igual soluciones virtuosas o malvadas, según su utilidad o eficacia), ni da la impresión de ser un sinvergüenza: con todas las cautelas necesarias, me creo que está ahí por vocación de servicio. Es simplemente que las distinciones morales, las opciones ideológicas, las cuestiones de coherencia y sentido no entran en su rango de percepción, no les encuentra ningún significado, no ve que supongan diferencia alguna. Sirve a su señor con la lealtad inteligente y ciega de un samurai, ateniéndose escrupulosamente a los códigos de procedimiento sin entrar ni por un momento a cuestionar las causas a las que presta su espada.

Su parecido físico con Toby Ziegler no debe llamarnos a engaño. En el universo mítico de The West Wing, imagen platónica de la tarea de gobernar, la contrafigura de Rubalcaba no es el adusto ideólogo, sino Josh Lyman, el hombre que saca adelante, con puño de hierro en guante de hierro, las leyes que pergeña el benigno patriarca Bartlett, pero que sacaría igual, si hiciera falta, las de un sucesor republicano. Si Mariano Rajoy consigue el poder es muy probable que en la línea de Sarkozy u Obama conserve piezas exitosas del equipo saliente: un Pere Esteve o un Lorenzo Milá serían elecciones obvias e irreprochables. Pero si de verdad quisiera hacer un gran gesto de estadista le convendría mantener en el cargo a Pérez Rubalcaba. Al fin y al cabo los partidos cada vez se parecen más, y elementos de este calibre no es que sobren precisamente. Si algún día ganamos los buenos, sin embargo, no habrá lugar para gente como él. Ese es el reto.

lunes, 13 de abril de 2009

Dejá vu

Este Viernes Santo me puse a escuchar la Pasión según San Mateo como hacía tiempo que no: de una sentada, tranquilamente, libreto en mano. Y una vez reavivado el entusiasmo por Bach (que lo tenía yo un poco marchito), la primera decisión fue que tenía que comprarme otra versión, que Harnoncourt será muy bueno y muy santo, pero yo no tengo por qué escuchar Blute nur, du liebes Herz a los puñeteros niños habiendo tanta señora magnífica.

Bien, en busca de la mejor grabación (ya está encargada la segunda de Herreweghe, por cierto) me metí en un par de foros de música, y fue como engullir una docena de magdalenas reminiscentes. Cuando me quise dar cuenta llevaba cerca de dos horas leyendo debates circulares sobre si el OVPP (una sola voz para cada parte, en los coros) es lo más grande desde la radio de galena o la muerte definitiva de la civilización occidental, todo ello salpicado de egos infladísimos, análisis histéricamente minuciosos de la postura de la cabeza de un niño en un grabado, trolls más o menos brillantes, eruditos de epidermis delicada, compulsivos llamadores al orden... el mismo ambiente de hará unos diez años, muy al inicio del foro de Mundoclásico, e incluso algunos de los mismos personajes (somos habas contadas).

Lo que más me gustó fue la mezcla de odio, veneración y terror cerval con que se hablaba del gran Bellerofonte en su ausencia.

miércoles, 8 de abril de 2009

Enlazando

Para compensar la inactividad pretendo ir pegando enlaces a cosas que encuentro por ahí. Este es un artículo de Adam Kirsch sobre el estado de espíritu actual de Europa visto a través de sus literatos, que me ha parecido bastante penetrante. Es sorprendente, entre otras cosas, ver lo homogéneos que resultamos los europeos cuando se nos mira desde fuera.

viernes, 3 de abril de 2009

Una primera vez

Anoche vi a Rafa Nadal perder un partido, contra Del Potro. El argentino es un jugador magnífico que se crece en pista rápida, y tampoco se puede ganar siempre, pero este partido fue diferente. Cuando cambié de canal me encontré una situación familiar: Nadal había perdido un set, ganado otro, y mandaba 3-0 en el definitivo, con su saque. Lo de casi siempre: te da esperanzas en el primero, te remonta el segundo devolviendo a las líneas tus mejores golpes y te machaca poco a poco en el tercero hasta que tiras la raqueta y llamas a tu mamá.

Y de repente, como si le hubieran echado un mal de ojo, Nadal se transforma en un jugador mediocre. Ya no es que las falle por mucho, a la grada, a media red; lo peor es que se limita a pasar bolas anodinas hasta que el rival, que tampoco está haciendo florituras, le busca un ángulo jodido. Se le van cuatro juegos seguidos sin hacer apenas un punto, con la cara desencajada, como sin entender lo que ocurre. Después, entre que al otro chaval le tiemblan las muñecas y que de vez en cuando se acuerda de quién es, la cosa se equilibra. El que lleva al tie break es un juego portentoso, marca de la casa, con tres bolas de partido salvadas a base de calidad y huevos. Lo vemos otra vez eléctrico, enrabietado. Ha vuelto, pensamos, justo a tiempo. Casi se le va. Y luego un tie break timorato, entregado sin lucha.

A Rafa lo hemos visto perder partidos épicos, le hemos visto aguantar lesionado hasta tener que retirarse, pero jugar así, triste, funcionarial, indolente... eso no pensaba yo que lo llegáramos a ver. Me quedé con la impresión, seguramente injusta, de que algo se había roto.

viernes, 27 de marzo de 2009

Un texto impresionante

En un blog al que llego un poco de rebote me encuentro reproducido el prólogo que escribió Manuel Chaves Nogales para su libro de relatos A sangre y fuego. Muy necesario, y de pasmosa actualidad.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Vanitas vanitatis

Ayer me coloqué en mi estantería (impecablemente alfabética desde hace un tiempo). Quedo entre Henry James y Juan Ramón Jiménez, que no es desde luego mala ubicación.

Inmediatamente se echa uno a pensar en las carencias: a un lado me salen, a bote pronto, Jammes (un librito suyo, indeciblemente cursi, no pasó el último donoso escrutinio), Jardiel -pecado grave, lo sé-, Jarnés (que me da má igual)... al otro, el bueno de Jerome K. Jerome.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Sobre la no-escritura

No se trata del silencio olímpico de Bartleby, ni de la renuncia de Rimbaud a favor de la vida, ni siquiera de la impotencia derivada de un exceso de lucidez que golpeó a Lord Chandos. Con los ilustres renunciantes que recopila Vila Matas no tienen los no-escritores más que uno de esos parentescos dudosos y medio bastardeados que avergüenzan a una rama y traen más o menos al fresco a la otra.

Es una mezcla de pereza, irresolución y autoexigencia, una inacción no planeada ni deseada pero de la que uno se siente secretamente orgulloso. Desdén -pero nunca desprecio, si se admite el distingo- por el trabajo de carpintería, querencia –a la fuerza ahorcan- por las piezas cortas vagamente relacionadas entre sí, las series discontinuas, los comienzos abandonados. Y siempre una voluntad de ocultación, un pudor concienzudo, un terror desproporcionado a todo lo que suene a retórica; la invisibilidad como aspiración última.

Encabecé mi primer blog con esta cita de Monterroso:
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea,
pero no fue hasta un tiempo después que di con Marcel Bénabou, indisputable santo patrón de los no-escritores, el hermano mayor que no sabía que tenía. Por otro lado siempre tuve una afinidad con Bernardo Soares: una voz de la que se ha sustraído el raciocinio y la afectividad tiene que atraer a cualquier no-escritor que se precie. Pero era una referencia demasiado alta, sofocante, paralizadora. Me gustó dar con el Barón de Teive, heterónimo discreto y elusivo, no-escritor de raza.

Recopilo todo esto porque el otro día me golpeó por sorpresa el inconfundible aire de familia en un viejo conocido. Juan Avellana es uno de los pocos escritores de verdad que uno conoce en esto de los blogs. Poco a poco, a paso lento pero sabiendo muy bien lo que hace, va construyendo una obra traslúcida, compacta y leve como una de esas celosías maravillosas de los mogules.

Lo que de familiar me he encontrado en él de repente no es sólo la reivindicación de una cierta forma de silencio, de inacción, de renuncia al sentido, sino sobre todo la manera reticente, pudorosa, espiral de afirmarse en ella. Porque bien pudiera ser que se tratara de otra cosa, porque no vayan a creer ustedes que es todo precisamente así como digo, porque hay trampas a uno y otro lado y raro será que no estemos metidos de lleno en alguna.

Si no fuese un retorcimiento vanidoso para hacer de la necesidad virtud, incluso así, parece un empeño dudosísimo. Hay que esquivar el ascetismo, que es una forma de sentido; la contemplación, el zen, el recogimiento, la estupidez, el arte povera, el pop o la ironía, por enumerar algunos peligros de confusión por vecindad. Para evitarlos es precisa una firme perseverancia en el estilo, y así no es posible fabricar un vacío limpio de dobleces románticas. Porque eso no es el viento que pasa entre las hierbas de un descampado, sino el vacío de una instalación minimalista en un museo, digamos: una ausencia notoria, un hueco lleno de sentido que discursea sobre la terca voluntad de estilo que, a fin de cuentas, lo ha engendrado.

Y ese afán de borrarse que no es menos sincero por chocar de frente con el hecho de escribir en público, cómo no iba a devolverme un eco propio si cuando he logrado escribir algo más seguido ha sido dándole voz a un paseante invisible.

A mis tres o cuatro lectores les sobra sagacidad para advertir que no hay nada de modestia en todo esto, pero por si pasara por aquí algún despistado señalo lo evidente: un verdadero no-escritor se cambiaría sin dudarlo por Balzac, pero por casi nadie más. Porque en el fondo sabe que:

...dando un paso a derecha y otro a izquierda, de tanto enderezarse, de tanto fingir, a veces uno se encuentra sinceramente siendo.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Eluana

Me he encontrado con que prácticamente todo lo que tenía que decir lo dije hace tiempo, a cuenta de otra pobre chica.

lunes, 9 de febrero de 2009

Publicando

Recordarán los más antiguos del lugar mi alborozo cuando obtuve el compromiso formal del Colegio de Arquitectos para publicar un libro de viajes. La cosa se complicó primero en la fase de diseño gráfico; por decirlo educadamente, no se le dio mucha prioridad al tema. Ante esa dilación, decidí ponerme manos a la obra y maquetar yo mismo el libro con Blurb. Al final he quedado razonablemente contento: el texto y las fotos interaccionan de una forma que seguramente no habría conseguido un diseñador ajeno, por más experto que fuera.

Pero en el tiempo transcurrido nos ha pasado por encima la crisis, y la disponibilidad financiera del Colegio no es la misma. El proyecto puede no salir o retrasarse sine die (estamos en negociaciones), de modo que por si acaso voy a acogerme a la posibilidad de autopublicación que ofrece la página. Con ustedes, el primer tomo de los Cuadernos del paseante invisible, dedicado a la India.

En el enlace adjunto se permite visualizar sólo las primeras páginas. En cuanto a la calidad de impresión y acabados, tengo un ejemplar en mi poder y es óptima. He elegido un formato pequeño y manejable; no es un libro de sobremesa, aunque el nivel de definición de las fotografías daba para ello. No sólo es que se habría disparado de precio, sino que he preferido darle más importancia a mi parte escribidora que a la que hace fotos.

En fin (no sirvo para venderme, me da un poco de vergüenza). Por cuarenta euretes más gastos de envío (menos, si eligen tapa blanda) tienen ustedes 240 páginas de elegante prosa y bonitas instantáneas.

Me pongo con la segunda entrega, una vez decida sobre qué viaje hacerla.

domingo, 8 de febrero de 2009

Sigo con Ferlosio

Comenta el maestro la ira añadida que provocaba en los norteamericanos, días después del atentado contra las torres, ver en un video que se divulgó a Bin-Laden celebrando entre risas el éxito de la empresa.

(...) tal actitud les parecía más perversa que los hechos mismos, como si no se les alcanzase que cualquier persona que se ha propuesto un fin, por muy malvado que sea, no dejará de sentirse satisfecho ante el exito logrado. Pues, ¿cómo se figuraban que se había recibido en el Pentágono y en la Casa Blanca la noticia del éxito de Hiroshima?

Pues quiero yo pensar que de muy distinta manera: con rostros circunspectos, con sombría conformidad y con la máquina de las racionalizaciones funcionando a toda marcha para contener el empuje, que quiero imaginar formidable, del arrepentimiento.

No pretendo ni mucho menos justificar a esos hombres: la patente gratuidad de la salvajada, puesta aún más en espantosa evidencia por su repetición, está más allá de cualquier perdón. Pero sigo pensando que hay una diferencia entre quien -por razones tan monstruosamente equivocadas como queramos- decide hacer el mal a sabiendas de que lo es, y quien tiene ese mal por bien supremo y es capaz de regocijarse en su cumplimiento.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Un buen fin de semana, II

Sábado, Baden Baden

Una comilona

Aterrizado en Baden Baden en ayunas y sin tiempo para discriminar, el viajero se encontró delante de un inconmensurable Schweinehaxe mit Sauerkraut escoltado por medio litro (no se despacha menos) de Weizenbier. La cocina alemana no es precisamente refinada, y una dieta de este tipo supone elegir entre la muerte por colesterol o de aburrimiento, pero una vez al año y en determinadas condiciones resulta un regalo del cielo.

Tomar las aguas

Por desgracia no había tiempo para volver al fabuloso Friedrichsbad, que no se molesta en tratamientos de menos de tres horas, así que hubo que conformarse con su hermano plebeyo y contemporáneo, las pomposamente llamadas Caracalla Thermen. Y a pesar de sus reticencias el viajero ha de admitir que disfrutó como un enano. Quedan como momentos estelares de la sesión la cascada de agua caliente que te masajea la espalda con la fuerza de tres valkirias rubicundas y la sauna de leña a la que se llega, muriendo placenteramente de frío, en pelota picada por un sendero todo lo salvaje que permite la instalación.

Obra maestra

El motor del viaje en realidad era el Caballero de la Rosa del Festival de Invierno, con un conjunto de intérpretes que a uno le parece insuperable hoy día. La valoración que uno hace de estas cosas siempre será, aparte de subjetiva, conforme a la escala de sus propias experiencias. En ese marco no tiene este cronista inconveniente en calificar la representación de histórica, del mismo modo que entiende y admira la visión mucho más exigente de este veteranísimo crítico: si has visto a Schwarzkopf o Jurinac en estos papeles, si tienes el recuerdo de Kleiber en vivo difícilmente te vas a dejar arrastrar por el entusiasmo que a uno, siendo éste su segundo Rosenkavalier, le debe casi obligatoriamente embargar.

Y eos que Fleming nos asustó de veras con un comienzo dubitativo, la voz no del todo colocada. Por fortuna tardó en hacerse con las riendas del papel lo que la Mariscala en sacudirse la modorra tras su noche de amor. El monólogo que interpretó junto con un Thielemann soberbio, exquisitamente atento a los mil subrayados de la partitura y a no ahogar con la masa orquestal el sonido no muy potente de la cantante, quedará mucho tiempo en la memoria de este aficionado. Su Marie-Therese está construida con rasgos más propios de un cierto tipo de gran dama de Hollywood (una Norma Shearer, una Carole Lombard) que de la antigua nobleza de sangre europea: al cronista no le molesta en lo más mínimo, una dama es una dama.

Si sumamos a lo estrictamente vocal la presencia y actitud no se le ocurre a uno mejor Octavian que Sophie Koch, por juvenil, por encantadora y por el canto largo, generoso y expansivo. El catarro que anunció sólo se hizo sentir, curiosamente, en las frases que le tocaban en el disfraz de criadita. Mientras fue un muchacho enamorado llenó la sala de felicidad y plenitud. Diana Damrau no es una princesita: por utilizar el patrón del barón Ochs no tiene finas las muñecas, y eso en principio puede beneficiarla o no en el papel. Era ya la mejor Zerbinetta posible gracias a su insolente superioridad en la zona aguda y a la coquetería frescachona que despliega sin esfuerzo, y con esos mismos mimbres trabaja; pero para ser Sophie necesitaba además ahilar el canto y darle esa vibración sentimental del amor primero. A fe que lo consiguió en grado superlativo: el dúo del segundo acto sonó fuera del mundo: más que vibrar en la esfera impenetrable que se construyen los enamorados era el canto esa misma esfera. Si compran (y deben) el video que saldrá, no dejen de observar un bulto de chaqueta gris en la quinta fila a la izquierda que agita los hombros compulsivamente (los pucheros los habrá borrado el ingeniero de sonido).

A Franz Hawlatha le haríamos excepción de las limitaciones vocales en gracia a su estupenda construcción del personaje, a la riqueza de detalles expresivos y la sabiduría escénica desplegada si fuese un viejo zorro de los teatros que canturrease su Ochs con más arte que nadie: a su edad, sin embargo, no debemos ahorrarle el reproche (más cuando el bajo del septuagenario Grundheber se lo comía a ratos). No fueron sin embargo sus carencias de esas que arruinan una representación (nada de apretar los dientes y rogar que pase): uno ni siquiera echa en falta un canto más ligado y musical, simplemente apunta que podía haberlo habido.

Jonas Kaufmann apareció en el cartel a falta de un mes como guinda inesperada, casi un gesto de nuevo rico del Festival (¿un tenor invitado? ...toma). No será uno el que se queje: una gozada de aria italiana la que se marcó, sin duda alguna. ¿Confesará este cronista su puntita de envidia ante el que es sin duda su debut soñado?

De Thielemann y sus bávaros uno cuenta y no acaba: nunca había escuchado a un foso de cien tíos sonar así, con esa precisión y esa finura. Mozartiano, hemos leído por ahí que llaman a su Strauss y no me parece afortunado, pero algo hay de suavidad y fluidez, de voluntad de integrar los contrastes que explica el adjetivo. La potencia no es menos evidente aunque se presente refrenada, la exploración de los detalles resulta exhaustiva (y no sólo en los que acompañan las voces: en la obertura del tercer acto sonaron cosas que uno no recordaba estuvieran ahí) y cuando el lirismo tiene que disparatarse ahí están los violines alemanes en unísona espiral.

Mira que no quería hacer una crónica larga, pero la inercia tira de uno. Bien, añadimos que la puesta en escena fue una bobada de espejos, ni interesante ni dañina y ya podemos coger el avión de vuelta.

martes, 3 de febrero de 2009

Un buen fin de semana, I

Viernes, Londres

Un descubrimiento

El barrio de St. James estaba tan ahí, tan en medio que nunca se le había ocurrido a uno pasearlo. Está lleno de pequeños acontecimientos londinenses, entre ellos una estupenda placita, Mason’s Yard, donde una sólida biblioteca recientemente renovada enfrenta su fachada de ladrillo con magníficas ventanas al ever-so-fashionable White Cube II, extrañamente exento en una ciudad de medianeras.

Compras

En Lock & Co, (by appointment to H.R.H. the Prince of Wales hatters) los sombreros saldrán un poco caros, pero la conversación de los dependientes no tiene precio. El viajero salió de allí con un Trilby azul marino que milagrosamente se enrolla para llevarlo de viaje en su caja cilíndrica y recupera la forma con dos toques, y que hubo de ser concienzudamente cepillado en la trastienda antes de considerarlo digno de entregar a un cliente.

Nada más entrar en Duchamp se observa el salto (a peor, seguramente) entre el viejo comercio británico y las nuevas formas del lujo. En un local de escasos veinte metros cuadrados la estiradísima encargada se lo queda mirando a uno sin dirigirle la palabra, considerando con aire abstraído la improbabilidad de una venta. El producto es, todo hay que decirlo, fabuloso y feliz en su delirio colorista. El viajero quería una corbata extravagante pero irreprochable para la boda de su hermano, y encontró exactamente lo que buscaba.

Los escaparates de Cecil Court son inagotablemente interesantes de ver, pero resultan un poco intimidantes para el que no sea bibliófilo. Sin embargo cada tienda tiene un sotanillo al que se baja por una escalera casi vertical de madera y donde están los libros de ocasión. Allí sí que se encuentra en su elemento el viajero, husmeando entre el olor a humedad y papel viejo. Dos joyitas se lleva por ocho libras: una obra de teatro de J.M. Barrie (al que estaba queriendo leer desde la pertubadora y espléndida Kensington Gardens, y que al primer vistazo arroja la evidencia de que este hombre que sabía cómo hablan de verdad los niños) y un libro inclasificable de Edith Sitwell dedicado a los insomnes, recopilación de lecturas apacibles (o que ella consideraba tales) para conciliar el sueño.

Una visita debida

Esta vez se animó el viajero a asomarse a la National Portrait Gallery, vieja deuda siempre diferida en favor de exposiciones más apremiantes. Si se lo toma uno en serio, leyéndose todas las semblanzas de los retratados, es un museo agotador además de una fuente inagotable de delicias para el anglófilo. Con la Restauración el viajero se dio por saturado y enfiló hacia el fantástico bar de la última planta; habrá que seguir otro día.

Planes

Camino a Covent Garden el viajero recoge folletos de un par de teatros. En el Haymarket Ian Mckellen y Patrick Stewart van a hacer Esperando a Godot a partir de mayo, mientras que el Wyndham's Theatre programa sucesivamente Twelveth night con Derek Jacobi, Madame de Sade, de Mishima, con Judi Dench, y un Hamlet con Jude Law. Habrá que volver en primavera.

Un operón

Die Tote Stadt es un pedazo de obra que ha pagado su tributo a los caprichos de la moda y vuelve con fuerza al repertorio para quedarse. Puccini meets Freud habría titulado la prensa si se estrenase hoy, y no podríamos acusarlos de simplificar demasiado. Esta crítica pone el dedo en una indudable llaga pero marra el veredicto: es cierto que Korngold lleva todo el tiempo las venas del cuello hinchadas hasta el paroxismo: tenía 22 años y quería hacerlo todo de una vez: pero ¿no es esa exageración lo que amamos de la ópera? An overdose of gorgeousness, dice el tío, y a uno le entran ganas de responder So what?

Lástima del tenor escasito de medios, que impide hablar de una función redonda. Los artificios escénicos para separar/fundir sueño y realidad resultaron ingeniosos y eficaces a pesar de algún capricho (la cantante calva, ¿por qué?), el torrente orquestal fluyó irresistible, con remansos de canto sonámbulo de rara belleza y Gerald Finley se robó limpiamente la función con su canción de Pierrot.

miércoles, 28 de enero de 2009

Nihil novum

François René de Chateaubriand, circa 1830:

En general se llega a los asuntos públicos por lo que tiene de mediocre y se permanece en ellos por lo que se tiene de superior. Esta combinación de elementos antagónicos es algo muy raro, y es por eso por lo que hay tan pocos hombres de Estado.

martes, 20 de enero de 2009

El arte de bautizar (II)

A voleo y sin ninguna voluntad de exhaustividad daremos una vuelta por otras lenguas, usando como único criterio que los nombres nos hayan quedado en la memoria, en la esperanza aproximada de que eso sea síntoma de algo.

El respeto a la jerarquía obliga a empezar por Shakespeare, que, triste es decirlo, bautizaba con desgana y sin rigor: algunas excepciones de hermosa y oscura resonancia (Banquo, Caliban) no compensan la tópica mescolanza de nombres latinos y griegos, ni la bufonería elemental de sus apelativos villanos. Claro que no lo hacían mejor nuestros dramaturgos de la época con sus Fabios y Tellos. Si se piensa bien, en el teatro los personajes no se nombran apenas en voz alta. Bernard Shaw tenía un don para los nombres (Eliza Doolittle, Attie Utterword) a pesar de cierta tendencia muy inglesa a darles significado, como le ocurre también a Martin Amis: su triángulo Nicola Six- Keith Talent- Guy Clinch se mantiene magníficamente al borde del exceso de literalidad. Trono aparte merece el gran Oscar, aunque sólo fuera por el prodigioso hallazgo de Miss Prism o por la exactitud con que bautizó a ese último, tristísimo personaje suyo, Sebastièn Melmoth.

La literatura de Irlanda tiene a los nombres propios en la raíz, se alimenta de ellos y del jugo que desprenden: Conan, Brendan, Declan... Halloran, Moran, Behan; Lonigan, Donnegan, Monahan; y O’Hara, O’Meara (the green hills of Tara); Meagher, Gallagher, Maher; Sean, Finn, Liam; Connolly, Reilly, Donnelly... la sonoridad bellísima de las viejas baladas cabalga a lomos de esa nomenclatura endogámica y unifica en un aire de familia todo lo que va desde el idilio verde de Yeats hasta el costumbrismo urbano de Roddy Doyle.

Nadie negará que es un placer desenredar perezosamente la madeja de nombres, sobrenombres y patronímicos de las novelas rusas, aunque no nos atrevamos a distinguir, de entre tanto Sergeievich, Ostapova o Kurchakov, los que están bien puestos de los que no. Como tampoco me atrevería a decir si son nombres atinados y definitorios los de Julien Sorel, Lucien de Rubempré o el Vizconde de Valmont, tal es la sordera que padezco con respecto a la lengua francesa y sus matices.

En Italia el oído se va al Sur, a los novelones sicilianos, al arribismo trapacero del que no puede escapar un tipo llamado Calogero Sedera o la avaricia desdeñosa que destilan, aun sin ponerle el título, las sílabas del nombre de Don Blasco Uzeda. Y de los de ahora llama la atención el iridiscente Baricco, que practica el sistema de tomar un apellido existente y cambiarle unas letras (Poreda el boxeador, el sabio Bartleboom o Poomerang el amigo invisible). Unas veces funciona y otras no, como todos los trucos.

Nombres absurdos pero perfectos como Rollo Martins o Holly Golightly que fueron impiadosamente sustituidos en la pantalla por versiones más pedestres; nombres de extraña resonancia mítica como Queequeg y Tashtego, o de exquisita reverberación (Ada, your ardors and your arbors); nombres de colores, como los de la cuadrilla de Reservoir Dogs; de días de la semana como en el delirio conspiratorio de Chesterton...

Pero el personaje definitivo, el sujeto de lo más parecido que tenemos a unas Sagradas Escrituras no podía llevar por nombre más que una inicial opaca: el agrimensor y el acusado viven en nuestro inconsciente bajo el signo ominoso de la letra K.

El arte de bautizar (I)

Es un asunto que no está directamente relacionado con el talento, una gracia que se tiene o no se tiene; hay autores que nombran con desidia, como eligiendo al azar de la guía telefónica, y otros que parecen encontrar sin esfuerzo las sílabas comunes que dan existencia acreditada al personaje.

Cunqueiro es un proveedor incansable de nombres con sabor y olor, mientras que Valle- Inclán no acaba de atinar con la medida (le salen tópicos, como la niña Chole, o exagerados como don Latino de Híspalis). Baroja acierta sin esfuerzo sus apellidos vascos, seguramente porque son reales, y Galdós resulta en cambio inespecífico (entre Fortunata y Jacinta uno no consigue recordar cuál es cuál) cuando no increíblemente torpe: no se entiende cómo se puede crear un personaje tan espléndido y luego llamarlo Jenarita Barahona.

Cela era un entusiasta bautizador: sus articulillos para ABC no eran en el fondo más que un pretexto para ensartar esos nombres suyos, inconfundibles en su peculiaridad aunque fáciles de imitar (Don Tesifonte Ovejero, alias Flux; Matildita Coscollar Herráiz, viuda de Simpson...)

Torrente Ballester construye sobre meras iniciales coincidentes el edificio de su Saga-Fuga, pero los nombres de dudosos héroes (Jacinto Barallobre, Jesualdo Bendaña…) y malignos inquisidores (Don Acisclo, Don Apapucio) que sirven a la mecánica combinatoria son en sí portentosos.

Y si García Márquez apoya en los nombres (los Arcadios, Aurelianos y Úrsulas que se combinan por generaciones) los juegos de espejos de su genealogía, Cortázar cumple sin más el expediente con sus Brunos, Horacios y Elvinas perfectamente insípidos e intercambiables (precisamente él, que ideó la inquietante pesadilla de aquella comisión de la ONU en que todos se llamaban Félix). Borges, por su parte, escatima el esfuerzo con su antipático desdén por el trabajo de carpintería, pero clava de vez en cuando el estilete con inimitable exactitud: Emma Zunz, por ejemplo, es un nombre que justifica una literatura por sí solo.

Al final, como en todo lo demás, el mejor es Cervantes. Aldonza Lorenzo, Sansón Carrasco, Maritornes, Pedro Recio de Agüero (natural de Tirteafuera) son nombres que se adhieren al personaje y se vuelven inseparables de él. Sólo el hallazgo de Sancho Panza le valdría ya el puesto de honor. Don Quijote podría haberse llamado tal vez de otra forma, pero la identidad entre el nombre del escudero y su persona es de orden superior.

Simplemente rastreando los nombres de los personajes podemos recorrer todo el entramado de interacciones entre realidad y ficción de esa novela única. No sólo es que don Quijote los pase a todos por su filtro subversor (empezando por el suyo propio que queda en conveniente penumbra: Quijada, tal vez Quesada...), sino también que los personajes novelescos que le salen al paso tienen en la realidad de la Mancha o Sierra Morena nombres de novela (Dorotea, Andrenio...) tan inconsistentes como sus historias; o que en la corte de los duques bromistas apenas oímos un nombre verdadero, o que los inventados se imponen hasta el punto de que no nos consigamos acordar ahora mismo de cómo se llamaba en verdad (¡en verdad!) la Dueña Dolorida.

viernes, 16 de enero de 2009

Envueltas en seda

Los tediosos viajes por carretera vienen punteados por sus apariciones. El viajero acabará por fundir en uno solo los periódicos encuentros: siempre en grupos de tres, caminando por el arcén en paralelo con parsimonia de reinas, siempre de espaldas y con el sol de frente. Los saris, siempre en tres colores distintos (rojo rosa naranja, azul verde mostaza, amarillo celeste rojo), resplandecen incendiados por la luz del atardecer interminable que los atraviesa donde no se ciñen a los cuerpos breves. Sobre las cabezas cargan troncos, sacos, cántaros de tamaño inverosímil sin que el peso les comunique más que un imperceptible balanceo de caderas, un mínimo y compensado apartarse de la perfecta vertical para volver a ella. El coche las adelanta y el viajero, que cada vez se habrá vuelto a buscarles los rostros, prefiere en el recuerdo unificarlas en una sola, borrosa visión de belleza sosegada y fugaz. Entonces y ahora se entrevera en el momento un dolor vago, una carencia que no llega a tomar forma: el aguijón que sacaba a los renunciantes de sus silencios milenarios habrá perdido punta en nuestra era de decadencia, pero no tanto que no se clave en el costado.

Más allá de la hermosura individual (que como en todas partes es un bien escaso, y que cuando se da es deslumbrante) el viajero encuentra un factor común en las mujeres indias, una cierta forma de femineidad antigua contra la que el hombre contemporáneo ha perdido las defensas. Envueltas en seda incluso para cavar zanjas, se atienen en todo momento a una gestualidad restringida y suave, como guiada por una música inaudible. Siempre esbeltas y leves (la gordura aquí es privilegio obscenamente ejercido por los pocos que se la pueden permitir), su elegancia superior reside en gran parte en el juego exquisito de las articulaciones, los engarces quebrados de codo y muñeca que prolongan los dedos alargados en una continuidad fluida, instintiva, infalible. La sonrisa se queda a flor de labios sin acabar de romper, la mirada se mantiene baja y parece buscarlo a uno en rodeos infinitos, pero una y otra lo alcanzan en un relámpago. Entonces se les adivina o inventa una voluptuosidad sofocada y húmeda: se imagina uno envuelto en maniobras intrincadas, sudorosas, indeciblemente lentas, extenuantes, colmadas de inacabable maravilla.

En la mitología las figuras femeninas aparecen dotadas de un poder irresistible y fatal. La visión de un tobillo enjoyado, la curva delicadísima de un cuello que se gira, el olor aceitoso de unos cabellos negros bastan para desviar de sus propósitos a los mismos dioses. Veinticinco años mantuvo Parvati a Shiva fuera de los negocios del mundo, en un coito interminable. En una escena que se repite una y otra vez, algún maestro se deja distraer de su meditación por una muchacha: rabioso y expeditivo la arroja sobre la hierba, vierte en ella el caudal ingente de energía acumulada y el mundo ya no vuelve a ser el mismo. Sólo el Buddha sabrá oponer su olímpica, helada indiferencia a la trampa del deseo, en un episodio que no contribuye mucho a hacer simpática su áspera figura. Este miedo a la mujer como sede de oscuras fuerzas no es privativo de la India: sólo hay que volverse a Circe, Calipso o Medea. Pero esas embrujadoras tienen personalidades fuertes y definidas, mientras que en estos episodios hindúes la mujer no es más que un vehículo indistinto, un detonante pasivo. El verdadero enemigo es el deseo en cuanto que moviliza fuerzas, provoca acontecimientos, echa a girar la rueda funesta de la historia.

Suketu Mehta nos habla, en uno de los capítulos más logrados de su libro sobre Bombay, de las relaciones que se establecen entre gangsters y bailarinas. Tipos duros como pedernal capaces de degollar con navaja de afeitar a un testigo incómodo eligen a una diosa del cabaret para venerarla con pasión adolescente, vuelcan sobre ella montones de dinero y sólo le piden a cambio que se mantenga desdeñosa y superior. ¿Sabrán estos últimos vástagos degenerados de los antiguos ksatrya que cuando tumban a sus reinas para tratar de borrar en un polvo breve y brutal la sed y la angustia que nunca terminan están reproduciendo, en el tono menor que corresponde a la edad de plomo, aquellas caídas de los antiguos brahmanes?

Me dispongo a autoeditar en breve mi libro del viaje hindú, visto que la promesa de publicación en papel no prospera. Les mantendré informados.