miércoles, 22 de julio de 2009

Concisión

He vuelto una vez más a Brideshead, en esta ocasión buscando el episodio veneciano, y al releerlo he tenido que acordarme de lo que escribía Cristina Campo, en un bellísimo ensayo sobre el potencial infinito de lo pequeño:

Abrimos el libro de Dante, buscamos el pasaje que en nuestro recuerdo era una tabla mosaica, que explica y sella destinos en esta tierra y más allá, y lo descubrimos encerrado en un terceto. No es raro que, elevada lentamente sobre el teclado una de sus ciudades de Dios, Bach nos muestre de nuevo la piedra angular: cuatro pequeñas notas.
Aquel verano dorado de Charles y Sebastian que en mi imaginería particular ha llegado a representar todo el fulgor y la belleza de los veinte años, la posibilidad de un goce ajeno a miedos y culpas, bendito, puro, capaz todavía de aplazar indefinidamente el dolor; aquella frágil e indestructible burbuja veneciana que refuta el tiempo y los derrumbes por llegar ocupa en la novela (diálogos aparte) este párrafo solo:
The fortnight in Venice passed quickly and sweetly –perhaps too sweetly; I was drowning in honey, stingless. On some days life kept pace with the gondola, as we nosed through the side-canals and the Boardman uttered his plaintive musical bird-cry of warning; on other days with the speed-boat bouncing over the lagoon in a stream of sun-lit foam; it left a confused memory of fierce sunlight on the sands and cool, marble interiors; of water everywhere, lapping on smooth stone, reflected in a dapple of light in painted ceilings; of a night at the Corombona palace such as Byron might have known, and another Byronic night fishing for scampi in the shallows of Chioggia, the phosphorescent wake of the little ship, the lantern swinging in the prow, and the net coming up full of weed and sand and floundering fishes; of melon and prosciutto on the balcony in the cool of the morning; of hot cheese sandwiches and champagne cocktails at Harry’s bar.