martes, 9 de junio de 2009

Obama en El Cairo

Llevaba unos días yo rumiando el discurso de Obama en El Cairo, tratando de decidir por dónde le metía mano, pero vuelvo de fin de semana y me encuentro casi todo el trabajo hecho: entre Arcadi Espada y sus correspondencias han señalado lo que encuentro mejor y peor de ese discurso.

Empecemos pues por lo malo. Efectivamente es (y no sólo porque se dirija a los creyentes) un discurso religioso de principio a fin, esto es, un discurso que asume con naturalidad y se construye desde la convicción de que dios existe; entonces, ¿por qué no me chirrían los dientes como a Arcadi cuando lo escucho? Claro que me estorba tanto beaterío (lo del velo, caramba, que yo no tengo clara su prohibición en la escuela por no parecerme del todo un signo religioso, por lo que tenga de derecho al pudor, pero este hombre lo defiende por simbólico), claro que hubiera preferido una orgullosa afirmación del espíritu crítico frente al dogma, de la risa frente al ultraje, de los derechos del hombre frente a los derechos de las culturas; pero francamente no esperaba tal cosa de un presidente de los EE.UU. Me basta con el concepto, genuinamente americano, de religiosidad genérica, relativista y ferozmente privada: todos somos hijos de dios, cada uno lo adora como le parece, hay sitio para todos y nadie puede imponer su versión. Yo no creo, sólo faltara, que todos seamos hijos de nadie, y me irrita esa asunción de que las supersticiones son verdad, pero no puedo estar ciego al hecho de que, sometidas a tal depuración, esas supersticiones son bastante compatibles con el conjunto de valores civilizados en los que sí creo. Yo podría vivir perfectamente (aunque siempre animado de un sordo cabreo) en la tierra de In god we trust, al igual que puedo vivir entre brote y brote de irritación en esta monarquía aconfesional con colegios de curas subvencionados. Donde no podría aguantar ni un minuto es en Egipto o Irán, y de esa brecha, que demasiadas veces se olvida en un afán por igualarlo todo, trata en mi opinión el discurso de Obama.

Una religión que acepta la posibilidad de otras es en último extremo una religión diluida, inerte, inofensiva: un vicio privado, un capricho del espíritu, un pálpito íntimo. Si ser musulmán es como ser filatélico, entonces qué más nos da a los que no les encontramos interés a los sellos. Y el muy religioso Obama les está proponiendo a los muy religiosos musulmanes exactamente esto: la autodestrucción de su fe tal como la entienden. El ejemplo lo tienen delante de las narices, el cristianismo hace tiempo ya que emprendió ese camino hacia la filatelia y sólo algunos resistentes (casi todos en EE.UU.) pretenden hoy día invadir con su fe en ristre el espacio público. Aquí en mi tierra lo más que invaden es las calles del centro una vez al año, en estupendo y ampliamente compartido ejercicio folclórico.

Sin embargo es fácil entender que ponerles un ejemplo cristiano a estos señores tan suyos habría sido igual de eficaz que el lamento del profesor Higgins (Why can’t women be like me?). El presidente, que es bastante más listo que su predecesor, ha preferido valerse de una construcción más o menos mítica que al parecer tiene su peso en el imaginario musulmán: lo menos importante es si existió, o hasta qué punto, la tolerancia en Al Andalus; lo que cuenta es que opera como posibilidad.

El choque con la realidad, como mostraba esa tremenda foto de los encapuchados de Hamas frente a la tele, puede ser tremendo. Decir, como dijo Obama, que el Islam es pacífico y tolerante y benévolo para con toda la humanidad suena a wishful thinking o peor aún, a ensalmo infantil. Es muy difícil afirmarlo con la tranquila contundencia que exhibió, sin romper a reir ni ponerse colorado. Yo no sería capaz, desde luego, pero esa es una de las mil razones por las que no me hacen presidente del mundo. Los discursos son armas, y a mí esta me pareció bien calibrada. Poner a los musulmanes ante una imagen edulcorada de ellos mismos, decirles que son abiertos y respetuosos con el otro en la esperanza de que se lo crean puede ser mejor estrategia que describirlos como la panda de fanáticos irracionales que mayoritariamente son. Porque las identidades se inventan, y las religiones son tan cambiantes como cualquier institución humana. Estoy convencido de que si un obispo del siglo XII se encontrara con un feligrés cualquiera de ahora mismo le parecería un pecador impenitente, un hereje peligroso, casi un ateo. Tal vez sea posible, tal vez no, que los musulmanes de mañana se parezcan menos a sus padres que a los inofensivos cristianos a los que tanto nos gusta criticar. Un discurso como este no puede hacer mucho al respecto, pero desde luego no estorba.

jueves, 4 de junio de 2009

La eternidad del lujo (II)

Juan Perucho, que amaba los objetos de belleza frágil y trasnochada, no podía dejar de fijarse en este lugar que seguramente nació ya fuera de época y que nos sobrevivirá cómodamente instalado en el anacronismo. Así describe uno de sus personajes medio ficticios los viejos y buenos tiempos de estos baños de Carlos:

Hay en Carlsbad un gran número de establecimientos de primer orden montados con todas las exigencias científicas, y al propio tiempo con grandísimo lujo. Entre ellos, el principal es el Kurhaus, luego hay el Baño Nuevo, la casa de baños del Hervidero, con galería magnífica de vidrios emplomados, y el Baño Elisabeth: mas para las personas de la realeza y la alta aristocracia hay el Baño Imperial, de moderna construcción, de estilo Renacimiento y montado con un lujo extraordinario. Posee un espléndido vestíbulo y, al lado de la monumental escalera exterior, hay dos rampas para coches de mano; tiene ascensor hidráulico, ingenioso artefacto que dispensa subir escaleras; peluquería de alta fantasía y cosmética suprema; salones deslumbrantes para fiestas de alcurnia y otros de descanso para señoras y caballeros fatigados. Los criados y camareras realizan los servicios con pasos de ballet al son de músicas ejecutadas por una orquesta oculta tras los cortinajes. Hay una serie de cuartos de baño dispuestos en semicírculo, todos ellos provistos de un gabinete para desnudarse, recubiertos de azulejos y con retrete, tocador, calefacción al vapor y estufa para calentar la ropa de baño, siendo de notar que todo ello está perfumado con un perfume distinto cada día de la semana. El primero de estos cuartos está destinado exclusivamente a reyes y emperadores, pues además de estas dependencias, tiene un salón ricamente amueblado para, si se tercia, celebrar Consejo de Ministros.


Todo este esplendor decimonónico permaneció cuidado y en buen uso durante el medio siglo comunista. Han hecho falta novelas y viajes para que aprendamos a encontrarle matices y colores a ese mundo que se nos antojaba en la lejanía de un gris plomizo e insoportablemente triste. De nuestro propio pasado dictatorial y espeso sabemos que entre la carcundia y el cutrerío dominantes no faltaban ramalazos de lujo desaforado, de vicio alegre y desvergonzado trajín. Quién más quién menos recuerda en Madrid, de segunda o tercera mano, las noches de Chicote o el Ritz en la larga postguerra, pero a la hora de imaginar ambientes semejantes tras el Telón nos faltaba el escenario. En estas mansiones, por entre las arcadas exquisitas y los jardines que trepan en zigzag sí que puede uno invocar escenas de un baile de máscaras entre poderosos, arribistas, deseados e intermediarios que seguiría las mismas trilladas coreografías que en Aspen o Deauville. Bajo esplendorosas arañas de cristal de roca los magnates del estraperlo derrocharían obscenamente en timbas clandestinas el dinero que de todas formas no existía. Desparramadas como gatas sobre sofás de piel, putas de belleza ofuscadora, dramática, paralizante lanzarían miradas más perezosas que retadoras a unos dignatarios yemeníes en visita oficial que andarían medio sonámbulos, los ojos como platos ante la visión del paraíso obrero por fin materializado. En los paseos arbolados grupitos de miembros de medio pelo del politburó se entregarían a conspiraciones circulares sin efectos visibles; sus jefes, mientras tanto, apurarían concienzudamente el tratamiento completo de masajes y baños, alternando los tragos obligados de agua sulfurosa con sorbos de champagne helado y cucharadas soperas de caviar. Un insigne escritor, aquejado de dolencias más bien imaginarias, recortaría al contraluz de la luna, acodado en una balaustrada de mármol, una acabada imagen de spleen elegante calculadamente dispuesta para impresionar a subsecretarios de cultura o jovencitas ganadoras del Premio a la Productividad Siderúrgica. Habría, aunque tengamos que estirar al extremo la imaginación para invocarlas, estrellas de cine idolatradas por un público no menos numeroso y entregado que el nuestro, en busca aquí del anonimato entre sus pares.

Todas estas presencias del pasado reciente andarán ahora revueltas con las sombras refinadas y tenues que dejó olvidadas el imperio austrohúngaro, con el vibrátil espíritu de Federico Chopin en búsqueda insatisfecha de éxtasis nerviosos, con el gigantesco e intimidante recuerdo de Goethe tomando el fresco en una otomana sacada expresamente a la terraza, el biógrafo Eckermann a sus pies para no perderse el más nimio de sus comentarios. Pero hace falta una sensibilidad más afinada o una pluma menos pudorosa que la del viajero para adentrarse en esas inmaterialidades. A uno se le da mejor tirar de indicios menores cogidos al paso y ver si conducen a algo. Por un portón entreabierto, casi anónimo (sólo un nombre de hotel sin estrellas en la mínima placa dorada) se puede husmear un lujo discreto, acolchado y elusivo; en los escaparates hay brillo de diamantes, relojes tremebundos y cristalería abrumadora, pero también cierto tipo de ropa cara que más que demodé resulta ajena a la moda, imposible de llevar fuera de estos sitios: pantalones rojos, faldas largas plisadas, blazers con emblema, fulares gaseosos. No se ven, por otra parte, coches llamativos, y los restaurantes que hay a la vista resultan de un estándar turístico bastante corriente. Lo cierto es que uno, de los habituales de este balneario, no sabría decir si serán nuevos ricos de la vieja Rusia o banqueros suizos de indistinta faz, personajes de una comedia de Noël Coward o más bien miembros de una compañía de aficionados interpretando esos papeles.

A la vuelta del último meandro urbano, rompiendo con legítimo orgullo la continuidad de las fachadas, se coloca en solitario un edificio estupendo que el viajero, al no verle nombre alguno, rodeará intrigado buscándole en vano una entrada o al menos alguna pista sobre sus funciones. Con su pórtico a la francesa forrado de magnífica imaginería pagana podría ser un teatro de ópera o el ayuntamiento de una ciudad ricachona: ya en casa confirmaremos que se trataba del Kaiserbad del que hablaba Perucho, lamentablemente cerrado en espera de un capital redentor. Al otro lado del río, contra un fondo de verde mate, oscuro y denso como alquitrán, el Gran Hotel Pupp se expande en pabellones que amenazan con dejar arrinconado al resplandeciente cuerpo principal. Será en uno de sus salones donde empiece el viajero a pergeñar estas notas y, al salir, irá ya devaluando en su fuero interno la categoría del establecimiento, convencido de que el verdadero lujo se encuentra siempre en otra parte. No puede evitarlo, jamás condescenderá a tratar de exclusivo un sitio donde lo admitan a él.

La eternidad del lujo (I)

No es lo mismo, se dice el viajero mientras se lleva el café a la boca, arrellanado en una butaca curvilínea y maternal, la mirada perdida en los destellos que desde lo alto esparcen los racimos de la enorme araña. Ha tenido que atravesar salón tras amedrentador salón del Gran Hotel Pupp con su mejor cara de póker hasta encontrar un camarero que con grave cortesía decidiera que una vez llegado hasta allí no pasaba nada por atenderle. Olvidada inmediatamente su condición de intruso, el viajero ha tomado tranquilamente posesión de la sala recamada en escayola hasta el altísimo techo como una tarta nupcial. Unas cristaleras a modo de biombos esconden el discurrir de los camareros, y la espesa moqueta roja absorbe el poco ruido que pudiera llegar del exterior. En la puerta se insinúan unas tímidas presencias que activan la recién adquirida territorialidad: estos turistas se meten en todas partes, no hay manera de tomarse un café a gusto.

Estamos en Karlovy Vary, antigua ciudad balnearia, uno de esos lugares en que dos tribus de visitantes se mueven en paralelo sin rozarse siquiera. Cada mañana a eso de las once los autocares de Praga dejan caer en la estación un puñado de excursionistas que se volverán por la noche después de haber correteado de fuente en fuente, sospechando como mucho, por indicios suntuarios, la existencia de otra clientela de más larga permanencia y míticos (por desconocidos) poderes adquisitivos. En cuanto a los habitantes, sólo podemos postular su existencia por el hecho de que los mostradores están atendidos y los autobuses circulan.

El viajero pertenece, desde luego, al primer grupo. En el trayecto de la estación de autobuses al centro urbano, a lo largo del río encauzado entre dos calles, se ha dejado adelantar por alegres grupos de jubilados que, armados de jarras de cerámica caprichosamente historiadas (cuándo las han comprado o si las traen de casa es uno de esos enigmas menores que tanto lo entretienen a uno), parecen saber de antemano a dónde hay que ir. Si se queda rezagado no es sólo por su natural indolente, sino porque a diferencia de ellos no tiene nada claro el objetivo; con el recuerdo de Baden Baden todavía cercano ha buscado antes que nada los baños señoriales bajo cúpulas venerables que tendría que albergar, por las trazas, aquel edificio blanco y rococó situado en la cabecera del parque, pero resulta que en esta ciudad no hay nada de eso: las aguas son más bien para tomar y los pocos tratamientos de baño se ofrecen en salas pequeñas con aire aséptico y sanitario, según se ve en los folletos. Con su gozo en un pozo, pues, enfila el viajero el canal aceptando mansamente que lo que sea que den ahí arriba ya se lo habrá repartido la compacta e implacable cuadrilla de pensionistas. Tal vez, se dice, cuando llegue a esas edades habrá aprendido a no dispersarse y enfilar directo a la meta, aunque para ello tenga que aprender primero a tener algún tipo de meta.

Pero por ahora prefiere dedicarse a zascandilear. Pronto se entera de que el rasgo característico de la ciudad son las arcadas: sobre cada fuente de aguas salutíferas se debieron ir montando en principio cobertizos para proteger de la lluvia a los clientes. De la necesidad más o menos cubierta al exceso civilizado y suntuoso hay una distancia larga o corta, pero inevitable de recorrer: lo que nos encontramos hoy es un conjunto de loggias variadamente exquisitas que sobrepasan con mucho su función primitiva y que habrán dado lugar a su vez a nuevos modos sociales, convirtiéndose en puntos de encuentro de elegantes y referencia del paseo ciudadano. Gracias al bendito eclecticismo de entre siglos, un breve recorrido nos permite ver articularse los temas clásicos de la columnata con todo el repertorio de materiales y estilos: hierro primorosamente forjado, cerchas de madera de inventivo ensamblaje, sólida piedra mármol con cariátides y acantos, filigrana orientalizante de escayola.

Sobre el Sprudel, un chorro vertical tremendo de agua hirviente que brota del suelo desde hace siglos procurando milagros sin cuento, se levantó en su día la más hermosa de las arcadas, construida en la manera de los grandes invernaderos ingleses. Esta galería cayó en algún desastre, y en los años sesenta se construyó en su lugar una estructura de acero y cristal de sorprendente empaque. Cerrando con altos perfiles un espacio único hermosamente empapado en luz, habilita un lugar amplio y acogedor donde cada uno va a su avío sin ceremonias. Sus bancos corridos y sus grifos a intervalos representan con tranquila dignidad una alternativa popular e igualitaria al aristocratismo que de todos modos continúa imperando en cuanto se abandona este reducto.

Predomina, como en la capital, una decoración estilizada y caprichosa que ofrece de vez en cuando detalles exquisitos pero que sobre todo brilla por la calidad media del ornamento de serie. El recorrido es lineal y sinuoso, pero a cada rato se abren salidas monte arriba que prometen vistas extraordinarias. El viajero toma por una que rodea las arcadas del paseo hasta un mirador por encima de las cubiertas: la ciudad parece desplegarse como un diorama, súbitamente tridimensional, derramada en regueros de casas por donde las curvas del monte lo permiten. Es un espectáculo vivificante y feliz que, contemplado desde cualquiera de las terrazas que ahora vemos, ha de contribuir a las famosas curaciones tanto como las aguas.