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viernes, 12 de febrero de 2010

Tripoli. Dos lugares (II)


Por la noche, llegando desde el puerto, la Plaza Verde chisporrotea de luz eléctrica en medio de una ciudad que se ha quedado a oscuras. La mole del castillo se reduce a una silueta negra y vagamente ominosa, los reflectores afilan dramáticamente las aristas de las columnas triunfales y las fachadas se borran en un hiriente resplandor blanco. La lámina metálica del estanque duplica el cuadro entero con nitidez hiperrealista (cuando en casa probemos por juego a volcar la foto resultarán indistinguibles realidad y reflejo).


La gente ha huido –era de prever- de esta cruda e inclemente luminosidad para refugiarse justo detrás, en callejones precarios que revelan, a pocos pasos, el carácter de tramoya de esta arquitectura. Asomado a uno de ellos desde el borde del soportal al viajero le parece estar asomándose a una pantalla de cine: es otro mundo el que tiene delante, pero es ciertamente el mundo que había esperado encontrar en una capital del norte de África, y basta dar un paso adelante para que la materialidad desmienta el espejismo: si acaso sería uno el que entrara desde la proyección, como en la película aquella de Woody Allen. Las bombillas colgadas al bies de lado a lado arrojan una luz amarilla e incierta que no alcanza al suelo de tierra y agiganta los aparatos de aire acondicionado que puntean las fachadas en dudoso equilibrio sobre escuadras torcidas. Los vuelos irrumpen, como en las viejas medinas, hasta media calle, dibujando en torno suyo espesos rincones de sombra. El aire está preñado de humo grasiento y olor a especias que salen de los tugurios apretados en fila india; en las mesitas apiñadas en la calle una parroquia exclusivamente masculina se atiborra a kebab, té y nargiles, juega al backgammon, conversa a gritos de mesa en mesa. Un poco más adelante hay pequeñas tiendas, barberías abiertas toda la noche y un movimiento que tiene, por atavismos que repartiremos a medias entre los sujetos y el observador, un aire subrepticio, complicado, inevitablemente sospechoso a pesar de su más que probable inanidad.



Caminando un poco al azar se acaba el viajero encontrando de nuevo en la loggia mussoliniana. Aquí no parece que hayan pasado las horas: el mismo ambiente de comodidad sin pretensiones, la misma lenta complacencia, tal vez incluso los mismos señores que cuatro o cinco horas antes. Si no fuera presunción intolerable, el viajero diría que se las ha arreglado para dar con el corazón de la ciudad.

Tripoli. Dos lugares (I)


La Plaza Verde había de ser el rompeolas, el kilómetro cero, el comienzo y final de los paseos. Hechuras tiene para ello, no cabe duda: murallas de piedra antigua a un lado, la poderosa arquitectura italiana de los años veinte al otro, el mar al fondo abriendo un horizonte largo y tendido. Pero en esta tarde fantasmal (hemos aterrizado en los coletazos de la Fiesta del Cordero y la ciudad parece a ratos abandonada) no encontramos en ella el latir de vida urbana que cabría esperar. Hay, a la salida de la ciudad vieja, un par de grupos de hombres sentados viendo correr el aire, y en general tampoco se puede decir que no haya movimiento: se ven sobre todo chavalitos negros cruzando a paso rápido de un lado a otro, sin rumbo fijo, gastando energías. Pero en el núcleo central de la plaza, al que se llega atravesando un tráfico desatentado y atosigante incluso en esta tarde mortecina, la única actividad que se registra es la de los ganchos desganados de unos desganados fotógrafos que ofrecen al transeúnte retratarse en los simulacros más ridículos: a bordo de un descapotable o una Harley allí aparcados; en una carroza toda festoneada de encaje enganchada a un caballo que luce, imperturbablemente blanco, una pluma en la cabeza; sentado en un diván en forma de corazón, forrado de terciopelo rojo, o bajo la imitación más burda de una jaima con todos sus enseres. Es todo de una torpeza tan penosa que uno no se acaba de creer que pretendan cazarlo con ello. Primera lección: no lo pretenden. Una vez que se renuncia a la asunción egocéntrica de que todo está puesto para uno, la cosa queda clara: este montaje de fantasías de tercera es una trampa para pueblerinos que volverán de la capital encantados de poder enseñar su foto en un BMW. Se le viene al viajero a la memoria la Puerta del Sol: la última vez que pasó por allí se la encontró plagada de mariachis. ¿Es que están condenados estos lugares a la incongruencia y el refrito?

No muy lejos, avanzando por una de las avenidas que parten de la plaza y a cierta distancia de ella van perdiendo su empaque colonial para diluirse en un desorden paulatino, un lugar sorprendente aloja formas mucho más decantadas y atrayentes de vida urbana. No es un edificio ni es una plaza: podríamos llamarlo una loggia en honor a la tradición italiana, pero sus dimensiones ciclópeas rechazan el término. Puede entenderse como un patio de manzana que, al abrir tremendas arcadas a dos lados opuestos, se propone como enclave ciudadano, o como un encuentro entre calles oblicuas resuelto con espectacularidad escenográfica; en cualquier caso se presenta como un espacio porticado al modo de las grandes galerías comerciales de Milán o Nápoles. Las columnas y arcos se articulan con la grandilocuencia imperial que tanto complacía al Duce, pero la mirada tiende a ignorarlos tras un primer vistazo, tan incongruentes resultan con los cafetines que sin pretensiones se cobijan a su sombra. Sillas de plástico desparejas y tableros mínimos se agrupan buscando las esquinas más recogidas, impelidas por un comprensible horror al vacío. De unos localillos ínfimos en que no cabe un cliente salen con fluidez pipas de agua y bandejas de té con almendras; es lo único que pide una parroquia sosegada y morosa, capaz de echar tardes eternas dando vueltas a la misma taza y al mismo argumento.

lunes, 3 de agosto de 2009

Exilios

Cuando Ulises vuelve a Ítaca después de veinte años de padecimientos y aventuras, está convencido –imagina Milan Kundera- de que sus paisanos lo acosarán a preguntas. Al fin y al cabo no ha habido lugar, en todo este tiempo, donde pasara una noche sin que le pidieran que contase su historia. Se suceden los días, sin embargo, y nadie parece interesarse por los encantos de Calipso, la ira impotente de Polifemo o el espanto indecible del paso entre Escila y Caribdis. Más bien le cuentan a él, incansablemente, todo lo que ha sucedido en la isla en estos años: las hijas de sus primeras novias están ya casadas, los pleitos por las lindes siguen sin resolverse, hay un proyecto para ampliar la dársena pero quién sabe. Se diría que tratan de borrar, con ese relato interminable y anodino, la huella de esos años de ausencia que lo han convertido en otro.

En La ignorancia, última por ahora de sus novelas, Kundera disecciona las trampas del retorno. La narración fluye, como de costumbre, con lúcida y distanciada facilidad, pero al viajero le parece distinguir en ella, entreveradas, hebras de un rencor mal resuelto. Hace poco ha sabido, leyendo una conversación entre Philip Roth e Ivan Klima, de la sorda animadversión con que los escritores checos reciben a su exitoso compatriota. ¿Envidia? Klima lo descarta con patriarcal ecuanimidad, pero sus explicaciones suenan penosamente difusas e inconsistentes hasta que roza, con mil cuidados, el núcleo duro de la resistencia: ha perdido contacto con la realidad checa, su visión es la de un extranjero. Nos abandonó, querría decir y no se anima. No ha vivido los tiempos duros y ahora viene a contarlo. Se percibe casi físicamente la incomodidad con que el norteamericano cambia de tema, como quien se ha asomado sin querer a una turbia disputa de familia.

Es difícil entonces no entender la novela como un ajuste de cuentas. Irena se encuentra con sus antiguas amigas en un restaurante de la Ciudad Vieja. Ha llevado una caja de buen vino francés, pero ellas se lo rechazarán sin miramientos: no sabríamos apreciar ese vino tan caro, donde esté una buena cerveza... Este desplante que a ella, empeñada en mantener un muy kunderiano distanciamiento, le hace mucho menos daño que al lector, se va a erigir en clave de todo lo que separa al exiliado de quienes se quedaron. Haga lo que haga, nunca volverá a ser de los suyos, y la melancolía final del asunto estriba en que no es culpa de nadie. No podía haber sido de otra manera: es la Historia la que condena al exiliado a pasear como un extranjero por calles que un día fueron suyas. El anhelo romántico que en veladas de guitarra y alcohol barato (yo pisaré las calles nuevamente) alimentó nostalgias y esperanzas no era, nos dice Kundera, realizable. Nadie pisa dos veces la misma calle.

Queda la mirada, una mirada desdoblada y ambigua que no es ya la del ciudadano que fue pero tampoco la del recién llegado que en su enamoramiento ocasional pretende a base de impresiones rápidas y datos dispersos hacerse (¡nada menos!) con el alma de la ciudad. Irena pasea por el barrio de su juventud:

Se detiene en la acera, repentinamente cautivada. Bajo el sol de otoño aquel barrio con jardines sembrados de pequeñas casas revela una discreta belleza que la sobrecoge y la incita a dar un largo paseo.

Vista desde donde pasea ahora, Praga es un largo echarpe verde de barrios apacibles, con pequeñas calles jalonadas de árboles. Es esa Praga la que le gusta, no aquella, suntuosa, del centro; esa Praga surgida a finales del siglo pasado, la Praga de la pequeña burguesía checa, la Praga de su infancia, donde en invierno esquiaba por callejuelas que subían y bajaban, la Praga en la que los bosques circundantes penetraban secretamente a la hora del crepúsculo para esparcir su perfume.

¿Hay menos precisión en el conocimiento, es la mirada menos afectuosa o atenta, pertenecen menos esas calles entre bosques a la exiliada que a sus compatriotas? No, por cierto. No hace falta que el autor la distinga tan empeñadamente de la grey forastera. Ningún visitante, ningún viajero por sentimental o ilustrado que sea puede mirar así, con ese aire de tranquila posesión; ningún paseante visible o invisible es capaz de plantarse frente a la ciudad como una parte de ella, ajeno a la avidez y a la sorpresa. Pero –y ahí está la insidiosa, insalvable grieta- alguien que hubiera vivido allí toda su vida no se detendría, repentinamente cautivado, a ver cómo atardece sobre la ciudad.

miércoles, 22 de julio de 2009

Concisión

He vuelto una vez más a Brideshead, en esta ocasión buscando el episodio veneciano, y al releerlo he tenido que acordarme de lo que escribía Cristina Campo, en un bellísimo ensayo sobre el potencial infinito de lo pequeño:

Abrimos el libro de Dante, buscamos el pasaje que en nuestro recuerdo era una tabla mosaica, que explica y sella destinos en esta tierra y más allá, y lo descubrimos encerrado en un terceto. No es raro que, elevada lentamente sobre el teclado una de sus ciudades de Dios, Bach nos muestre de nuevo la piedra angular: cuatro pequeñas notas.
Aquel verano dorado de Charles y Sebastian que en mi imaginería particular ha llegado a representar todo el fulgor y la belleza de los veinte años, la posibilidad de un goce ajeno a miedos y culpas, bendito, puro, capaz todavía de aplazar indefinidamente el dolor; aquella frágil e indestructible burbuja veneciana que refuta el tiempo y los derrumbes por llegar ocupa en la novela (diálogos aparte) este párrafo solo:
The fortnight in Venice passed quickly and sweetly –perhaps too sweetly; I was drowning in honey, stingless. On some days life kept pace with the gondola, as we nosed through the side-canals and the Boardman uttered his plaintive musical bird-cry of warning; on other days with the speed-boat bouncing over the lagoon in a stream of sun-lit foam; it left a confused memory of fierce sunlight on the sands and cool, marble interiors; of water everywhere, lapping on smooth stone, reflected in a dapple of light in painted ceilings; of a night at the Corombona palace such as Byron might have known, and another Byronic night fishing for scampi in the shallows of Chioggia, the phosphorescent wake of the little ship, the lantern swinging in the prow, and the net coming up full of weed and sand and floundering fishes; of melon and prosciutto on the balcony in the cool of the morning; of hot cheese sandwiches and champagne cocktails at Harry’s bar.

jueves, 4 de junio de 2009

La eternidad del lujo (II)

Juan Perucho, que amaba los objetos de belleza frágil y trasnochada, no podía dejar de fijarse en este lugar que seguramente nació ya fuera de época y que nos sobrevivirá cómodamente instalado en el anacronismo. Así describe uno de sus personajes medio ficticios los viejos y buenos tiempos de estos baños de Carlos:

Hay en Carlsbad un gran número de establecimientos de primer orden montados con todas las exigencias científicas, y al propio tiempo con grandísimo lujo. Entre ellos, el principal es el Kurhaus, luego hay el Baño Nuevo, la casa de baños del Hervidero, con galería magnífica de vidrios emplomados, y el Baño Elisabeth: mas para las personas de la realeza y la alta aristocracia hay el Baño Imperial, de moderna construcción, de estilo Renacimiento y montado con un lujo extraordinario. Posee un espléndido vestíbulo y, al lado de la monumental escalera exterior, hay dos rampas para coches de mano; tiene ascensor hidráulico, ingenioso artefacto que dispensa subir escaleras; peluquería de alta fantasía y cosmética suprema; salones deslumbrantes para fiestas de alcurnia y otros de descanso para señoras y caballeros fatigados. Los criados y camareras realizan los servicios con pasos de ballet al son de músicas ejecutadas por una orquesta oculta tras los cortinajes. Hay una serie de cuartos de baño dispuestos en semicírculo, todos ellos provistos de un gabinete para desnudarse, recubiertos de azulejos y con retrete, tocador, calefacción al vapor y estufa para calentar la ropa de baño, siendo de notar que todo ello está perfumado con un perfume distinto cada día de la semana. El primero de estos cuartos está destinado exclusivamente a reyes y emperadores, pues además de estas dependencias, tiene un salón ricamente amueblado para, si se tercia, celebrar Consejo de Ministros.


Todo este esplendor decimonónico permaneció cuidado y en buen uso durante el medio siglo comunista. Han hecho falta novelas y viajes para que aprendamos a encontrarle matices y colores a ese mundo que se nos antojaba en la lejanía de un gris plomizo e insoportablemente triste. De nuestro propio pasado dictatorial y espeso sabemos que entre la carcundia y el cutrerío dominantes no faltaban ramalazos de lujo desaforado, de vicio alegre y desvergonzado trajín. Quién más quién menos recuerda en Madrid, de segunda o tercera mano, las noches de Chicote o el Ritz en la larga postguerra, pero a la hora de imaginar ambientes semejantes tras el Telón nos faltaba el escenario. En estas mansiones, por entre las arcadas exquisitas y los jardines que trepan en zigzag sí que puede uno invocar escenas de un baile de máscaras entre poderosos, arribistas, deseados e intermediarios que seguiría las mismas trilladas coreografías que en Aspen o Deauville. Bajo esplendorosas arañas de cristal de roca los magnates del estraperlo derrocharían obscenamente en timbas clandestinas el dinero que de todas formas no existía. Desparramadas como gatas sobre sofás de piel, putas de belleza ofuscadora, dramática, paralizante lanzarían miradas más perezosas que retadoras a unos dignatarios yemeníes en visita oficial que andarían medio sonámbulos, los ojos como platos ante la visión del paraíso obrero por fin materializado. En los paseos arbolados grupitos de miembros de medio pelo del politburó se entregarían a conspiraciones circulares sin efectos visibles; sus jefes, mientras tanto, apurarían concienzudamente el tratamiento completo de masajes y baños, alternando los tragos obligados de agua sulfurosa con sorbos de champagne helado y cucharadas soperas de caviar. Un insigne escritor, aquejado de dolencias más bien imaginarias, recortaría al contraluz de la luna, acodado en una balaustrada de mármol, una acabada imagen de spleen elegante calculadamente dispuesta para impresionar a subsecretarios de cultura o jovencitas ganadoras del Premio a la Productividad Siderúrgica. Habría, aunque tengamos que estirar al extremo la imaginación para invocarlas, estrellas de cine idolatradas por un público no menos numeroso y entregado que el nuestro, en busca aquí del anonimato entre sus pares.

Todas estas presencias del pasado reciente andarán ahora revueltas con las sombras refinadas y tenues que dejó olvidadas el imperio austrohúngaro, con el vibrátil espíritu de Federico Chopin en búsqueda insatisfecha de éxtasis nerviosos, con el gigantesco e intimidante recuerdo de Goethe tomando el fresco en una otomana sacada expresamente a la terraza, el biógrafo Eckermann a sus pies para no perderse el más nimio de sus comentarios. Pero hace falta una sensibilidad más afinada o una pluma menos pudorosa que la del viajero para adentrarse en esas inmaterialidades. A uno se le da mejor tirar de indicios menores cogidos al paso y ver si conducen a algo. Por un portón entreabierto, casi anónimo (sólo un nombre de hotel sin estrellas en la mínima placa dorada) se puede husmear un lujo discreto, acolchado y elusivo; en los escaparates hay brillo de diamantes, relojes tremebundos y cristalería abrumadora, pero también cierto tipo de ropa cara que más que demodé resulta ajena a la moda, imposible de llevar fuera de estos sitios: pantalones rojos, faldas largas plisadas, blazers con emblema, fulares gaseosos. No se ven, por otra parte, coches llamativos, y los restaurantes que hay a la vista resultan de un estándar turístico bastante corriente. Lo cierto es que uno, de los habituales de este balneario, no sabría decir si serán nuevos ricos de la vieja Rusia o banqueros suizos de indistinta faz, personajes de una comedia de Noël Coward o más bien miembros de una compañía de aficionados interpretando esos papeles.

A la vuelta del último meandro urbano, rompiendo con legítimo orgullo la continuidad de las fachadas, se coloca en solitario un edificio estupendo que el viajero, al no verle nombre alguno, rodeará intrigado buscándole en vano una entrada o al menos alguna pista sobre sus funciones. Con su pórtico a la francesa forrado de magnífica imaginería pagana podría ser un teatro de ópera o el ayuntamiento de una ciudad ricachona: ya en casa confirmaremos que se trataba del Kaiserbad del que hablaba Perucho, lamentablemente cerrado en espera de un capital redentor. Al otro lado del río, contra un fondo de verde mate, oscuro y denso como alquitrán, el Gran Hotel Pupp se expande en pabellones que amenazan con dejar arrinconado al resplandeciente cuerpo principal. Será en uno de sus salones donde empiece el viajero a pergeñar estas notas y, al salir, irá ya devaluando en su fuero interno la categoría del establecimiento, convencido de que el verdadero lujo se encuentra siempre en otra parte. No puede evitarlo, jamás condescenderá a tratar de exclusivo un sitio donde lo admitan a él.

La eternidad del lujo (I)

No es lo mismo, se dice el viajero mientras se lleva el café a la boca, arrellanado en una butaca curvilínea y maternal, la mirada perdida en los destellos que desde lo alto esparcen los racimos de la enorme araña. Ha tenido que atravesar salón tras amedrentador salón del Gran Hotel Pupp con su mejor cara de póker hasta encontrar un camarero que con grave cortesía decidiera que una vez llegado hasta allí no pasaba nada por atenderle. Olvidada inmediatamente su condición de intruso, el viajero ha tomado tranquilamente posesión de la sala recamada en escayola hasta el altísimo techo como una tarta nupcial. Unas cristaleras a modo de biombos esconden el discurrir de los camareros, y la espesa moqueta roja absorbe el poco ruido que pudiera llegar del exterior. En la puerta se insinúan unas tímidas presencias que activan la recién adquirida territorialidad: estos turistas se meten en todas partes, no hay manera de tomarse un café a gusto.

Estamos en Karlovy Vary, antigua ciudad balnearia, uno de esos lugares en que dos tribus de visitantes se mueven en paralelo sin rozarse siquiera. Cada mañana a eso de las once los autocares de Praga dejan caer en la estación un puñado de excursionistas que se volverán por la noche después de haber correteado de fuente en fuente, sospechando como mucho, por indicios suntuarios, la existencia de otra clientela de más larga permanencia y míticos (por desconocidos) poderes adquisitivos. En cuanto a los habitantes, sólo podemos postular su existencia por el hecho de que los mostradores están atendidos y los autobuses circulan.

El viajero pertenece, desde luego, al primer grupo. En el trayecto de la estación de autobuses al centro urbano, a lo largo del río encauzado entre dos calles, se ha dejado adelantar por alegres grupos de jubilados que, armados de jarras de cerámica caprichosamente historiadas (cuándo las han comprado o si las traen de casa es uno de esos enigmas menores que tanto lo entretienen a uno), parecen saber de antemano a dónde hay que ir. Si se queda rezagado no es sólo por su natural indolente, sino porque a diferencia de ellos no tiene nada claro el objetivo; con el recuerdo de Baden Baden todavía cercano ha buscado antes que nada los baños señoriales bajo cúpulas venerables que tendría que albergar, por las trazas, aquel edificio blanco y rococó situado en la cabecera del parque, pero resulta que en esta ciudad no hay nada de eso: las aguas son más bien para tomar y los pocos tratamientos de baño se ofrecen en salas pequeñas con aire aséptico y sanitario, según se ve en los folletos. Con su gozo en un pozo, pues, enfila el viajero el canal aceptando mansamente que lo que sea que den ahí arriba ya se lo habrá repartido la compacta e implacable cuadrilla de pensionistas. Tal vez, se dice, cuando llegue a esas edades habrá aprendido a no dispersarse y enfilar directo a la meta, aunque para ello tenga que aprender primero a tener algún tipo de meta.

Pero por ahora prefiere dedicarse a zascandilear. Pronto se entera de que el rasgo característico de la ciudad son las arcadas: sobre cada fuente de aguas salutíferas se debieron ir montando en principio cobertizos para proteger de la lluvia a los clientes. De la necesidad más o menos cubierta al exceso civilizado y suntuoso hay una distancia larga o corta, pero inevitable de recorrer: lo que nos encontramos hoy es un conjunto de loggias variadamente exquisitas que sobrepasan con mucho su función primitiva y que habrán dado lugar a su vez a nuevos modos sociales, convirtiéndose en puntos de encuentro de elegantes y referencia del paseo ciudadano. Gracias al bendito eclecticismo de entre siglos, un breve recorrido nos permite ver articularse los temas clásicos de la columnata con todo el repertorio de materiales y estilos: hierro primorosamente forjado, cerchas de madera de inventivo ensamblaje, sólida piedra mármol con cariátides y acantos, filigrana orientalizante de escayola.

Sobre el Sprudel, un chorro vertical tremendo de agua hirviente que brota del suelo desde hace siglos procurando milagros sin cuento, se levantó en su día la más hermosa de las arcadas, construida en la manera de los grandes invernaderos ingleses. Esta galería cayó en algún desastre, y en los años sesenta se construyó en su lugar una estructura de acero y cristal de sorprendente empaque. Cerrando con altos perfiles un espacio único hermosamente empapado en luz, habilita un lugar amplio y acogedor donde cada uno va a su avío sin ceremonias. Sus bancos corridos y sus grifos a intervalos representan con tranquila dignidad una alternativa popular e igualitaria al aristocratismo que de todos modos continúa imperando en cuanto se abandona este reducto.

Predomina, como en la capital, una decoración estilizada y caprichosa que ofrece de vez en cuando detalles exquisitos pero que sobre todo brilla por la calidad media del ornamento de serie. El recorrido es lineal y sinuoso, pero a cada rato se abren salidas monte arriba que prometen vistas extraordinarias. El viajero toma por una que rodea las arcadas del paseo hasta un mirador por encima de las cubiertas: la ciudad parece desplegarse como un diorama, súbitamente tridimensional, derramada en regueros de casas por donde las curvas del monte lo permiten. Es un espectáculo vivificante y feliz que, contemplado desde cualquiera de las terrazas que ahora vemos, ha de contribuir a las famosas curaciones tanto como las aguas.

viernes, 16 de enero de 2009

Envueltas en seda

Los tediosos viajes por carretera vienen punteados por sus apariciones. El viajero acabará por fundir en uno solo los periódicos encuentros: siempre en grupos de tres, caminando por el arcén en paralelo con parsimonia de reinas, siempre de espaldas y con el sol de frente. Los saris, siempre en tres colores distintos (rojo rosa naranja, azul verde mostaza, amarillo celeste rojo), resplandecen incendiados por la luz del atardecer interminable que los atraviesa donde no se ciñen a los cuerpos breves. Sobre las cabezas cargan troncos, sacos, cántaros de tamaño inverosímil sin que el peso les comunique más que un imperceptible balanceo de caderas, un mínimo y compensado apartarse de la perfecta vertical para volver a ella. El coche las adelanta y el viajero, que cada vez se habrá vuelto a buscarles los rostros, prefiere en el recuerdo unificarlas en una sola, borrosa visión de belleza sosegada y fugaz. Entonces y ahora se entrevera en el momento un dolor vago, una carencia que no llega a tomar forma: el aguijón que sacaba a los renunciantes de sus silencios milenarios habrá perdido punta en nuestra era de decadencia, pero no tanto que no se clave en el costado.

Más allá de la hermosura individual (que como en todas partes es un bien escaso, y que cuando se da es deslumbrante) el viajero encuentra un factor común en las mujeres indias, una cierta forma de femineidad antigua contra la que el hombre contemporáneo ha perdido las defensas. Envueltas en seda incluso para cavar zanjas, se atienen en todo momento a una gestualidad restringida y suave, como guiada por una música inaudible. Siempre esbeltas y leves (la gordura aquí es privilegio obscenamente ejercido por los pocos que se la pueden permitir), su elegancia superior reside en gran parte en el juego exquisito de las articulaciones, los engarces quebrados de codo y muñeca que prolongan los dedos alargados en una continuidad fluida, instintiva, infalible. La sonrisa se queda a flor de labios sin acabar de romper, la mirada se mantiene baja y parece buscarlo a uno en rodeos infinitos, pero una y otra lo alcanzan en un relámpago. Entonces se les adivina o inventa una voluptuosidad sofocada y húmeda: se imagina uno envuelto en maniobras intrincadas, sudorosas, indeciblemente lentas, extenuantes, colmadas de inacabable maravilla.

En la mitología las figuras femeninas aparecen dotadas de un poder irresistible y fatal. La visión de un tobillo enjoyado, la curva delicadísima de un cuello que se gira, el olor aceitoso de unos cabellos negros bastan para desviar de sus propósitos a los mismos dioses. Veinticinco años mantuvo Parvati a Shiva fuera de los negocios del mundo, en un coito interminable. En una escena que se repite una y otra vez, algún maestro se deja distraer de su meditación por una muchacha: rabioso y expeditivo la arroja sobre la hierba, vierte en ella el caudal ingente de energía acumulada y el mundo ya no vuelve a ser el mismo. Sólo el Buddha sabrá oponer su olímpica, helada indiferencia a la trampa del deseo, en un episodio que no contribuye mucho a hacer simpática su áspera figura. Este miedo a la mujer como sede de oscuras fuerzas no es privativo de la India: sólo hay que volverse a Circe, Calipso o Medea. Pero esas embrujadoras tienen personalidades fuertes y definidas, mientras que en estos episodios hindúes la mujer no es más que un vehículo indistinto, un detonante pasivo. El verdadero enemigo es el deseo en cuanto que moviliza fuerzas, provoca acontecimientos, echa a girar la rueda funesta de la historia.

Suketu Mehta nos habla, en uno de los capítulos más logrados de su libro sobre Bombay, de las relaciones que se establecen entre gangsters y bailarinas. Tipos duros como pedernal capaces de degollar con navaja de afeitar a un testigo incómodo eligen a una diosa del cabaret para venerarla con pasión adolescente, vuelcan sobre ella montones de dinero y sólo le piden a cambio que se mantenga desdeñosa y superior. ¿Sabrán estos últimos vástagos degenerados de los antiguos ksatrya que cuando tumban a sus reinas para tratar de borrar en un polvo breve y brutal la sed y la angustia que nunca terminan están reproduciendo, en el tono menor que corresponde a la edad de plomo, aquellas caídas de los antiguos brahmanes?

Me dispongo a autoeditar en breve mi libro del viaje hindú, visto que la promesa de publicación en papel no prospera. Les mantendré informados.

lunes, 20 de octubre de 2008

Escaleras

Cuenta Óscar Tusquets, en un ensayo memorable del que este texto ha de considerarse una nota al pie, que un profesor suyo por lo demás anodino y previsible se descolgó un día en clase con una aseveración prodigiosa: si construir planos para desplazarse horizontalmente no era algo obvio, sino que requería un acto creativo, imaginar una sucesión de planos horizontales a distinto nivel para desplazarse en las tres dimensiones, construir escaleras, era un hito arquitectónico y cultural de primera magnitud.

Mientras otros mamíferos aprendían a trepar a los árboles el hombre inventó la escalera, ese mecanismo invisible a fuer de antiguo y repetido que nos conduce inadvertidamente hasta alturas que la naturaleza nos veda. Chesterton, siempre atento a los milagros modestos, contrapuso a los aparatosos intentos de fabricar máquinas voladoras la hazaña cotidiana que supone vivir y trabajar lejos del suelo. Cortázar supo ver que subir una escalera es un acto esencialmente mágico, y neutralizó con el arma de un humor limpísimo e irresistible el hecho terrorífico de que cada día nos separemos decenas de metros en vertical de la superficie terrestre.

En última instancia una escalera no es más que suelo que se pliega sobre sí mismo en busca de un punto más alto, pero esto puede hacerse de cualquier manera o conforme a las reglas del arte. No hay nada más zafio que una escalera mal pergeñada, ni nada más anodino que el estándar de manual, con dos tramos iguales y encerrada entre paredes que tanto irritaba a Tusquets; pero trazada con maestría y finura una escalera se puede convertir no sólo en objeto de suprema elegancia, sino en afirmación estética, argumento dialéctico, figura representativa incluso de una visión del mundo, si es que seguimos creyendo que existe tal cosa.

Una escalera aborda, interroga, pone en relación problemática o expedita dos planos en principio ajenos; puede lanzarse en picado a conquistar la pendiente por su línea más dura o rodearla con meandros sutiles, desparramarse en circunloquios cortesanos o clavarse con determinación perpendicular. Mientras unas se adosan al muro que escalan como queriendo asimilarse a él, otras se arquean escuetas, agarradas al borde con dos dedos, quebrándose en diagonales con presteza de lanzaderas. La hermenéutica de la escalera puede ser tan ardua y capciosa como queramos: las que se demoran en el arranque, remisas a la subida, encariñadas con el suelo del que nacen, ¿habrá que considerarlas contrarias o más bien equivalentes a las que con vocación de balcón se asoman y vierten como una lenta cascada hacia abajo?

Todo esto viene a cuento de que en Praga ha encontrado el viajero por todas partes escaleras memorables. Descendiendo la colina de Petrin se suceden tramos que parecen cargar con el hombro contra el talud para insinuar los escalones en el instersticio así creado: la impresión es de un descenso casi natural, un camino forestal de adoquines que desemboca en la ciudad sin alterar el paso ni modificar –para qué- su dibujo anónimo y exacto. El puente Legií interrumpe a medio camino su acompasado andar para bajar a la isla Strelecký con una escalera que logra ser palaciega sin melindre alguno a base de sólidas piezas de piedra parda cubierta de musgo y de un parapeto macizo con remates ampliamente curvos que se quiebra con admirable elegancia para un desembarco simétrico. En lo alto de Vysehrad la escalerita de entrada a una dependencia auxiliar tiene un giro en el último peldaño que el viajero sólo puede describir como conmovedor. Aquí la tarea de bajar del castillo a la ciudad se plantea en términos más expansivos, abriendo el final de cada tramo en miradores astutamente sesgados que se convierten en plazoletas colgadas una sobre otra.

Hradcany abunda en escaleras hermosas; la huella del singular talento de Josef Plecnik es aquí tan indeleble como elusiva, de modo que no sabemos si adjudicarle el prodigio de ingeniosa geometría con que se accede por la esquina a un pabelloncito de verano, el desparrame como de lava fundida que une el extremo superior del palacio con los jardines o la preciosa cajita apergolada en piedra rústica por la que se sale subrepticiamente de la explanada delantera a terrenos más domésticos. Sí que es indisputable y famosamente suya la escalinata imperial, gemela depurada de otra frente a ella que con más volutas y balaustradas termina por ser menos esencialmente barroca que esta pieza maestra.

En el jardín Vrtbovsky, escondidos tras un telón adecuadamente curvo y señorial, tres arcos delgaditos brincan cerrando un triángulo para subir a la última terraza; en los muelles de Rastinovo unas zancas ligerísimas apoyan sobre rotundos canes de piedra, minimizando con pudor exquisito el inevitable roce con el muro; en la trasera del nuevo Teatro Nacional los escalones se funden delicadamente en la pendiente adoquinada. Pero la sutileza, la sobriedad y el ingenio no son, con ser su fuerte, los únicos registros de esta ciudad: el último día, en la isla de Troja, se nos vendrá encima al rodear el palacio la llamada escalinata del Tártaro, un artefacto espectacular de escenografía barroca jalonado de estatuas que ascienden en complicada curvatura y se asoman a una caverna subterránea que es el colmo de la teatralidad. El viajero, que nunca fue muy amigo de este género, ha de reconocer que le va cambiando la opinión con los años: antes de rechazar la grandilocuencia y el efectismo como recursos de poca altura hay que ver unas cuantas de estas cosas dispersas por Europa.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Enfoque

El viajero buscaba (oh peregrino) a Praga en Praga, y en Praga misma a Praga no la hallaba. No era la ruina física que traen el tiempo y las calamidades, ni esa otra más insidiosa derivada del turismo masivo (con la que ya cuenta uno y a la que uno, en su modesta medida, contribuye) sino la distancia inevitable entre las ideas preconcebidas y la realidad. Creía el viajero encontrar una ciudad de prestigio ajado y melancólico; recoleta, elegante, ensimismada, transida de literatura, desleída en matices como una aguada de tinta sepia. Traía los adjetivos preparados y casi se los tiene que llevar de vuelta intactos, porque la ciudad es a primera y segunda vista muy otra cosa: imperial, soberbia, extrovertida, de una potencia visual demoledora y un gusto casi oriental por el ornamento figurativo.

Pero quien busca acaba encontrando: en su última tarde en la ciudad, cuando ya había aprendido a quererla espléndida y vistosa, el viajero empieza a dar con una Praga más parecida a la que traía en la cabeza. A pocos metros de Vaklavske el jardín de los Capuchinos debe ofrecer, según ha leído, un silencio embalsamado, una paz de otro mundo. El guirigay de los reclamos de discotecas se diluye en efecto nada más franquear la reja; la masa en sombra de la arboleda protege unos senderos por los que a esta hora de atardecida apenas pasean unas pocas figuras melancólicas. En un banco a la entrada, semioculto en la penumbra, un vagabundo parece entregarse a la meditación, pero un vistazo de reojo revela extrañas manipulaciones en la entrepierna que es mejor no investigar: la paz de los claustros ya no es lo que era, se dice el viajero mientras se escabulle al fondo. De todos modos la otra salida del jardín lleva a calles más tranquilas, y de ahí hasta el río bastará con atenerse a la regla de oro de los laberintos: eligiendo siempre la izquierda en cada bifurcación eludirá por los pelos la caravana ininterrumpida de Karlova y descubrirá el último jirón transitable de la ciudad vieja: calles sin nada de particular y por eso mismo estupendas. Paredes de un blanco caduco y agrietado, la línea mínima de un zócalo, canalones de plomo descendiendo a intervalos junto a las altas ventanas enmarcadas en gris, cornisas de un barroco expeditivo que enmarcan un fragmento de cielo estrellado; al fondo, una torre rematada en pizarra puntiaguda recuerda con la discreción debida la monumentalidad que acecha a la vuelta de la esquina.

En Retezova el viajero se asoma a un bar de aire tan literario que aguanta sin complejos el nombre de Montmartre. Mobiliario elemental, de madera basta, alguna planta verde en los rincones, más cerveza que licores en los vasos -y más Camus que Derrida en las conversaciones, quiere pensar el viajero. En una de las mesas una muchacha morena de belleza intensa y como dolorida monopoliza la charla y las miradas. El orden natural de las cosas prescribe que haya en Praga morenas de pómulos afilados y ojeras trascendentes discutiendo en cafés literarios, de igual modo que en Japón arbolillos esquemáticos con flores blancas caídas a sus pies como nieve fina o, en París, señoritas menudas y airosas taconeando a pasos breves por el bulevar; pero el viajero está convencido de que a poco que uno se empeñe puede encontrar igualmente en Manhattan jardines traseros con emparrados sobre la tapia o en Sevilla rubias estatuarias de mirada transparente. Al final todo es cuestión de enfocar.

En la plazuela de nombre Annenske reina entre coches aparcados una preciosa pajarera de hierro forjado. Su mutismo le otorga una poesía vagamente incongruente que no tendría poblada de papagayos o ruiseñores. Al viajero le parece un raro privilegio encontrarse aquí en este preciso momento, con esta luz trémula y un eco amortiguado del fragor del tráfico que lo devolverá al mundo real en cuanto salga por el callejón.

Porque la burbuja de tranquilidad y penumbra termina justo aquí. Unos pasos más allá está el río con sus vistas espectaculares y el despliegue hermosísimo de luces reflejadas. En el saliente de Novotne una fila de adolescentes se pliega sobre sí misma con sorprendente disciplina para entrar en la que dice ser la discoteca más grande de centroeuropa. De aquí al puente no queda otro remedio que unirse a la corriente humana: uno echa de menos desde luego un poco de tranquilidad y distancia, pero al fin y al cabo esto es un puente y sirve para pasar el río, no vayamos a pedirle soledades que no puede darnos. A un lado y otro se ofrecen imágenes perfectas, nítidamente compuestas, autosuficientes; el viajero las mira como se mira una pantalla, otorgándoles más realidad que a quienes caminan a su lado. El último tramo vuela sobre la isla de Kampa antes de clavarse de frente en Mala Strana. El muelle de abajo se deja ver entre las copas de los árboles. Los escasos paseantes se materializan a intervalos; sus sombras, pardas y subrepticias, reptan por el adoquinado y se doblan sobre las fachadas antes de desaparecer en la oscuridad común. Hacia allí bajará el viajero por una suntuosa escalera lateral, buscando eso que ha encontrado y perdido en la otra orilla.

En los embarcaderos vacíos las barcazas que cada día se llenan de turistas parecen llevar años abandonadas. El agua del río alcanza a lametones, como en un simulacro de oleaje, el borde irregular brotado de matojos. El puente, con sus estatuas recortadas dramáticamente contra el cielo, parece pertenecer a otro orden de realidad más alto y lejano. Si le volvemos la espalda nos encontramos en una intimidad de salón abovedado; la mirada desciende y enfoca lo minúsculo: la textura maravillosa del pavimento, la hierbecilla que le crece en las llagas, los reflejos sucios sobre los charcos. Bajo los últimos arcos del puente, en la plazuela alargada y por los canales que cortan la isla el recorrido es una serie de instantes perfectos en que la realidad se pliega a un ritmo interior de una fluidez que no es rápida ni lenta. Pasa una pareja de mediana edad, y de repente resulta natural saludarse, como en los pueblos pequeños. Pronto tocará dar media vuelta, pero aún queda otro callejón al que asomarse, otra plaza señorial y desierta.

Cada farol genera en torno suyo una esfera de luz amarilla y sofocada que funde en un tono común de litografía los colores, brillantes por la mañana, de fachadas, automóviles y árboles, arrancando de los adoquines mojados un resplandor de oro viejo; todo encaja, todo se suma para producir estampas que inevitablemente se irán estilizando en la memoria (la fotografía, con sus bellas mentiras, es una colaboradora imprescindible) hasta sustituir a una realidad que se resiste a coincidir con los sueños. El viajero, como tantas veces, no sabría decir si esto es bueno o malo.

viernes, 1 de agosto de 2008

Qutub al-minar

Hemos venido a ver una torre célebre y, como ocurre a menudo, una vez en el sitio el reclamo del cartel resulta ser lo de menos. Encontramos un conjunto extenso, descalabrado, ilegible y divertidísimo de recorrer, en que las etapas sucesivas se encabalgan y confunden con un pathos más pintoresco que histórico. Saltando de piedra en piedra el viajero no acaba de hacerse una idea clara de cómo estaba organizado aquello, pero tampoco le parece que sea una pérdida. El minarete es aparatoso, desaforado, magnífico; se levanta allí en medio con rotundidad geológica, como esperando a que acaben de construir a sus pies la inmensa mezquita que su escala reclama. Sin embargo, tal vez precisamente por esa desairada situación (clavado entre fragmentos de edificios que poco tienen que ver con él), resulta asombrosamente invisible una vez que se ha metido uno en el laberinto de estructuras. Ocurre entonces que su aparición repentina entre dos arcos tiene un sabor de sorpresa infantil que cuadra mal con su voluntad de predominancia y arrebato.

Pero la versión india de la Torre de Babel, el empeño impío por construir más allá de la escala humana que parece surgir tarde o temprano en todas las civilizaciones no se encarnaría aquí en el minarete famoso (que al fin y al cabo se levantó, aunque se mantenga a duras penas en pie), sino en un tronco de cono ancho como una plaza y cortado a poca altura que se deja desmoronar con parsimonia, arranque fracasado de otra torre que habría llegado a ser dos veces más alta. El viajero se pregunta si la condición mítica será compatible con la presencia efectiva. Por grande que sea un objeto, nunca podrá medirse con lo imaginario: una torre de ladrillo de ciento cincuenta metros habría sido sin duda un logro notable, digno de consideración, motivo de crónicas de viajeros ilustrados; pero quedaría tan lejos del cielo como quedan las agujas de acero y cristal que en nuestros días se afanan en superarse unas a otras en pocos metros cada vez cuando la leyenda exigiría saltos exponenciales, de cientos de kilómetros. El mito de la Torre sólo es posible mientras no esté acabada y las noticias de su construcción se repitan de quinta mano por lejanos puertos: cerca de la vieja Delhi está levantando el sultán de los mogules una torre que cubrirá los mares con su sombra. No menos fabulosas debieron sonar en Europa las descripciones de los rascacielos que se iban alzando en Nueva York en los años 30.

Este complejo fue una de las primeras obras de los musulmanes en el territorio conquistado. Como en Córdoba, los constructores echaron mano de las columnas y dinteles que había para componer un espacio indudablemente islámico; a diferencia de Córdoba, sin embargo, los restos violentados (de los que debieron lijar toda representación humana o animal) continúan hablando su propio idioma e impregnan de una extrañeza ineludible al recinto. Por momentos las galerías se desdoblan como una foto virada y nos parece entrever el antiguo templo hindú que echaron abajo para hacer sitio a la mezquita; esa presencia fragmentada y elusiva basta para llenar el aire de dioses de una forma que los edificios intactos no consiguen, al menos en la mente caprichosa del viajero.

La idea de un dios único y sin rostro debió resultar extrañísima a los indios. Aún hoy, con trescientos millones de fieles dando testimonio de lo contrario, a uno le resulta difícil de entender que penetrara aquí el Corán, y querría desentrañar los mecanismos de adaptación que lo hicieron posible. Seguramente la explicación última sea la más simple: allí como acá, con la espada en una mano y la bolsa del dinero en la otra, se puede hacer a la gente que crea en cualquier cosa.

martes, 17 de junio de 2008

Mendigos

Los imponentes mendigos que presiden la escalinata del templo Jagdish de Udaipur lo ven pasar sin dedicarle siquiera un gesto, pero antes de llegar abajo se encuentra rodeado de niños sucios y malnutridos que le piden limosna con manos teatralmente extendidas y voces teatralmente lastimeras. Tras unos momentos de vacilación en que de repente se encuentra mirando las monedas como si fueran marcianas, incapaz de recordar su valor, reparte toda la calderilla que lleva. Eso apenas da para la primera fila de lo que es ya una pequeña multitud: ahora han visto que das y ya no habrá forma de acabar, piensa a la vez que se lamenta de pensarlo. Tiene billetes pero no los va a sacar, sería desproporcionado, imposible elegir a quién, por qué cien rupias a un niño y a otro nada (y a la vez se sabe mezquino, no da billetes porque no se dan billetes, porque lo normal es dar calderilla, no hay más motivos, sólo racionalizaciones). Sólo queda hacerse a la idea de que va a atravesar los doscientos metros hasta el coche acompañado de niños desesperados, o lo que es peor, de niños que fingen una desesperación verdadera.

Al pie de las escaleras del templo hay una mujer con un niño en brazos. No se ha movido mientras los críos se lanzaban al asedio, pero en cuanto ha sentido los ojos del viajero en los suyos le ha clavado una mirada durísima de sostener. Es una mujer preciosa, una belleza frágil y acuciante que no suplica ni reprocha, que ni siquiera se duele: se limita a mirar con la misma resignación incandescente que se encuentra en los ojos de las vacas. La ve acercarse mientras sigue lidiando con los niños, y sabe que va a darle el billete aunque sólo sea para cancelar el ofrecimiento mudo que está ahí, en segundo plano pero inconfundible tras la mansedumbre bovina o entrelazado con ella. Para abreviar la angustia recorre los pasos que aún los separan, le pone el billete en la mano sin mirarla a la cara y se marcha entre el griterío de los niños, consumido de una intrincada vergüenza que le hará cocerse todo el día en su propio jugo.

Definitivamente no sabe uno qué hacer con esta agobiante, ubicua, inextinguible súplica que persigue al extranjero por toda la India. Habrá quien sepa establecer una línea de conducta y atenerse a ella pero el viajero, incapaz de tal dominio de sí, se ve obligado a improvisar amontonando incoherencias cada vez que se reanuda el baile. Ante las criaturas más atrozmente castigadas por deformidades sólo se le ocurre pensar que no basta con una simple mutilación para hacerse notar entre la competencia (y cuando encuentre la misma observación en los cuadernos de Henri Michaux creerá entender que ese cinismo impostado no es más que un mecanismo de defensa ante horrores que lo superan a uno). En cambio se le pondrá un nudo en la garganta cuando se dé cuenta, en un semáforo, de que el niño que aporrea la ventanilla ignorando al chófer que trata de ahuyentarlo a gritos no es manco, sino que lleva un brazo escamoteado bajo la camiseta en torsión imposible, tal vez amarrado a la cintura. Y cuando en la subida de Amber Fort una niña de tres años se ponga a hacerle monerías aprendidas, como una pequeña putita, le entrará una angustia tan intolerable que prácticamente echará a correr cuesta arriba. La picaresca de andar por casa, el menudeo chantajista, la mano extendida tras la esmerada sonrisa de foto lo alteran más que la petición cruda y directa.

Giorgio Manganelli tiene la clase de inteligencia poliédrica y astuta que hace falta para examinar el tema sin caer en las trampas del sentimentalismo o la flagelación, ni mucho menos en la barata fascinación espiritualista que hace de las crónicas de Pasolini una lectura embarazosa a ratos.

La explanada ante el hotel está a reventar de mendigos; abundan especialmente los niños que te siguen con su zumbido de mosquitos, tenaces, insistentes, sosegados, como el que tiene todo el tiempo para vivir y para morir, incluso en una tarde. Hay algo extraño en ese modo de pedir limosna, algo espurio, casi un engaño –oh, por caridad, la miseria, las enfermedades son todas “de verdad”, pero son también algo más. Intento comprender qué sentimientos intenta provocar en mí el mendigo. El occidental es sentimental, el espectáculo de la miseria lo conmueve; sí, esto es verdad, pero no es todo; observo con atención a mis mendigos y veo que los indios los ignoran, y prácticamente los mendigos ignoran a sus conciudadanos menos desventurados. El extranjero es sentimental, ¿no? Pero hay otra cosa. Una tarde, un chavalillo que me llevaba siguiendo pacientemente al menos veinte minutos me susurró que si le “daba algo” me dejaría en paz. Eran las primeras horas de mi viaje indio, era ingenuo todavía, mi idea era que bastaba evitar al mendigo para hacerle entender que no era cuestión de insistir. La primera tarde había cambiado de acera dos o tres veces para eludir a un mendigo que ambicionaba especializarse en mi limosna. Qué error: el mío, quiero decir. Cruzando para evitarlo le había hecho comprender que estaba a disgusto, y que por tanto valía la pena insistir; porque el occidental no sólo siente piedad, no sólo es sensible a las señales de la enfermedad y es lo bastante lascivo para conocer las prevenciones del asco, sino que se inclina también a los sentimientos de culpa. Y esto el mendigo indio lo sabía, como sabía que el indio no es sensible, no se asquea, no se aburre ni conoce sentimientos de culpa.

El autor quiere penetrar en la manera india de ver el mundo y no va a dejar que los sentimientos le desvíen. Al final del párrafo llegará a una hermosa formulación: la ausencia de piedad individual hace del mundo indio un lugar trágicamente impermeable, impregnado de una dramática, incomunicable dulzura, una indiferencia sin desdén, sin remordimientos, sin indulgencia. Y uno, sin regatear la admiración por esta mirada precisa e inquisitiva, siente que no puede seguirla hasta el final, que debe quedarse con sus sentimientos de culpa, su pena y su asco, gestionarlos como pueda y decidir hasta qué punto deben aparecer o no en estas notas.

Con todo, el viajero se trae una idea de conjunto insensatamente optimista que casi le da vergüenza compartir, una idea hecha más de indicios que de realidades palpables: la sobreabundante publicidad de escuelas, el ambiente de domingo aburguesado y familiero en los parques de Delhi, los tenderetes de libros de segunda mano, la presencia masiva del turismo local en cada monumento que ha entrado a ver. Cuesta trabajo abstraerse de la montaña de miseria, de la capa de roña y desgaste que lo cubre todo, de la acumulación de cuerpos endebles dejados caer en cualquier espacio disponible, apoyados unos contra otros en espera de un autobús o de nada en particular. Más difícil aún será apreciar cambios o diferencias con un pasado que uno no conoce más que por referencias, pero desde luego este país no parece el mismo que recorrieron Pasolini o Manganelli en los setenta. Al poco de volver encontraremos la historia de unos fotógrafos suecos que vuelven al lugar donde veinte años antes hicieron un reportaje escalofriante, con camiones que pasaban al amanecer a recoger la cosecha de muertos de cada noche. Los niños que veían las fotos no reconocían su pueblo en ellas, se negaban a creerlo, tenía que ser un montaje.

¿Es posible que la India esté saliendo adelante? La idea se topa con un núcleo de resistencia mental; hemos crecido con el referente de la pobreza absoluta, el hambre irreparable, la madre Teresa. Se diría casi que nos cuesta renunciar al confort de la lástima, la condescendiente y podrida admiración por esas vidas supuestamente ajenas al materialismo, esa retórica de la sonrisa en el barro en que han caído algunos de nuestros mejores. El viajero, más libre de legañas espirituales y aquejado a cambio de una singular ceguera para todo lo malo y triste, ha visto o creído ver algo que le parece mucho más de admirar: la fe parsimoniosa y tozuda en el futuro que lleva a generaciones de padres a vivir y trabajar en condiciones espantosas con tal de darles a sus hijos la posibilidad de una vida mejor. Y no hay atavismo que pueda frenar ese empeño.

jueves, 8 de mayo de 2008

El paraíso en la tierra

Pocas veces viene uno de un viaje con una verdad revelada de forma tan nítida y resplandeciente. El mensaje que traigo, amigos, es este: San Petersburgo es la ciudad de las tías buenas. Rubias subidas a piernas interminables, morenas de ojos de gata y pómulos afilados, armazones de perfecta geometría ceñida por sucintas camisetas y vaqueros de una talla menos. Los pechos más erguidos del hemisferio norte, los culos más redondos. El andar firme y seguro, un pie delante de otro, los taconcitos claqueteando sobre el pavimento. La elegancia precisa y quebrada de los brazos esbeltos sin los que no hay verdadera belleza. Se saben hermosas y lo van declarando con cada gesto; no son, sin embargo, sensuales a la manera ondulante y mimosa de la mujer del sur, sino más bien despegadas y ajenas, pero se las arreglan para cargar los movimientos más inocuos (rebuscar en el bolso, pararse en el semáforo, girar la cabeza) de un voltaje sexual irresistible. Más que para afrontar el escrutinio de las otras mujeres, se visten para gustar a los hombres. Tampoco es que les haga falta, podían ir con sacos de arpillera por lo que a uno respecta, pero desde luego se agradece el esfuerzo y se aplaude el resultado.

Las tres primeras horas las pasa el viajero sin saber a dónde acudir, desbordado por el espectáculo, con los ojos amenazando salir por su cuenta a perseguir muchachas en flor. Después se va acostumbrando, centra un poco la mirada, evita las torsiones de cuello más allá de los cuarenta y cinco grados y comienza a añadir su esperable poso de reflexión al arrebato primero. Así, se le ocurre que en esta ciudad ciertos conceptos, como el de la guapa de la clase, tan importantes en nuestra formación, pierden su significado. Como lo pierde el trabajo de modelo, que lo deben hacer por turnos; frente a la iglesia de San Isaac había un equipo haciendo fotos de moda: en los segundos que tardó el viajero en pasar delante se le cruzaron dos peatonas muchísimo más guapas que la profesional. Además, son posadoras innatas; en estos días de puente universal hemos compartido colas con todo el turismo interior, y las largas esperas las amenizaba el espectáculo de las nínfulas retratándose entre sí, mirando al objetivo como si fueran a metérselo en la boca, saltando en poses de ballet, trepadas a los árboles como panteras desmañadas, emprendiéndola a lametones con los pectorales de una estatua que a duras penas conservaba su imperturbabilidad marmórea o inclinadas hacia delante, piernas abiertas, un brazo estirado abajo empujando el vuelo de la falda contra el hueco.

Pero el viajero, romanticón y etéreo, se va a quedar en el recuerdo con unos ojos: un par de ellos, concretamente, unidos a una camarera que ni siquiera era a primera vista la más atractiva en el bar lleno de niñas pijas perfectamente comestibles. Ah, amigos, si hubieran ustedes visto esos ojos azul turquesa de extensión oceánica se tragarían la sonrisita condescendiente. A cierta distancia eran simplemente maravillosos; pero cuando se inclinó a recoger el menú el viajero literalmente perdió el hilo, incapaz de recordar por unos instantes dónde estaba y qué andaba diciendo (sólo le venían a la cabeza Luga, Kaluga y Kalugano). ¿Saben ustedes eso de sumergirse, ahogarse en, ser engullido por unos ojos? Pues los tópicos, acaba descubriendo uno, llegan a serlo porque dicen la verdad.

Les dejo para terminar el corolario más importante: altos o bajos, ricos o pobres, con o sin estudios, zafios o pulidos, todos los hombres de San Petersburgo llevan al lado una mujer impresionante. No importa que seas un parado crónico y voluntario, que peses ciento ochenta kilos, que te bajes dos litros de vodka antes de desayunar o que te cambies de ropa interior cada jueves impar: siempre habrá una Natasha de dorada melena, una curvilínea Ludmila, una hechicera Svetlana que cargue contigo. Por lo que pueda servir la información, digo.

(Si aparece por aquí una tal G. diciendo que soy un exagerado, no le hagan ningún caso: rabia que le da que el único ruso guapo que encontró estuviera muerto hace cien años)

viernes, 21 de marzo de 2008

Copán

No se vayan a reir con el acento hondureño, nos ha advertido el guía nada más pasar la frontera, y nos lo hemos tomado como un exceso de localismo; sin embargo va a resultar difícil contener la carcajada ante las tremendas haches aspiradas que nos traen inopinadamente de vuelta a casa. Misterios de la geografía humana: no es bastante raro ya que cruces una línea imaginaria y la gente vocalice de otra manera, encima resulta que lo hacen como en el Rincón de la Victoria. Este detalle le basta al viajero para autoinducirse un cierto sentimiento de culpa. Entrar en un país de amanecida, darse una vuelta por sus ruinas más notorias y volverse por donde uno llegó no es que equivalga a un robo con escalo, pero algo de furtivo y desdeñoso sí que tiene. A la postre uno se llevará del paisito sólo el recuerdo de un acento pintoresco y el extraño nombre de la moneda nacional guardado en el cajón de los conocimientos inútiles. La fabulosa ciudad de Copán quedará asociada en la memoria a sus hermanas en Guatemala, y el paso por Honduras no añadirá más que un sello al pasaporte.

Todo esto, claro, pierde importancia en cuanto se entra en el recinto. Copán ocupa, en el reconstruido imaginario maya, el lugar más parecido a un centro que pueda tener este mundo centrífugo y disperso. Lo que hubo aquí fue -y aún se echa de ver de algún modo- una cultura lograda, adulta, satisfecha de sí misma y convencida de ser eterna. Sabemos que en Copán toma forma definitiva la construcción perfecta, alambicada e impráctica con la que los sacerdotes mayas pretendieron aprisionar el paso del tiempo. El presagio de la extinción no se había insinuado todavía en su visión del mundo cerrada y compacta, de ciclos cósmicos inconcebiblemente largos frente a los que el destino individual perdía todo significado. Las estelas se sucedían parsimoniosamente, muescas en el girar ininterrumpido de la rueda del tiempo, y la mano del escultor había alcanzado ese punto de firmeza en el trazo y comodidad con el repertorio que, allí donde aparece, hace saltar como un resorte en nuestras mentes acostumbradas a manejar etiquetas la palabra clásico.

Cierto, el barroco desaforado de estas imágenes está lejos de lo que entendemos por clasicismo; el amaneramiento que pronto iba a reducir el arte maya a una colección de menudencias exacerbadas está aquí ya insinuado. Para el que conoce lo que iba a venir después es fácil detectar el germen de lo trivial, pero los altorrelieves dispersos por esta primera explanada (¿estarían colocados así?) tienen una majestad sobrecogedora. Dueños de nombres sonoros y extraños (Yax-Pac, 18 Conejo, Humo Concha), soberanos de un reino olvidado que creció y se vino abajo en sus estrechos límites mientras caía el Imperio Romano y se fundaba Europa, sus historias de conquista y derrota no pueden sernos más indiferentes, pero su mirada petrificada es capaz de clavarnos en el sitio. Esos rostros de melancolía infinita enmarcados por una intrincada y refinadísima geometría de serpientes cetros plumas declaran, con la certeza que sólo da el arte grande, la esencia última del poder real: aislamiento y fatalismo. Son lecciones que no pensábamos aprender en medio del bosque tropical, pero ¿no es por eso que seguimos viajando?

Donde otros conjuntos más espectaculares se perciben como una serie de efectos escénicos de los que cuesta extraer una idea general, Copán resulta ser una ciudad excepcionalmente legible. No tanto por la abundancia de imágenes y textos conservados in situ (incluyendo la famosa escalinata jeroglífica, un edificio que hace las veces de piedra Rosetta para la lengua maya, con el inconveniente de que los escalones fueron recolocados de cualquier manera por los primeros arqueólogos) como por la unidad orgánica de un santuario que fue en gran parte realizado de un solo impulso. El pathos de la ruina no ayuda, sin embargo, al conocimiento. Lo que vemos en cuanto rodeamos el primer recinto domesticado por los arqueólogos es un campo de tensiones primigenias, la batalla ancestral entre naturaleza y cultura: fábricas reventadas por la torsión lenta y titánica de raíces como anacondas, sillares forrados de un musgo tan tupido que la piedra parece haber mutado a una inconcebible vegetalidad, montículos de cantos desmoronados que sólo por los ángulos rectos revelan ser obra humana, enormes troncos fibrosos que arrancan de escalinatas reducidas a escombros. Es necesario abstraerse de la potencia de esas imágenes, de su arrolladora belleza y su capacidad ilimitada de generar asociaciones sentimentales si se quiere reconstruir el orden que la ciudad impuso a este trozo de selva.

Tal vez bastaría con aceptar la presencia física de las ruinas como tales; en otras ciudades seguramente no merezca mucho la pena indagar más allá, pero aquí en Copán la evidencia de un plano riguroso y sutil se impone a poco que haga uno un esfuerzo. Desde la plaza de las estelas (apenas una explanación subrayada por los trazos escuetos de las gradas laterales) las líneas horizontales del juego de pelota cierran y conducen la mirada hacia dos escalinatas perpendiculares entre sí que recogen el impulso por ganar las cotas más altas y establecen hacia atrás, rebotando en un leve descenso, la fachada principal de los templos. El viajero piensa, mientras trepa rodeando la grada casi vertical, que hay un aire definitivamente griego en los expedientes sencillos, claros pero nunca obvios con que se negocian estos desniveles, en la limpieza de los encuentros, en la sobria elegancia de las plazas hundidas. Los paramentos de piedra desnuda, de espléndidos tonos verdegris o rojizos, vibran con los relieves que cubren las fachadas sin dejarse ahogar por ellos. Las piezas más complicadas de revestimiento y la crestería parecen postizas, hechas de otro material, pero al viajero le está pareciendo todo muy bien tratado y prefiere no entrar en indagaciones.

Por una mínima propina se ofrece la oportunidad de entrar en una de las pirámides. Es sabido que los mayas construían sobre monumentos anteriores, pero no es lo mismo saberlo que comprobar in situ la pericia y delicadeza con que la pirámide mayor salta sobre la más antigua con media falsa bóveda, quebrando incluso en las esquinas de amnera que quedan intactos y visibles los relieves primitivos para entusiamo de arqueólogos y disfrute de turistas inquisitivos. ¿Respeto al pasado? Difícilmente: más bien por lo que sabemos había un deseo ritual de sepultarlo, además de la evidente practicidad de aprovechar el montículo. El viajero prefiere pensar que se trata de esa ética de la construcción que lleva a ejecutar con la misma finura partes que van a quedar ocultas y que Tusquets sintetizó en la frase Dios lo ve. La pequeña incursión revela aspectos inesperados: en un lateral, por debajo de la cota de la plaza, se abren a la luz del día unos huecos que han de ser de factura reciente. Pero eso es lo de menos: es la luz la que no debería estar ahí.

Nada más salir el viajero comprobará que en efecto hay un brusco cortado de treinta metros a la izquierda. Un vistazo a la guía aclara que un desborde del río cercano provocó el derrumbe del terraplén artificial hasta el mismo borde del santuario. Desandando el camino encontrará un conjunto de edificaciones menores al nivel del río. Esta ciudad de abajo es más doméstica y abigarrada; los restauradores han desbrozado y explanado el terreno sin talar los árboles. Es hermoso: un suelo de barro rojizo compactado y fresco, forrado de grama crujiente y de hojas caídas, del que brotan en desorden troncos esbeltos y fábricas de piedra truncadas. Abandonándose –aquí sí- al recorrido en zigzag en busca de encuadres efectistas el viajero llega al pie del cortado, y la magnitud de la operación puesta de relieve por el desplome le hace replantearse todo lo que ha visto. No hay nada claro ni sencillo en esto, nada de griego en construirse una acrópolis piedra a piedra en un terreno llano. Si es mejor o peor no le parece una pregunta interesante.

domingo, 3 de febrero de 2008

Un mausoleo improbable

La pregunta es, claro, qué puede aportar la experiencia directa de un edificio que se ha convertido en icono, reproducido tantas veces que ni siquiera recordamos desde cuándo nos es familiar. Y la respuesta no menos obvia sería señalar la diferencia entre mirar una foto de Sofía Loren o encontrarse de veras frente a sus ojos imposibles. El problema es, por supuesto, transmitir por escrito algo de esa diferencia. No es, entendámonos, que vaya uno a renegar de su fe sin restricciones en la palabra escrita: se trata más bien de una duda razonable sobre las capacidades propias, con lo cual estaríamos apuntando a la misma línea de flotación de estas notas que aspiran precisamente a insertarse en algún escalón entre la estampa conocida pero inerte y la insustituible experiencia directa. En otros lugares menos transitados puede aún el viajero escudarse en maniobras explicativas, pero tarde o temprano hay que medirse a las pirámides de Giza, al Rockefeller Center o a este mausoleo improbable y perfecto.

Lo primero que descubre el viajero es que el edificio, de presencia imponente a kilómetros de distancia, desaparece cuando se llega a las inmediaciones. Una muralla jalonada de puertas monumentales lo resguarda y esconde a la vista recortando un recinto indiferente al exterior, jardín cerrado donde reina un orden ajeno al mundo. Soberbio y remoto, engastado en mármol y agua, el Taj Mahal se deja rodear de piezas menores (fabulosa por sí misma cada una de ellas) que lo sirven y le dan sentido como a la piedra mejor de un anillo. Pero eso lo aprenderá más tarde el viajero; antes será necesario someterse a las reglas de acercamiento que prescribe con refinada coquetería esta arquitectura rabiosamente escenográfica. Una puerta enorme, de madera maciza guarnecida en hierro se entreabre como en los cuentos, y tras ella aparece, sin tiempo para que uno se prepare, la imagen canónicamente enmarcada en un arco ojival, resplandeciente contra la negrura del vestíbulo. El viajero trata de atenerse al eje central para no menoscabar la perfección del cuadro, pero se encuentra con la masa de visitantes enfrascada en la misma maniobra, tal es el hechizo de la simetría ferviente que gobierna el lugar. Pacientemente aguarda en fila india el momento de salir a campo abierto y enfrentarse a la visión anticipada e irresistible, gastada y resplandeciente, única y mil veces repetida. ¿Añadirá una fotografía más a los cientos de millares que en cada casa acreditan el cumplimiento de la peregrinación? Ni por un momento se le ocurre no hacerlo.

Pocos edificios en el mundo se benefician tan sabiamente de la duplicación sobre espejos de agua: al viajero sólo le viene a la memoria la Alhambra de Granada, pero en el palacio nazarí los reflejos son juego intermitente, vibración fugaz, añagaza de los sentidos, mientras que aquí constituyen una presencia estructural y maciza. Fragmentado en visiones angulares o con su volumen compacto anclado en el eje, el mausoleo invertido contribuye al equilibrio del conjunto con tanto peso como su gemelo boca arriba. No sólo eso: los trazos de agua que circundan y cuartean el jardín desdoblan cada pieza subalterna, cúpula a cúpula y torre a torre hasta configurar un orden hermético y autosuficiente por el que la mirada discurre de modo casi circular. De haberse construido, como estaba previsto, un segundo mausoleo en mármol negro, la multiplicación de volúmenes en todos los sentidos habría tenido tal vez la trivial redundancia de un caleidoscopio.

De los dos grandes edificios de piedra roja que flanquean al mausoleo sólo uno es una mezquita. El otro, que no puede ofrecer la orientación correcta, no tiene otra misión que servir de contrapeso. Lo que puede parecer observancia fanática de la simetría no es más, sospecha el viajero, que una arraigada resistencia a traspasar ciertas barreras. Como las normas no escritas de comportamiento a que se adaptan sin esfuerzo ni consciencia de ello las damas de sociedad, las leyes de composición no son aquí más que un mínimo exigible: no se triunfa en los bailes sólo por tener modales, pero sin ellos no se llega a entrar. La fórmula persa, decantada y refinada en su viaje a la India, ofrece una y otra vez logros magníficos; si este conjunto se eleva por encima de ella para situarse en el escalón de lo irrepetible no es porque supere el canon llevándolo más allá, sino porque ejecuta los pasos de baile con gracia suprema. Una gracia que será difícil de reducir a palabras pero que –el viajero puede dar fe de ello- te atrapa sin resistencia posible.

Uno brujulea por el recinto en busca de un sesgo inédito, algún capricho de la luz, cualquier revelación inesperada. En vano: como ciertos rostros, el Taj Mahal no tiene ningún lado malo, permanece soberbiamente igual a sí mismo a cualquier distancia y bajo cualquier ángulo. Su juego es con el tiempo, y es un juego circular, recurrente, una variación sosegada sobre un número cerrado de temas. Los cambios de color que marcan las distintas horas vibran de dentro afuera del mármol como si fuera la piel de un ser vivo. Plateado en la media mañana, vira hasta un blanco luminoso cuando el sol está en lo alto y se va encendiendo tibiamente en rosa hasta casi desmaterializarse.

En la visión cercana el edificio enseña mil sutilezas de artesanía: mosaicos, caligrafías, moldurados exquisitos: un aparato ornamental desplegado con astucia infinita sobre el volumen para atrapar hasta el último matiz de luz y sombra. La riquísima textura de una envolvente que sin embargo resulta homogénea en cuanto nos alejamos un poco (y es esta contención, este dominio que embrida la decoración sin permitirle nunca que se imponga a la arquitectura uno de los rasgos de categoría que distinguen al mausoleo de sus antecedentes y sus copias) le proporciona al edificio esa vibración que le es propia, ese punto de ingravidez que por momentos lo aleja del reino de lo real.

Deambulando por la plataforma superior –el espacio interno del cenotafio se ha revelado insignificante- el viajero entra y sale por cada puerta de los dos edificios laterales sólo para comprobar que no hay vista que no esté exquisitamente controlada. Pero al rodear el mausoleo encontrará por fin la grieta, la anomalía por donde escapa el aire cautivo. Por detrás el recinto se asoma tras una valla escueta al río que discurre en un meandro lento y amplio. Sólo desde la corriente plácida del Yamuna se tiene acceso al monumento sin entrar en su reino encantado. No es de extrañar: este país siempre ha sido devoto de las jerarquías.