viernes, 12 de febrero de 2010

Tripoli. Dos lugares (II)


Por la noche, llegando desde el puerto, la Plaza Verde chisporrotea de luz eléctrica en medio de una ciudad que se ha quedado a oscuras. La mole del castillo se reduce a una silueta negra y vagamente ominosa, los reflectores afilan dramáticamente las aristas de las columnas triunfales y las fachadas se borran en un hiriente resplandor blanco. La lámina metálica del estanque duplica el cuadro entero con nitidez hiperrealista (cuando en casa probemos por juego a volcar la foto resultarán indistinguibles realidad y reflejo).


La gente ha huido –era de prever- de esta cruda e inclemente luminosidad para refugiarse justo detrás, en callejones precarios que revelan, a pocos pasos, el carácter de tramoya de esta arquitectura. Asomado a uno de ellos desde el borde del soportal al viajero le parece estar asomándose a una pantalla de cine: es otro mundo el que tiene delante, pero es ciertamente el mundo que había esperado encontrar en una capital del norte de África, y basta dar un paso adelante para que la materialidad desmienta el espejismo: si acaso sería uno el que entrara desde la proyección, como en la película aquella de Woody Allen. Las bombillas colgadas al bies de lado a lado arrojan una luz amarilla e incierta que no alcanza al suelo de tierra y agiganta los aparatos de aire acondicionado que puntean las fachadas en dudoso equilibrio sobre escuadras torcidas. Los vuelos irrumpen, como en las viejas medinas, hasta media calle, dibujando en torno suyo espesos rincones de sombra. El aire está preñado de humo grasiento y olor a especias que salen de los tugurios apretados en fila india; en las mesitas apiñadas en la calle una parroquia exclusivamente masculina se atiborra a kebab, té y nargiles, juega al backgammon, conversa a gritos de mesa en mesa. Un poco más adelante hay pequeñas tiendas, barberías abiertas toda la noche y un movimiento que tiene, por atavismos que repartiremos a medias entre los sujetos y el observador, un aire subrepticio, complicado, inevitablemente sospechoso a pesar de su más que probable inanidad.



Caminando un poco al azar se acaba el viajero encontrando de nuevo en la loggia mussoliniana. Aquí no parece que hayan pasado las horas: el mismo ambiente de comodidad sin pretensiones, la misma lenta complacencia, tal vez incluso los mismos señores que cuatro o cinco horas antes. Si no fuera presunción intolerable, el viajero diría que se las ha arreglado para dar con el corazón de la ciudad.

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