sábado, 26 de abril de 2008

Apuntes del natural

(Automedicación contra la astenia primaveral: escribe de lo primero que veas)

Málaga se ha convertido en una ciudad visitable. Me imagino llegando como Paseante Invisible, por primera vez, con un par de referencias. Me fijo en los bares y tiendas en que me fijaría, reconstruyo paseos, imagino impresiones y anotaciones. Hay recorridos obvios, fáciles de encontrar, que remuneran generosa e inmediatamente al que los completa; y también un par de tesoros menos visibles con los que seguramente acabaría dando (el cementerio inglés sería la joya de la visita, el artículo infaliblemente sentimental). Hay un agrado, una manera de disfrutar de las cosas indudablemente atractivo, y hay sobre todo un carácter propio que el Paseante, creo, habría sabido poner por escrito.

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Tres chavalotes de la Real Sociedad (hoy se juegan aquí el ascenso) con las camisetas de su equipo. En los dorsales, estos apellidos: Karpin, Schürrer, Prieto. Je, je.

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Paso por la puerta de la clínica Gálvez. Una pareja detenida en el umbral, el largo tramo de escaleras a su espalda. Ella lleva a su recién nacido en brazos, él alguna impedimenta. Pasan unos segundos; no me he parado pero sí que retardo el paso: ¿es posible que sea así, los dos solos? no digo bandas de música y discursos, pero ¿nada, nadie?

Llevo un rato escribiendo y tachando adjetivos. Desvalidos, sí, pero no es eso. Atónitos, como pájaros deslumbrados por un foco. Abrumados, puede, pero es otra cosa lo que se ve en sus miradas. Les falta nada, un empujoncito, para echarse a reir o llorar o dar saltos. Jovial estupefacción, me quedo con esas dos palabras a falta de algo más exacto.

(Claro que no hay nadie más, cómo va a haberlo, quién puede meterse en medio de eso.)

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Llego a casa con siete libros nuevos. Un solo autor que no estuviera ya en la estantería. Eso debe ser la mediana edad.

miércoles, 9 de abril de 2008

Un cuento chino

Ebria de aburrimiento o sublimidad, la princesa Cui-Ping-Sing discurre un juego que la rescate del paso del tiempo y de su propio carácter inane. Mojando su pluma en una cocción secreta escribirá un poema en el que ciertas palabras queden invisibles. A quien consiga adivinarlas le estarán destinadas enormes riquezas, la muerte al que fracase.

Los metros de la dinastía Han son flexibles y caprichosos, y la tradición proscribe la rima como propia de la lírica vulgar. El texto es, como la tinta en que está escrito, translúcido y volátil, ayuno de verbos e impreciso de contornos, de modo que el postulante no tendrá para apoyarse más que su intuición de las simpatías sutiles que se tienen las palabras, ecos que se llaman entre sí.

Muchos han probado suerte y entregado sus vidas a la gloria póstuma de una princesa que en vida no hizo nada por merecer su leyenda. Hace años que nadie sube las escaleras del templo donde monjes rapados velan por el cumplimiento de la apuesta infame. El hombre que llama ahora a las pesadas puertas no tiene nada de especial: ni un velo de fiera determinación ensombrece su mirada ni hunde sus hombros el peso de oscuras culpas. Su hablar es lento y desganado; no muestra impaciencia, pero disuade con un breve gesto al joven monje que ya empieza a recitarle las instrucciones. Las conoce bien: deberá escribir en seco, con la caña biselada, las seis palabras en los claros correspondientes del manuscrito. Si son correctas, aflorarán en color desvaído, y trasladadas en orden a un libro de claves decretarán su fortuna; si no, los espacios quedarán en blanco y será conducido al cadalso.

En el silencio circular de los monjes que han ido bajando al olor de la novedad, la punta parece rasgar el decrépito papel de arroz. El hombre tiende el papel al más cercano sin mirarlo, sin volverse. Apenas le ha tomado unos segundos. El papel circula de mano en mano hasta el superior que comprueba, transcribe y lee en voz alta:

-Que le corten igual la cabeza.

lunes, 7 de abril de 2008

Una pregunta tonta

Si traspasaran mi cerebro al cuerpo de un alemán, ¿hablaría con mi gracejo andaluz de siempre o con la torpeza en la pronunciación de un guiri?

sábado, 5 de abril de 2008

Esto de los blogs

Veo un comentario de alguien en un blog, alguien que, me parece, ha debido llegar a ese blog por mediación mía... Qué leches, veo a Arp comentando en casa de Jesús, no sé por qué iba a evitar los nombres. El caso es que me alegra mucho la posibilidad de poner en contacto a gente que vale la pena, que piensan distinto sobre algunas cosas e igual sobre otras, y que sólo por eso merece la pena esta cosa de tener un blog en vez de llenar cuadernillos de papel.

Rectifico (v. comentarios): el contacto no es a través de mis enlaces. Como la entrada va de interconexión, no la cambio.

miércoles, 2 de abril de 2008

Elogio (insuficiente) de Corinto

A Corinto llega Edipo recién nacido y librado a la muerte, y allí se encuentra hijo de reyes, admirado y querido. Orestes vengador, exiliado, marcha también a Corinto donde conocerá la laxitud de los días ociosos y lentos, las ocupaciones placenteras, el dulce amor de Pílades exento de arrebatos.

No son los primeros ni los últimos: parece inevitable que acaben recalando allí quienes huyen de su tierra. En esa Corinto que se adivina provincial y un tanto ramplona es fácil imaginar que el que llega exiliado se convierte en seguida, merced a sus modales más complicados y a la impronta de su ciudad de origen (que siempre se antoja en la distancia rica y brillante), en cabeza y modelo de la juventud dorada. Sus dichos, sus andares, la clámide que llevan cogida a la izquierda con un alfiler de punta cuadrada se convierten en santo y seña de los lechuguinos primero y más tarde de todo el pueblo. Así aquel capitán de infantería lacedemonio que vino, prófugo, a poner taller de herrero (lo habían condenado a muerte en consejo de guerra por beber agua fresca de un regato en el propio casco): a los dos años de llegar sus eses arrastradas se habían incorporado tan firmemente al dialecto local que nadie recordaba ya su origen.

Claro que no todos los forasteros despiertan tanto entusiasmo. En el ágora, de vez en cuando, algún arbitrista cretense o sículo atrafagado de diagramas y maquetas con piezas móviles toma la palabra y expone un sistema disparatado para romper el istmo y permitir a las naves el paso. Es una antigua idea, esa del canal, y los más viejos sacuden la cabeza sin querer hacer demasiada burla: algunos de entre ellos, de jóvenes, también lo creyeron posible y pasaron noches en vela con el ábaco y las escuadras. No es que desdeñen el progreso: bien que dieron fondos sus mayores para el experimento con las pasas cuando el lidio aquel les convenció con pruebas y cifras (y no se puede decir que fuera dinero tirado al mar: aún viven, y muy bien, de aquella decisión). Pero en general a los corintios las novedades les gustan solamente inanes y tintineantes como los brazaletes dorados, livianos como el aire, que traen de Pérgamo y Samotracia. O negras y ominosas pero inofensivas, como las historias de matanzas en reinos lejanos.

Porque esta ciudad remisa a la guerra gusta de hacerse contar batallas. Cuando aquella locura de Troya enviaron, por cumplir, apenas diez naves bajo el mando de Agamemnón (Rey de Hombres le gustaba llamarse, y no era prudente llevarle la contraria); no fue fácil reclutar las tripulaciones, hubo que recurrir a ofertas de indulto para enganchar unas docenas de ladronzuelos y timadores. Y en cambio qué rebullidora expectación, qué silencio ansioso se adueña del ágora apenas un rapsoda anuncia la enésima versión de los siete contra Tebas o las fatigas de los argonautas. Tanto más ocurre con los exiliados, testimonio vivo de guerras y leyendas; invitados en las casas principales a repetir una y otra vez las sangrientas, fascinadoras historias de maldiciones y venganzas, ¿se figurarán acaso estos forasteros que pueda brillar un punto de conmiseración irónica en los ojos –embriagados de gloria y horror ajenos– de la hija menor que más tarde, furtiva, buscará su mano en la despedida?

Pronto entrevén los exiliados -pues no es Corinto ciudad que esconda su forma de ser, como Atenas, tras complicados simulacros- la reticente prudencia que se esconde tras los rostros absortos, y seguramente comprendan lo que hay de sabio en esa actitud gracias a la cual es allí y no en Tebas ni en Argos, ni mucho menos en Esparta altiva, donde resulta posible una vida modestamente feliz y libre de inquietudes. Pero es inevitable que un hervor de sangre envenenada y vieja les termine por subir a la cabeza, y el orgullo seco de quien conoce otros refinamientos y otros abismos les amargue en la boca el sabor de los chistes repetidos y las cenas sin condimentar. Al poco de llegar ya están maquinando irse a cumplir altos destinos –a servir de alimento a los buitres y a los rapsodas.

Y sin volver la vista atrás te abandonan, oh Corinto de anchas plazas, ciudad ignorada de los poetas, tú que a falta de leyendas tienes los cuentos de las comadres sobre esposos cornudos y comerciantes tramposos, tú sede de la prosa y de los días de labor siempre iguales a sí mismos. Y no nos queda más que lamentar en Tebas, en Micenas poderosa, ahora que quisiéramos arrancarnos los ojos para no contemplar tanta sangre derramada en nuestros dormitorios, ahora que quisiéramos gritar hasta quebranos la garganta con tal de sofocar tanto aullido de dolor como sale de nuestras mansiones, que tus encantos sencillos no bastasen para retener a estos malnacidos seductores, a estos negros cuervos portadores de desdicha, a estos imberbes vástagos de estirpe real incapaces de dejar las cosas como están, enamorados de sus destinos grandiosos, ebrios de poesía, ciegos de una soberbia que no corresponde al ser humano.