miércoles, 27 de febrero de 2008

Del arte de la esgrima

A mitad del siglo XVIII, en la corte francesa, la práctica había llegado a tal extremo de perfección que los duelos se resolvían las más veces por transacción o agotamiento. No podía ser de otra manera; la secuencia básica de arranque, parada, finta y contrafinta se había complicado hasta un punto exasperante: los duelistas iniciaban en el aire diseños intrincados de crispadas bisectrices –o arabescos sinuosos, que dos escuelas había- para abandonarlos nada más empezar, en un espasmódico, interminable arranque irresoluto. Ocurría que cada mínima inclinación del hombro, cada imperceptible torsión de la cadera dirigida a desactivar una maniobra que tal vez o tal vez no hubiera iniciado el rival, trataba a la vez (el amago de un molinete, una respiración falsamente acentuada) de inducirle a error sobre el ataque proyectado e iniciar (un apoyo levemente más firme del pie izquierdo, la mano a punto de crisparse en la empuñadura) un movimiento propio que moría antes de empezar, sin embargo, indefectiblemente frenado por los quiebros insinuados, los desvíos cortados de raíz, las mentidas intenciones del otro.

Debió ser entonces –el momento no está muy documentado- cuando algunos, más audaces o impacientes, empezaron poco a poco a suprimir de modo casi inconsciente las secuencias defensivas más básicas y antiguas, las destinadas a prevenir las estocadas frontales y directas que ya nadie soñaba en asestar. En esas situaciones de equilibrio un instante de ventaja resultaba decisivo. Por selección natural –porque volvió a haber sangre sobre la nieve, silenciosas parihuelas escabulléndose con su carga hacia el coche, salmodias murmuradas- las simplificaciones se fueron imponiendo como un acuerdo tácito entre los mejores.

Se dice que fue un maestro inglés, que enseñaba por libre en la rue du Pelican, el primero en darse cuenta del relajo defensivo y sacar ventaja de él. Si es cierto (hay quien defiende más bien la teoría de un descubrimiento espontáneo y gradual), debió administrar la información con cuidado y supo dejar correr la leyenda de una estocada imparable sin atribuírsela. Llegó a hacerse habitual encontrar en las Tullerías, al amanecer, cadáveres que, con el florete aún en las manos, parecían mirarse con expresión atónita la flor de sangre que les brotaba de la pechera blanca.

martes, 26 de febrero de 2008

Metáforas pedagógicas, III

Un alcalde de pueblo costero recibe una carta de un promotor: estaría dispuesto a reunirme para hablar de unos terrenos que tengo en el pinar, ese que en el programa electoral dijisteis que ibais a preservar. Si se declaran urbanizables habría una buena recompensa en metálico.

El alcalde le recibe, hablan y no se ponen de acuerdo: el pinar está protegido, hace falta el permiso de Medio Ambiente, el alcalde tiene las manos atadas, sólo podrían darle una décima parte que no tiene protección pero al promotor le parece mucho el maletín que trae por sólo esa fracción del suelo.

No se ha cometido delito, hablar no es malo, el diálogo es la esencia de la democracia. El alcalde ha demostrado su firmeza al no ceder a sobornos. Si volviera a presentarse la oportunidad lo volvería a intentar.

¿Que cómo sabemos de esa reunión? Porque el alcalde la anunció en el pleno)

lunes, 25 de febrero de 2008

A vuelapluma

No sé si comentaré el debate en detalle, no creo. Así, en directo, y fijándome en lo que a mí me ha importado en esta legislatura, constato que a Rajoy se le escapa un argumento fácil. Nadie, dice ZP, nadie jamás en democracia ha dejado de apoyar al gobierno en materia antiterrorista. Habría bastado tomar el diario de sesiones del Parlamento vasco y citar cualquier discurso de portavoces socialistas como Fernando Buesa, oponiéndose ferozmente (y con santa razón) a la asquerosa política del gobierno vasco sobre ETA. Claro que hay que oponerse, coño, cuando lo que hace el gobierno no es aceptable.

Pues nada, no lo ha dicho. Sí que ha caracterizado la negociación como específicamente política (que durante la legislatura no lo han dejado claro, vete a saber por qué), pero por desgracia no ha especificado qué es exactamente negociar políticamente y por qué no se puede aceptar. En fin.

Y en general, a la acusación de crear discordia le debería contestar que sí, que cuando no se está de acuerdo hay discordia, y fijar las diferentes posiciones. Digo yo.

Miniconclusión. Al presidente le bastaba con empatar, y perder desde luego no ha perdido.

Cuotas

Se discute en la mesa sobre las cuotas y las leyes de igualdad. Hay acuerdo más o menos general en que se trata de un medio equivocado para conseguir un buen fin. Y yo sin embargo creo que hay que darle una vuelta más. No me parece una verdad autoevidente que el objetivo de esas leyes sea deseable. ¿Es bueno en sí que haya el mismo número de mujeres que de hombres en puestos directivos? Pues lo será en la misma medida en que resulte justo y necesario equilibrar las tasas de directivos rubios y morenos.

Nunca se repetirá bastante: los colectivos no tienen derechos, sólo los individuos los tienen. Lo que hay que proteger es la igualdad de oportunidades entre individuos, no el resultado final, que será el que resulte ser en cada momento, y sobre el cual no cabe emitir juicio alguno. No es más justo, ni menos, que haya más directores que directoras de banco. Lo que es sangrantemente injusto es que a una mujer no se la permita optar al puesto, y eso es lo que hay que combatir. Pero no para que haya más mujeres directivas: eso no puede ser nunca una aspiración.

Se me dirá que el legislador no es tonto, que eso lo sabe de sobra y que de lo que se trata es de combatir una discriminación generalizada (que no se da entre rubios y morenos) introduciendo una compensación, un coeficiente mayor que la unidad que equilibre la merma de posibilidades que la práctica discriminatoria introduce. Si no existiera desviación machista en la selección, parece pensar el legislador, la distribución tendería espontáneamente al cincuenta por ciento: forzando por ley esta distribución estaremos dando un paso imperfecto pero positivo, mejorando las reglas de un juego injusto hasta que las causas sociales de esa injusticia desaparezcan.

Bien, yo en esos términos sí puedo discutir. Sigo sin estar de acuerdo: para empezar por el final, no veo cómo una congelación forzada del resultado va a ayudar a que se cambien las malas prácticas y no más bien a frenar cualquier evolución; tampoco me creo que la distribución de cualquier cosa entre hombres y mujeres, dejada a su albedrío, tienda espontáneamente al cincuenta por ciento. Pero son términos que entiendo y manejo. El problema es que no creo que se estén planteando así las cosas, que detrás de toda la línea de argumentación a favor de las cuotas se dibuja, inconfundible, una idea de justicia meramente estadística: la pretensión de que sólo cuando haya exactamente el mismo número de mujeres y hombres en los puestos elevados (¿sólo en estos, además? ¿por qué no en la minería o la limpieza de hogares?) se habrá alcanzado el estado ideal es una pretensión que no quiero llamar antihumana porque esos términos exagerados hacen poco bien al debate, pero sí ajena al individuo, a su circunstancia y a la inalienable libertad de hacer cada uno con su vida lo que mejor le parezca.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Un minuto antes de la revolución

Relieves en la tumba de Ramose (c. 1360 A.C.) Gurna ,Orilla izquierda del Nilo. Tebas, Egipto.


Estamos aproximadamente en el año 1360 A.C. Cuando Ramose, alto funcionario imperial, empezó a labrar su tumba en el Valle de los Reyes, su faraón aún se llamaba Amenofis IV y reinaba en Tebas de las Cien Puertas, haciendo posible con su mediación la crecida anual, los ciclos de nacimiento y muerte, siembra y cosecha, noche y día; como había sido siempre desde que existía memoria, como no podía ser de otra manera.

La tumba burguesa de Ramose es básicamente un rectángulo semiexcavado en la roca. Las paredes rectas tenían que ir decoradas con pinturas y relieves siguiendo un preciso programa iconográfico y simbólico, según reglas del arte transmitidas de manera inmutable desde hacía miles de años.

Pero en algún momento, entre la pared frontal y la derecha, todo se volvió del revés. El faraón, deslumbrado por la visión de la enorme circunferencia anaranjada que, más allá del palmeral, hacia Oriente, surgía cada mañana tras la negra línea del horizonte, tuvo la visión de un Dios Único. Como todos los que ceden al vértigo de la profecía, quiso abolir el mundo y rehacerlo según la imagen revelada. Pasó a llamarse Akhn-Aten, el favorito del Sol; expulsó a los sacerdotes, desmontó los viejos templos, fundó una nueva capital (Akhet-Aten, el horizonte del Sol) en el desierto, lejos de todo.

Bajo su reinado se produjo la que seguramente sea la más importante revolución plástica de la Historia del Arte. Las fuerzas acumuladas durante milenios en el perfeccionamiento exacerbado de un repertorio codificado hasta la extenuación, que había desembocado en la maravillosa estatuaria, en los relieves inimitables de la dinastía XVIII (esa certeza imperial del trazo, esa libertad suprema que permite respirar a pleno pulmón dentro del código más cerrado) estallaron de repente en movimientos, ademanes, colores que si a nosotros nos asombran a los contemporáneos debieron dejarlos literalmente sin aliento.

En menos de treinta años se llegaría a la belleza inigualada del busto de Nefertiti. Pero ahora estamos aún frente a la pared frontal, terminada poco antes (¿meses, días, minutos?) de la revolución. La escena, un cortejo fúnebre, la hemos podido ver de Menfis a Tebas en cientos de tumbas. Los personajes adoptan sin hacer preguntas las actitudes estereotipadas que la tradición dicta. Nos pararemos ante esta pareja, dos jóvenes y hermosos cortesanos. Podremos recrearnos (los manuales lo hacen, y con razón) en la minuciosidad sañuda, la perfección maníaca con que están tratados los peinados; o en la belleza inhumana de sus perfiles (ese breve respingo del seno descubierto), o en el prodigio del broche que agarra la tela con infinita delicadeza, los pliegues ingrávidos, semitransparentes que provoca al alzarse el brazo de ella.

Pero yo voy a pedirles que se fijen en la mano de la mujer que, pasando por detrás del cuerpo, se posa en el hombro del marido. No puedo mirar esa mano sin estremecerme. Todo aquello por lo que merece la pena pertenecer a la raza humana está cifrado en esa caricia de presión exacta (un poco más que apoyarse, algo menos que agarrar) que explica como ninguna palabra podría la certidumbre y la ansiedad, el tranquilo asombro de amar y saberse amado. El arte verdadero no es más –ni menos- que eso: un hombre traza con su buril unas líneas sobre la pared de piedra, y miles de años después, en un latigazo milagroso, conseguimos por un instante ser ese hombre.

En Egipto nada se inventa. Hemos visto ese gesto, prácticamente igual, en Saqqara. En la tumba de Mereruka, 1.500 años antes, otro artista había conseguido ya fijar la línea del brazo en el ángulo preciso, y el gesto aparece desde entonces aquí y allá, trazado con más o menos fortuna, una pieza más del catálogo. Pensemos en el camino que lleva de Rafael a Ingres (tres siglos apenas, y la crispada serenidad del dibujo perfecto anuncia ya la quiebra de la modernidad). Imaginemos ahora un proceso cinco veces más largo, y centrado obsesivamente en un mismo repertorio de figuras. Al llegar a esta pared, a estos rostros, a la mano de la joven cortesana, la línea está tensa como una cuerda de violín en las manos de un asesino y vibra en su plenitud reconcentrada con una intensidad casi imposible de sostener. Ha estado estirándose, depurándose, adelgazándose día a día durante quince siglos: podemos sentir con un chirriar de dientes, como perciben los perros los terremotos, la inminencia de la rotura. Cuando giremos la vista hacia la pared derecha el mundo será distinto.


(Lo escribí hace unos años, para la sección Comentar un cuadro, en la primera encarnación de El Pombo, extraordinario foro. Guardo los archivos de todos los cuadros comentados y hay maravillas).

martes, 19 de febrero de 2008

La carretera

Empecé a leer The road, de Cormac McCarthy, en un avión, continué en casa y pasé el día siguiente enfrascado hasta que lo acabé. Es un libro fascinante, desasosegador, que te coge por las pelotas y no te suelta, que te deja viviendo en su atmósfera cenicienta mucho tiempo después de haberlo cerrado (no sé si voy a poder volver a empujar un carrito de supermercado sin estremecerme). Es un libro fabulosamente escrito: los diálogos tienen un tempo perfecto; las descripciones del entorno físico (secas, con sólo las notas precisas) construyen de la nada un mundo para el que no tenemos referencias, las escenas de violencia son más creíbles que en cualquier otra novela que uno recuerde y la acción toda (un horror ininterrumpido) se desliza con una suerte de levedad mágica. Es un libro, además, importante, que nos interpela sobre cuestiones fundamentales, que traza elecciones morales a vida o muerte, que habla sin pudores postmodernos de buenos y malos (un libro, se me ocurre, que debería leerse en los colegios), pero que en ningún momento se deja caer del lado del sermón: una fábula moral sin un gramo de grasa discursiva.

Si no vacilo en recomendárselo con entusiasmo a todo el mundo ni encuentro nada malo que decir de él, ¿por qué una vocecita reticente en el fondo de mi cabeza sigue diciéndome que no es gran literatura? Me cuesta darle forma a esa intuición (o mejor, aislar ese prejuicio seguramente injusto). Corre por ahí una visión un poco simplista según la cual McCarthy representaría la frescura, la autenticidad, una cierta inocencia frente a los academicismos formalistas y autorreferentes que –se supone- están matando la literatura. La América de los pioneros que vendría a salvar a la vieja, podrida Europa devolviéndole sus valores perdidos. Encuentro que este enfoque confunde más que aclara, no me creo esas dos trincheras, me niego a dividir a los escritores entre los que cuentan historias y los masturbatorios; simplemente no funciona así.

Mis reservas tienen más que ver con ciertas ideas sobre el oficio de escritor que seguramente se hayan quedado antiguas. No sé cómo decirlo que suene bien: encuentro a Cormac McCarthy (me ocurre también con John Irving) demasiado profesional. Son, o me lo parecen, autores que realizan su trabajo dentro de una industria, sometidos a reglas internas, plazos, criterios de mercado. No hace falta que me argumenten, ya lo hago yo, que John Ford también y mira qué obra ha dejado. Aun así. Es una cuestión de técnica. Entendámonos, la técnica nunca sobra, no se puede ser demasiado hábil, líbrennos los dioses de los desmañados espontáneos libérrimos. Pero me refiero, si se acepta el paralelismo, al acabado industrial (pulido, exacto, con juntas impecables) frente al artesano.

El acto de narrar ha sido sometido en el siglo que dejamos atrás a un escrutinio tan minucioso como productivo (y no me refiero ahora al mundo universitario con sus cada vez más inanes y endogámicas investigaciones, sino a los fabricantes de historias, los guionistas en equipos de veinte con especialistas en cada apartado, los talleres de escritura creativa), hasta llegar a un punto en que la industria está en condiciones de producir en serie ficción eficaz, lista para consumir y en ocasiones de una calidad extraordinaria; el problema es que estos modos han acabado por contagiar, o así me lo parece a mí, a la literatura (¿a la de verdad, a la seria, a la auténtica?, en menudo jardín me estoy metiendo). La sensación de que muchas novelas contemporáneas responden (siendo mucho más) a los esquemas de fabricación que se encuentran en los manuales (todo eso de dividir la acción en actos, distribuir los climax, insertar un giro en el primer tercio, qué sé yo...). Esa tersura, esa fluidez, esa... filmabilidad ¿abaratan un libro?

No este de McCarthy, en cualquier caso. Ignoren todo este reconcomio mío y lean La carretera, si no lo han hecho aún. No se arrepentirán.


En esta entrada y sobre todo en los comentarios no comparten mis imprecisos escrúpulos sobre el libro.

lunes, 18 de febrero de 2008

Limpieza

El otro día le estaba yo diciendo a Rosa (y aunque el contexto dejaba bastante claro que no era una bobada machista me pareció prudente recalcarlo) que si ellas no se encargaran de limpiarlo todo, el mundo acabaría por venirse abajo. Y un rato más tarde me encuentro con que John Updike lo había dicho muchísimo mejor:
She began to unbutton his shirt. Her lower lip bent in beneath her tongue. Angela made the same mouth doing up snowsuits. All women, so solemn in their small tasks, it tickled him, it moved him in a surge, seeing suddenly the whole world sliding forward on this female unsmilingness about things physical -unbuttoning, ironing, sunbathing, cooking, lovemaking. The world sewn together by such tasks.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Un gallo para Esculapio, II

Cuando las miramos desde una distancia suficiente, las historias heredadas se superponen en una extraña contigüidad. Steiner traza el paralelismo entre el Banquete platónico y otra larga noche en Jerusalén para la que faltan siglos aún, la cena de Jesús con sus discípulos. El oído privilegiado del maestro escudriña hasta las últimas resonancias, pero a nosotros esos ecos que saltan con la intensidad del fuego cruzado entre dos trincheras nos llevan de rebote hasta una tercera noche, la última de Sócrates en prisión; también a él se le ofreció la resistencia y la fuga, también la rechazó, suave y firme.

Pero miremos más de cerca: en la noche evangélica todo es coherente, todo se refiere al mismo sistema de valores; ni siquiera el traidor se sale del esquema, desde el momento en que siente su traición como tal y se avergüenza de ella (del mismo modo que Pedro envainará avergonzado la espada, en el huerto). Se está concelebrando un sacrificio con aquiescencia de la víctima: para los que participen de esas creencias se tratará de un acto sublime; para quienes no, resulta incomprensible y ajeno, pero desde luego no se encuentra en él ninguna contradicción.En la noche ateniense, sin embargo, nada es lo que parece: la escena aparentemente heroica y ejemplar se alimenta de una tensión subterránea que dividirá para siempre el pensamiento humano en dos modos opuestos.

Reflexionemos: ¿quién nos cuenta la historia? Platón el idealista, el hombre de las grandes palabras, los absolutos, las mayúsculas. Es a Platón a quien le sirve ese cierre en clave heroica que cuanto más de cerca lo miramos menos creíble se nos hace en boca del fauno conchudo. Es Platón quien en un momento de lucidez privilegiada comprende que precisamente ahí, en esa celda, se está jugando el futuro de la filosofía. Que si Sócrates sube a la nave de Delos la construcción tan abnegadamente tallada durante años se alejará con suavidad hacia arriba hasta perderse de vista.

Si se tratara de una novela tendríamos aquí una escena de enorme potencial, y habría que calibrar cuidadosamente la manera en que la traición se produce. Sería hermoso y terrible que la noticia llegara primero al propio Platón ("Loado sea Apolo, aún lo salvaremos; ve a prepararlo todo") y verlo entrar en la sala con la mirada extraviada de quien ha decidido condenarse por una causa ("¿Qué tienes, Platón?; ¿quién era el de la puerta?" "Nadie, un borracho; se ha puesto violento, pero he podido echarlo."). O tal vez (más arriesgado pero fascinante si saliera), hacer que fuese el discípulo quien sembrara en el cerebro inquieto del maestro la idea del sacrificio perfecto -justo el tipo de idea radiante y dañina que, una vez la has vislumbrado, no te queda más remedio que seguirla hasta el final- para después extraerla, sutil e inhumano, a base de preguntas en apariencia bienintencionadas y torpes.

Pero las cosas no suceden nunca con la exactitud terrible que los libros procuran; la traición debió ser paulatina, reticente, y desde luego posterior. Seguramente no hubo una verdadera posibilidad de salvación para Sócrates; tal vez alguien, en un momento de fingido optimismo, nombrase la nave de Delos; incluso es posible que el viejo, haciendo de necesidad virtud, improvisara un canto de lealtad a la polis. Pocos mimbres hacían falta, en cualquier caso, para reescribir una historia que ninguno de los presentes, envenenados para entonces de ideal (ese virus nuevo para el que no había aún defensas), iba a desmentir.Con esta fábula Platón le da una patada al puente después de cruzarlo y se despide del tiempo en que el hombre abarcaba el mundo al ras de su mirada. A partir de ahí, de Aristóteles a Stalin, las jaulas intrincadas y perfectas (ellas sí preexistentes al hombre y abrumadoramente mayores que él) no dejarán de encontrar quien las construya alrededor de sí mismo y de esta realidad que a alguna célula acelerada de nuestro cerebro se le antoja demasiado abigarrada y rebelde.

Pero el linaje de Sócrates no perecerá, dioses mediante. En los márgenes de la Gran Filosofía, en los arrabales de la literatura sin género (degenerada) un puñado de francotiradores incómodos pero ineludibles nos recuerda que al final no hay otra cosa que nosotros y el mundo ahí fuera, y que sólo cabe mirarnos, mirarlo y anotar. Yo saludo aquí, por afinidad profunda, al Señor de Montaigne y a Emil Cioran, pero cada uno debe tener sus escépticos malhumorados humanísimos compañeros de viaje con los que reposar al atardecer mirando, con la condescendencia humilde de quien ha estado allí y tal vez vuelva, a los que se agitan en sus celdas geométricas.

Un gallo para Esculapio, I

La historia del pensamiento se nutre, no menos que cualquier otra, de relatos o personajes simbólicos que acaban por decir más que las formulaciones teóricas: Diógenes frente a Alejandro, Spinoza tallando sus lentes, Nietzche loco en Sils-Maria... Hay una escena que a lo largo de los siglos ha mantenido una capacidad infinita de reverberación: nada de lo que dijera Sócrates en vida puede ser más importante que la secuencia casi ritual de gestos que preceden a su muerte. En la celda donde lo han encerrado sus conciudadanos, Sócrates recibe la sentencia. Al alba deberá beber la cicuta, pero queda una noche por delante y el maestro la va a pasar como ha vivido.

Es sin duda un momento soberbio: han venido todos los discípulos, rotos por la pena pero dispuestos a no fallarle; comerán y beberán hasta el amanecer mientras lanzan al aire argumentos leves y hermosos como pompas de jabón para que el maestro los pinche uno por uno. Y si una voz se quiebra de repente siempre habrá otra que tome su lugar; entre atenienses lo último que se pierde es la compostura. Tampoco se han descuidado los frentes aún abiertos: entre los amigos que van y vienen hay hombres de acción, y mientras unos intrigaban en el Areópago otros han ido organizando un plan de emergencia. Llega uno y se abre paso, arrebolado y jadeante: todo está listo, han sobornado a los guardias y una nave está esperando para llevarlo a Delos; el capitán no hará preguntas indiscretas.

Sócrates sonríe; todos han aprendido a amar esa sonrisa rijosa de fauno (por un momento parece que se estuviera deleitando en la imagen del hirsuto, silencioso marino). Están acostumbrados a que de ese cuerpo esmirriado y sin gracia, de esa voz de cascarria surjan las palabras más hermosas y claras, las más inevitables. Pero esta vez la emoción es difícil de sujetar:

-Le debo todo a la ciudad, he vivido feliz bajo sus leyes: no es justo que ahora las eluda porque no me favorezcan.

La embriaguez verbal, el gusto mediterráneo por los discursos patéticos, la insidiosa belleza del momento nos pueden arrastrar fácilmente, pero pensémoslo despacio: no es justo ¿y qué? ¿qué monstruosa decisión es esa?. Cada molécula de nuestro ser se rebela ante un disparate como ese. Coge el puto barco, por Dios, escapa de esa caterva de envidiosos e intrigantes. Morir, ¿para qué? Dejar de respirar, de ver cada mañana el cielo azul turquesa y las macizas pantorrillas de Alcibíades...

Qué frío debe hacer en ese universo. El Deber, la Patria, la Razón. Aquí tenéis el puñal para matar a mi hijo... ¿qué clase de desquiciado puede hacer ese gesto? ¿cómo se atreve nadie a contarlo, a proponerlo como ejemplo?

La semana pasada volvíamos sobre el sacrificio incomprensible de Charles Ryder y Julia. El virus de lo sublime es antiguo y resistente: tal vez esta sea una de sus primeras apariciones públicas.

lunes, 11 de febrero de 2008

Traditore?

Una cuestión que me ronda a menudo la cabeza (y que salta cuando, por ejemplo, leo las tremendamente english-biased listas canónicas de Bloom, o cuando veo con regocijo a Cunqueiro publicado en inglés e italiano) es la traducibilidad de según qué autores. En principio uno tiende a pensar que son los prosistas verbosos, los que apuran la expresividad jugando con los registros del lenguaje, los que manejan palabras rezumantes de sabor y olor o se adornan de giros arcaicos, refranes y galanuras populares los más imposibles de verter a otra lengua. Serían así más intraducibles Azorín, Valle o Miró que Unamuno, Clarín o Baroja.

Sin embargo, leyendo un portentoso texto de Ferlosio que traía hace poco Francisco Sianes, se me ocurre que más complicado es de trasladar, si cabe, un estilo que se basa por entero en la gramática, que respira con la lengua y construye el pensamiento a golpe de sintaxis:

Si la cabeza cortada, que, como una piedra más, rueda hacia el mar por la empinada ladera pedregosa, acelerándose en rebotes cada vez más largos, pudiese, antes de ahogar su voz en el fragor y en la espuma de las olas que han de estrellarla contra el acantilado, gritar el nombre de la amada, no cabe duda de que lo gritaría, sin hacerse cuestión de la inutilidad de malgastar así su aliento postrimero.

¿Cómo sonaría esto en inglés? ¿y en italiano, tan cercano y tan distinto? ¿Será trasladable el paso majestuoso de esta prosa? Ni corto ni perezoso me he puesto a ello, y no sé, no sé...

Se la testa tagliata che, come un sasso qualunque, rotola giù verso il mare per il sassoso pendio, accellerandosi in rimbalzi sempre più lunghi, potesse, prima di affogare sua voce nel frastuono e nella schiuma delle onde che verso il cantile verranno a schiacciarla, urlare il nome della donna amata, non c’è dubbio che ne urlerebbe, senza porsi domanda sull’inutilità di scialacquare così suo postremo fiato.

If the severed head which, as any other stone, rolls down the steep rocky slope to the sea, gaining speed with every longer rebound, could, before its voice gets drawned in the roar and the foam of the waves that will eventually crash it against the cliff, cry out the name of the loved one, there’s no doubt that it would, never making a question of how impractical a waste of its last breath that would be.


Mi italiano suena un poco demasiado parecido al español. Tiene que haber giros que sean a la vez retóricos y escuetos, que digan lo mismo con otra estructura.

En inglés fluye mejor, creo, pero es todo más telegráfico, le falta empaque.

sábado, 9 de febrero de 2008

Entusiasmo

Soy una persona reticente y rumiadora en general, siempre dispuesta a encontrar defectos en las propuestas o contradicciones en los discursos. Desconfío de los movimientos del corazón, de las intuiciones, de las adhesiones previas y gratuitas. Habría que votar, me digo siempre, con el mayor de los desapegos posibles, con el mismo sentido práctico y los mismos criterios discriminatorios con que uno decide llamar a una empresa u otra para reformarse la casa. Y sin embargo…

¿No sería bueno por una vez en la vida (we hold these truths to be self-evident) dejarse llevar, abandonarse al entusiasmo (i have a dream), unirse a una corriente sin hacer muchas preguntas, con sólo la consciencia vaga pero irrefutable de que nada malo puede venir de un impulso tan limpio en origen?

(Para comprobar que el perfecto sentido del ritmo y el pathos irresistible estaban ya en el discurso original, pinchen aquí.)


Coda en forma de autocita:

La oratoria es mentirosa y manipuladora, pero es necesaria. Los grandes discursos dan forma a algo que está ahí, inconcreto y ubicuo, en los corazones de todos; lo materializan ante nuestros ojos y lo miramos sorprendidos de no haberlo visto antes, conscientes de que siempre ha estado. Sólo un gran discurso (manipulador si se quiere, tramposo, simplista) puede movilizar de modo continuo a los ciudadanos privilegiados e indolentes en que nos hemos convertido. Ya no, se me dirá. Ese papel lo juegan ahora las imágenes. Disiento: las imágenes son catárticas pero no duran. Nada me ha conmovido más, en la esfera pública, que ver a los policías arrancándose los infamantes pasamontañas la tarde que mataron a Miguel Ángel Blanco. Creo que hablo por muchos cuando digo que en esos momentos habría hecho lo que fuera, que ningún esfuerzo me habría parecido mucho para acabar con aquel estado intolerable de cosas. Pero no hubo un discurso después (hubo muchas palabras, pero tópicas y vacías o arteras y calculadas). La ola pasó y todo volvió a la asquerosa, intolerable normalidad, todos conocemos la historia.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Elegancia

Creo que la elegancia es en principio una virtud puramente física, que los animales son el modelo más que el eco metafórico. Ser elegante es moverse con destreza, gracia y seguridad; es elegante la economía de medios (la ausencia de florituras), la adaptación suave al entorno, la eficacia gestual, cierto ritmo interior que acompasa el actuar a la respiración, a los latidos del corazón, al fluir de la sangre.

Pero no somos (sólo) animales. Por un lado, lo que en ellos es natural y automático el ser humano tiene que negociarlo consigo mismo, con esa anomalía llamada consciencia. En el mundo natural no caben las vacilaciones, los sentimientos contradictorios, las inseguridades, los filtros entre pensamiento y acción que en cambio no puede evitar el ser humano. El elegante se ha de mover como si no pensara, como si cada gesto le naciera de dentro sin mediación. A esto se llega por varios caminos, no excluyentes: seguridad en uno mismo, inconsciencia, desparpajo... son cualidades que ayudan, y dependiendo de la que predomine se dará una manera u otra de elegancia.

Por otro, la civilización entraña convenciones: no todo gesto natural es deseable. La adaptación al medio, que en el camello que tanto deleitaba a Flaubert supone el perfecto apoyo del pie sobre un suelo irregular, en la sociedad humana consiste en funcionar dentro de una maraña de reglas de todo tipo. Ahora no basta con la naturalidad del accionar libre y fácil: se impone un férreo control sobre uno mismo. Añadimos pues a los requisitos una buena dosis de autodominio que permita embridar ese fluir natural y llevarlo por cauces aceptados.

(Es por eso, se me ocurre, que hay viejos elegantes. El animal se pliega sin resistencias a la decrepitud, pero el ser humano puede imponer ese control interno, esa voluntad de estilo cuando ya el cuerpo no da la fluidez de antaño. Y elegir qué cosas se permite hacer y cuáles no, por ejemplo).

Diremos entonces que elegante es, en una definición más específicamente humana, el que consigue interiorizar este control, automatizar las restricciones de manera que no encorseten el accionar: el resultado sería esa facilidad de segundo grado, elaborada, fruto del aprendizaje, civilizada en fin, para la que la danza (the nimble tread of the feet of Fred Astaire), el deporte (la imperial conducción de balón de Zinedine Zidane) o cualquier otro ejercicio codificado pueden servir de ejemplo.

Desde el momento en que hay convenciones, es indispensable por supuesto conocerlas exhaustivamente: sería el lado cultural o social de la elegancia. ¿Son únicos estos códigos? No, por cierto, y no me refiero sólo a exotismos lejanos como las mujeres de largo cuello anillado o pies diminutos: cada discoteca de barrio tiene sus reinas, dueñas de unas claves tan absolutas en su ámbito como las que manejaba Oriana de Guermantes en el suyo. Y es siempre un conocimiento práctico, aplicado, personal. Al elegante, se suele decir, le queda todo bien. Sí, pero porque no se pone jamás nada que le quede mal.

Decía Locke que la verdad es una, mientras que las formas del error son infinitas; nada más cierto en el tema que nos ocupa; dejando aparte los casos desesperados, que son legión, quedan aún los que fallan por poco: al que se excede en el control le llamamos estirado; al que se atiene a las reglas sin naturalidad, pomposo; al que se excede en el detalle, atildado; vanidoso al que deja ver autosatisfacción. La misma conciencia de ser elegante pone en peligro el delicado equilibrio: si se ignora, estaríamos ante una elegancia (que la hay) puramente instintiva, animal, indistinguible de la otra a la vista, aunque de mucho menos interés en lo personal; si se sabe, como se debe saber, no queda otra solución que no tenerlo nunca presente.

(Este texto, originalmente una respuesta menos elaborada en un foro, lo he ido llevando de casa en casa; debe ser que le tengo cariño)

martes, 5 de febrero de 2008

Shaw vs Chesterton

El prólogo de un libro puede ser una faena de aliño más o menos prescindible, pero hay autores que aciertan a meter en ellos un concentrado de sus ideas que casi nos excusa de seguir leyendo. En el caso de George Bernard Shaw sería seguramente su vocación de predicador la que le hacía embutir tanta y tan sustanciosa doctrina destinada al desprevenido lector de sus comedias. Algo queda, pensaría, como los curas que en las bodas largan un florido sermón entre bostezos y ojeadas al reloj.

Es posible, y a veces inevitable, leer cualquier renglón de Shaw como un dardo lanzado contra Chesterton, y viceversa. El enfrentamiento cordial y sin cuartel entre estas dos enormes cabezas (estos dos enormes cabezotas) es un episodio de la historia de las ideas que va ganando importancia con el tiempo, a medida que otras luminarias se desvanecen. Se les dé o no la razón en algo, creo que su polémica interminable y retroalimentada seguirá diciéndonos cosas importantes cuando ya nadie recuerde qué cosas eran el estructuralismo o la deconstrucción.

Leyendo ayer el prólogo a sus Plays pleasant me hacía yo esta pregunta: si GBSh tiene casi siempre razón y GKCh no la tiene casi nunca, ¿por qué es el Gordo el que nos roba el corazón una y otra vez? No se trata de talento literario, ahí los dos andan parejos y sobrados. Es más bien, creo, un problema de simpatía. Mientras el arrollador GKCh se hace querer sin remedio, GBSh es profunda, constante, irrevocablemente antipático. Cuando se carga de razón contra las guerras como conflictos entre plutócratas resueltos con sangre ajena, cuando desmonta los mitos sobre naciones y pueblos no encontramos nada que objetar, pero por alguna razón quedamos reticentes, por no decir que nos desagrada leerlo como desagrada escuchar a una tía regañona. Es necesario que les dé la palabra a sus personajes (taimados seductores, irresistibles rufianes, cínicos de buen corazón) para que esas admirables ideas se abran camino. Algo de esto debió notar cuando decidió, tan a contrapelo de sí mismo, hacerse autor teatral.

GKCh, por su lado, ve la Gran Guerra como un conflicto moral donde Alemania representaría todo el mal posible. Hay dos concepciones del mundo intrínsecamente ligadas a una y otra nación, sólo una puede quedar vencedora y en defensa de esta necesidad de la lucha llega a escribir cosas monstruosas, expresiones de ardor guerrero que si se miran con distancia dan auténtico pavor. Se entiende que en el frenesí patriótico del momento sus opiniones prevalecieran, pero ¿cómo es que soportan el largo recorrido, cómo no se vienen abajo ante el antibelicismo firme, serio y concienzudo (nada que ver con el pacifismo fofo de nuestros días) de GBSh?

En otro prólogo, el de Major Barbara, encuentro la que tal vez pueda ser la clave. En medio de la exposición de un programa sindical (vacaciones pagadas, seguro médico) que él considera utópico pero que ha llegado a convertirse en realidad, y cuando estamos llenándonos de admiración y agradecimiento por su labor pionera, deja caer de repente su solución para la delincuencia: al segundo robo, pena de muerte. Al fin y al cabo el criminal está advertido, y si reincide es que es irrecuperable. Impecablemente racional, radicalmente inhumano: esto es, creo, lo que nos repele íntimamente de sus exposiciones, la sensación de que le basta con que el silogismo funcione y no es capaz de ver las objeciones de otro orden que se le puedan hacer. Una vez demostrado que las patrias son una ficción, GBSh las disolvería inmediatamente si pudiera, prohibiría las banderas e himnos, impondría un carnet de identidad único y se llenaría de irritada perplejidad cuando la puesta en práctica de estas órdenes provocase un baño de sangre.

GKCh, apelando a instancias no racionales que él sí sabe que están ahí, consigue que miremos con simpatía a sus pandillas de londinenses enloquecidos matándose por unos estandartes recién inventados. Pero por gracia que nos haga verlo llevarse limpiamente el gato al agua el problema es que las patrias son de verdad una engañifa y cada gota de sangre derramada en su nombre un escándalo intolerable. ¿Será mucho pedir un moralista simpático y que lleve la razón?

domingo, 3 de febrero de 2008

Un mausoleo improbable

La pregunta es, claro, qué puede aportar la experiencia directa de un edificio que se ha convertido en icono, reproducido tantas veces que ni siquiera recordamos desde cuándo nos es familiar. Y la respuesta no menos obvia sería señalar la diferencia entre mirar una foto de Sofía Loren o encontrarse de veras frente a sus ojos imposibles. El problema es, por supuesto, transmitir por escrito algo de esa diferencia. No es, entendámonos, que vaya uno a renegar de su fe sin restricciones en la palabra escrita: se trata más bien de una duda razonable sobre las capacidades propias, con lo cual estaríamos apuntando a la misma línea de flotación de estas notas que aspiran precisamente a insertarse en algún escalón entre la estampa conocida pero inerte y la insustituible experiencia directa. En otros lugares menos transitados puede aún el viajero escudarse en maniobras explicativas, pero tarde o temprano hay que medirse a las pirámides de Giza, al Rockefeller Center o a este mausoleo improbable y perfecto.

Lo primero que descubre el viajero es que el edificio, de presencia imponente a kilómetros de distancia, desaparece cuando se llega a las inmediaciones. Una muralla jalonada de puertas monumentales lo resguarda y esconde a la vista recortando un recinto indiferente al exterior, jardín cerrado donde reina un orden ajeno al mundo. Soberbio y remoto, engastado en mármol y agua, el Taj Mahal se deja rodear de piezas menores (fabulosa por sí misma cada una de ellas) que lo sirven y le dan sentido como a la piedra mejor de un anillo. Pero eso lo aprenderá más tarde el viajero; antes será necesario someterse a las reglas de acercamiento que prescribe con refinada coquetería esta arquitectura rabiosamente escenográfica. Una puerta enorme, de madera maciza guarnecida en hierro se entreabre como en los cuentos, y tras ella aparece, sin tiempo para que uno se prepare, la imagen canónicamente enmarcada en un arco ojival, resplandeciente contra la negrura del vestíbulo. El viajero trata de atenerse al eje central para no menoscabar la perfección del cuadro, pero se encuentra con la masa de visitantes enfrascada en la misma maniobra, tal es el hechizo de la simetría ferviente que gobierna el lugar. Pacientemente aguarda en fila india el momento de salir a campo abierto y enfrentarse a la visión anticipada e irresistible, gastada y resplandeciente, única y mil veces repetida. ¿Añadirá una fotografía más a los cientos de millares que en cada casa acreditan el cumplimiento de la peregrinación? Ni por un momento se le ocurre no hacerlo.

Pocos edificios en el mundo se benefician tan sabiamente de la duplicación sobre espejos de agua: al viajero sólo le viene a la memoria la Alhambra de Granada, pero en el palacio nazarí los reflejos son juego intermitente, vibración fugaz, añagaza de los sentidos, mientras que aquí constituyen una presencia estructural y maciza. Fragmentado en visiones angulares o con su volumen compacto anclado en el eje, el mausoleo invertido contribuye al equilibrio del conjunto con tanto peso como su gemelo boca arriba. No sólo eso: los trazos de agua que circundan y cuartean el jardín desdoblan cada pieza subalterna, cúpula a cúpula y torre a torre hasta configurar un orden hermético y autosuficiente por el que la mirada discurre de modo casi circular. De haberse construido, como estaba previsto, un segundo mausoleo en mármol negro, la multiplicación de volúmenes en todos los sentidos habría tenido tal vez la trivial redundancia de un caleidoscopio.

De los dos grandes edificios de piedra roja que flanquean al mausoleo sólo uno es una mezquita. El otro, que no puede ofrecer la orientación correcta, no tiene otra misión que servir de contrapeso. Lo que puede parecer observancia fanática de la simetría no es más, sospecha el viajero, que una arraigada resistencia a traspasar ciertas barreras. Como las normas no escritas de comportamiento a que se adaptan sin esfuerzo ni consciencia de ello las damas de sociedad, las leyes de composición no son aquí más que un mínimo exigible: no se triunfa en los bailes sólo por tener modales, pero sin ellos no se llega a entrar. La fórmula persa, decantada y refinada en su viaje a la India, ofrece una y otra vez logros magníficos; si este conjunto se eleva por encima de ella para situarse en el escalón de lo irrepetible no es porque supere el canon llevándolo más allá, sino porque ejecuta los pasos de baile con gracia suprema. Una gracia que será difícil de reducir a palabras pero que –el viajero puede dar fe de ello- te atrapa sin resistencia posible.

Uno brujulea por el recinto en busca de un sesgo inédito, algún capricho de la luz, cualquier revelación inesperada. En vano: como ciertos rostros, el Taj Mahal no tiene ningún lado malo, permanece soberbiamente igual a sí mismo a cualquier distancia y bajo cualquier ángulo. Su juego es con el tiempo, y es un juego circular, recurrente, una variación sosegada sobre un número cerrado de temas. Los cambios de color que marcan las distintas horas vibran de dentro afuera del mármol como si fuera la piel de un ser vivo. Plateado en la media mañana, vira hasta un blanco luminoso cuando el sol está en lo alto y se va encendiendo tibiamente en rosa hasta casi desmaterializarse.

En la visión cercana el edificio enseña mil sutilezas de artesanía: mosaicos, caligrafías, moldurados exquisitos: un aparato ornamental desplegado con astucia infinita sobre el volumen para atrapar hasta el último matiz de luz y sombra. La riquísima textura de una envolvente que sin embargo resulta homogénea en cuanto nos alejamos un poco (y es esta contención, este dominio que embrida la decoración sin permitirle nunca que se imponga a la arquitectura uno de los rasgos de categoría que distinguen al mausoleo de sus antecedentes y sus copias) le proporciona al edificio esa vibración que le es propia, ese punto de ingravidez que por momentos lo aleja del reino de lo real.

Deambulando por la plataforma superior –el espacio interno del cenotafio se ha revelado insignificante- el viajero entra y sale por cada puerta de los dos edificios laterales sólo para comprobar que no hay vista que no esté exquisitamente controlada. Pero al rodear el mausoleo encontrará por fin la grieta, la anomalía por donde escapa el aire cautivo. Por detrás el recinto se asoma tras una valla escueta al río que discurre en un meandro lento y amplio. Sólo desde la corriente plácida del Yamuna se tiene acceso al monumento sin entrar en su reino encantado. No es de extrañar: este país siempre ha sido devoto de las jerarquías.

Vida y destino


Este extraordinario texto de Vasili Grossman me recordó, nada más leerlo, a Jesús, a algunas cosas que escribe Jesús de vez en cuando.

(Habrá que seguir hablando de Vida y Destino, claro)