A mitad del siglo XVIII, en la corte francesa, la práctica había llegado a tal extremo de perfección que los duelos se resolvían las más veces por transacción o agotamiento. No podía ser de otra manera; la secuencia básica de arranque, parada, finta y contrafinta se había complicado hasta un punto exasperante: los duelistas iniciaban en el aire diseños intrincados de crispadas bisectrices –o arabescos sinuosos, que dos escuelas había- para abandonarlos nada más empezar, en un espasmódico, interminable arranque irresoluto. Ocurría que cada mínima inclinación del hombro, cada imperceptible torsión de la cadera dirigida a desactivar una maniobra que tal vez o tal vez no hubiera iniciado el rival, trataba a la vez (el amago de un molinete, una respiración falsamente acentuada) de inducirle a error sobre el ataque proyectado e iniciar (un apoyo levemente más firme del pie izquierdo, la mano a punto de crisparse en la empuñadura) un movimiento propio que moría antes de empezar, sin embargo, indefectiblemente frenado por los quiebros insinuados, los desvíos cortados de raíz, las mentidas intenciones del otro.
Debió ser entonces –el momento no está muy documentado- cuando algunos, más audaces o impacientes, empezaron poco a poco a suprimir de modo casi inconsciente las secuencias defensivas más básicas y antiguas, las destinadas a prevenir las estocadas frontales y directas que ya nadie soñaba en asestar. En esas situaciones de equilibrio un instante de ventaja resultaba decisivo. Por selección natural –porque volvió a haber sangre sobre la nieve, silenciosas parihuelas escabulléndose con su carga hacia el coche, salmodias murmuradas- las simplificaciones se fueron imponiendo como un acuerdo tácito entre los mejores.
Se dice que fue un maestro inglés, que enseñaba por libre en la rue du Pelican, el primero en darse cuenta del relajo defensivo y sacar ventaja de él. Si es cierto (hay quien defiende más bien la teoría de un descubrimiento espontáneo y gradual), debió administrar la información con cuidado y supo dejar correr la leyenda de una estocada imparable sin atribuírsela. Llegó a hacerse habitual encontrar en las Tullerías, al amanecer, cadáveres que, con el florete aún en las manos, parecían mirarse con expresión atónita la flor de sangre que les brotaba de la pechera blanca.
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