Cuando las miramos desde una distancia suficiente, las historias heredadas se superponen en una extraña contigüidad. Steiner traza el paralelismo entre el Banquete platónico y otra larga noche en Jerusalén para la que faltan siglos aún, la cena de Jesús con sus discípulos. El oído privilegiado del maestro escudriña hasta las últimas resonancias, pero a nosotros esos ecos que saltan con la intensidad del fuego cruzado entre dos trincheras nos llevan de rebote hasta una tercera noche, la última de Sócrates en prisión; también a él se le ofreció la resistencia y la fuga, también la rechazó, suave y firme.
Pero miremos más de cerca: en la noche evangélica todo es coherente, todo se refiere al mismo sistema de valores; ni siquiera el traidor se sale del esquema, desde el momento en que siente su traición como tal y se avergüenza de ella (del mismo modo que Pedro envainará avergonzado la espada, en el huerto). Se está concelebrando un sacrificio con aquiescencia de la víctima: para los que participen de esas creencias se tratará de un acto sublime; para quienes no, resulta incomprensible y ajeno, pero desde luego no se encuentra en él ninguna contradicción.En la noche ateniense, sin embargo, nada es lo que parece: la escena aparentemente heroica y ejemplar se alimenta de una tensión subterránea que dividirá para siempre el pensamiento humano en dos modos opuestos.
Reflexionemos: ¿quién nos cuenta la historia? Platón el idealista, el hombre de las grandes palabras, los absolutos, las mayúsculas. Es a Platón a quien le sirve ese cierre en clave heroica que cuanto más de cerca lo miramos menos creíble se nos hace en boca del fauno conchudo. Es Platón quien en un momento de lucidez privilegiada comprende que precisamente ahí, en esa celda, se está jugando el futuro de la filosofía. Que si Sócrates sube a la nave de Delos la construcción tan abnegadamente tallada durante años se alejará con suavidad hacia arriba hasta perderse de vista.
Si se tratara de una novela tendríamos aquí una escena de enorme potencial, y habría que calibrar cuidadosamente la manera en que la traición se produce. Sería hermoso y terrible que la noticia llegara primero al propio Platón ("Loado sea Apolo, aún lo salvaremos; ve a prepararlo todo") y verlo entrar en la sala con la mirada extraviada de quien ha decidido condenarse por una causa ("¿Qué tienes, Platón?; ¿quién era el de la puerta?" "Nadie, un borracho; se ha puesto violento, pero he podido echarlo."). O tal vez (más arriesgado pero fascinante si saliera), hacer que fuese el discípulo quien sembrara en el cerebro inquieto del maestro la idea del sacrificio perfecto -justo el tipo de idea radiante y dañina que, una vez la has vislumbrado, no te queda más remedio que seguirla hasta el final- para después extraerla, sutil e inhumano, a base de preguntas en apariencia bienintencionadas y torpes.
Pero las cosas no suceden nunca con la exactitud terrible que los libros procuran; la traición debió ser paulatina, reticente, y desde luego posterior. Seguramente no hubo una verdadera posibilidad de salvación para Sócrates; tal vez alguien, en un momento de fingido optimismo, nombrase la nave de Delos; incluso es posible que el viejo, haciendo de necesidad virtud, improvisara un canto de lealtad a la polis. Pocos mimbres hacían falta, en cualquier caso, para reescribir una historia que ninguno de los presentes, envenenados para entonces de ideal (ese virus nuevo para el que no había aún defensas), iba a desmentir.Con esta fábula Platón le da una patada al puente después de cruzarlo y se despide del tiempo en que el hombre abarcaba el mundo al ras de su mirada. A partir de ahí, de Aristóteles a Stalin, las jaulas intrincadas y perfectas (ellas sí preexistentes al hombre y abrumadoramente mayores que él) no dejarán de encontrar quien las construya alrededor de sí mismo y de esta realidad que a alguna célula acelerada de nuestro cerebro se le antoja demasiado abigarrada y rebelde.
Pero el linaje de Sócrates no perecerá, dioses mediante. En los márgenes de la Gran Filosofía, en los arrabales de la literatura sin género (degenerada) un puñado de francotiradores incómodos pero ineludibles nos recuerda que al final no hay otra cosa que nosotros y el mundo ahí fuera, y que sólo cabe mirarnos, mirarlo y anotar. Yo saludo aquí, por afinidad profunda, al Señor de Montaigne y a Emil Cioran, pero cada uno debe tener sus escépticos malhumorados humanísimos compañeros de viaje con los que reposar al atardecer mirando, con la condescendencia humilde de quien ha estado allí y tal vez vuelva, a los que se agitan en sus celdas geométricas.
4 comentarios:
Coincidimos en escribir sobre temas favoritos de George Steiner, Ignacio.
Muy elocuente su borgiana especulación histórica (en cierta manera, me ha recordado a "Tres versiones de Judas": un tema que viene al pelo); pero me temo que el Absoluto es un virus que ha acompañado siempre al hombre.
¿Qué pueblo no ha estado dispuesto a sacrificarse a sí mismo (no digamos a los demás) por un ídolo: sea Mitra o Yahvé o la Razón o la Historia o el Honor o la Patria o el Atlético de Madrid?
Nada resulta más fácil al ser humano que encontrar unas mayúsculas para inmolar (y arrebatar) la vida por cualquier Causa.
Enfrente de ellos, más que de malhumorados, yo hablaría de escépticos bienhumorados. A quien es ajeno a las mayúsculas le resulta difícil mantener el ceño fruncido durante mucho tiempo.
Hablas, con razón, de Montaigne y de Cioran. Yo hablaría también de Cervantes y de Sterne. De Rabelais y de Diderot. Y de ese humilde gigante (semidesconocido en España) que fue Lichtenberg, cuyo mayor reto fue siempre alumbrar un pensamiento que hiciera morir de risa a todo aquel que lo leyera.
¡Qué maravillosa compañía!
Sí, entre Steiner y Borges (añada al Norton del último caso de Poirot y el Panfleto contra el Todo de Savater, que aun sin haberlo leído me lo imagino) está el terreno de juego más achicado que en un partido contra el Milan de Baresi, pero creo que me las apaño para hacerme un hueco.
Si es necesario, hay que hacerlo a codazos, Ignacio. Su reflexión sobre la eterna lucha entre el individuo y la polis merece algo más que mis comentarios.
Los modelos de Sócrates y Jesús, que causaban espanto a Nietzsche, nunca serán suficientemente "revisados". Los dos nos empujan al sacrificio propio (¿y ajeno?) en aras del "bien común". Cuánto más asumible me resulta un modelo como el de Epicuro (por limitarme a la tradición occidental).
En esta línea de inmolación del individuo en el altar del Absoluto, le recomiendo -si es que no lo ha leído- ese geométrico encaje de bolillos ideológico (que, paradójicamente, incurre en el hiperbólico idealismo que denuncia) sobre los procesos de Moscú que escribió Koestler: "El cero y el infinito".
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