miércoles, 20 de febrero de 2008

Un minuto antes de la revolución

Relieves en la tumba de Ramose (c. 1360 A.C.) Gurna ,Orilla izquierda del Nilo. Tebas, Egipto.


Estamos aproximadamente en el año 1360 A.C. Cuando Ramose, alto funcionario imperial, empezó a labrar su tumba en el Valle de los Reyes, su faraón aún se llamaba Amenofis IV y reinaba en Tebas de las Cien Puertas, haciendo posible con su mediación la crecida anual, los ciclos de nacimiento y muerte, siembra y cosecha, noche y día; como había sido siempre desde que existía memoria, como no podía ser de otra manera.

La tumba burguesa de Ramose es básicamente un rectángulo semiexcavado en la roca. Las paredes rectas tenían que ir decoradas con pinturas y relieves siguiendo un preciso programa iconográfico y simbólico, según reglas del arte transmitidas de manera inmutable desde hacía miles de años.

Pero en algún momento, entre la pared frontal y la derecha, todo se volvió del revés. El faraón, deslumbrado por la visión de la enorme circunferencia anaranjada que, más allá del palmeral, hacia Oriente, surgía cada mañana tras la negra línea del horizonte, tuvo la visión de un Dios Único. Como todos los que ceden al vértigo de la profecía, quiso abolir el mundo y rehacerlo según la imagen revelada. Pasó a llamarse Akhn-Aten, el favorito del Sol; expulsó a los sacerdotes, desmontó los viejos templos, fundó una nueva capital (Akhet-Aten, el horizonte del Sol) en el desierto, lejos de todo.

Bajo su reinado se produjo la que seguramente sea la más importante revolución plástica de la Historia del Arte. Las fuerzas acumuladas durante milenios en el perfeccionamiento exacerbado de un repertorio codificado hasta la extenuación, que había desembocado en la maravillosa estatuaria, en los relieves inimitables de la dinastía XVIII (esa certeza imperial del trazo, esa libertad suprema que permite respirar a pleno pulmón dentro del código más cerrado) estallaron de repente en movimientos, ademanes, colores que si a nosotros nos asombran a los contemporáneos debieron dejarlos literalmente sin aliento.

En menos de treinta años se llegaría a la belleza inigualada del busto de Nefertiti. Pero ahora estamos aún frente a la pared frontal, terminada poco antes (¿meses, días, minutos?) de la revolución. La escena, un cortejo fúnebre, la hemos podido ver de Menfis a Tebas en cientos de tumbas. Los personajes adoptan sin hacer preguntas las actitudes estereotipadas que la tradición dicta. Nos pararemos ante esta pareja, dos jóvenes y hermosos cortesanos. Podremos recrearnos (los manuales lo hacen, y con razón) en la minuciosidad sañuda, la perfección maníaca con que están tratados los peinados; o en la belleza inhumana de sus perfiles (ese breve respingo del seno descubierto), o en el prodigio del broche que agarra la tela con infinita delicadeza, los pliegues ingrávidos, semitransparentes que provoca al alzarse el brazo de ella.

Pero yo voy a pedirles que se fijen en la mano de la mujer que, pasando por detrás del cuerpo, se posa en el hombro del marido. No puedo mirar esa mano sin estremecerme. Todo aquello por lo que merece la pena pertenecer a la raza humana está cifrado en esa caricia de presión exacta (un poco más que apoyarse, algo menos que agarrar) que explica como ninguna palabra podría la certidumbre y la ansiedad, el tranquilo asombro de amar y saberse amado. El arte verdadero no es más –ni menos- que eso: un hombre traza con su buril unas líneas sobre la pared de piedra, y miles de años después, en un latigazo milagroso, conseguimos por un instante ser ese hombre.

En Egipto nada se inventa. Hemos visto ese gesto, prácticamente igual, en Saqqara. En la tumba de Mereruka, 1.500 años antes, otro artista había conseguido ya fijar la línea del brazo en el ángulo preciso, y el gesto aparece desde entonces aquí y allá, trazado con más o menos fortuna, una pieza más del catálogo. Pensemos en el camino que lleva de Rafael a Ingres (tres siglos apenas, y la crispada serenidad del dibujo perfecto anuncia ya la quiebra de la modernidad). Imaginemos ahora un proceso cinco veces más largo, y centrado obsesivamente en un mismo repertorio de figuras. Al llegar a esta pared, a estos rostros, a la mano de la joven cortesana, la línea está tensa como una cuerda de violín en las manos de un asesino y vibra en su plenitud reconcentrada con una intensidad casi imposible de sostener. Ha estado estirándose, depurándose, adelgazándose día a día durante quince siglos: podemos sentir con un chirriar de dientes, como perciben los perros los terremotos, la inminencia de la rotura. Cuando giremos la vista hacia la pared derecha el mundo será distinto.


(Lo escribí hace unos años, para la sección Comentar un cuadro, en la primera encarnación de El Pombo, extraordinario foro. Guardo los archivos de todos los cuadros comentados y hay maravillas).

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