jueves, 25 de septiembre de 2008

Oro

Una lección que no tenemos más remedio que aprender en la literatura japonesa, de tan a menudo y con tanta convicción como se nos pone delante, es la extrema seriedad con que se toman (o se tomaban) en esa parte del mundo el arte y la belleza. El empeño en discernir el menor matiz de las sensaciones, el fastidioso desdén con que Shonagon descarta cualquier disonancia a nuestros ojos insignificante, la fascinación emocionada que embarga a Tanizaki ante un sombrío vaso raku o su exhilarante y contagioso entusiasmo por las sensaciones que procura cagar en una cabina de madera en el campo frente a la triste y aséptica experiencia del inodoro, todo ello nos repite el mismo lema: no es oro todo lo que reluce, la belleza es escasa y ardua de disfrutar.

Un personaje de Kawabata recuerda en su lecho de muerte una danza perfecta que contempló hace años:

¡Demos gracias porque la luz de Buda ha brillado! Para Kuretake, la maestra de danza, la luz de Buda es la luz del arte… Cuando contemplo el rayo de luz de una obra de arte desaparecen todos los sufrimientos.
Estamos en el territorio de lo sagrado. Esa luz divina habrá quien la tome literalmente como manifestación de un orden sobrenatural o quienes la entendamos más bien como metáfora (del mismo modo que hablamos de alma y espíritu sin que nos conste su existencia real). Lo importante es que seguimos creyendo en ella y rastreando su brillo. Y donde seguro, pero seguro que no lo encontraremos por más reflectores que le pongan es en el becerro muerto, metido en formol y pintado con purpurina que Demian Hirst ha vendido por una obscena cantidad de dinero.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Enfoque

El viajero buscaba (oh peregrino) a Praga en Praga, y en Praga misma a Praga no la hallaba. No era la ruina física que traen el tiempo y las calamidades, ni esa otra más insidiosa derivada del turismo masivo (con la que ya cuenta uno y a la que uno, en su modesta medida, contribuye) sino la distancia inevitable entre las ideas preconcebidas y la realidad. Creía el viajero encontrar una ciudad de prestigio ajado y melancólico; recoleta, elegante, ensimismada, transida de literatura, desleída en matices como una aguada de tinta sepia. Traía los adjetivos preparados y casi se los tiene que llevar de vuelta intactos, porque la ciudad es a primera y segunda vista muy otra cosa: imperial, soberbia, extrovertida, de una potencia visual demoledora y un gusto casi oriental por el ornamento figurativo.

Pero quien busca acaba encontrando: en su última tarde en la ciudad, cuando ya había aprendido a quererla espléndida y vistosa, el viajero empieza a dar con una Praga más parecida a la que traía en la cabeza. A pocos metros de Vaklavske el jardín de los Capuchinos debe ofrecer, según ha leído, un silencio embalsamado, una paz de otro mundo. El guirigay de los reclamos de discotecas se diluye en efecto nada más franquear la reja; la masa en sombra de la arboleda protege unos senderos por los que a esta hora de atardecida apenas pasean unas pocas figuras melancólicas. En un banco a la entrada, semioculto en la penumbra, un vagabundo parece entregarse a la meditación, pero un vistazo de reojo revela extrañas manipulaciones en la entrepierna que es mejor no investigar: la paz de los claustros ya no es lo que era, se dice el viajero mientras se escabulle al fondo. De todos modos la otra salida del jardín lleva a calles más tranquilas, y de ahí hasta el río bastará con atenerse a la regla de oro de los laberintos: eligiendo siempre la izquierda en cada bifurcación eludirá por los pelos la caravana ininterrumpida de Karlova y descubrirá el último jirón transitable de la ciudad vieja: calles sin nada de particular y por eso mismo estupendas. Paredes de un blanco caduco y agrietado, la línea mínima de un zócalo, canalones de plomo descendiendo a intervalos junto a las altas ventanas enmarcadas en gris, cornisas de un barroco expeditivo que enmarcan un fragmento de cielo estrellado; al fondo, una torre rematada en pizarra puntiaguda recuerda con la discreción debida la monumentalidad que acecha a la vuelta de la esquina.

En Retezova el viajero se asoma a un bar de aire tan literario que aguanta sin complejos el nombre de Montmartre. Mobiliario elemental, de madera basta, alguna planta verde en los rincones, más cerveza que licores en los vasos -y más Camus que Derrida en las conversaciones, quiere pensar el viajero. En una de las mesas una muchacha morena de belleza intensa y como dolorida monopoliza la charla y las miradas. El orden natural de las cosas prescribe que haya en Praga morenas de pómulos afilados y ojeras trascendentes discutiendo en cafés literarios, de igual modo que en Japón arbolillos esquemáticos con flores blancas caídas a sus pies como nieve fina o, en París, señoritas menudas y airosas taconeando a pasos breves por el bulevar; pero el viajero está convencido de que a poco que uno se empeñe puede encontrar igualmente en Manhattan jardines traseros con emparrados sobre la tapia o en Sevilla rubias estatuarias de mirada transparente. Al final todo es cuestión de enfocar.

En la plazuela de nombre Annenske reina entre coches aparcados una preciosa pajarera de hierro forjado. Su mutismo le otorga una poesía vagamente incongruente que no tendría poblada de papagayos o ruiseñores. Al viajero le parece un raro privilegio encontrarse aquí en este preciso momento, con esta luz trémula y un eco amortiguado del fragor del tráfico que lo devolverá al mundo real en cuanto salga por el callejón.

Porque la burbuja de tranquilidad y penumbra termina justo aquí. Unos pasos más allá está el río con sus vistas espectaculares y el despliegue hermosísimo de luces reflejadas. En el saliente de Novotne una fila de adolescentes se pliega sobre sí misma con sorprendente disciplina para entrar en la que dice ser la discoteca más grande de centroeuropa. De aquí al puente no queda otro remedio que unirse a la corriente humana: uno echa de menos desde luego un poco de tranquilidad y distancia, pero al fin y al cabo esto es un puente y sirve para pasar el río, no vayamos a pedirle soledades que no puede darnos. A un lado y otro se ofrecen imágenes perfectas, nítidamente compuestas, autosuficientes; el viajero las mira como se mira una pantalla, otorgándoles más realidad que a quienes caminan a su lado. El último tramo vuela sobre la isla de Kampa antes de clavarse de frente en Mala Strana. El muelle de abajo se deja ver entre las copas de los árboles. Los escasos paseantes se materializan a intervalos; sus sombras, pardas y subrepticias, reptan por el adoquinado y se doblan sobre las fachadas antes de desaparecer en la oscuridad común. Hacia allí bajará el viajero por una suntuosa escalera lateral, buscando eso que ha encontrado y perdido en la otra orilla.

En los embarcaderos vacíos las barcazas que cada día se llenan de turistas parecen llevar años abandonadas. El agua del río alcanza a lametones, como en un simulacro de oleaje, el borde irregular brotado de matojos. El puente, con sus estatuas recortadas dramáticamente contra el cielo, parece pertenecer a otro orden de realidad más alto y lejano. Si le volvemos la espalda nos encontramos en una intimidad de salón abovedado; la mirada desciende y enfoca lo minúsculo: la textura maravillosa del pavimento, la hierbecilla que le crece en las llagas, los reflejos sucios sobre los charcos. Bajo los últimos arcos del puente, en la plazuela alargada y por los canales que cortan la isla el recorrido es una serie de instantes perfectos en que la realidad se pliega a un ritmo interior de una fluidez que no es rápida ni lenta. Pasa una pareja de mediana edad, y de repente resulta natural saludarse, como en los pueblos pequeños. Pronto tocará dar media vuelta, pero aún queda otro callejón al que asomarse, otra plaza señorial y desierta.

Cada farol genera en torno suyo una esfera de luz amarilla y sofocada que funde en un tono común de litografía los colores, brillantes por la mañana, de fachadas, automóviles y árboles, arrancando de los adoquines mojados un resplandor de oro viejo; todo encaja, todo se suma para producir estampas que inevitablemente se irán estilizando en la memoria (la fotografía, con sus bellas mentiras, es una colaboradora imprescindible) hasta sustituir a una realidad que se resiste a coincidir con los sueños. El viajero, como tantas veces, no sabría decir si esto es bueno o malo.

martes, 16 de septiembre de 2008

Populismo

Otra cosa que sorprende al acercarse a la política americana es que el tono populachero y despreciador de la excelencia corresponde, contra lo que podría esperar, a los conservadores. No siempre fue así, dice (y explica estupendamente) David Brooks:

Conservatism was once a frankly elitist movement.

Conservatives stood against radical egalitarianism and the destruction of rigorous standards. They stood up for classical education, hard-earned knowledge, experience and prudence. Wisdom was acquired through immersion in the best that has been thought and said.

But, especially in America, there has always been a separate, populist, strain. For those in this school, book knowledge is suspect but practical knowledge is respected. The city is corrupting and the universities are kindergartens for overeducated fools. The elitists favor sophistication, but the common-sense folk favor simplicity. The elitists favor deliberation, but the populists favor instinct.

This populist tendency produced the term-limits movement based on the belief that time in government destroys character but contact with grass-roots America gives one grounding in real life. And now it has produced Sarah Palin.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Gallardón sobre Educación para la Ciudadanía

A vuelapluma, viéndolo responder en directo, dos contradicciones. Una, implícita: está en contra de que se adoctrine en la escuela, punto. Independientemente de la doctrina. Debería entonces oponerse a la asignatura de religión, y apartar a sus hijos de ella. Otra, explícita: segundos después de hacer un llamado a los consensos comunes que hacen suaves los cambios de gobierno, se opone a la asignatura porque no se puede enseñar la posura de uno o de otro: ¿no existen entonces esos espacios comunes, no dan para un temario?

Una vez más constato que los grandes partidos se tienen que estirar hasta el absurdo para contentar a muchos. Por eso mola UPyD.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Envidia

Estoy siguiendo con muchísimo interés la campaña presidencial en EE.UU. Hay muchas cosas que me gustaría comentar, cosas que me gustan y cosas que no; lo que pasa es que se me ocurren demasiados detalles y ninguno especialmente relevante, por lo que al final no traigo nada. Pero hoy he visto algo que me ha impresionado; si pudiera traerme de un plumazo a mi país una sola de las características del juego político americano, creo que elegiría lo que se ve en este video. Un periodista entrevistando a cara de perro al candidato, interrumpiéndole sin piedad (tiene usted que entenderlo, estudió en Harvard, ¿no?), contradiciendo sus afirmaciones, lanzándole a la cara datos e ideas, obligándole a dar lo mejor de sí mismo. Lo de menos es que mi corazón esté con el candidato, o que el entrevistador sea una bestia parda manipuladora: es necesario, es higiénico, es bueno para todos que los políticos se enfrenten a este tipo de escrutinio. Me acuerdo de la entrevista de Herrera a ZP y me muero de pena.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Resumen del verano (I)


Resumen del verano (II)


Resumen del verano (III)


Resumen del verano (IV)

Back to reality

Ayer por la mañana estaba aquí.

Hoy otra vez en lo de todos los días. Eso sí, con la piel como el culito de un bebé.