El viajero buscaba (oh peregrino) a Praga en Praga, y en Praga misma a Praga no la hallaba. No era la ruina física que traen el tiempo y las calamidades, ni esa otra más insidiosa derivada del turismo masivo (con la que ya cuenta uno y a la que uno, en su modesta medida, contribuye) sino la distancia inevitable entre las ideas preconcebidas y la realidad. Creía el viajero encontrar una ciudad de prestigio ajado y melancólico; recoleta, elegante, ensimismada, transida de literatura, desleída en matices como una aguada de tinta sepia. Traía los adjetivos preparados y casi se los tiene que llevar de vuelta intactos, porque la ciudad es a primera y segunda vista muy otra cosa: imperial, soberbia, extrovertida, de una potencia visual demoledora y un gusto casi oriental por el ornamento figurativo.
Pero quien busca acaba encontrando: en su última tarde en la ciudad, cuando ya había aprendido a quererla espléndida y vistosa, el viajero empieza a dar con una Praga más parecida a la que traía en la cabeza. A pocos metros de Vaklavske el jardín de los Capuchinos debe ofrecer, según ha leído, un silencio embalsamado, una paz de otro mundo. El guirigay de los reclamos de discotecas se diluye en efecto nada más franquear la reja; la masa en sombra de la arboleda protege unos senderos por los que a esta hora de atardecida apenas pasean unas pocas figuras melancólicas. En un banco a la entrada, semioculto en la penumbra, un vagabundo parece entregarse a la meditación, pero un vistazo de reojo revela extrañas manipulaciones en la entrepierna que es mejor no investigar: la paz de los claustros ya no es lo que era, se dice el viajero mientras se escabulle al fondo. De todos modos la otra salida del jardín lleva a calles más tranquilas, y de ahí hasta el río bastará con atenerse a la regla de oro de los laberintos: eligiendo siempre la izquierda en cada bifurcación eludirá por los pelos la caravana ininterrumpida de Karlova y descubrirá el último jirón transitable de la ciudad vieja: calles sin nada de particular y por eso mismo estupendas. Paredes de un blanco caduco y agrietado, la línea mínima de un zócalo, canalones de plomo descendiendo a intervalos junto a las altas ventanas enmarcadas en gris, cornisas de un barroco expeditivo que enmarcan un fragmento de cielo estrellado; al fondo, una torre rematada en pizarra puntiaguda recuerda con la discreción debida la monumentalidad que acecha a la vuelta de la esquina.
En Retezova el viajero se asoma a un bar de aire tan literario que aguanta sin complejos el nombre de Montmartre. Mobiliario elemental, de madera basta, alguna planta verde en los rincones, más cerveza que licores en los vasos -y más Camus que Derrida en las conversaciones, quiere pensar el viajero. En una de las mesas una muchacha morena de belleza intensa y como dolorida monopoliza la charla y las miradas. El orden natural de las cosas prescribe que haya en Praga morenas de pómulos afilados y ojeras trascendentes discutiendo en cafés literarios, de igual modo que en Japón arbolillos esquemáticos con flores blancas caídas a sus pies como nieve fina o, en París, señoritas menudas y airosas taconeando a pasos breves por el bulevar; pero el viajero está convencido de que a poco que uno se empeñe puede encontrar igualmente en Manhattan jardines traseros con emparrados sobre la tapia o en Sevilla rubias estatuarias de mirada transparente. Al final todo es cuestión de enfocar.
En la plazuela de nombre Annenske reina entre coches aparcados una preciosa pajarera de hierro forjado. Su mutismo le otorga una poesía vagamente incongruente que no tendría poblada de papagayos o ruiseñores. Al viajero le parece un raro privilegio encontrarse aquí en este preciso momento, con esta luz trémula y un eco amortiguado del fragor del tráfico que lo devolverá al mundo real en cuanto salga por el callejón.
Porque la burbuja de tranquilidad y penumbra termina justo aquí. Unos pasos más allá está el río con sus vistas espectaculares y el despliegue hermosísimo de luces reflejadas. En el saliente de Novotne una fila de adolescentes se pliega sobre sí misma con sorprendente disciplina para entrar en la que dice ser la discoteca más grande de centroeuropa. De aquí al puente no queda otro remedio que unirse a la corriente humana: uno echa de menos desde luego un poco de tranquilidad y distancia, pero al fin y al cabo esto es un puente y sirve para pasar el río, no vayamos a pedirle soledades que no puede darnos. A un lado y otro se ofrecen imágenes perfectas, nítidamente compuestas, autosuficientes; el viajero las mira como se mira una pantalla, otorgándoles más realidad que a quienes caminan a su lado. El último tramo vuela sobre la isla de Kampa antes de clavarse de frente en Mala Strana. El muelle de abajo se deja ver entre las copas de los árboles. Los escasos paseantes se materializan a intervalos; sus sombras, pardas y subrepticias, reptan por el adoquinado y se doblan sobre las fachadas antes de desaparecer en la oscuridad común. Hacia allí bajará el viajero por una suntuosa escalera lateral, buscando eso que ha encontrado y perdido en la otra orilla.
En los embarcaderos vacíos las barcazas que cada día se llenan de turistas parecen llevar años abandonadas. El agua del río alcanza a lametones, como en un simulacro de oleaje, el borde irregular brotado de matojos. El puente, con sus estatuas recortadas dramáticamente contra el cielo, parece pertenecer a otro orden de realidad más alto y lejano. Si le volvemos la espalda nos encontramos en una intimidad de salón abovedado; la mirada desciende y enfoca lo minúsculo: la textura maravillosa del pavimento, la hierbecilla que le crece en las llagas, los reflejos sucios sobre los charcos. Bajo los últimos arcos del puente, en la plazuela alargada y por los canales que cortan la isla el recorrido es una serie de instantes perfectos en que la realidad se pliega a un ritmo interior de una fluidez que no es rápida ni lenta. Pasa una pareja de mediana edad, y de repente resulta natural saludarse, como en los pueblos pequeños. Pronto tocará dar media vuelta, pero aún queda otro callejón al que asomarse, otra plaza señorial y desierta.
Cada farol genera en torno suyo una esfera de luz amarilla y sofocada que funde en un tono común de litografía los colores, brillantes por la mañana, de fachadas, automóviles y árboles, arrancando de los adoquines mojados un resplandor de oro viejo; todo encaja, todo se suma para producir estampas que inevitablemente se irán estilizando en la memoria (la fotografía, con sus bellas mentiras, es una colaboradora imprescindible) hasta sustituir a una realidad que se resiste a coincidir con los sueños. El viajero, como tantas veces, no sabría decir si esto es bueno o malo.
9 comentarios:
Es muy bueno.
En la duda sobre tomarlo como respuesta a la última frase o veredicto sobre el texto me voy a permitir elegir lo último, que ando algo necesitado de palmaditas en la espalda. ;-)
Aciertas, claro. Pero quiero un ejemplar firmado.
Vaya pues la mía también (palmadita, quiero decir). En efecto, el texto es bueno y las fotografías también; por lo menos a mí me lo han parecido. Y tengo además la sensación, un tanto vaga, de haber hecho este mismo camino, o alguno similar: recuerdo que subí en tranvía y bajé a pié hasta el margen del río, cerca de un puente...
Ahora disponemos de un instrumento magnífico para confrontar recuerdos y realidad: el google earth. Yo he podido hasta localizar la pajarera desde el aire.
¡Que no sea por falta de palmaditas! A mí también meparece muy bueno.
Bueno, bueno, que ya pasó el día tonto, pueden volver ustedes a su parquedad y circunspeccón habituales ;-)
Desagradecido...
Aprovechando el casual encuentro: ¿qué hacemos con el foro?, ¿le aplicamos la respiración asistida o la eutanasia?.
Qué sé yo... Lo bueno de estas cosas es que no cuestan. Mantener un bar abierto es ruinoso, pero el foro lo podemos dejar ahí por si otra temporada nos da por frecuentrlo.
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