martes, 13 de octubre de 2009

Arranques, III

–Dos puede ser casualidad, pero tres no es posible. Tiene que haber gato encerrado. No sé dónde ni cómo, pero tiene que haberlo.– El inspector Ramírez se abanicaba furiosamente con una carpeta, sin dejar de enredar con el tercer botón de la camisa: no se atrevía a desabrochárselo delante del comisario, pero tampoco se resignaba a dejarlo estar.

–No diga tonterías, inspector, ni siquiera son tres. Sólo las dos primeras son víctimas, no mezclemos peras con manzanas.– El comisario no parecía notar el calor, ni se dejaba alterar por la vehemencia de su subordinado. Tampoco parecía impresionarle la inverosimilitud de la coincidencia. A decir verdad, al comisario no le había impresionado nada desde el día en que llegó a ocupar ese despacho. Se enfrentaba a las crisis como a la rutina diaria, con la estólida eficiencia de una grapadora alemana, y hasta ahora los resultados le iban acompañando. En el tono funcionarial y desprovisto de inflexiones de un operador telefónico (un soniquete que parecía adoptar ex profeso de vez en cuando para poner nervioso a Ramírez) fue desgranando los motivos por los que no había lugar para sospechas extravagantes. Un tímido intento de réplica fue cortado de raíz por el expeditivo gesto de igualar el puñado de folios golpeándolo de canto sobre la mesa. –Mera coincidencia, ya le digo. Investigue sólo el asesinato, los otros dos casos están cerrados.– Le tendió los papeles, dando la conversación por terminada como quien desconecta una radio. –Y desabróchese ese botón de una vez, hombre.

Cerrados mis cojones, se iba diciendo Ramírez camino de su mesa. Y el caso es que tiene razón, que no hay relación alguna a primera vista, ni a segunda. Pero joder, tres viudas húngaras en dos semanas. En Moratalaz. ¿Cuántos húngaros habría en total, en Moratalaz, o en Madrid entero si vamos a ello? Cuando fueron a la casa de empeños por el robo fallido fue Poveda el primero que se acordó de la apaleada. Andrea Kovacs. Se había casado con un africano quince años más joven. Su primer marido, con el que había llegado a Madrid hacía apenas dos años, se le murió al poco de llegar. Apareció medio muerta en una cuneta, reventada a golpes. Al negro lo encontraron en seguida, iba hasta las cejas de crack, no costó mucho hacerle confesar. La almoneda que intentaron robar tres días más tarde tenía un rótulo de esos antiguos, letras blancas cuadradas sobre fondo rojo: Compro oro, y en pequeñito debajo, Viuda de Kuranyi, desde 1956. Eso es húngaro, había dicho Poveda nada más verlo. Tenía esa cosa de los idiomas, le gustaban. Así que dos viudas húngaras en una semana, sí, pero una relativamente joven y en coma, y la otra bien viva, aunque hecha una pasa. Y qué lengua, más castiza que todos nosotros. No había quien la callara, se le había metido en la cabeza que era cosa de la nuera, con un amante que se había echado (resultó que tenía razón, por cierto). Total, nada que ver la una con la otra. Ni conocidos comunes siquiera. El comisario había puesto la cuestión en los términos más razonables: ningún policía en su sano juicio habría vinculado un caso con el otro. Hasta que apareció Krisztina.

Vino a denunciar la desaparición de su marido. Con el tiempo acabará contando que lo intuyó nada más verla, o que lo supo por el acento, pero lo cierto es que no se le pasó por la cabeza que fuese húngara hasta que no leyó la ficha con sus datos. Otras cosas se le pasaron, más bien, con semejante bellezón de pie ante el mostrador: pómulos altos, ojos negros, agitanados, brillantes de llanto, un culo que reventaba los vaqueros. Le ofreció un pañuelo, la hizo pasar adentro, incluso debió dedicarle alguna torpe fórmula de ánimo, más azarado por la rechifla general que intuía a sus espaldas que por la presencia (a vosotros habría que veros aquí) incómodamente próxima y temblorosa de la muchacha. El marido, Macowecz Bela (Ramírez acabaría por familiarizarse con esa manera de escribir los nombres, el apellido delante), trabajaba de taxista; aquella noche no había acudido al relevo, y a la mañana siguiente seguía sin dar señales de vida. Estaba segura de que tenía que haberle pasado algo. El inspector estaba mucho menos seguro, pero a ver cómo se lo decía mirándola a esos ojazos. Además, las palabras viuda húngara flotaban en el ambiente con insidiosa pertinacia. Por una u otra razón, en vez de darle largas al asunto hasta que el taxista apareciese había ordenado una búsqueda intensiva.

Esa misma tarde lo encontraron en la Casa de Campo, con un tiro en la cabeza. En cuanto lo supo, Ramírez reunió los tres expedientes y los recorrió de punta a cabo hasta que empezaron a bailarle los nombres en la cabeza. Antes de entrar a ver al comisario ya sabía el resultado de la entrevista. No llevaba ni el menor dato objetivo ni una hipótesis mínimamente verosímil que vinculara los casos entre sí. Eso sólo podía significar una cosa: que todavía no había aparecido el nexo, que había que seguir buscando. Entendía la postura de su jefe; él probablemente habría hecho lo mismo de estar en su lugar, pero ni por un momento se le ocurrió pensar que estuviese en lo cierto. Veinte años en el Cuerpo le habían enseñado que una cosa es lo razonable y otra lo verosímil. Tres viudas húngaras en dos semanas, cada una por su lado. Ni hablar. Ni de coña.

viernes, 9 de octubre de 2009

Hurt




Ignoro por qué improbables cauces le llegó esta canción a Johnny Cash, pero a la vista del resultado me atrevería a hablar de un destino cumplido. Trent Reznor, el talentoso líder de Nine Inch Nails, no podía saber cuando la compuso lo que el viejo rey del country iba a hacer con ella, pero una vez que oyó la versión tuvo la certeza de que ya no le pertenecía, y así lo sigue diciendo con humildad sincera en cada entrevista: he completely owned it, it’s his song now; I haven’t heard my version since.

Johnny Cash agarra lo que era un himno a la angustia adolescente y lo convierte en una mirada atrás cargada de dolor y sabiduría. El adicto inmaduro y genialoide que transforma su dolor en belleza siempre conservará su atractivo, pero la presencia rocosa, dolorida y a pesar de todo serena de un hombre hecho –terminado- que mira a la muerte de frente y se echa a las espaldas lo vivido tiene una reverberación infinitamente más seria y compleja.

Bastaría con esa voz profunda, poderosa aún pero amenazada de quebrarse en cualquier momento, con la manera en que va soltando las riendas de la emoción muy poco a poco, resistiéndose al abandono, acompañado por un arreglo poderoso y pregnante. Pero el verdadero milagro se produce con el video. Mark Romanek consiguió, con la complicidad de un Cash que se dejó rodar sin filtros, indefenso y vencido, una de las piezas más conmovedoras que uno haya visto nunca; el anciano que se aferra a esa guitarra negra fue un día el hombre que nos muestran las imágenes intercaladas: un tío poderoso, viril, despreocupado, un cabrón egocéntrico que debió dejar mucho sufrimiento a su paso. Sabe que el pasado no tiene remedio, sabe que si volviera a nacer volvería a hacer lo mismo. Lo que le queda no es arrepentimiento ni orgullo, sino más bien la fiera dignidad de asumir su recorrido: este he sido yo, este soy yo. Y duele.

jueves, 8 de octubre de 2009

Lo que se dice tener ojo

Al día siguiente de comprarme un libro de relatos de una escritora rumana... le dan el Premio Nobel a otra.

Pues que conste que, sin haber leído a Müller, y tras sólo dos (fabulosos) cuentos de Blandiana, me gusta mucho más esta. Dónde va a parar.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Arranques, II

Es difícil precisar cuándo exactamente comenzó a perder influencia el Sublime Consejero Imperial X’uan. Una caída tan rotunda y definitiva como la que pudimos presenciar la noche pasada, atónitos, los pocos que habíamos acudido a la clausura del Festival de las Flores (aún recuerdo cuando esas ceremonias congregaban a miles; entonces estaban mucho mejor organizadas, es cierto, resulta difícil culpar al público por desertar de espectáculos tan chapuceros como los que se vienen ofreciendo últimamente, pero, en mi humilde y desautorizada opinión, la pérdida de interés es anterior en el tiempo y causa precipitante del descenso en la calidad de los festivales, y no al contrario) no puede deberse a un solo incidente. Una caída así ha de fraguarse poco a poco a lo largo de meses, tal vez años; si lo pensamos bien concluiremos que tiene que haberse empezado a gestar precisamente en los momentos de mayor esplendor de su figura, cuando no había piedra lo bastante pequeña en el imperio, rincón suficientemente alejado, ciudadano cuya insignificancia (me viene a la memoria el caso de mi pariente lejano, el herrero H’ueng, que se encontró su taller clausurado una mañana por decreto inapelable en que se detallaban, una a una, las estafas mínimas que había cometido –escamotear el material de primera, restar un suspiro de espesor a las herraduras, enredar un poquito con el peso- a lo largo de quince años de por lo demás modesto ejercicio, y que al ir a reclamar supo por un secretario que la requisitoria era de puño y letra del Magnánimo Consejero, que no había funcionario intermedio a quien elevar una queja y que mejor dejarlo estar) escapara a su férreo y minucioso control. Ya entonces tuvo que haber algún gesto en apariencia irrelevante, un desaire mínimo, un ir imperceptiblemente más allá en su autosuficiente mangoneo de lo que convenía a su posición siempre equívoca desde el punto de vista dinástico. Pero hizo falta, de ello estoy seguro, un elemento activo que pusiera la semilla de la desconfianza, un susurro en apariencia trivial al oído del Emperador (era tan indolente como dicen, sí, yo lo he visto hacerse trasladar en palanquín de una sala a otra, dictar cartas íntimas y obscenas a secretarios por no tomar la pluma, ordenar que le construyeran un pabellón para quedarse a dormir en un rincón del jardín donde le había sorprendido el atardecer) para echar a rodar la trama que vimos con horror terminar anoche.

Ahora bien, sostener como han hecho algunos que este miserable gusano, este insignificante engranaje de la gloriosa máquina administrativa del Imperio, este pobre infeliz que sólo aspira a jubilarse en su minúscula hacienda de Xaijing pudiera tener algo que ver en la destitución, humillación pública y desmembramiento por tracción de cuatro caballos que sufrió el Glorioso (no me acostumbro a retirarle el tratamiento a pesar de la circular interna al respecto) Consejero Imperial X’uan es un delirio incalificablemente absurdo, una invención maliciosa de cortesanos aburridos, una infamia a la que ustedes, honestísimos y clarividentes miembros de la Comisión, no pueden conceder más crédito que al viento que serpentea en la noche por los callejones del barrio portuario.

martes, 6 de octubre de 2009

Arranques, I

Hay días que amanecen con inminencias de catástrofe, días nublados y ominosos en que el cielo parece gravitar como un bloque solidificado a pocos metros de nuestras cabezas, días complicados de atravesar, con esquinas enconadas e inopinados escalones. Hay días en que los encuentros banales se revisten de una incomodidad viscosa, las conversaciones parecen campos de minas, los intercambios más sencillos nos hacen sentir víctimas de estafas demasiado ridículas para protestar por ellas. Hay días en que nos pesa hasta el aliento, días en que percibimos dolorosamente el funcionamiento de las tripas, en que parece que hay que mover cada palanca interna para que las funciones normalmente automáticas no se detengan o salgan de madre.

El día en que a Salvador Olite se le vino el mundo abajo no era uno de esos.

Trata de arrancarlo...

Me regañan con razón por no escribir. Indago en las causas de esta ya preocupante sequía y encuentro una razón o excusa: soy incapaz de rematar nada. Siguiendo mi costumbre de eludir al enemigo mejor que vencerlo, se me ha ocurrido ponerme a escribir arranques de relatos sin pretensión de continuidad, como gimnasia si se quiere, aunque con la vaga esperanza de que valgan algo por sí mismos. A ver lo que da de sí esta idea.

viernes, 2 de octubre de 2009

Como en casa

Este tajante, demoledor, irrefutable artículo de David Brooks se le puede aplicar perfectamente al fenómeno de simbiosis (en declive, deo gratias) entre el PP y la radio lunática.