miércoles, 7 de octubre de 2009

Arranques, II

Es difícil precisar cuándo exactamente comenzó a perder influencia el Sublime Consejero Imperial X’uan. Una caída tan rotunda y definitiva como la que pudimos presenciar la noche pasada, atónitos, los pocos que habíamos acudido a la clausura del Festival de las Flores (aún recuerdo cuando esas ceremonias congregaban a miles; entonces estaban mucho mejor organizadas, es cierto, resulta difícil culpar al público por desertar de espectáculos tan chapuceros como los que se vienen ofreciendo últimamente, pero, en mi humilde y desautorizada opinión, la pérdida de interés es anterior en el tiempo y causa precipitante del descenso en la calidad de los festivales, y no al contrario) no puede deberse a un solo incidente. Una caída así ha de fraguarse poco a poco a lo largo de meses, tal vez años; si lo pensamos bien concluiremos que tiene que haberse empezado a gestar precisamente en los momentos de mayor esplendor de su figura, cuando no había piedra lo bastante pequeña en el imperio, rincón suficientemente alejado, ciudadano cuya insignificancia (me viene a la memoria el caso de mi pariente lejano, el herrero H’ueng, que se encontró su taller clausurado una mañana por decreto inapelable en que se detallaban, una a una, las estafas mínimas que había cometido –escamotear el material de primera, restar un suspiro de espesor a las herraduras, enredar un poquito con el peso- a lo largo de quince años de por lo demás modesto ejercicio, y que al ir a reclamar supo por un secretario que la requisitoria era de puño y letra del Magnánimo Consejero, que no había funcionario intermedio a quien elevar una queja y que mejor dejarlo estar) escapara a su férreo y minucioso control. Ya entonces tuvo que haber algún gesto en apariencia irrelevante, un desaire mínimo, un ir imperceptiblemente más allá en su autosuficiente mangoneo de lo que convenía a su posición siempre equívoca desde el punto de vista dinástico. Pero hizo falta, de ello estoy seguro, un elemento activo que pusiera la semilla de la desconfianza, un susurro en apariencia trivial al oído del Emperador (era tan indolente como dicen, sí, yo lo he visto hacerse trasladar en palanquín de una sala a otra, dictar cartas íntimas y obscenas a secretarios por no tomar la pluma, ordenar que le construyeran un pabellón para quedarse a dormir en un rincón del jardín donde le había sorprendido el atardecer) para echar a rodar la trama que vimos con horror terminar anoche.

Ahora bien, sostener como han hecho algunos que este miserable gusano, este insignificante engranaje de la gloriosa máquina administrativa del Imperio, este pobre infeliz que sólo aspira a jubilarse en su minúscula hacienda de Xaijing pudiera tener algo que ver en la destitución, humillación pública y desmembramiento por tracción de cuatro caballos que sufrió el Glorioso (no me acostumbro a retirarle el tratamiento a pesar de la circular interna al respecto) Consejero Imperial X’uan es un delirio incalificablemente absurdo, una invención maliciosa de cortesanos aburridos, una infamia a la que ustedes, honestísimos y clarividentes miembros de la Comisión, no pueden conceder más crédito que al viento que serpentea en la noche por los callejones del barrio portuario.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El motor suena bien.

Sirwood