martes, 26 de enero de 2010

Tercera cultura

Por una de esas coincidencias menores que tanto me gustan, estaba yo a punto de llegar al capítulo de astronomía de The canon, un libro de divulgación científica escrito por Natalie Angier con la chispeante prosa cargada de aliteraciones y juegos de palabras típica del NYT (lo recomiendo vivamente para todo el que admita de buena fe que necesita saber más de ciencias), cuando me salta a la cara un anuncio de la tele en que unos cosmonautas rusos de una estación espacial dicen estar a ¡miles de años luz! de la Tierra.

Si hubieran atribuido a Quevedo lo de las oscuras golondrinas los teléfonos habrían echado humo, las redacciones se habrían llenado de cartas al director y en los desayunos de funcionarios le habrían cortado un traje al publicista por su abismal, intolerable ignorancia. Y no me parece que la burrada sea menor, la verdad.

Una reseña

En el blog Libros y Viajes, de la agencia-librería De Viaje, Miguel Briongos ha escrito esto.

sábado, 23 de enero de 2010

Golden Age

Estoy viendo la entrega de los Globos de Oro, y recuerdo un artículo que escribió Javier Marías, hace unos años, tras ver la ceremonia de los Oscar. Venía a decir esto: los miro allí reunidos, guapos y sonrientes, y no puedo evitar que me parezcan unos farsantes, unos intrusos que se han aprovechado de un descuido de las verdaderas estrellas para colarse en sus sitios.

Tenía razón. Cuarenta años antes Bette Davis le peleaba el premio a Katherine Hepburn, Howard Hawks a Alfred Hitchcock. ¿Qué tenemos ahora? ¿Meryl Streep contra Jodie Foster, Tarantino contra Cameron?

Pero estos premios se dan también a la televisión. El principal, el de mejor serie dramática ha subido a recogerlo el creador de Mad Men. Se lo ha ganado a Big Love, a Dexter, a House (cuyos dos últimos capítulos del año pasado deberían enseñarse n las escuelas de narrativa). La edad de oro de la tele no es un tópico, es justamente esto.

domingo, 17 de enero de 2010

Avatar y la madre tierra

A Ross Douthat, católico norteamericano, le ha preocupado de Avatar su mensaje panteísta. A mí me preocupó mucho más que con tantísimo dinero y tecnología tan maravillosa se pueda realizar semejante pestiño (bellísimo pestiño, por otra parte, vale la entrada con creces). Pero vayamos al argumento del columnista, que tiene algún interés. Dice Douthat que una versión más o menos difusa del panteísmo se ha convertido en la vertiente espiritual por defecto de Hollywood, y cita en su apoyo una lista de películas que va de Pocahontas a Bailando con Lobos, pasando por el concepto lucasiano de La Fuerza (se le ha pasado la muy inquietante El Incidente, de Night Shyamalan). Y no le extraña este éxito: encuentra que la vaga noción de un mundo empapado en divinidad con el que uno debe fundirse es más fácil de manejar que la idea de un dios personal con un hijo nacido de virgen que muere y resucita, no metafóricamente sino de verdad. Detecta además que la amenaza de un desastre climático ha proporcionado al culto de la naturaleza lo que le estaba faltando: la amenaza de un Apocalipsis purificador y una lista de pecados con que estigmatizar al infiel.

El diagnóstico me parece agudo y atinado: no me extrañará que en las próximas decadas proliferen los cultos de este tipo, pero más probable aún es que las nociones de espíritu de la Tierra, red biológica, comunión natural se vayan afirmando en las mentalidades religiosas, sin desplazar al conjunto de creencias de cada uno (que todo ello sea contradictorio no parece una dificultad para tales mentalidades). Ya conoce uno bastante gente que declara no creer en la religión oficial pero sí en algo, sin saber definir lo que es, y la Madre Tierra parece estarse posicionando bastante bien para ocupar ese hueco.

Ahora bien, dejando de lado la principal objeción, que comparto con Douthat (la naturaleza es monstruosa, el estado natural es una agonía continua de la que venimos huyendo desde que un bisabuelo nuestro cogió una piedra afilada para desollar al bisabuelo de un buey), no puedo encontrarle racionalmente nada de malo a este desplazamiento. Como el mismo columnista reconoce, la idea de una trama global interconectada de pensamientos y sensaciones a distintos niveles es bastante más digerible por la razón que un tío con barba que está en todas partes. El panteísmo, en su versión histórica o en la new age, se parece tan poco a una religión que Dawkins ha podido llamarlo a sexed-up atheism. Una religión vaga y difusa debería ser más inmune que las de toda la vida al fanatismo, a la intransigencia, a la legitimación de la violencia contra el infiel. No me imagino a nadie volando un avión en nombre de la madre tierra.

(Aunque también se puede argumentar, en sentido contrario, que bastante tiempo ha costado desgastar el cristianismo hasta su actual, inofensiva versión, que fíjate todavía el Islam cómo está después de doce siglos, como para ahora vérnoslas con una recién hecha)

En cualquier caso, y volviendo a Avatar y su mensajito de todos-somos-uno, me ocurre lo siguiente: aunque racionalmente me parece bien toda evolución hacia lo difuso e indeterminado de las mentalidades religiosas, a un nivel visceral es que no puedo con ello, me dan ganas de emprenderla a collejas con todos los abrazaárboles hasta que se les quiten las tonterías de la cabeza, y termino acordándome de una de mis frases de cabecera, debida no sé si a Azcona o a Berlanga: no creo en dios, que es el único verdadero, y voy a creer en esas mamarrachadas.

Preguntas incómodas

Vale, definitivamente no van a juzgar (no es que fuera muy probable) a Patxi por reunirse con ETA hace un año. Y está bien que así sea, menudo marrón si no.

Pero, ¿no habrá nadie que le pregunte cómo fue que se le ocurrió hacerlo, si cree que hizo bien, si volvería a hacerlo o, ya puestos, cómo es que no lo está haciendo? Estoy seguro de que tiene una explicación estupenda para todo ello, y es una pena que la proverbial deferencia del periodismo español nos prive de escucharla.

jueves, 14 de enero de 2010

El coronel ¿no tiene quien le escriba?

Desde la fachada de cada edificio importante, encaramado a las medianeras, jalonando la carretera del aeropuerto en carteles sobre postes cada cien metros, el Coronel Gadaffi nos sonríe paternalmente enfundado en su túnica blanca, las manos juntas a la altura de la barbilla. O con un uniforme vagamente militar abre los brazos –los puños siempre cerrados- para dejar ver el extraño estampado con rostros de jóvenes que le cubre el pecho. O joven él mismo y sonriente, en vaqueros y camisa inmaculada, se come el mundo como un cantante pop en gira triunfal. O disfrazado de africano, como si no lo fuera, contempla ensoñador una improbable carabela que surca los mares empapelada con lo que suponemos son todas las banderas del continente. O rijoso y condescendiente, en un fotomontaje, mira cómo Berlusconi alarga las lascivas manos hacia las tetas de una Venus de mármol. O con gafas oscuras hace como que escruta un horizonte lejano mientras patrocina, en el pie de foto, a Vodafone, a Repsol, a Daewoo.

Gadaffi es un tipo peligrosamente seductor, uno de esos individuos que manejan en su provecho, en lugar de esconderlos, los rasgos más ridículos de su persona. Es necesario esforzarse continuamente para no encontrarlo simpático, como hay que estarse muy encima para no tomar a Fidel por un abuelete inofensivo y pelmazo o a Kim Jong Il por ese tío materno medio loco que nos salva cada año, imitando a Raphael o tragándose un matasuegras, de morir de aburrimiento en las reuniones de navidad. La mera duración les confiere a estos fantoches un aura novelesca: no podemos evitar verlos con nostalgia anticipada como a los últimos excéntricos de un mundo sin excéntricos. Cómo no regocijarse ante el ejército de amazonas que protege al Coronel, cómo no reir socarrones cada vez que el viejo barbudo le endilga a una delegación desprevenida seis horas de discurso, cómo no elevar el tupé desaforado de Kim a icono pop.

En las fotos más recientes Gadaffi tiene el aspecto de una maricona vieja, de un transformista que recién terminada la función en un sórdido bar de carretera se hubiera desmaquillado a toda prisa y con mala luz. Si Kim Jong Il es Liberace y Fidel el abuelo Cebolleta, Gadaffi es definitivamente Sara Montiel.

(Cuando el Coronel estaba en la cumbre de su maldad, la madre del viajero solía decir, tras cada atrocidad detalladamente expuesta en el telediario: pero hay que reconocer que es un hombre muy atractivo).

Gadaffi ha sabido, como los grandes villanos del cómic –como el Doctor Muerte uniendo fuerzas con Reed Richards ante cualquier eventual amenaza alienígena, como Magneto haciéndose cargo de la Escuela de Westchester mientras Xavier estaba catatónico– dar un giro insospechado y radical a su carrera hasta entonces inmaculadamente malvada. Decidido impulsor de un flamante Eje del Bien formado por él solo, Gadaffi se fotografía ahora con todo mandatario que se ponga a tiro, dispensa su mensaje de paz a auditorios de hermosas muchachas, presta su imagen para promocionar proyectos residenciales de lujo homologablemente occidental.

(Antes de llegar al hotel el viajero ha decidido ya, recordando el consejo de otro fantoche longevo de voz aflautada, no meterse en política. De aquí en más se dedicará a lo que sabe hacer mejor, mirar y anotar).

miércoles, 13 de enero de 2010

lunes, 11 de enero de 2010

De vuelta

Se acabó el paseo por ahora.Les dejo un bonito atardecer.

viernes, 8 de enero de 2010

A petición


¿Te vale il Corpo di Marina, Rosa?
Y en cuanto al transporte de muebles, he visto esto:

Más venecianos



Antivespasiani

Si no fuera por Tiziano Scarpa los habría pasado por alto:

En algunos ángulos apartados puedes reparar en misteriosas protuberancias en piedra, en ladrillo visto o enfoscado, o incluso en hierro forjado. Comencemos por describirlas. Posición: se encuentran en los recodos de las calles, entre los muros que forman ángulo recto; pero hay una incluso en lo alto de un puente, sobre el Campiello de San Rocco, en hierro forjado. Altura: poco más de un metro. Forma: las de piedra se parecen a un tejado a dos aguas, las de ladrillo a un cuarto de cúpula enana, abombada, a una rodaja gigante de foccacia, un buen trozo de pannetone. Las que son de hierro tienen bultos panzudos y puntas de lanza amenazadoras. ¿Para qué sirven? Disuaden a los humanos de hacer pipí. El metal puntiagudo se comenta solo. El funcionamiento de los mecanismos de tejado y cúpula, sin embargo, es más ingenioso: están proyectados para hacer rebotar el chorro sobre el maleducado de turno, y sobre todo para revertirle a los pies sus propios arroyuelos de pipí.



martes, 5 de enero de 2010

El paseante, en Venecia

Aprovecho una conexión pirateada que va y viene para mandar un saludo desde la Serenísima. Tal como le decía a Don Sartine en la entrevista que enlacé ahí abajo, tenía yo un picor con Venecia y aquí me he venido, a pasearla y fotografiarla y cuadernarla. Ya sé que es como echar agua al mar, pero el gusto para mí se queda.

Tenía la intención de ir colgando apuntes diariamente aquí en el blog, pero ya saben, de buenas intenciones están empedradas las calles de esta ciudad. Les diré que me estoy dedicando, además de a ver palacios e iglesias de la manera sistemática y disciplinada que me distingue, a perseguir a la fauna local con afán de entomólogo. El veneciano es una criatura furtiva y desconfiada, pero gracias al nuevo objetivo que me han traído anticipadamente los reyes he podido captarlo en su hábitat natural. Les dejo algunas muestras, y mañana o pasado, si son buenos y comentan (y si la conexión lo permite) les pondré algo de las piedras venerables que cantó Ruskin.