–Dos puede ser casualidad, pero tres no es posible. Tiene que haber gato encerrado. No sé dónde ni cómo, pero tiene que haberlo.– El inspector Ramírez se abanicaba furiosamente con una carpeta, sin dejar de enredar con el tercer botón de la camisa: no se atrevía a desabrochárselo delante del comisario, pero tampoco se resignaba a dejarlo estar.
–No diga tonterías, inspector, ni siquiera son tres. Sólo las dos primeras son víctimas, no mezclemos peras con manzanas.– El comisario no parecía notar el calor, ni se dejaba alterar por la vehemencia de su subordinado. Tampoco parecía impresionarle la inverosimilitud de la coincidencia. A decir verdad, al comisario no le había impresionado nada desde el día en que llegó a ocupar ese despacho. Se enfrentaba a las crisis como a la rutina diaria, con la estólida eficiencia de una grapadora alemana, y hasta ahora los resultados le iban acompañando. En el tono funcionarial y desprovisto de inflexiones de un operador telefónico (un soniquete que parecía adoptar ex profeso de vez en cuando para poner nervioso a Ramírez) fue desgranando los motivos por los que no había lugar para sospechas extravagantes. Un tímido intento de réplica fue cortado de raíz por el expeditivo gesto de igualar el puñado de folios golpeándolo de canto sobre la mesa. –Mera coincidencia, ya le digo. Investigue sólo el asesinato, los otros dos casos están cerrados.– Le tendió los papeles, dando la conversación por terminada como quien desconecta una radio. –Y desabróchese ese botón de una vez, hombre.
Cerrados mis cojones, se iba diciendo Ramírez camino de su mesa. Y el caso es que tiene razón, que no hay relación alguna a primera vista, ni a segunda. Pero joder, tres viudas húngaras en dos semanas. En Moratalaz. ¿Cuántos húngaros habría en total, en Moratalaz, o en Madrid entero si vamos a ello? Cuando fueron a la casa de empeños por el robo fallido fue Poveda el primero que se acordó de la apaleada. Andrea Kovacs. Se había casado con un africano quince años más joven. Su primer marido, con el que había llegado a Madrid hacía apenas dos años, se le murió al poco de llegar. Apareció medio muerta en una cuneta, reventada a golpes. Al negro lo encontraron en seguida, iba hasta las cejas de crack, no costó mucho hacerle confesar. La almoneda que intentaron robar tres días más tarde tenía un rótulo de esos antiguos, letras blancas cuadradas sobre fondo rojo: Compro oro, y en pequeñito debajo, Viuda de Kuranyi, desde 1956. Eso es húngaro, había dicho Poveda nada más verlo. Tenía esa cosa de los idiomas, le gustaban. Así que dos viudas húngaras en una semana, sí, pero una relativamente joven y en coma, y la otra bien viva, aunque hecha una pasa. Y qué lengua, más castiza que todos nosotros. No había quien la callara, se le había metido en la cabeza que era cosa de la nuera, con un amante que se había echado (resultó que tenía razón, por cierto). Total, nada que ver la una con la otra. Ni conocidos comunes siquiera. El comisario había puesto la cuestión en los términos más razonables: ningún policía en su sano juicio habría vinculado un caso con el otro. Hasta que apareció Krisztina.
Vino a denunciar la desaparición de su marido. Con el tiempo acabará contando que lo intuyó nada más verla, o que lo supo por el acento, pero lo cierto es que no se le pasó por la cabeza que fuese húngara hasta que no leyó la ficha con sus datos. Otras cosas se le pasaron, más bien, con semejante bellezón de pie ante el mostrador: pómulos altos, ojos negros, agitanados, brillantes de llanto, un culo que reventaba los vaqueros. Le ofreció un pañuelo, la hizo pasar adentro, incluso debió dedicarle alguna torpe fórmula de ánimo, más azarado por la rechifla general que intuía a sus espaldas que por la presencia (a vosotros habría que veros aquí) incómodamente próxima y temblorosa de la muchacha. El marido, Macowecz Bela (Ramírez acabaría por familiarizarse con esa manera de escribir los nombres, el apellido delante), trabajaba de taxista; aquella noche no había acudido al relevo, y a la mañana siguiente seguía sin dar señales de vida. Estaba segura de que tenía que haberle pasado algo. El inspector estaba mucho menos seguro, pero a ver cómo se lo decía mirándola a esos ojazos. Además, las palabras viuda húngara flotaban en el ambiente con insidiosa pertinacia. Por una u otra razón, en vez de darle largas al asunto hasta que el taxista apareciese había ordenado una búsqueda intensiva.
Esa misma tarde lo encontraron en la Casa de Campo, con un tiro en la cabeza. En cuanto lo supo, Ramírez reunió los tres expedientes y los recorrió de punta a cabo hasta que empezaron a bailarle los nombres en la cabeza. Antes de entrar a ver al comisario ya sabía el resultado de la entrevista. No llevaba ni el menor dato objetivo ni una hipótesis mínimamente verosímil que vinculara los casos entre sí. Eso sólo podía significar una cosa: que todavía no había aparecido el nexo, que había que seguir buscando. Entendía la postura de su jefe; él probablemente habría hecho lo mismo de estar en su lugar, pero ni por un momento se le ocurrió pensar que estuviese en lo cierto. Veinte años en el Cuerpo le habían enseñado que una cosa es lo razonable y otra lo verosímil. Tres viudas húngaras en dos semanas, cada una por su lado. Ni hablar. Ni de coña.
–No diga tonterías, inspector, ni siquiera son tres. Sólo las dos primeras son víctimas, no mezclemos peras con manzanas.– El comisario no parecía notar el calor, ni se dejaba alterar por la vehemencia de su subordinado. Tampoco parecía impresionarle la inverosimilitud de la coincidencia. A decir verdad, al comisario no le había impresionado nada desde el día en que llegó a ocupar ese despacho. Se enfrentaba a las crisis como a la rutina diaria, con la estólida eficiencia de una grapadora alemana, y hasta ahora los resultados le iban acompañando. En el tono funcionarial y desprovisto de inflexiones de un operador telefónico (un soniquete que parecía adoptar ex profeso de vez en cuando para poner nervioso a Ramírez) fue desgranando los motivos por los que no había lugar para sospechas extravagantes. Un tímido intento de réplica fue cortado de raíz por el expeditivo gesto de igualar el puñado de folios golpeándolo de canto sobre la mesa. –Mera coincidencia, ya le digo. Investigue sólo el asesinato, los otros dos casos están cerrados.– Le tendió los papeles, dando la conversación por terminada como quien desconecta una radio. –Y desabróchese ese botón de una vez, hombre.
Cerrados mis cojones, se iba diciendo Ramírez camino de su mesa. Y el caso es que tiene razón, que no hay relación alguna a primera vista, ni a segunda. Pero joder, tres viudas húngaras en dos semanas. En Moratalaz. ¿Cuántos húngaros habría en total, en Moratalaz, o en Madrid entero si vamos a ello? Cuando fueron a la casa de empeños por el robo fallido fue Poveda el primero que se acordó de la apaleada. Andrea Kovacs. Se había casado con un africano quince años más joven. Su primer marido, con el que había llegado a Madrid hacía apenas dos años, se le murió al poco de llegar. Apareció medio muerta en una cuneta, reventada a golpes. Al negro lo encontraron en seguida, iba hasta las cejas de crack, no costó mucho hacerle confesar. La almoneda que intentaron robar tres días más tarde tenía un rótulo de esos antiguos, letras blancas cuadradas sobre fondo rojo: Compro oro, y en pequeñito debajo, Viuda de Kuranyi, desde 1956. Eso es húngaro, había dicho Poveda nada más verlo. Tenía esa cosa de los idiomas, le gustaban. Así que dos viudas húngaras en una semana, sí, pero una relativamente joven y en coma, y la otra bien viva, aunque hecha una pasa. Y qué lengua, más castiza que todos nosotros. No había quien la callara, se le había metido en la cabeza que era cosa de la nuera, con un amante que se había echado (resultó que tenía razón, por cierto). Total, nada que ver la una con la otra. Ni conocidos comunes siquiera. El comisario había puesto la cuestión en los términos más razonables: ningún policía en su sano juicio habría vinculado un caso con el otro. Hasta que apareció Krisztina.
Vino a denunciar la desaparición de su marido. Con el tiempo acabará contando que lo intuyó nada más verla, o que lo supo por el acento, pero lo cierto es que no se le pasó por la cabeza que fuese húngara hasta que no leyó la ficha con sus datos. Otras cosas se le pasaron, más bien, con semejante bellezón de pie ante el mostrador: pómulos altos, ojos negros, agitanados, brillantes de llanto, un culo que reventaba los vaqueros. Le ofreció un pañuelo, la hizo pasar adentro, incluso debió dedicarle alguna torpe fórmula de ánimo, más azarado por la rechifla general que intuía a sus espaldas que por la presencia (a vosotros habría que veros aquí) incómodamente próxima y temblorosa de la muchacha. El marido, Macowecz Bela (Ramírez acabaría por familiarizarse con esa manera de escribir los nombres, el apellido delante), trabajaba de taxista; aquella noche no había acudido al relevo, y a la mañana siguiente seguía sin dar señales de vida. Estaba segura de que tenía que haberle pasado algo. El inspector estaba mucho menos seguro, pero a ver cómo se lo decía mirándola a esos ojazos. Además, las palabras viuda húngara flotaban en el ambiente con insidiosa pertinacia. Por una u otra razón, en vez de darle largas al asunto hasta que el taxista apareciese había ordenado una búsqueda intensiva.
Esa misma tarde lo encontraron en la Casa de Campo, con un tiro en la cabeza. En cuanto lo supo, Ramírez reunió los tres expedientes y los recorrió de punta a cabo hasta que empezaron a bailarle los nombres en la cabeza. Antes de entrar a ver al comisario ya sabía el resultado de la entrevista. No llevaba ni el menor dato objetivo ni una hipótesis mínimamente verosímil que vinculara los casos entre sí. Eso sólo podía significar una cosa: que todavía no había aparecido el nexo, que había que seguir buscando. Entendía la postura de su jefe; él probablemente habría hecho lo mismo de estar en su lugar, pero ni por un momento se le ocurrió pensar que estuviese en lo cierto. Veinte años en el Cuerpo le habían enseñado que una cosa es lo razonable y otra lo verosímil. Tres viudas húngaras en dos semanas, cada una por su lado. Ni hablar. Ni de coña.
3 comentarios:
Seguro que a Ramirez le vendría de perlas que el comissario Brunetti, y su eficasísima secretaria, la señorita Elettra, le echaran un cable. Moratalaz o Venecia, hoy en día tampoco hay tantas diferencias. Desafortunadamente, también Guido Brunetti tiene un patán por jefe que le hace la vida imposible: el vice questore Patta.
Yo soy más de Montalbano, que también tiene que aguantar a un signore e questore tocapelotas, pero que cuenta, además de con unos sbirri imposiblemente leales, despiertos y valientes, con el incomparable Catarella, el personaje con el que más me he reído mundialmente en los últimos años.
No puedo leer nada relativo al género negro sin recomendar a Fred Vargas, con su colección casi interminable de personajes deliciosos y estrafalarios, sus tramas imposibles y negligibles... en fin, que muy bien.
Y mi comisario predilecto, Kostas Jaritos, ateniense, pero, ojo, sólo en su súbita y deslumbrante aparición en el mundo (la primera novela), luego queda lamentablemente dulcificado.
Saludos.
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