jueves, 25 de septiembre de 2008

Oro

Una lección que no tenemos más remedio que aprender en la literatura japonesa, de tan a menudo y con tanta convicción como se nos pone delante, es la extrema seriedad con que se toman (o se tomaban) en esa parte del mundo el arte y la belleza. El empeño en discernir el menor matiz de las sensaciones, el fastidioso desdén con que Shonagon descarta cualquier disonancia a nuestros ojos insignificante, la fascinación emocionada que embarga a Tanizaki ante un sombrío vaso raku o su exhilarante y contagioso entusiasmo por las sensaciones que procura cagar en una cabina de madera en el campo frente a la triste y aséptica experiencia del inodoro, todo ello nos repite el mismo lema: no es oro todo lo que reluce, la belleza es escasa y ardua de disfrutar.

Un personaje de Kawabata recuerda en su lecho de muerte una danza perfecta que contempló hace años:

¡Demos gracias porque la luz de Buda ha brillado! Para Kuretake, la maestra de danza, la luz de Buda es la luz del arte… Cuando contemplo el rayo de luz de una obra de arte desaparecen todos los sufrimientos.
Estamos en el territorio de lo sagrado. Esa luz divina habrá quien la tome literalmente como manifestación de un orden sobrenatural o quienes la entendamos más bien como metáfora (del mismo modo que hablamos de alma y espíritu sin que nos conste su existencia real). Lo importante es que seguimos creyendo en ella y rastreando su brillo. Y donde seguro, pero seguro que no lo encontraremos por más reflectores que le pongan es en el becerro muerto, metido en formol y pintado con purpurina que Demian Hirst ha vendido por una obscena cantidad de dinero.

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