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martes, 20 de enero de 2009

El arte de bautizar (II)

A voleo y sin ninguna voluntad de exhaustividad daremos una vuelta por otras lenguas, usando como único criterio que los nombres nos hayan quedado en la memoria, en la esperanza aproximada de que eso sea síntoma de algo.

El respeto a la jerarquía obliga a empezar por Shakespeare, que, triste es decirlo, bautizaba con desgana y sin rigor: algunas excepciones de hermosa y oscura resonancia (Banquo, Caliban) no compensan la tópica mescolanza de nombres latinos y griegos, ni la bufonería elemental de sus apelativos villanos. Claro que no lo hacían mejor nuestros dramaturgos de la época con sus Fabios y Tellos. Si se piensa bien, en el teatro los personajes no se nombran apenas en voz alta. Bernard Shaw tenía un don para los nombres (Eliza Doolittle, Attie Utterword) a pesar de cierta tendencia muy inglesa a darles significado, como le ocurre también a Martin Amis: su triángulo Nicola Six- Keith Talent- Guy Clinch se mantiene magníficamente al borde del exceso de literalidad. Trono aparte merece el gran Oscar, aunque sólo fuera por el prodigioso hallazgo de Miss Prism o por la exactitud con que bautizó a ese último, tristísimo personaje suyo, Sebastièn Melmoth.

La literatura de Irlanda tiene a los nombres propios en la raíz, se alimenta de ellos y del jugo que desprenden: Conan, Brendan, Declan... Halloran, Moran, Behan; Lonigan, Donnegan, Monahan; y O’Hara, O’Meara (the green hills of Tara); Meagher, Gallagher, Maher; Sean, Finn, Liam; Connolly, Reilly, Donnelly... la sonoridad bellísima de las viejas baladas cabalga a lomos de esa nomenclatura endogámica y unifica en un aire de familia todo lo que va desde el idilio verde de Yeats hasta el costumbrismo urbano de Roddy Doyle.

Nadie negará que es un placer desenredar perezosamente la madeja de nombres, sobrenombres y patronímicos de las novelas rusas, aunque no nos atrevamos a distinguir, de entre tanto Sergeievich, Ostapova o Kurchakov, los que están bien puestos de los que no. Como tampoco me atrevería a decir si son nombres atinados y definitorios los de Julien Sorel, Lucien de Rubempré o el Vizconde de Valmont, tal es la sordera que padezco con respecto a la lengua francesa y sus matices.

En Italia el oído se va al Sur, a los novelones sicilianos, al arribismo trapacero del que no puede escapar un tipo llamado Calogero Sedera o la avaricia desdeñosa que destilan, aun sin ponerle el título, las sílabas del nombre de Don Blasco Uzeda. Y de los de ahora llama la atención el iridiscente Baricco, que practica el sistema de tomar un apellido existente y cambiarle unas letras (Poreda el boxeador, el sabio Bartleboom o Poomerang el amigo invisible). Unas veces funciona y otras no, como todos los trucos.

Nombres absurdos pero perfectos como Rollo Martins o Holly Golightly que fueron impiadosamente sustituidos en la pantalla por versiones más pedestres; nombres de extraña resonancia mítica como Queequeg y Tashtego, o de exquisita reverberación (Ada, your ardors and your arbors); nombres de colores, como los de la cuadrilla de Reservoir Dogs; de días de la semana como en el delirio conspiratorio de Chesterton...

Pero el personaje definitivo, el sujeto de lo más parecido que tenemos a unas Sagradas Escrituras no podía llevar por nombre más que una inicial opaca: el agrimensor y el acusado viven en nuestro inconsciente bajo el signo ominoso de la letra K.

El arte de bautizar (I)

Es un asunto que no está directamente relacionado con el talento, una gracia que se tiene o no se tiene; hay autores que nombran con desidia, como eligiendo al azar de la guía telefónica, y otros que parecen encontrar sin esfuerzo las sílabas comunes que dan existencia acreditada al personaje.

Cunqueiro es un proveedor incansable de nombres con sabor y olor, mientras que Valle- Inclán no acaba de atinar con la medida (le salen tópicos, como la niña Chole, o exagerados como don Latino de Híspalis). Baroja acierta sin esfuerzo sus apellidos vascos, seguramente porque son reales, y Galdós resulta en cambio inespecífico (entre Fortunata y Jacinta uno no consigue recordar cuál es cuál) cuando no increíblemente torpe: no se entiende cómo se puede crear un personaje tan espléndido y luego llamarlo Jenarita Barahona.

Cela era un entusiasta bautizador: sus articulillos para ABC no eran en el fondo más que un pretexto para ensartar esos nombres suyos, inconfundibles en su peculiaridad aunque fáciles de imitar (Don Tesifonte Ovejero, alias Flux; Matildita Coscollar Herráiz, viuda de Simpson...)

Torrente Ballester construye sobre meras iniciales coincidentes el edificio de su Saga-Fuga, pero los nombres de dudosos héroes (Jacinto Barallobre, Jesualdo Bendaña…) y malignos inquisidores (Don Acisclo, Don Apapucio) que sirven a la mecánica combinatoria son en sí portentosos.

Y si García Márquez apoya en los nombres (los Arcadios, Aurelianos y Úrsulas que se combinan por generaciones) los juegos de espejos de su genealogía, Cortázar cumple sin más el expediente con sus Brunos, Horacios y Elvinas perfectamente insípidos e intercambiables (precisamente él, que ideó la inquietante pesadilla de aquella comisión de la ONU en que todos se llamaban Félix). Borges, por su parte, escatima el esfuerzo con su antipático desdén por el trabajo de carpintería, pero clava de vez en cuando el estilete con inimitable exactitud: Emma Zunz, por ejemplo, es un nombre que justifica una literatura por sí solo.

Al final, como en todo lo demás, el mejor es Cervantes. Aldonza Lorenzo, Sansón Carrasco, Maritornes, Pedro Recio de Agüero (natural de Tirteafuera) son nombres que se adhieren al personaje y se vuelven inseparables de él. Sólo el hallazgo de Sancho Panza le valdría ya el puesto de honor. Don Quijote podría haberse llamado tal vez de otra forma, pero la identidad entre el nombre del escudero y su persona es de orden superior.

Simplemente rastreando los nombres de los personajes podemos recorrer todo el entramado de interacciones entre realidad y ficción de esa novela única. No sólo es que don Quijote los pase a todos por su filtro subversor (empezando por el suyo propio que queda en conveniente penumbra: Quijada, tal vez Quesada...), sino también que los personajes novelescos que le salen al paso tienen en la realidad de la Mancha o Sierra Morena nombres de novela (Dorotea, Andrenio...) tan inconsistentes como sus historias; o que en la corte de los duques bromistas apenas oímos un nombre verdadero, o que los inventados se imponen hasta el punto de que no nos consigamos acordar ahora mismo de cómo se llamaba en verdad (¡en verdad!) la Dueña Dolorida.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Pequeño comercio

En vista de que sigo poco resolutivo (no es que no escriba, tengo como ocho cosas en el aire a la vez y las voy lanzando y recogiendo a ver si se acaban solas),y de que me voy (ooootra vez) por esos mundos, les dejo un texto costumbrista de archivo.


Cuando se duermen siestas desmesuradas y se vive a contrapelo del horario normal uno se ve abocado a tratar con esa subespecie de tiendas abiertas todo el día que abunda tanto en nuestros centros históricos. En mi caso esto al menos no me supone andar muy lejos.

Nada más salir, a la izquierda, está el agujero inverosímil (apenas un portalillo) que regentan las Gnomas. Siempre de guardia a la puerta como espíritus tutelares de la calle, bajitas, infladas al borde de la deformidad, con sus caras de luna atezadas por la vida a la intemperie y erizadas de tremendos pelos en lugares donde ni los osos los tienen, las dos hermanas mellizas se turnan (es raro verlas juntas) en su tarea de vigilancia y control urbano, interrumpida raras veces por alguna ocasional transacción. La familia que las acompaña es variable en número e inextricablemente compleja en sus relaciones mutuas. Hay una anciana que suponemos ser la madre, aunque ni la menor sombra de parecido (si exceptuamos el bigote) autoriza tal presunción; no parece, en cualquier caso, ejercer ningún tipo de autoridad sobre las hermanas; se sienta sin rechistar en una silla de enea en el interior, dejando la ocupación de la acera para la Gnoma de turno.

Gnoma Uno (en adelante Gnoma Buena) atiende normalmente en solitario, aunque no es raro verla acompañada de uno o varios niños de vecinos. Tiene una sonrisa fácil y abarcadora, una benevolencia genérica que convierte su tramo de acera en una isla de placidez y buenos propósitos. Nunca he intercambiado con ella más de cuatro palabras, pero cuento siempre con su saludo afectuoso de gallina clueca; además, como cada vez que me pongo guapo me mira al pasar con ojillos chispeantes (y una vez que me puse smoking me siseó), no negaré que siento debilidad por ella.

A Gnoma Dos (en adelante Gnoma Dos) la acompaña en cambio un hombre anodino, de edad indefinida y constantes vitales próximas a la hibernación, un pasmarote que resulta inverosímil como marido pero no menos difícil de ubicar en cualquier otro rol. Jamás lo he visto contribuir en lo más mínimo al negocio (la bienintencionada hipótesis de que su presencia tenga una función intimidatoria se desvanece nada más echar un vistazo comparativo a los negros como montañas de los que teóricamente tendría que proteger el puesto), y aunque con ciertos parroquianos escogidos es capaz de desplegar una arrolladora charlatanería, lo normal es que permanezca encerrado en un mutismo al que hay que reconocerle la carencia total de hostilidad.

Ya es bastante hostil Gnoma Dos, para el caso. Tiene prácticamente los mismos rasgos de su hermana, pero resulta imposible confundirlas; como en los cuentos infantiles, su personalidad se construye por oposición y se refleja sin distorsiones en la expresión de la cara. Tan hosca y antipática como acogedora es la hermana, uno cruza de acera para evitar el trance de quedarse a medio saludo, congelado por una mirada de completa indiferencia. ¿Reserva quizá sus afectos para el núcleo familiar? Lo dudo; rara vez se le ve una muestra de interés humano, y hay que tener en cuenta que este extraño grupo pasa la mayor parte del día en su pequeño escenario, a la vista de todos.

Hay además una mujer viejísima que vive enfrente, asomada siempre que la salud se lo permite a la ventana de un bajo (cuando no está queda en el alféizar, como inquietante recordatorio, un muñeco incongruente, un bebé negro de ojos revirados). No está claro que pertenezca a la familia, pero Gnoma Buena tiene con ella ternuras de nieta preferida. El otro día la llevaba de paseo en silla de ruedas: en cuanto vio hueco en la acera se puso a corretearla: la vieja, rapada y minúscula, se reía con ojos de niña pequeña; GB, embalada, con la sonrisa de lado a lado, sacó tiempo para hacerme un saludito jubiloso con la ceja.

En lo que no se distinguen las hermanas es en la rapacidad. Los precios, como suele pasar en estas tiendas, van en función de la necesidad. Por una lata de cerveza un domingo de partido me cobran más de lo que me cuesta el satélite, y el hielo (nunca he conseguido que me llegue el hielo hasta el final, en las fiestas) se lo acabo pagando sin rechistar a precio de gin-tonic. Nunca tienen lo que uno quiere, y el sucedáneo cuesta el doble. El pan es de anteayer y las latas de conservas perennes en su estante (¿quién va a comprar berberechos de urgencia?) aparecen coronadas de una herrumbre más flagrante que sospechosa. Aunque es fácil y seguramente merecido el elogio del pequeño comercio, y aunque esta tiendecilla en particular sea completamente irrepetible con sus carteles recortados de embalajes y escritos a mano (“No se fía”, “Hay tabaco”), su tablón de anuncios gratuito que ML llama el internet del barrio y su insondable almacén bajo alguna escalera en que se adentran las Gnomas para salir al cabo del rato con las manos vacías, lo cierto es que uno, con toda la mala conciencia que se quiera, no ve la hora de que abran un Opencor.

viernes, 23 de mayo de 2008

Puntos de vista

-No te puedes imaginar lo que es aquello. Si no has salido nunca de la Tierra no tienes referencias. Los colores, las distancias… llanuras inmensas de arena púrpura, cordilleras amarillas de más de veinte mil metros recortadas perfectamente en el horizonte.

Acodados en la barandilla oteaban el bullicio de Times Square en la media noche. Desde hacía unos años, en Manhattan, lo último en bares era el llamado 14 feet over; los edificios del Theatre District (otra vez de moda tras la enésima reinvención) habían ido habilitando uno a uno sus primeras plantas, para después vincularlas entre sí con pasarelas que se fueron ampliando hasta convertirse en terrazas colgantes. Ahora, por las noches, una calle sobre la calle –ya había pontones sujetos por cables que cruzaban también la avenida– duplicaba el bullicio a ras de suelo, estableciendo una nada sutil división por pisos que hacía presumir a los más snobs de no tocar el suelo en varias semanas.

-Tuvimos que hacer el trayecto de tres días en el vehículo anfibio, rodeados de lava hirviente, pero desde luego merecía la pena; el cráter a la luz de las dos lunas es mucho más hermoso de lo que había podido imaginar por los folletos. Un escenario incomparable.

En verdad el entusiasmo de los turistas espaciales era la única manifestación de energía en la ciudad languideciente, pensó la muchacha, pálida y elegante en su vestido plateado; lástima que todos usaran los mismos adjetivos: la propaganda de las agencias podía ser desoladoramente monótona. De todas formas había que reconocer que el tipo traía un bronceado realmente magnífico; ¿dejaría pasar el vehículo anfibio los rayos U.V.A. o lo que fuera que irradiaran los cuatro o cinco soles de Orión?

-…la Federación está ofreciendo unas condiciones increíbles para emigrar; lástima que por ahora sólo haya demanda de obreros manuales. Sería maravilloso, ¿no crees? Un nuevo comienzo, lejos de toda esta… podredumbre.

Una sirena policial partió en dos con su agudo repentino el bloque compacto de ruido nocturno. En un minuto, justo bajo sus ojos, tres hombres de uniforme habían acorralado a un negro vestido con túnica y gorro de piel de cebra, y lo estaban apaleando rodeados de un corro de espectadores indecisos. Desde la seguridad de las terrazas con acceso vigilado, los jóvenes vestidos de fiesta se asomaban a contemplar la escena sin apenas disimular su excitación.

-¿Ves lo que te digo? -continuó él, con una nota de triunfo en la voz.– No tendría por qué ser así; en las colonias habrá una nueva oportunidad…

Ella sacó un cigarro y se quedó mirándolo como si de repente hubiera olvidado su modo de empleo. Él se precipitó a encendérselo; al saltar la llama el aire crepitó con un chisporroteo seco.

-No me acostumbro a la atmósfera ionizada; a veces pienso que era mejor la contaminación química –comentó ella con un mohín desganado. Él se rió sin entender.

-De todas formas, lo mejor fue la lluvia de meteoritos en el Extremo Sur de Betelgeuse. Resulta difícil describirlo con palabras; parecía que el cielo entero, pero no nuestro cielo sino una enorme bóveda rojo sangre cuajada de estrellas, se desplomara lentamente, en silencio, como un gigantesco copo de nieve.

Abajo, frente a ellos, una mujer deslumbrante caminaba cortando el aire con la majestad ausente de una gran duquesa en el exilio. Iba completamente vestida de blanco, desde los zapatos a la capa de armiño, y a primera vista resultaba difícil decidir a qué mezcla de razas se debían esos pómulos atezados, esos ojos verdes rasgados, inmensos. La rejilla del metro escupió una bocanada de humo justo delante suyo, y un foco del Teatro Minskoff, que debía haberse encendido especialmente para ella, silueteó su figura borrosa contra la pared oscura; nimbada de luz, hierática y perfecta, tuvo sin darse cuenta un instante de diosa. Todas las luces de los anuncios parecieron converger sobre ella; un taxista pakistaní frenó bruscamente en el cruce, con el semáforo en verde, y un mendigo que pasaba se quitó, lento y desmañado, el sombrero.

-Parece ser que sólo se da una vez cada catorce siglos. Es una lástima que no pudieras venir.

La muchacha le dedicó una sonrisa desmayada mientras apuraba el whisky que ya se le estaba aguando. Miró hacia abajo de reojo: la mujer había doblado la esquina y los luminosos volvían a brillar ajenos.

-Una verdadera lástima –dijo con voz soñolienta.

miércoles, 9 de abril de 2008

Un cuento chino

Ebria de aburrimiento o sublimidad, la princesa Cui-Ping-Sing discurre un juego que la rescate del paso del tiempo y de su propio carácter inane. Mojando su pluma en una cocción secreta escribirá un poema en el que ciertas palabras queden invisibles. A quien consiga adivinarlas le estarán destinadas enormes riquezas, la muerte al que fracase.

Los metros de la dinastía Han son flexibles y caprichosos, y la tradición proscribe la rima como propia de la lírica vulgar. El texto es, como la tinta en que está escrito, translúcido y volátil, ayuno de verbos e impreciso de contornos, de modo que el postulante no tendrá para apoyarse más que su intuición de las simpatías sutiles que se tienen las palabras, ecos que se llaman entre sí.

Muchos han probado suerte y entregado sus vidas a la gloria póstuma de una princesa que en vida no hizo nada por merecer su leyenda. Hace años que nadie sube las escaleras del templo donde monjes rapados velan por el cumplimiento de la apuesta infame. El hombre que llama ahora a las pesadas puertas no tiene nada de especial: ni un velo de fiera determinación ensombrece su mirada ni hunde sus hombros el peso de oscuras culpas. Su hablar es lento y desganado; no muestra impaciencia, pero disuade con un breve gesto al joven monje que ya empieza a recitarle las instrucciones. Las conoce bien: deberá escribir en seco, con la caña biselada, las seis palabras en los claros correspondientes del manuscrito. Si son correctas, aflorarán en color desvaído, y trasladadas en orden a un libro de claves decretarán su fortuna; si no, los espacios quedarán en blanco y será conducido al cadalso.

En el silencio circular de los monjes que han ido bajando al olor de la novedad, la punta parece rasgar el decrépito papel de arroz. El hombre tiende el papel al más cercano sin mirarlo, sin volverse. Apenas le ha tomado unos segundos. El papel circula de mano en mano hasta el superior que comprueba, transcribe y lee en voz alta:

-Que le corten igual la cabeza.

miércoles, 2 de abril de 2008

Elogio (insuficiente) de Corinto

A Corinto llega Edipo recién nacido y librado a la muerte, y allí se encuentra hijo de reyes, admirado y querido. Orestes vengador, exiliado, marcha también a Corinto donde conocerá la laxitud de los días ociosos y lentos, las ocupaciones placenteras, el dulce amor de Pílades exento de arrebatos.

No son los primeros ni los últimos: parece inevitable que acaben recalando allí quienes huyen de su tierra. En esa Corinto que se adivina provincial y un tanto ramplona es fácil imaginar que el que llega exiliado se convierte en seguida, merced a sus modales más complicados y a la impronta de su ciudad de origen (que siempre se antoja en la distancia rica y brillante), en cabeza y modelo de la juventud dorada. Sus dichos, sus andares, la clámide que llevan cogida a la izquierda con un alfiler de punta cuadrada se convierten en santo y seña de los lechuguinos primero y más tarde de todo el pueblo. Así aquel capitán de infantería lacedemonio que vino, prófugo, a poner taller de herrero (lo habían condenado a muerte en consejo de guerra por beber agua fresca de un regato en el propio casco): a los dos años de llegar sus eses arrastradas se habían incorporado tan firmemente al dialecto local que nadie recordaba ya su origen.

Claro que no todos los forasteros despiertan tanto entusiasmo. En el ágora, de vez en cuando, algún arbitrista cretense o sículo atrafagado de diagramas y maquetas con piezas móviles toma la palabra y expone un sistema disparatado para romper el istmo y permitir a las naves el paso. Es una antigua idea, esa del canal, y los más viejos sacuden la cabeza sin querer hacer demasiada burla: algunos de entre ellos, de jóvenes, también lo creyeron posible y pasaron noches en vela con el ábaco y las escuadras. No es que desdeñen el progreso: bien que dieron fondos sus mayores para el experimento con las pasas cuando el lidio aquel les convenció con pruebas y cifras (y no se puede decir que fuera dinero tirado al mar: aún viven, y muy bien, de aquella decisión). Pero en general a los corintios las novedades les gustan solamente inanes y tintineantes como los brazaletes dorados, livianos como el aire, que traen de Pérgamo y Samotracia. O negras y ominosas pero inofensivas, como las historias de matanzas en reinos lejanos.

Porque esta ciudad remisa a la guerra gusta de hacerse contar batallas. Cuando aquella locura de Troya enviaron, por cumplir, apenas diez naves bajo el mando de Agamemnón (Rey de Hombres le gustaba llamarse, y no era prudente llevarle la contraria); no fue fácil reclutar las tripulaciones, hubo que recurrir a ofertas de indulto para enganchar unas docenas de ladronzuelos y timadores. Y en cambio qué rebullidora expectación, qué silencio ansioso se adueña del ágora apenas un rapsoda anuncia la enésima versión de los siete contra Tebas o las fatigas de los argonautas. Tanto más ocurre con los exiliados, testimonio vivo de guerras y leyendas; invitados en las casas principales a repetir una y otra vez las sangrientas, fascinadoras historias de maldiciones y venganzas, ¿se figurarán acaso estos forasteros que pueda brillar un punto de conmiseración irónica en los ojos –embriagados de gloria y horror ajenos– de la hija menor que más tarde, furtiva, buscará su mano en la despedida?

Pronto entrevén los exiliados -pues no es Corinto ciudad que esconda su forma de ser, como Atenas, tras complicados simulacros- la reticente prudencia que se esconde tras los rostros absortos, y seguramente comprendan lo que hay de sabio en esa actitud gracias a la cual es allí y no en Tebas ni en Argos, ni mucho menos en Esparta altiva, donde resulta posible una vida modestamente feliz y libre de inquietudes. Pero es inevitable que un hervor de sangre envenenada y vieja les termine por subir a la cabeza, y el orgullo seco de quien conoce otros refinamientos y otros abismos les amargue en la boca el sabor de los chistes repetidos y las cenas sin condimentar. Al poco de llegar ya están maquinando irse a cumplir altos destinos –a servir de alimento a los buitres y a los rapsodas.

Y sin volver la vista atrás te abandonan, oh Corinto de anchas plazas, ciudad ignorada de los poetas, tú que a falta de leyendas tienes los cuentos de las comadres sobre esposos cornudos y comerciantes tramposos, tú sede de la prosa y de los días de labor siempre iguales a sí mismos. Y no nos queda más que lamentar en Tebas, en Micenas poderosa, ahora que quisiéramos arrancarnos los ojos para no contemplar tanta sangre derramada en nuestros dormitorios, ahora que quisiéramos gritar hasta quebranos la garganta con tal de sofocar tanto aullido de dolor como sale de nuestras mansiones, que tus encantos sencillos no bastasen para retener a estos malnacidos seductores, a estos negros cuervos portadores de desdicha, a estos imberbes vástagos de estirpe real incapaces de dejar las cosas como están, enamorados de sus destinos grandiosos, ebrios de poesía, ciegos de una soberbia que no corresponde al ser humano.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El heredero

Cuando Frankie Dunn lee a su boxeadora moribunda el poema de Yeats (I will arise and go now, and go to Innisfree) se abrocha con una elegancia casi sigilosa el recorrido de Eastwood por el envés del viaje que cincuenta años antes emprendió Sean Thornton hacia la expiación y la paz. Y es en esa proclama orgullosa y humilde, propia de quien sabe de dónde viene y quiénes son su padres, donde definitivamente este autor asume, con su herencia, los galones y la responsabilidad de llevar la antorcha en esta edad que nos habíamos resignado a ver como de vejez prematura del arte más joven.

Los Cohen –por irnos a lo más granado- nos habían hecho creer que lo mejor que se puede hacer hoy con los clásicos es Miller’s Crossing: estilización absoluta, saturación de referencias, voladura controlada del edificio con respeto escrupuloso de las convenciones, cinefilia tamizada de ironía. Los Cohen son como nosotros, sólo que más listos. Nos representan, nos entienden, ven lo que vemos. Y su agotamiento (que parece irreversible) es también el nuestro.

Pero de repente llega Harry el Sucio y nos despierta de un par de hostias, recordándonos que los clásicos están ahí para que cada generación se mida con ellos. En el momento justo de una carrera construida con una solidez e independencia difíciles de ver hoy día, el hombre del poncho ha decidido batirse en duelo con el hombre del parche, y lo ha hecho en el territorio espiritual más inviolable, en el último rincón de paraíso con el que nos está permitido soñar. Million dollar baby no es el reverso oscuro de The quiet man. Es una mirada al trasluz, a contrapelo; es, mucho más que una revisión, una zambullida en sus aguas más profundas. Como Pierre Menard, Eastwood se ha sentado a escribir de nuevo su Quijote; a diferencia de la elusiva criatura de Borges, no ha hecho el menor esfuerzo por borrarse en el proceso.

En la película de Ford la liberación llega de la mano de la propia vida que fluye como un torrente, de las fuerzas elementales que ni nuestros actos ni las interpretaciones que de ellos hacemos pueden frenar. La naturaleza se lleva por delante (a fuerza de puñetazos, de canciones y besos) toda negrura, todo reconcomio; contra el verde jugoso e incandescente de Erin no es posible la melancolía, ni siquiera la introspección.

En el mundo de Eastwood, en cambio, el pasado gravita como un cielo bajo y oscuro. Frankie Dunn ha elegido no olvidar: cada mañana al llegar al gimnasio mira de frente al ojo de cristal de Eddie Scrap, cada día se sienta en el banco de la iglesia sin tener muy claro por qué, cada semana escribe una carta sin esperanza a la hija que dejó marchar. La redención sólo puede presentarse para él en forma de segunda oportunidad: si volvemos a recorrer todo el camino y esta vez no cometemos ningún error podremos dejar el pasado atrás. Hará falta –primero- que la sonrisa hambrienta y limpia de una niña le encienda de nuevo los ojos, y que un golpe mal dado le arrebate -más tarde- toda esperanza para que comprenda que esa salida es imposible, que no podemos volver sobre nuestros pasos. En una sádica simetría que pertenece al mundo de la tragedia antigua, el destino no sólo le hará caer por segunda vez en el mismo infierno, sino que le pedirá que tome por compasión una vida. Apurado el dolor hasta el fondo, Frankie encontrará la paz en un Innisfree lluvioso y nocturno, un refugio anónimo con olor a tarta de limón -a small cabin build there, of clay and wattles made.

El boxeo no es una metáfora de la vida, sino una destilación. En el boxeo el triunfo y la derrota, el honor, el deber, las lealtades y traiciones se corresponden a un código claro y compartido: quien lo incumple lo sabe, y aunque llegue a nadar en dinero no puede ignorar el desprecio de quienes fueron sus iguales. En el boxeo es posible perder con dignidad y ganar con honra. Por eso salen de él tan buenas películas. La vida en cambio es sucia, confusa, ambigua; no se deja reducir a un código. No es casualidad que Sean Thornton sea inocente, que el limpio relato de Eddie deje claro que Frankie no le falló el día que le reventaron el ojo. La tragedia aflora cuando la vida irrumpe y el código no es suficiente, cuando estalla un ojo o un corazón y el saber que has cumplido con las leyes del honor no te borra de la retina el cuerpo de tu rival tirado en la lona como un muñeco roto. Por eso nos parece –y es la única fisura de consideración- que al introducir el juego sucio en la pelea final y caracterizar a la rival de forma tan maniquea se rebaja la historia amenazando con deslizarla de tragedia a anécdota.

Para terminar de salir del círculo infernal, Thornton tenía que volver a pelear fuera del cuadrilátero; por buscar la redención entre las cuatro cuerdas es castigado Frankie a vivirlo todo de nuevo. Aunque Ford toma a su personaje muy cerca de la salida, el recorrido es el mismo: podría decirse que Million dollar baby palpita y alienta en el interior del flashback en blanco y negro que asalta a Sean Thornton en su viaje hacia la luz; que de alguna manera drena la oscuridad que en el clásico sirve de sustrato invisible, se alimenta de ella y la saca al primer plano.

De estirpe fordiana son también las armas: la narración de Eastwood es de una limpieza y sobriedad que no se veían en cine desde hace mucho. Ni una trampa, ni una concesión al capricho (como no sea, y no es casualidad, la presentación de la rival definitiva, que remite por unos instantes a lo peor de la saga Rocky; lunar mínimo en cualquier caso, que si irrita es por comparación). No creo, por poner un ejemplo, que nadie pueda rodar hoy día el encuentro de una carta deslizada bajo la puerta con esa pureza e intensidad. Y como manda el canon clásico, la historia se construye sobre los actores, apoyándose en sus presencias y ritmos interiores. Sin la ternura hosca de Eastwood (esos pantalones subidos, esas gafas), sin la luminosidad que irradia una Hillary Swank que en su vida va a estar mejor, y sobre todo sin la inmensa, leñosa presencia de Morgan Freeaman (y escribo sin haber escuchado su voz original en off) no se entendería este maravilloso trozo de cine.

Como ha dicho no sé quién, que le den un parche para el ojo a este hombre y nos haga una película al año mientras pueda. Y que nosotros lo veamos.


(Esta fue la primera crítica de cine que escribí, e inmediatamente me corté la coleta)

miércoles, 19 de marzo de 2008

Utopías

(La pieza rescatada del archivo para este miércoles podría traer causa, si invertimos la secuencia temporal, de una frase de Chesterton que le acabo de leer a EGM y con alguna de cuyas posibles lecturas estoy parcial y ferozmente en desacuerdo: La mejor manera de destruir la utopía es establecerla )

He recordado hoy un poema de Benedetti que habla del día o la noche en que por fin lleguemos. Al poeta, por comido que esté de ideología, le asalta un escrúpulo de última hora:
no obstante como nadie podrá negar
que aquel mundo arduamente derrotado
tuvo alguna vez rasgos dignos de mención
por no decir notables
habrá de todos modos un museo de nostalgias
donde se mostrará a las nuevas generaciones
cómo eran
paris
el whisky
claudia cardinale

Y el motivo de recordar el poema es que últimamente esa misma idea me sale aquí y allí, en registros muy diferentes.

Phoebe (de la serie Friends):
-Sois todos estupendos. Claro que cuando llegue la revolución tendré que mataros (a ti no, Joey).

Ambrose Silk, en Put out more flags, de Evelyn Waugh:
It is a curious thing, he thought, that every creed promises a paradise which will be absolutely uninhabitable for anyone of civilized taste.

O mi amiga ME, funcionaria y poeta, que me describe un relato suyo sobre una ciudad en la que se cumplen todas las ordenanzas y de la que la gente huye despavorida hacia su vecina anárquica.

La conclusión obvia debería ser que los paraísos no están hechos para el ser humano, que si hay que matar a los amigos capitalistas, renunciar a Claudia Cardinale o condenarse al eterno aburrimiento sin cotilleos ni gente mal vestida que criticar entonces no merece la pena. Sin embargo algún cable mal conectado, algún pinzamiento cerebral nos hace desear sociedades ideales en las que no resistiríamos ni un día, paraísos espirituales de puro tedio, engranajes perfectamente diseñados para triturarnos.

Y la paradoja (porque al final siempre surge una paradoja) es que seguramente sin la vista puesta en esos paraísos gélidos y odiosos no se habrían conseguido la mayoría de los avances sociales que hacen la vida cada vez más tolerable y retroalimentan, en un bucle eterno, la ilusión de que efectivamente vamos hacia alguna parte.

Así, el enunciado heroico tipo luchemos por la utopía aunque sepamos que es imposible estaría encubriendo uno más radical aunque indudablemente menos eficaz para mover a las masas: luchemos por la utopía aunque sepamos que es indeseable.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Hugo Pratt y las mujeres

La otra noche, un documental sobre H.P. y su Corto Maltés. Se alternaban textos autobiográficos con diálogos de los tebeos; entre imágenes reales de sus geografías míticas (Venecia, Samarkanda, Buenos Aires) y viñetas terminadas, aparecían bastantes bocetos a plumilla y acuarela. Eran, tal vez por menos vistos, lo que realmente valía la pena del programa, y el realizador los puso en valor con un montaje moroso que daba tiempo a recrearse en cada imagen. Se trataba, casi en su totalidad, de retratos de mujeres: aventureras lánguidas envueltas en armiño, etíopes con porte de reinas y pechitos puntiagudos, putas alegres, putas tristes con ojeras corridas, putas misteriosas tras los postigos, putas solemnes a medio desvestir, tanguistas de piernas infinitas, jóvenes egipcias envueltas en velos (sus ojos como pozos de brea incendiados)... Todas con un aire de familia -esbeltas, lentas, angulosas- pero a la vez decididamente individuales.

Aunque es valiente, generoso y certero con el color, me gustan más sus acuarelas cuando las agarra el trazo nervioso y delgado de tinta. Para dibujar es imprescindible una buena mano, claro, pero un dibujo importante siempre será cosa mentale, y en esta galería de retratos (que por sí solos le valdrían a Pratt la entrada en el olimpo menor de los dibujantes) está presente, inconfundible, una idea que es una pasión; y es precisamente la línea la que la está contando.

H.P. ama a las mujeres. No sólo le gustan (aunque le gustan muchísimo, claro está); recordemos las legendarias mujeres de su colega y amigo Milo Manara: los culos redondos, perfectos, que caben en la mano, tan como manzanas que uno quisiera antes que nada morderlos; los pechos erguidos, las pantorrillas siempre tensadas en un medio giro, las bocas entreabiertas; el falso pudor de enseñar tapando, la fresca obscenidad de las faldas que se trepan al muslo, los tirantes que resbalan del hombro, las medias remangadas al tobillo. Esas mujeres que son siempre la misma, intercambiables, eternamente disponibles (“Todas quieren”, es la revelación definitiva que Saint-Loup hace al pasmado Marcel) son un sueño de erotómano, un artículo de consumo (no diré un objeto porque no hay en esto ningún juicio moral: el glotón devorador de hembras se escandalizaría con razón si le dijeran que las desprecia).

Lo de H.P. es otra cosa. No hay más que fijarse en la esfinge que aguarda en la puerta del burdel, a media luz, los codos sobre la mesa y el mentón apoyado en las manos entrelazadas; ni siquiera hay que buscarle los ojos: en la infinita elegancia de esas manos, en el ángulo recto de las muñecas y el engarce de los dedos larguísimos hay todo un manifiesto de veneración por lo femenino, como lo hay en la rubia de pelo corto y visón desparramado que tuve durante años en mis distintos cuartos y me alegró tanto reconocer, o en la bailarina de tango que se muestra fragmentada (raja, liguero, labios, flor roja en el pelo negrísimo) porque así la veríamos si nos sacara a bailar. Son mujeres majestuosas y carnales, que no rehúyen los riesgos de andar por el fango porque ni se les pasa por la cabeza la idea de mancharse, mujeres de una tranquila superioridad que cuando callan te hacen comprender hasta qué punto son sabias, mujeres que no miran atrás, que cogen lo que quieren sin dudas ni vacilaciones (Corto es siempre elegido, es un seductor pasivo, casi femenino como lo son las líneas de su rostro).

¿Son menos irreales que las deliciosas muñecas de M.M.? No me atrevería a decirlo: son, seguramente en la misma medida, construcciones mentales de un imaginario masculino. ¿Son así de verdad las mujeres? Creo que es una falsa pregunta: las mujeres son a fin de cuentas –y a los efectos de este texto- como las vemos, y si para el erotómano constituyen un desfile ininterrumpido de carne alegremente ofrecida, para los que somos de la especie de Pratt las mujeres supondrán siempre un enigma, un desafío, hermosas esfinges en las que proyectar lo mejor de nosotros. No importa que luego Albertine resulte ser ignorante, depredadora e infantilmente cruel, porque de todas formas ha encarnado para Marcel lo que él buscaba. ¿Es imposible entonces conocer de verdad a las mujeres? Y yo qué sé, pobre de mí...

Esta es una de las primeras cosas que colgué en un blog. No sabía entonces buscar y colgar ilustraciones, así que lo he completado ahora con unas cuantas.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Ser europeos

(Escrito en plena polémica por el preámbulo de la fallida Constitución Europea, creo que aguanta bastante bien)

Andan (andamos) en Europa a vueltas con la cuestión de los valores, ideas, referencias que deben o no invocarse en el prefacio de nuestra Constitución. No tiene por qué ser este un debate de identidades (ya que sería lícito no invocar identidad ninguna, dejar el pasado en su sitio y ponerse bajo el auspicio de los dioses del Porvenir), pero lo interesante, o al menos lo que va a interesar aquí, es que queda planteada la pregunta sobre quiénes somos, y aunque sin duda es esa una discusión más compleja también es cierto que resulta más rica y que presenta menos cortapisas, ya que mientras una Constitución debe suscitar acuerdos casi unánimes y someterse a juicios de valor, la de la identidad es una indagación al margen de la moral y la ortodoxia política que de poco valdrá si empezamos a espigar lo que nos guste y a dar de lado lo que nos parezca feo o anticuado.

Así, mientras que en el debate constitucional resulta pueril y ventajista el empeño de las iglesias cristianas en que se mencione expresamente su religión –empeño que se apoya, en las versiones más civilizadas, en el argumento tan irrebatible como irrelevante a estos efectos de que "Europa no se entiende sin el cristianismo", como si no se pudiera predicar otro tanto de rasgos tan poco deseables como la rapacidad sin límites, el colonialismo, la exclusión racial o el sistema de clases-, en la búsqueda de una identidad que los más pesimistas ven diluirse en la babaza indiferenciada de lo multicultural, mestizo, globalizado o como vayan decidiendo llamarlo los predicadores de nuevo cuño, ningún rasgo importante podrá apartarse sólo porque presente aristas incómodas.

Tenemos, en efecto, antepasados poco presentables en la galería, pero llevarnos sus retratos al desván no sólo es inútil –quedan en la pared huellas delatoras de color más oscuro- sino tan pacato y pobre de espíritu como sólo puede serlo un parvenu avergonzado de sí mismo; y sería patético que acabáramos cayendo en eso, porque si algo tenemos es pasado, tanto pasado que nos cuesta seguir andando. Somos quienes somos, qué carajo, y aunque no se trata de enorgullecerse de Savonarola, Adolf Hitler o el coronel Kurtz, tampoco ganamos nada con olvidar que los llevamos dentro junto a Sócrates, a Teresa de Ávila, a Cristóbal Colón.

Tampoco seamos ingenuos: nadie encarga un retrato en que vaya a salir totalmente desfavorecido. Dejemos a los demás los colores más hoscos (no andarán remisos en usarlos) y busquemos los rasgos de identidad que nos permitan componer una figura digna; para este propósito es necesario, antes que nada, negarse a asumir como propias y específicas las taras que son comunes a todos los seres humanos. En palabras de Chesterton: Los hombres siempre han sido codiciosos y violentos; juzgar por ello a los que cruzaron el inmenso mar desconocido en cáscaras de nuez es como desdeñar la excelente cerveza que fabrica Lord Guinness porque en ocasiones provoca embriaguez.

Siguiendo este sensato ejemplo, no nos fijaremos, de (digamos) Einstein y Böhr, en las barbaridades que se acabaron haciendo con sus descubrimientos (puesto que con todo avance científico se han hecho barbaridades tarde o temprano), sino en el hecho de que nadie más que ellos fue capaz de escudriñar así dentro de la materia, y de que ello fue posible porque Gauss antes, y Pascal y Newton, y Galileo y Pitágoras. Y de que en ninguna otra parte del mundo se puede rastrear hacia atrás una cadena semejante de conocimiento construido por sucesivas crisis de lo que se tenía por cierto, un movimiento tan determinado hacia adelante durante tanto tiempo.

Y al mirar la evolución política no pretenderemos ignorar las atrocidades de las que pocos regímenes son inocentes, ni las corrupciones y bajezas de los gobiernos, pero trataremos de fijarnos precisamente en el impulso -la compulsión, diríamos- de reforma continua que anima desde el interior a las sociedades europeas, y que ha hecho que a lo largo de la historia ninguno de estos regímenes permanezca mientras en otras partes del mundo los sistemas medievales o tribales aparecen enquistados e inamovibles.

Y de la religión misma, sin que la foto esconda o desenfoque las matanzas, las persecuciones, la obscena opresión que en su nombre se ha ejercido históricamente y se trata en ocasiones de ejercer aún sobre las personas (y no como perversión de la doctrina, que sería entonces trivial, sino en aplicación de ella), será lícito llamar la atención más bien sobre la paulatina retirada hacia la esfera de la intimidad, sobre la revisión constante (bien que disimulada y nunca asumida) de sus presupuestos, sobre la adaptación continua a los cambios sociales que distingue al cristianismo europeo del Islam violento y aferrado al pasado, del judaísmo literal, incluso de sus propias versiones fundamentalistas tan arraigadas en Norteamérica.

Y pasando como quien no quiere la cosa de los ejemplos a la generalización que ya intencionadamente van apuntando, diremos que lo propio del espíritu europeo nos parece precisamente ese continuo indagar, rebuscar, ir más allá sea con barcos, probetas o códigos legales. Que podemos ser, sí, y con orgullo (el tibio orgullo que se aviene con la mucha edad) guardianes de la tradición, pero que nuestra tradición es antes que nada la de cuestionarlo todo, a sí misma en primer lugar.

Todo esto, claro, ya se había dicho en Grecia, como todo lo importante. Hemos viajado en estas naves hasta Tebas de Egipto, más allá de Troya y la Cólquide, hacia poniente hasta las columnas de Hércules donde todo acaba. Hemos tratado con gentes de todas esas tierras, gentes de lenguas y rostros extraños. Jamás, en cambio, hemos visto una nave extranjera atracar en nuestros puertos bien abrigados.

Somos y queremos ser los que buscan, los que miran a lo lejos, los que no se conforman: ese es el regalo que nos gustaría dejar a nuestros nietos junto a las catedrales y las sinfonías. De modo que a fin de cuentas sí que el discurso identitario podría fundirse en un punto con el constitucional; propongo entregar al encargado del buril, en lugar de los párrafos hinchados que una comisión tras otra estará en estos momentos lijando hasta eliminar de ellos todo posible contenido, una pequeña frase inaugural, tan sólo siete palabras escritas hace dos mil quinientos años: Vivir no es necesario, navegar es necesario.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Del arte de la esgrima

A mitad del siglo XVIII, en la corte francesa, la práctica había llegado a tal extremo de perfección que los duelos se resolvían las más veces por transacción o agotamiento. No podía ser de otra manera; la secuencia básica de arranque, parada, finta y contrafinta se había complicado hasta un punto exasperante: los duelistas iniciaban en el aire diseños intrincados de crispadas bisectrices –o arabescos sinuosos, que dos escuelas había- para abandonarlos nada más empezar, en un espasmódico, interminable arranque irresoluto. Ocurría que cada mínima inclinación del hombro, cada imperceptible torsión de la cadera dirigida a desactivar una maniobra que tal vez o tal vez no hubiera iniciado el rival, trataba a la vez (el amago de un molinete, una respiración falsamente acentuada) de inducirle a error sobre el ataque proyectado e iniciar (un apoyo levemente más firme del pie izquierdo, la mano a punto de crisparse en la empuñadura) un movimiento propio que moría antes de empezar, sin embargo, indefectiblemente frenado por los quiebros insinuados, los desvíos cortados de raíz, las mentidas intenciones del otro.

Debió ser entonces –el momento no está muy documentado- cuando algunos, más audaces o impacientes, empezaron poco a poco a suprimir de modo casi inconsciente las secuencias defensivas más básicas y antiguas, las destinadas a prevenir las estocadas frontales y directas que ya nadie soñaba en asestar. En esas situaciones de equilibrio un instante de ventaja resultaba decisivo. Por selección natural –porque volvió a haber sangre sobre la nieve, silenciosas parihuelas escabulléndose con su carga hacia el coche, salmodias murmuradas- las simplificaciones se fueron imponiendo como un acuerdo tácito entre los mejores.

Se dice que fue un maestro inglés, que enseñaba por libre en la rue du Pelican, el primero en darse cuenta del relajo defensivo y sacar ventaja de él. Si es cierto (hay quien defiende más bien la teoría de un descubrimiento espontáneo y gradual), debió administrar la información con cuidado y supo dejar correr la leyenda de una estocada imparable sin atribuírsela. Llegó a hacerse habitual encontrar en las Tullerías, al amanecer, cadáveres que, con el florete aún en las manos, parecían mirarse con expresión atónita la flor de sangre que les brotaba de la pechera blanca.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Un minuto antes de la revolución

Relieves en la tumba de Ramose (c. 1360 A.C.) Gurna ,Orilla izquierda del Nilo. Tebas, Egipto.


Estamos aproximadamente en el año 1360 A.C. Cuando Ramose, alto funcionario imperial, empezó a labrar su tumba en el Valle de los Reyes, su faraón aún se llamaba Amenofis IV y reinaba en Tebas de las Cien Puertas, haciendo posible con su mediación la crecida anual, los ciclos de nacimiento y muerte, siembra y cosecha, noche y día; como había sido siempre desde que existía memoria, como no podía ser de otra manera.

La tumba burguesa de Ramose es básicamente un rectángulo semiexcavado en la roca. Las paredes rectas tenían que ir decoradas con pinturas y relieves siguiendo un preciso programa iconográfico y simbólico, según reglas del arte transmitidas de manera inmutable desde hacía miles de años.

Pero en algún momento, entre la pared frontal y la derecha, todo se volvió del revés. El faraón, deslumbrado por la visión de la enorme circunferencia anaranjada que, más allá del palmeral, hacia Oriente, surgía cada mañana tras la negra línea del horizonte, tuvo la visión de un Dios Único. Como todos los que ceden al vértigo de la profecía, quiso abolir el mundo y rehacerlo según la imagen revelada. Pasó a llamarse Akhn-Aten, el favorito del Sol; expulsó a los sacerdotes, desmontó los viejos templos, fundó una nueva capital (Akhet-Aten, el horizonte del Sol) en el desierto, lejos de todo.

Bajo su reinado se produjo la que seguramente sea la más importante revolución plástica de la Historia del Arte. Las fuerzas acumuladas durante milenios en el perfeccionamiento exacerbado de un repertorio codificado hasta la extenuación, que había desembocado en la maravillosa estatuaria, en los relieves inimitables de la dinastía XVIII (esa certeza imperial del trazo, esa libertad suprema que permite respirar a pleno pulmón dentro del código más cerrado) estallaron de repente en movimientos, ademanes, colores que si a nosotros nos asombran a los contemporáneos debieron dejarlos literalmente sin aliento.

En menos de treinta años se llegaría a la belleza inigualada del busto de Nefertiti. Pero ahora estamos aún frente a la pared frontal, terminada poco antes (¿meses, días, minutos?) de la revolución. La escena, un cortejo fúnebre, la hemos podido ver de Menfis a Tebas en cientos de tumbas. Los personajes adoptan sin hacer preguntas las actitudes estereotipadas que la tradición dicta. Nos pararemos ante esta pareja, dos jóvenes y hermosos cortesanos. Podremos recrearnos (los manuales lo hacen, y con razón) en la minuciosidad sañuda, la perfección maníaca con que están tratados los peinados; o en la belleza inhumana de sus perfiles (ese breve respingo del seno descubierto), o en el prodigio del broche que agarra la tela con infinita delicadeza, los pliegues ingrávidos, semitransparentes que provoca al alzarse el brazo de ella.

Pero yo voy a pedirles que se fijen en la mano de la mujer que, pasando por detrás del cuerpo, se posa en el hombro del marido. No puedo mirar esa mano sin estremecerme. Todo aquello por lo que merece la pena pertenecer a la raza humana está cifrado en esa caricia de presión exacta (un poco más que apoyarse, algo menos que agarrar) que explica como ninguna palabra podría la certidumbre y la ansiedad, el tranquilo asombro de amar y saberse amado. El arte verdadero no es más –ni menos- que eso: un hombre traza con su buril unas líneas sobre la pared de piedra, y miles de años después, en un latigazo milagroso, conseguimos por un instante ser ese hombre.

En Egipto nada se inventa. Hemos visto ese gesto, prácticamente igual, en Saqqara. En la tumba de Mereruka, 1.500 años antes, otro artista había conseguido ya fijar la línea del brazo en el ángulo preciso, y el gesto aparece desde entonces aquí y allá, trazado con más o menos fortuna, una pieza más del catálogo. Pensemos en el camino que lleva de Rafael a Ingres (tres siglos apenas, y la crispada serenidad del dibujo perfecto anuncia ya la quiebra de la modernidad). Imaginemos ahora un proceso cinco veces más largo, y centrado obsesivamente en un mismo repertorio de figuras. Al llegar a esta pared, a estos rostros, a la mano de la joven cortesana, la línea está tensa como una cuerda de violín en las manos de un asesino y vibra en su plenitud reconcentrada con una intensidad casi imposible de sostener. Ha estado estirándose, depurándose, adelgazándose día a día durante quince siglos: podemos sentir con un chirriar de dientes, como perciben los perros los terremotos, la inminencia de la rotura. Cuando giremos la vista hacia la pared derecha el mundo será distinto.


(Lo escribí hace unos años, para la sección Comentar un cuadro, en la primera encarnación de El Pombo, extraordinario foro. Guardo los archivos de todos los cuadros comentados y hay maravillas).

miércoles, 13 de febrero de 2008

Un gallo para Esculapio, II

Cuando las miramos desde una distancia suficiente, las historias heredadas se superponen en una extraña contigüidad. Steiner traza el paralelismo entre el Banquete platónico y otra larga noche en Jerusalén para la que faltan siglos aún, la cena de Jesús con sus discípulos. El oído privilegiado del maestro escudriña hasta las últimas resonancias, pero a nosotros esos ecos que saltan con la intensidad del fuego cruzado entre dos trincheras nos llevan de rebote hasta una tercera noche, la última de Sócrates en prisión; también a él se le ofreció la resistencia y la fuga, también la rechazó, suave y firme.

Pero miremos más de cerca: en la noche evangélica todo es coherente, todo se refiere al mismo sistema de valores; ni siquiera el traidor se sale del esquema, desde el momento en que siente su traición como tal y se avergüenza de ella (del mismo modo que Pedro envainará avergonzado la espada, en el huerto). Se está concelebrando un sacrificio con aquiescencia de la víctima: para los que participen de esas creencias se tratará de un acto sublime; para quienes no, resulta incomprensible y ajeno, pero desde luego no se encuentra en él ninguna contradicción.En la noche ateniense, sin embargo, nada es lo que parece: la escena aparentemente heroica y ejemplar se alimenta de una tensión subterránea que dividirá para siempre el pensamiento humano en dos modos opuestos.

Reflexionemos: ¿quién nos cuenta la historia? Platón el idealista, el hombre de las grandes palabras, los absolutos, las mayúsculas. Es a Platón a quien le sirve ese cierre en clave heroica que cuanto más de cerca lo miramos menos creíble se nos hace en boca del fauno conchudo. Es Platón quien en un momento de lucidez privilegiada comprende que precisamente ahí, en esa celda, se está jugando el futuro de la filosofía. Que si Sócrates sube a la nave de Delos la construcción tan abnegadamente tallada durante años se alejará con suavidad hacia arriba hasta perderse de vista.

Si se tratara de una novela tendríamos aquí una escena de enorme potencial, y habría que calibrar cuidadosamente la manera en que la traición se produce. Sería hermoso y terrible que la noticia llegara primero al propio Platón ("Loado sea Apolo, aún lo salvaremos; ve a prepararlo todo") y verlo entrar en la sala con la mirada extraviada de quien ha decidido condenarse por una causa ("¿Qué tienes, Platón?; ¿quién era el de la puerta?" "Nadie, un borracho; se ha puesto violento, pero he podido echarlo."). O tal vez (más arriesgado pero fascinante si saliera), hacer que fuese el discípulo quien sembrara en el cerebro inquieto del maestro la idea del sacrificio perfecto -justo el tipo de idea radiante y dañina que, una vez la has vislumbrado, no te queda más remedio que seguirla hasta el final- para después extraerla, sutil e inhumano, a base de preguntas en apariencia bienintencionadas y torpes.

Pero las cosas no suceden nunca con la exactitud terrible que los libros procuran; la traición debió ser paulatina, reticente, y desde luego posterior. Seguramente no hubo una verdadera posibilidad de salvación para Sócrates; tal vez alguien, en un momento de fingido optimismo, nombrase la nave de Delos; incluso es posible que el viejo, haciendo de necesidad virtud, improvisara un canto de lealtad a la polis. Pocos mimbres hacían falta, en cualquier caso, para reescribir una historia que ninguno de los presentes, envenenados para entonces de ideal (ese virus nuevo para el que no había aún defensas), iba a desmentir.Con esta fábula Platón le da una patada al puente después de cruzarlo y se despide del tiempo en que el hombre abarcaba el mundo al ras de su mirada. A partir de ahí, de Aristóteles a Stalin, las jaulas intrincadas y perfectas (ellas sí preexistentes al hombre y abrumadoramente mayores que él) no dejarán de encontrar quien las construya alrededor de sí mismo y de esta realidad que a alguna célula acelerada de nuestro cerebro se le antoja demasiado abigarrada y rebelde.

Pero el linaje de Sócrates no perecerá, dioses mediante. En los márgenes de la Gran Filosofía, en los arrabales de la literatura sin género (degenerada) un puñado de francotiradores incómodos pero ineludibles nos recuerda que al final no hay otra cosa que nosotros y el mundo ahí fuera, y que sólo cabe mirarnos, mirarlo y anotar. Yo saludo aquí, por afinidad profunda, al Señor de Montaigne y a Emil Cioran, pero cada uno debe tener sus escépticos malhumorados humanísimos compañeros de viaje con los que reposar al atardecer mirando, con la condescendencia humilde de quien ha estado allí y tal vez vuelva, a los que se agitan en sus celdas geométricas.

Un gallo para Esculapio, I

La historia del pensamiento se nutre, no menos que cualquier otra, de relatos o personajes simbólicos que acaban por decir más que las formulaciones teóricas: Diógenes frente a Alejandro, Spinoza tallando sus lentes, Nietzche loco en Sils-Maria... Hay una escena que a lo largo de los siglos ha mantenido una capacidad infinita de reverberación: nada de lo que dijera Sócrates en vida puede ser más importante que la secuencia casi ritual de gestos que preceden a su muerte. En la celda donde lo han encerrado sus conciudadanos, Sócrates recibe la sentencia. Al alba deberá beber la cicuta, pero queda una noche por delante y el maestro la va a pasar como ha vivido.

Es sin duda un momento soberbio: han venido todos los discípulos, rotos por la pena pero dispuestos a no fallarle; comerán y beberán hasta el amanecer mientras lanzan al aire argumentos leves y hermosos como pompas de jabón para que el maestro los pinche uno por uno. Y si una voz se quiebra de repente siempre habrá otra que tome su lugar; entre atenienses lo último que se pierde es la compostura. Tampoco se han descuidado los frentes aún abiertos: entre los amigos que van y vienen hay hombres de acción, y mientras unos intrigaban en el Areópago otros han ido organizando un plan de emergencia. Llega uno y se abre paso, arrebolado y jadeante: todo está listo, han sobornado a los guardias y una nave está esperando para llevarlo a Delos; el capitán no hará preguntas indiscretas.

Sócrates sonríe; todos han aprendido a amar esa sonrisa rijosa de fauno (por un momento parece que se estuviera deleitando en la imagen del hirsuto, silencioso marino). Están acostumbrados a que de ese cuerpo esmirriado y sin gracia, de esa voz de cascarria surjan las palabras más hermosas y claras, las más inevitables. Pero esta vez la emoción es difícil de sujetar:

-Le debo todo a la ciudad, he vivido feliz bajo sus leyes: no es justo que ahora las eluda porque no me favorezcan.

La embriaguez verbal, el gusto mediterráneo por los discursos patéticos, la insidiosa belleza del momento nos pueden arrastrar fácilmente, pero pensémoslo despacio: no es justo ¿y qué? ¿qué monstruosa decisión es esa?. Cada molécula de nuestro ser se rebela ante un disparate como ese. Coge el puto barco, por Dios, escapa de esa caterva de envidiosos e intrigantes. Morir, ¿para qué? Dejar de respirar, de ver cada mañana el cielo azul turquesa y las macizas pantorrillas de Alcibíades...

Qué frío debe hacer en ese universo. El Deber, la Patria, la Razón. Aquí tenéis el puñal para matar a mi hijo... ¿qué clase de desquiciado puede hacer ese gesto? ¿cómo se atreve nadie a contarlo, a proponerlo como ejemplo?

La semana pasada volvíamos sobre el sacrificio incomprensible de Charles Ryder y Julia. El virus de lo sublime es antiguo y resistente: tal vez esta sea una de sus primeras apariciones públicas.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Elegancia

Creo que la elegancia es en principio una virtud puramente física, que los animales son el modelo más que el eco metafórico. Ser elegante es moverse con destreza, gracia y seguridad; es elegante la economía de medios (la ausencia de florituras), la adaptación suave al entorno, la eficacia gestual, cierto ritmo interior que acompasa el actuar a la respiración, a los latidos del corazón, al fluir de la sangre.

Pero no somos (sólo) animales. Por un lado, lo que en ellos es natural y automático el ser humano tiene que negociarlo consigo mismo, con esa anomalía llamada consciencia. En el mundo natural no caben las vacilaciones, los sentimientos contradictorios, las inseguridades, los filtros entre pensamiento y acción que en cambio no puede evitar el ser humano. El elegante se ha de mover como si no pensara, como si cada gesto le naciera de dentro sin mediación. A esto se llega por varios caminos, no excluyentes: seguridad en uno mismo, inconsciencia, desparpajo... son cualidades que ayudan, y dependiendo de la que predomine se dará una manera u otra de elegancia.

Por otro, la civilización entraña convenciones: no todo gesto natural es deseable. La adaptación al medio, que en el camello que tanto deleitaba a Flaubert supone el perfecto apoyo del pie sobre un suelo irregular, en la sociedad humana consiste en funcionar dentro de una maraña de reglas de todo tipo. Ahora no basta con la naturalidad del accionar libre y fácil: se impone un férreo control sobre uno mismo. Añadimos pues a los requisitos una buena dosis de autodominio que permita embridar ese fluir natural y llevarlo por cauces aceptados.

(Es por eso, se me ocurre, que hay viejos elegantes. El animal se pliega sin resistencias a la decrepitud, pero el ser humano puede imponer ese control interno, esa voluntad de estilo cuando ya el cuerpo no da la fluidez de antaño. Y elegir qué cosas se permite hacer y cuáles no, por ejemplo).

Diremos entonces que elegante es, en una definición más específicamente humana, el que consigue interiorizar este control, automatizar las restricciones de manera que no encorseten el accionar: el resultado sería esa facilidad de segundo grado, elaborada, fruto del aprendizaje, civilizada en fin, para la que la danza (the nimble tread of the feet of Fred Astaire), el deporte (la imperial conducción de balón de Zinedine Zidane) o cualquier otro ejercicio codificado pueden servir de ejemplo.

Desde el momento en que hay convenciones, es indispensable por supuesto conocerlas exhaustivamente: sería el lado cultural o social de la elegancia. ¿Son únicos estos códigos? No, por cierto, y no me refiero sólo a exotismos lejanos como las mujeres de largo cuello anillado o pies diminutos: cada discoteca de barrio tiene sus reinas, dueñas de unas claves tan absolutas en su ámbito como las que manejaba Oriana de Guermantes en el suyo. Y es siempre un conocimiento práctico, aplicado, personal. Al elegante, se suele decir, le queda todo bien. Sí, pero porque no se pone jamás nada que le quede mal.

Decía Locke que la verdad es una, mientras que las formas del error son infinitas; nada más cierto en el tema que nos ocupa; dejando aparte los casos desesperados, que son legión, quedan aún los que fallan por poco: al que se excede en el control le llamamos estirado; al que se atiene a las reglas sin naturalidad, pomposo; al que se excede en el detalle, atildado; vanidoso al que deja ver autosatisfacción. La misma conciencia de ser elegante pone en peligro el delicado equilibrio: si se ignora, estaríamos ante una elegancia (que la hay) puramente instintiva, animal, indistinguible de la otra a la vista, aunque de mucho menos interés en lo personal; si se sabe, como se debe saber, no queda otra solución que no tenerlo nunca presente.

(Este texto, originalmente una respuesta menos elaborada en un foro, lo he ido llevando de casa en casa; debe ser que le tengo cariño)

miércoles, 30 de enero de 2008

A la manera de…

Hablaré de Rumaiqiya, ciudad que tiende bajo el agua del río el ritmo naranja verde rosa de sus fachadas, las palmeras del paseo cuajado de luces al atardecer, las grúas del puerto abandonadas como esqueletos prehistóricos.

En los días claros el milagro de la luz despliega más allá de la divisoria de agua un duplicado fantasmal en su nitidez invertida; cada temblor, cada repentino cambio en la dirección del agua deja por un momento su huella de difumino en la ciudad doble alzada al cielo. Agarrados a la barandilla del puente, los melancólicos habitantes de Rumaiqiya gustan de imaginar extrañas historias que transcurren boca arriba. Algunas veces sucede que, arrebatados por el ansia de una vida distinta, se sueltan de la barra para dejarse ir hacia lo alto, más allá del agua.


Lo escribí hace unos años, en la primera página de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, para regalárselo a una amiga. Guardé el borrador, y leído ahora me sigue gustando mucho.