(Escrito en plena polémica por el preámbulo de la fallida Constitución Europea, creo que aguanta bastante bien)
Andan (andamos) en Europa a vueltas con la cuestión de los valores, ideas, referencias que deben o no invocarse en el prefacio de nuestra Constitución. No tiene por qué ser este un debate de identidades (ya que sería lícito no invocar identidad ninguna, dejar el pasado en su sitio y ponerse bajo el auspicio de los dioses del Porvenir), pero lo interesante, o al menos lo que va a interesar aquí, es que queda planteada la pregunta sobre quiénes somos, y aunque sin duda es esa una discusión más compleja también es cierto que resulta más rica y que presenta menos cortapisas, ya que mientras una Constitución debe suscitar acuerdos casi unánimes y someterse a juicios de valor, la de la identidad es una indagación al margen de la moral y la ortodoxia política que de poco valdrá si empezamos a espigar lo que nos guste y a dar de lado lo que nos parezca feo o anticuado.
Así, mientras que en el debate constitucional resulta pueril y ventajista el empeño de las iglesias cristianas en que se mencione expresamente su religión –empeño que se apoya, en las versiones más civilizadas, en el argumento tan irrebatible como irrelevante a estos efectos de que "Europa no se entiende sin el cristianismo", como si no se pudiera predicar otro tanto de rasgos tan poco deseables como la rapacidad sin límites, el colonialismo, la exclusión racial o el sistema de clases-, en la búsqueda de una identidad que los más pesimistas ven diluirse en la babaza indiferenciada de lo multicultural, mestizo, globalizado o como vayan decidiendo llamarlo los predicadores de nuevo cuño, ningún rasgo importante podrá apartarse sólo porque presente aristas incómodas.
Tenemos, en efecto, antepasados poco presentables en la galería, pero llevarnos sus retratos al desván no sólo es inútil –quedan en la pared huellas delatoras de color más oscuro- sino tan pacato y pobre de espíritu como sólo puede serlo un parvenu avergonzado de sí mismo; y sería patético que acabáramos cayendo en eso, porque si algo tenemos es pasado, tanto pasado que nos cuesta seguir andando. Somos quienes somos, qué carajo, y aunque no se trata de enorgullecerse de Savonarola, Adolf Hitler o el coronel Kurtz, tampoco ganamos nada con olvidar que los llevamos dentro junto a Sócrates, a Teresa de Ávila, a Cristóbal Colón.
Tampoco seamos ingenuos: nadie encarga un retrato en que vaya a salir totalmente desfavorecido. Dejemos a los demás los colores más hoscos (no andarán remisos en usarlos) y busquemos los rasgos de identidad que nos permitan componer una figura digna; para este propósito es necesario, antes que nada, negarse a asumir como propias y específicas las taras que son comunes a todos los seres humanos. En palabras de Chesterton: Los hombres siempre han sido codiciosos y violentos; juzgar por ello a los que cruzaron el inmenso mar desconocido en cáscaras de nuez es como desdeñar la excelente cerveza que fabrica Lord Guinness porque en ocasiones provoca embriaguez.
Siguiendo este sensato ejemplo, no nos fijaremos, de (digamos) Einstein y Böhr, en las barbaridades que se acabaron haciendo con sus descubrimientos (puesto que con todo avance científico se han hecho barbaridades tarde o temprano), sino en el hecho de que nadie más que ellos fue capaz de escudriñar así dentro de la materia, y de que ello fue posible porque Gauss antes, y Pascal y Newton, y Galileo y Pitágoras. Y de que en ninguna otra parte del mundo se puede rastrear hacia atrás una cadena semejante de conocimiento construido por sucesivas crisis de lo que se tenía por cierto, un movimiento tan determinado hacia adelante durante tanto tiempo.
Y al mirar la evolución política no pretenderemos ignorar las atrocidades de las que pocos regímenes son inocentes, ni las corrupciones y bajezas de los gobiernos, pero trataremos de fijarnos precisamente en el impulso -la compulsión, diríamos- de reforma continua que anima desde el interior a las sociedades europeas, y que ha hecho que a lo largo de la historia ninguno de estos regímenes permanezca mientras en otras partes del mundo los sistemas medievales o tribales aparecen enquistados e inamovibles.
Y de la religión misma, sin que la foto esconda o desenfoque las matanzas, las persecuciones, la obscena opresión que en su nombre se ha ejercido históricamente y se trata en ocasiones de ejercer aún sobre las personas (y no como perversión de la doctrina, que sería entonces trivial, sino en aplicación de ella), será lícito llamar la atención más bien sobre la paulatina retirada hacia la esfera de la intimidad, sobre la revisión constante (bien que disimulada y nunca asumida) de sus presupuestos, sobre la adaptación continua a los cambios sociales que distingue al cristianismo europeo del Islam violento y aferrado al pasado, del judaísmo literal, incluso de sus propias versiones fundamentalistas tan arraigadas en Norteamérica.
Y pasando como quien no quiere la cosa de los ejemplos a la generalización que ya intencionadamente van apuntando, diremos que lo propio del espíritu europeo nos parece precisamente ese continuo indagar, rebuscar, ir más allá sea con barcos, probetas o códigos legales. Que podemos ser, sí, y con orgullo (el tibio orgullo que se aviene con la mucha edad) guardianes de la tradición, pero que nuestra tradición es antes que nada la de cuestionarlo todo, a sí misma en primer lugar.
Todo esto, claro, ya se había dicho en Grecia, como todo lo importante. Hemos viajado en estas naves hasta Tebas de Egipto, más allá de Troya y la Cólquide, hacia poniente hasta las columnas de Hércules donde todo acaba. Hemos tratado con gentes de todas esas tierras, gentes de lenguas y rostros extraños. Jamás, en cambio, hemos visto una nave extranjera atracar en nuestros puertos bien abrigados.
Somos y queremos ser los que buscan, los que miran a lo lejos, los que no se conforman: ese es el regalo que nos gustaría dejar a nuestros nietos junto a las catedrales y las sinfonías. De modo que a fin de cuentas sí que el discurso identitario podría fundirse en un punto con el constitucional; propongo entregar al encargado del buril, en lugar de los párrafos hinchados que una comisión tras otra estará en estos momentos lijando hasta eliminar de ellos todo posible contenido, una pequeña frase inaugural, tan sólo siete palabras escritas hace dos mil quinientos años: Vivir no es necesario, navegar es necesario.
Andan (andamos) en Europa a vueltas con la cuestión de los valores, ideas, referencias que deben o no invocarse en el prefacio de nuestra Constitución. No tiene por qué ser este un debate de identidades (ya que sería lícito no invocar identidad ninguna, dejar el pasado en su sitio y ponerse bajo el auspicio de los dioses del Porvenir), pero lo interesante, o al menos lo que va a interesar aquí, es que queda planteada la pregunta sobre quiénes somos, y aunque sin duda es esa una discusión más compleja también es cierto que resulta más rica y que presenta menos cortapisas, ya que mientras una Constitución debe suscitar acuerdos casi unánimes y someterse a juicios de valor, la de la identidad es una indagación al margen de la moral y la ortodoxia política que de poco valdrá si empezamos a espigar lo que nos guste y a dar de lado lo que nos parezca feo o anticuado.
Así, mientras que en el debate constitucional resulta pueril y ventajista el empeño de las iglesias cristianas en que se mencione expresamente su religión –empeño que se apoya, en las versiones más civilizadas, en el argumento tan irrebatible como irrelevante a estos efectos de que "Europa no se entiende sin el cristianismo", como si no se pudiera predicar otro tanto de rasgos tan poco deseables como la rapacidad sin límites, el colonialismo, la exclusión racial o el sistema de clases-, en la búsqueda de una identidad que los más pesimistas ven diluirse en la babaza indiferenciada de lo multicultural, mestizo, globalizado o como vayan decidiendo llamarlo los predicadores de nuevo cuño, ningún rasgo importante podrá apartarse sólo porque presente aristas incómodas.
Tenemos, en efecto, antepasados poco presentables en la galería, pero llevarnos sus retratos al desván no sólo es inútil –quedan en la pared huellas delatoras de color más oscuro- sino tan pacato y pobre de espíritu como sólo puede serlo un parvenu avergonzado de sí mismo; y sería patético que acabáramos cayendo en eso, porque si algo tenemos es pasado, tanto pasado que nos cuesta seguir andando. Somos quienes somos, qué carajo, y aunque no se trata de enorgullecerse de Savonarola, Adolf Hitler o el coronel Kurtz, tampoco ganamos nada con olvidar que los llevamos dentro junto a Sócrates, a Teresa de Ávila, a Cristóbal Colón.
Tampoco seamos ingenuos: nadie encarga un retrato en que vaya a salir totalmente desfavorecido. Dejemos a los demás los colores más hoscos (no andarán remisos en usarlos) y busquemos los rasgos de identidad que nos permitan componer una figura digna; para este propósito es necesario, antes que nada, negarse a asumir como propias y específicas las taras que son comunes a todos los seres humanos. En palabras de Chesterton: Los hombres siempre han sido codiciosos y violentos; juzgar por ello a los que cruzaron el inmenso mar desconocido en cáscaras de nuez es como desdeñar la excelente cerveza que fabrica Lord Guinness porque en ocasiones provoca embriaguez.
Siguiendo este sensato ejemplo, no nos fijaremos, de (digamos) Einstein y Böhr, en las barbaridades que se acabaron haciendo con sus descubrimientos (puesto que con todo avance científico se han hecho barbaridades tarde o temprano), sino en el hecho de que nadie más que ellos fue capaz de escudriñar así dentro de la materia, y de que ello fue posible porque Gauss antes, y Pascal y Newton, y Galileo y Pitágoras. Y de que en ninguna otra parte del mundo se puede rastrear hacia atrás una cadena semejante de conocimiento construido por sucesivas crisis de lo que se tenía por cierto, un movimiento tan determinado hacia adelante durante tanto tiempo.
Y al mirar la evolución política no pretenderemos ignorar las atrocidades de las que pocos regímenes son inocentes, ni las corrupciones y bajezas de los gobiernos, pero trataremos de fijarnos precisamente en el impulso -la compulsión, diríamos- de reforma continua que anima desde el interior a las sociedades europeas, y que ha hecho que a lo largo de la historia ninguno de estos regímenes permanezca mientras en otras partes del mundo los sistemas medievales o tribales aparecen enquistados e inamovibles.
Y de la religión misma, sin que la foto esconda o desenfoque las matanzas, las persecuciones, la obscena opresión que en su nombre se ha ejercido históricamente y se trata en ocasiones de ejercer aún sobre las personas (y no como perversión de la doctrina, que sería entonces trivial, sino en aplicación de ella), será lícito llamar la atención más bien sobre la paulatina retirada hacia la esfera de la intimidad, sobre la revisión constante (bien que disimulada y nunca asumida) de sus presupuestos, sobre la adaptación continua a los cambios sociales que distingue al cristianismo europeo del Islam violento y aferrado al pasado, del judaísmo literal, incluso de sus propias versiones fundamentalistas tan arraigadas en Norteamérica.
Y pasando como quien no quiere la cosa de los ejemplos a la generalización que ya intencionadamente van apuntando, diremos que lo propio del espíritu europeo nos parece precisamente ese continuo indagar, rebuscar, ir más allá sea con barcos, probetas o códigos legales. Que podemos ser, sí, y con orgullo (el tibio orgullo que se aviene con la mucha edad) guardianes de la tradición, pero que nuestra tradición es antes que nada la de cuestionarlo todo, a sí misma en primer lugar.
Todo esto, claro, ya se había dicho en Grecia, como todo lo importante. Hemos viajado en estas naves hasta Tebas de Egipto, más allá de Troya y la Cólquide, hacia poniente hasta las columnas de Hércules donde todo acaba. Hemos tratado con gentes de todas esas tierras, gentes de lenguas y rostros extraños. Jamás, en cambio, hemos visto una nave extranjera atracar en nuestros puertos bien abrigados.
Somos y queremos ser los que buscan, los que miran a lo lejos, los que no se conforman: ese es el regalo que nos gustaría dejar a nuestros nietos junto a las catedrales y las sinfonías. De modo que a fin de cuentas sí que el discurso identitario podría fundirse en un punto con el constitucional; propongo entregar al encargado del buril, en lugar de los párrafos hinchados que una comisión tras otra estará en estos momentos lijando hasta eliminar de ellos todo posible contenido, una pequeña frase inaugural, tan sólo siete palabras escritas hace dos mil quinientos años: Vivir no es necesario, navegar es necesario.
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