viernes, 21 de marzo de 2008

Copán

No se vayan a reir con el acento hondureño, nos ha advertido el guía nada más pasar la frontera, y nos lo hemos tomado como un exceso de localismo; sin embargo va a resultar difícil contener la carcajada ante las tremendas haches aspiradas que nos traen inopinadamente de vuelta a casa. Misterios de la geografía humana: no es bastante raro ya que cruces una línea imaginaria y la gente vocalice de otra manera, encima resulta que lo hacen como en el Rincón de la Victoria. Este detalle le basta al viajero para autoinducirse un cierto sentimiento de culpa. Entrar en un país de amanecida, darse una vuelta por sus ruinas más notorias y volverse por donde uno llegó no es que equivalga a un robo con escalo, pero algo de furtivo y desdeñoso sí que tiene. A la postre uno se llevará del paisito sólo el recuerdo de un acento pintoresco y el extraño nombre de la moneda nacional guardado en el cajón de los conocimientos inútiles. La fabulosa ciudad de Copán quedará asociada en la memoria a sus hermanas en Guatemala, y el paso por Honduras no añadirá más que un sello al pasaporte.

Todo esto, claro, pierde importancia en cuanto se entra en el recinto. Copán ocupa, en el reconstruido imaginario maya, el lugar más parecido a un centro que pueda tener este mundo centrífugo y disperso. Lo que hubo aquí fue -y aún se echa de ver de algún modo- una cultura lograda, adulta, satisfecha de sí misma y convencida de ser eterna. Sabemos que en Copán toma forma definitiva la construcción perfecta, alambicada e impráctica con la que los sacerdotes mayas pretendieron aprisionar el paso del tiempo. El presagio de la extinción no se había insinuado todavía en su visión del mundo cerrada y compacta, de ciclos cósmicos inconcebiblemente largos frente a los que el destino individual perdía todo significado. Las estelas se sucedían parsimoniosamente, muescas en el girar ininterrumpido de la rueda del tiempo, y la mano del escultor había alcanzado ese punto de firmeza en el trazo y comodidad con el repertorio que, allí donde aparece, hace saltar como un resorte en nuestras mentes acostumbradas a manejar etiquetas la palabra clásico.

Cierto, el barroco desaforado de estas imágenes está lejos de lo que entendemos por clasicismo; el amaneramiento que pronto iba a reducir el arte maya a una colección de menudencias exacerbadas está aquí ya insinuado. Para el que conoce lo que iba a venir después es fácil detectar el germen de lo trivial, pero los altorrelieves dispersos por esta primera explanada (¿estarían colocados así?) tienen una majestad sobrecogedora. Dueños de nombres sonoros y extraños (Yax-Pac, 18 Conejo, Humo Concha), soberanos de un reino olvidado que creció y se vino abajo en sus estrechos límites mientras caía el Imperio Romano y se fundaba Europa, sus historias de conquista y derrota no pueden sernos más indiferentes, pero su mirada petrificada es capaz de clavarnos en el sitio. Esos rostros de melancolía infinita enmarcados por una intrincada y refinadísima geometría de serpientes cetros plumas declaran, con la certeza que sólo da el arte grande, la esencia última del poder real: aislamiento y fatalismo. Son lecciones que no pensábamos aprender en medio del bosque tropical, pero ¿no es por eso que seguimos viajando?

Donde otros conjuntos más espectaculares se perciben como una serie de efectos escénicos de los que cuesta extraer una idea general, Copán resulta ser una ciudad excepcionalmente legible. No tanto por la abundancia de imágenes y textos conservados in situ (incluyendo la famosa escalinata jeroglífica, un edificio que hace las veces de piedra Rosetta para la lengua maya, con el inconveniente de que los escalones fueron recolocados de cualquier manera por los primeros arqueólogos) como por la unidad orgánica de un santuario que fue en gran parte realizado de un solo impulso. El pathos de la ruina no ayuda, sin embargo, al conocimiento. Lo que vemos en cuanto rodeamos el primer recinto domesticado por los arqueólogos es un campo de tensiones primigenias, la batalla ancestral entre naturaleza y cultura: fábricas reventadas por la torsión lenta y titánica de raíces como anacondas, sillares forrados de un musgo tan tupido que la piedra parece haber mutado a una inconcebible vegetalidad, montículos de cantos desmoronados que sólo por los ángulos rectos revelan ser obra humana, enormes troncos fibrosos que arrancan de escalinatas reducidas a escombros. Es necesario abstraerse de la potencia de esas imágenes, de su arrolladora belleza y su capacidad ilimitada de generar asociaciones sentimentales si se quiere reconstruir el orden que la ciudad impuso a este trozo de selva.

Tal vez bastaría con aceptar la presencia física de las ruinas como tales; en otras ciudades seguramente no merezca mucho la pena indagar más allá, pero aquí en Copán la evidencia de un plano riguroso y sutil se impone a poco que haga uno un esfuerzo. Desde la plaza de las estelas (apenas una explanación subrayada por los trazos escuetos de las gradas laterales) las líneas horizontales del juego de pelota cierran y conducen la mirada hacia dos escalinatas perpendiculares entre sí que recogen el impulso por ganar las cotas más altas y establecen hacia atrás, rebotando en un leve descenso, la fachada principal de los templos. El viajero piensa, mientras trepa rodeando la grada casi vertical, que hay un aire definitivamente griego en los expedientes sencillos, claros pero nunca obvios con que se negocian estos desniveles, en la limpieza de los encuentros, en la sobria elegancia de las plazas hundidas. Los paramentos de piedra desnuda, de espléndidos tonos verdegris o rojizos, vibran con los relieves que cubren las fachadas sin dejarse ahogar por ellos. Las piezas más complicadas de revestimiento y la crestería parecen postizas, hechas de otro material, pero al viajero le está pareciendo todo muy bien tratado y prefiere no entrar en indagaciones.

Por una mínima propina se ofrece la oportunidad de entrar en una de las pirámides. Es sabido que los mayas construían sobre monumentos anteriores, pero no es lo mismo saberlo que comprobar in situ la pericia y delicadeza con que la pirámide mayor salta sobre la más antigua con media falsa bóveda, quebrando incluso en las esquinas de amnera que quedan intactos y visibles los relieves primitivos para entusiamo de arqueólogos y disfrute de turistas inquisitivos. ¿Respeto al pasado? Difícilmente: más bien por lo que sabemos había un deseo ritual de sepultarlo, además de la evidente practicidad de aprovechar el montículo. El viajero prefiere pensar que se trata de esa ética de la construcción que lleva a ejecutar con la misma finura partes que van a quedar ocultas y que Tusquets sintetizó en la frase Dios lo ve. La pequeña incursión revela aspectos inesperados: en un lateral, por debajo de la cota de la plaza, se abren a la luz del día unos huecos que han de ser de factura reciente. Pero eso es lo de menos: es la luz la que no debería estar ahí.

Nada más salir el viajero comprobará que en efecto hay un brusco cortado de treinta metros a la izquierda. Un vistazo a la guía aclara que un desborde del río cercano provocó el derrumbe del terraplén artificial hasta el mismo borde del santuario. Desandando el camino encontrará un conjunto de edificaciones menores al nivel del río. Esta ciudad de abajo es más doméstica y abigarrada; los restauradores han desbrozado y explanado el terreno sin talar los árboles. Es hermoso: un suelo de barro rojizo compactado y fresco, forrado de grama crujiente y de hojas caídas, del que brotan en desorden troncos esbeltos y fábricas de piedra truncadas. Abandonándose –aquí sí- al recorrido en zigzag en busca de encuadres efectistas el viajero llega al pie del cortado, y la magnitud de la operación puesta de relieve por el desplome le hace replantearse todo lo que ha visto. No hay nada claro ni sencillo en esto, nada de griego en construirse una acrópolis piedra a piedra en un terreno llano. Si es mejor o peor no le parece una pregunta interesante.

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