martes, 25 de marzo de 2008

Infancias

1. Paso por delante de un callejón peatonal entre chalets de los años veinte. Nunca me había fijado en el sitio, que parece realmente agradable. Tal vez me haya llamado hoy la atención porque hay un padre jugando con una tribu de niños: qué buen lugar para criarse, pienso. Y en seguida, inconteniblemente lírico, me pongo a pensar en las geografías de la infancia, el mundo reducido a dos o tres territorios que se nombran con artículo determinado porque son todo lo que hay, porque no se concibe que en cada edificio de cada calle haya otros parecidos.

Ir a jugar Abajo, esto es, al Garaje, una planta diáfana con los pilares a la distancia justa para hacer de porterías, la cuesta para coger carrerilla en el pañuelito, el circuito de bicicletas; porque en el Jardín no se podía jugar salvo en unas plataformas de losetas donde se ponían las niñas con sus cosas. Y luego el Río, un cauce seco al que se llegaba saltando una tapia blanca al fondo, y la Casa Vieja, justo ahí al lado, rodeada por una selva y que daba tantísimo miedo que tardamos años en acercarnos.

Siempre me han fascinado las memorias ajenas, me quedo escuchando con la boca abierta cualquier relato de infancia que me hagan: basta con que sea en el campo o entre muros antiguos o en una ciudad lejana para que yo lo adorne inmediatamente de cualidades novelescas y me ponga ferozmente a añorar lo que no tuve. Y el caso es que si recuperase por un instante la mirada de entonces entendería que es lo mismo, pero no hay manera.

2. ¿Qué memoria imposible de cuándo, qué otras existencias en qué mundos asoman fugazmente cuando el niño dice (y no es porque no sepa, qué va, no es porque no sepa) tú eras una princesa y yo venía y te cogía en brazos… ?

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