Es un asunto que no está directamente relacionado con el talento, una gracia que se tiene o no se tiene; hay autores que nombran con desidia, como eligiendo al azar de la guía telefónica, y otros que parecen encontrar sin esfuerzo las sílabas comunes que dan existencia acreditada al personaje.
Cunqueiro es un proveedor incansable de nombres con sabor y olor, mientras que Valle- Inclán no acaba de atinar con la medida (le salen tópicos, como la niña Chole, o exagerados como don Latino de Híspalis). Baroja acierta sin esfuerzo sus apellidos vascos, seguramente porque son reales, y Galdós resulta en cambio inespecífico (entre Fortunata y Jacinta uno no consigue recordar cuál es cuál) cuando no increíblemente torpe: no se entiende cómo se puede crear un personaje tan espléndido y luego llamarlo Jenarita Barahona.
Cela era un entusiasta bautizador: sus articulillos para ABC no eran en el fondo más que un pretexto para ensartar esos nombres suyos, inconfundibles en su peculiaridad aunque fáciles de imitar (Don Tesifonte Ovejero, alias Flux; Matildita Coscollar Herráiz, viuda de Simpson...)
Torrente Ballester construye sobre meras iniciales coincidentes el edificio de su Saga-Fuga, pero los nombres de dudosos héroes (Jacinto Barallobre, Jesualdo Bendaña…) y malignos inquisidores (Don Acisclo, Don Apapucio) que sirven a la mecánica combinatoria son en sí portentosos.
Y si García Márquez apoya en los nombres (los Arcadios, Aurelianos y Úrsulas que se combinan por generaciones) los juegos de espejos de su genealogía, Cortázar cumple sin más el expediente con sus Brunos, Horacios y Elvinas perfectamente insípidos e intercambiables (precisamente él, que ideó la inquietante pesadilla de aquella comisión de la ONU en que todos se llamaban Félix). Borges, por su parte, escatima el esfuerzo con su antipático desdén por el trabajo de carpintería, pero clava de vez en cuando el estilete con inimitable exactitud: Emma Zunz, por ejemplo, es un nombre que justifica una literatura por sí solo.
Al final, como en todo lo demás, el mejor es Cervantes. Aldonza Lorenzo, Sansón Carrasco, Maritornes, Pedro Recio de Agüero (natural de Tirteafuera) son nombres que se adhieren al personaje y se vuelven inseparables de él. Sólo el hallazgo de Sancho Panza le valdría ya el puesto de honor. Don Quijote podría haberse llamado tal vez de otra forma, pero la identidad entre el nombre del escudero y su persona es de orden superior.
Simplemente rastreando los nombres de los personajes podemos recorrer todo el entramado de interacciones entre realidad y ficción de esa novela única. No sólo es que don Quijote los pase a todos por su filtro subversor (empezando por el suyo propio que queda en conveniente penumbra: Quijada, tal vez Quesada...), sino también que los personajes novelescos que le salen al paso tienen en la realidad de la Mancha o Sierra Morena nombres de novela (Dorotea, Andrenio...) tan inconsistentes como sus historias; o que en la corte de los duques bromistas apenas oímos un nombre verdadero, o que los inventados se imponen hasta el punto de que no nos consigamos acordar ahora mismo de cómo se llamaba en verdad (¡en verdad!) la Dueña Dolorida.
Cunqueiro es un proveedor incansable de nombres con sabor y olor, mientras que Valle- Inclán no acaba de atinar con la medida (le salen tópicos, como la niña Chole, o exagerados como don Latino de Híspalis). Baroja acierta sin esfuerzo sus apellidos vascos, seguramente porque son reales, y Galdós resulta en cambio inespecífico (entre Fortunata y Jacinta uno no consigue recordar cuál es cuál) cuando no increíblemente torpe: no se entiende cómo se puede crear un personaje tan espléndido y luego llamarlo Jenarita Barahona.
Cela era un entusiasta bautizador: sus articulillos para ABC no eran en el fondo más que un pretexto para ensartar esos nombres suyos, inconfundibles en su peculiaridad aunque fáciles de imitar (Don Tesifonte Ovejero, alias Flux; Matildita Coscollar Herráiz, viuda de Simpson...)
Torrente Ballester construye sobre meras iniciales coincidentes el edificio de su Saga-Fuga, pero los nombres de dudosos héroes (Jacinto Barallobre, Jesualdo Bendaña…) y malignos inquisidores (Don Acisclo, Don Apapucio) que sirven a la mecánica combinatoria son en sí portentosos.
Y si García Márquez apoya en los nombres (los Arcadios, Aurelianos y Úrsulas que se combinan por generaciones) los juegos de espejos de su genealogía, Cortázar cumple sin más el expediente con sus Brunos, Horacios y Elvinas perfectamente insípidos e intercambiables (precisamente él, que ideó la inquietante pesadilla de aquella comisión de la ONU en que todos se llamaban Félix). Borges, por su parte, escatima el esfuerzo con su antipático desdén por el trabajo de carpintería, pero clava de vez en cuando el estilete con inimitable exactitud: Emma Zunz, por ejemplo, es un nombre que justifica una literatura por sí solo.
Al final, como en todo lo demás, el mejor es Cervantes. Aldonza Lorenzo, Sansón Carrasco, Maritornes, Pedro Recio de Agüero (natural de Tirteafuera) son nombres que se adhieren al personaje y se vuelven inseparables de él. Sólo el hallazgo de Sancho Panza le valdría ya el puesto de honor. Don Quijote podría haberse llamado tal vez de otra forma, pero la identidad entre el nombre del escudero y su persona es de orden superior.
Simplemente rastreando los nombres de los personajes podemos recorrer todo el entramado de interacciones entre realidad y ficción de esa novela única. No sólo es que don Quijote los pase a todos por su filtro subversor (empezando por el suyo propio que queda en conveniente penumbra: Quijada, tal vez Quesada...), sino también que los personajes novelescos que le salen al paso tienen en la realidad de la Mancha o Sierra Morena nombres de novela (Dorotea, Andrenio...) tan inconsistentes como sus historias; o que en la corte de los duques bromistas apenas oímos un nombre verdadero, o que los inventados se imponen hasta el punto de que no nos consigamos acordar ahora mismo de cómo se llamaba en verdad (¡en verdad!) la Dueña Dolorida.
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