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miércoles, 2 de abril de 2008

Elogio (insuficiente) de Corinto

A Corinto llega Edipo recién nacido y librado a la muerte, y allí se encuentra hijo de reyes, admirado y querido. Orestes vengador, exiliado, marcha también a Corinto donde conocerá la laxitud de los días ociosos y lentos, las ocupaciones placenteras, el dulce amor de Pílades exento de arrebatos.

No son los primeros ni los últimos: parece inevitable que acaben recalando allí quienes huyen de su tierra. En esa Corinto que se adivina provincial y un tanto ramplona es fácil imaginar que el que llega exiliado se convierte en seguida, merced a sus modales más complicados y a la impronta de su ciudad de origen (que siempre se antoja en la distancia rica y brillante), en cabeza y modelo de la juventud dorada. Sus dichos, sus andares, la clámide que llevan cogida a la izquierda con un alfiler de punta cuadrada se convierten en santo y seña de los lechuguinos primero y más tarde de todo el pueblo. Así aquel capitán de infantería lacedemonio que vino, prófugo, a poner taller de herrero (lo habían condenado a muerte en consejo de guerra por beber agua fresca de un regato en el propio casco): a los dos años de llegar sus eses arrastradas se habían incorporado tan firmemente al dialecto local que nadie recordaba ya su origen.

Claro que no todos los forasteros despiertan tanto entusiasmo. En el ágora, de vez en cuando, algún arbitrista cretense o sículo atrafagado de diagramas y maquetas con piezas móviles toma la palabra y expone un sistema disparatado para romper el istmo y permitir a las naves el paso. Es una antigua idea, esa del canal, y los más viejos sacuden la cabeza sin querer hacer demasiada burla: algunos de entre ellos, de jóvenes, también lo creyeron posible y pasaron noches en vela con el ábaco y las escuadras. No es que desdeñen el progreso: bien que dieron fondos sus mayores para el experimento con las pasas cuando el lidio aquel les convenció con pruebas y cifras (y no se puede decir que fuera dinero tirado al mar: aún viven, y muy bien, de aquella decisión). Pero en general a los corintios las novedades les gustan solamente inanes y tintineantes como los brazaletes dorados, livianos como el aire, que traen de Pérgamo y Samotracia. O negras y ominosas pero inofensivas, como las historias de matanzas en reinos lejanos.

Porque esta ciudad remisa a la guerra gusta de hacerse contar batallas. Cuando aquella locura de Troya enviaron, por cumplir, apenas diez naves bajo el mando de Agamemnón (Rey de Hombres le gustaba llamarse, y no era prudente llevarle la contraria); no fue fácil reclutar las tripulaciones, hubo que recurrir a ofertas de indulto para enganchar unas docenas de ladronzuelos y timadores. Y en cambio qué rebullidora expectación, qué silencio ansioso se adueña del ágora apenas un rapsoda anuncia la enésima versión de los siete contra Tebas o las fatigas de los argonautas. Tanto más ocurre con los exiliados, testimonio vivo de guerras y leyendas; invitados en las casas principales a repetir una y otra vez las sangrientas, fascinadoras historias de maldiciones y venganzas, ¿se figurarán acaso estos forasteros que pueda brillar un punto de conmiseración irónica en los ojos –embriagados de gloria y horror ajenos– de la hija menor que más tarde, furtiva, buscará su mano en la despedida?

Pronto entrevén los exiliados -pues no es Corinto ciudad que esconda su forma de ser, como Atenas, tras complicados simulacros- la reticente prudencia que se esconde tras los rostros absortos, y seguramente comprendan lo que hay de sabio en esa actitud gracias a la cual es allí y no en Tebas ni en Argos, ni mucho menos en Esparta altiva, donde resulta posible una vida modestamente feliz y libre de inquietudes. Pero es inevitable que un hervor de sangre envenenada y vieja les termine por subir a la cabeza, y el orgullo seco de quien conoce otros refinamientos y otros abismos les amargue en la boca el sabor de los chistes repetidos y las cenas sin condimentar. Al poco de llegar ya están maquinando irse a cumplir altos destinos –a servir de alimento a los buitres y a los rapsodas.

Y sin volver la vista atrás te abandonan, oh Corinto de anchas plazas, ciudad ignorada de los poetas, tú que a falta de leyendas tienes los cuentos de las comadres sobre esposos cornudos y comerciantes tramposos, tú sede de la prosa y de los días de labor siempre iguales a sí mismos. Y no nos queda más que lamentar en Tebas, en Micenas poderosa, ahora que quisiéramos arrancarnos los ojos para no contemplar tanta sangre derramada en nuestros dormitorios, ahora que quisiéramos gritar hasta quebranos la garganta con tal de sofocar tanto aullido de dolor como sale de nuestras mansiones, que tus encantos sencillos no bastasen para retener a estos malnacidos seductores, a estos negros cuervos portadores de desdicha, a estos imberbes vástagos de estirpe real incapaces de dejar las cosas como están, enamorados de sus destinos grandiosos, ebrios de poesía, ciegos de una soberbia que no corresponde al ser humano.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Un gallo para Esculapio, II

Cuando las miramos desde una distancia suficiente, las historias heredadas se superponen en una extraña contigüidad. Steiner traza el paralelismo entre el Banquete platónico y otra larga noche en Jerusalén para la que faltan siglos aún, la cena de Jesús con sus discípulos. El oído privilegiado del maestro escudriña hasta las últimas resonancias, pero a nosotros esos ecos que saltan con la intensidad del fuego cruzado entre dos trincheras nos llevan de rebote hasta una tercera noche, la última de Sócrates en prisión; también a él se le ofreció la resistencia y la fuga, también la rechazó, suave y firme.

Pero miremos más de cerca: en la noche evangélica todo es coherente, todo se refiere al mismo sistema de valores; ni siquiera el traidor se sale del esquema, desde el momento en que siente su traición como tal y se avergüenza de ella (del mismo modo que Pedro envainará avergonzado la espada, en el huerto). Se está concelebrando un sacrificio con aquiescencia de la víctima: para los que participen de esas creencias se tratará de un acto sublime; para quienes no, resulta incomprensible y ajeno, pero desde luego no se encuentra en él ninguna contradicción.En la noche ateniense, sin embargo, nada es lo que parece: la escena aparentemente heroica y ejemplar se alimenta de una tensión subterránea que dividirá para siempre el pensamiento humano en dos modos opuestos.

Reflexionemos: ¿quién nos cuenta la historia? Platón el idealista, el hombre de las grandes palabras, los absolutos, las mayúsculas. Es a Platón a quien le sirve ese cierre en clave heroica que cuanto más de cerca lo miramos menos creíble se nos hace en boca del fauno conchudo. Es Platón quien en un momento de lucidez privilegiada comprende que precisamente ahí, en esa celda, se está jugando el futuro de la filosofía. Que si Sócrates sube a la nave de Delos la construcción tan abnegadamente tallada durante años se alejará con suavidad hacia arriba hasta perderse de vista.

Si se tratara de una novela tendríamos aquí una escena de enorme potencial, y habría que calibrar cuidadosamente la manera en que la traición se produce. Sería hermoso y terrible que la noticia llegara primero al propio Platón ("Loado sea Apolo, aún lo salvaremos; ve a prepararlo todo") y verlo entrar en la sala con la mirada extraviada de quien ha decidido condenarse por una causa ("¿Qué tienes, Platón?; ¿quién era el de la puerta?" "Nadie, un borracho; se ha puesto violento, pero he podido echarlo."). O tal vez (más arriesgado pero fascinante si saliera), hacer que fuese el discípulo quien sembrara en el cerebro inquieto del maestro la idea del sacrificio perfecto -justo el tipo de idea radiante y dañina que, una vez la has vislumbrado, no te queda más remedio que seguirla hasta el final- para después extraerla, sutil e inhumano, a base de preguntas en apariencia bienintencionadas y torpes.

Pero las cosas no suceden nunca con la exactitud terrible que los libros procuran; la traición debió ser paulatina, reticente, y desde luego posterior. Seguramente no hubo una verdadera posibilidad de salvación para Sócrates; tal vez alguien, en un momento de fingido optimismo, nombrase la nave de Delos; incluso es posible que el viejo, haciendo de necesidad virtud, improvisara un canto de lealtad a la polis. Pocos mimbres hacían falta, en cualquier caso, para reescribir una historia que ninguno de los presentes, envenenados para entonces de ideal (ese virus nuevo para el que no había aún defensas), iba a desmentir.Con esta fábula Platón le da una patada al puente después de cruzarlo y se despide del tiempo en que el hombre abarcaba el mundo al ras de su mirada. A partir de ahí, de Aristóteles a Stalin, las jaulas intrincadas y perfectas (ellas sí preexistentes al hombre y abrumadoramente mayores que él) no dejarán de encontrar quien las construya alrededor de sí mismo y de esta realidad que a alguna célula acelerada de nuestro cerebro se le antoja demasiado abigarrada y rebelde.

Pero el linaje de Sócrates no perecerá, dioses mediante. En los márgenes de la Gran Filosofía, en los arrabales de la literatura sin género (degenerada) un puñado de francotiradores incómodos pero ineludibles nos recuerda que al final no hay otra cosa que nosotros y el mundo ahí fuera, y que sólo cabe mirarnos, mirarlo y anotar. Yo saludo aquí, por afinidad profunda, al Señor de Montaigne y a Emil Cioran, pero cada uno debe tener sus escépticos malhumorados humanísimos compañeros de viaje con los que reposar al atardecer mirando, con la condescendencia humilde de quien ha estado allí y tal vez vuelva, a los que se agitan en sus celdas geométricas.

Un gallo para Esculapio, I

La historia del pensamiento se nutre, no menos que cualquier otra, de relatos o personajes simbólicos que acaban por decir más que las formulaciones teóricas: Diógenes frente a Alejandro, Spinoza tallando sus lentes, Nietzche loco en Sils-Maria... Hay una escena que a lo largo de los siglos ha mantenido una capacidad infinita de reverberación: nada de lo que dijera Sócrates en vida puede ser más importante que la secuencia casi ritual de gestos que preceden a su muerte. En la celda donde lo han encerrado sus conciudadanos, Sócrates recibe la sentencia. Al alba deberá beber la cicuta, pero queda una noche por delante y el maestro la va a pasar como ha vivido.

Es sin duda un momento soberbio: han venido todos los discípulos, rotos por la pena pero dispuestos a no fallarle; comerán y beberán hasta el amanecer mientras lanzan al aire argumentos leves y hermosos como pompas de jabón para que el maestro los pinche uno por uno. Y si una voz se quiebra de repente siempre habrá otra que tome su lugar; entre atenienses lo último que se pierde es la compostura. Tampoco se han descuidado los frentes aún abiertos: entre los amigos que van y vienen hay hombres de acción, y mientras unos intrigaban en el Areópago otros han ido organizando un plan de emergencia. Llega uno y se abre paso, arrebolado y jadeante: todo está listo, han sobornado a los guardias y una nave está esperando para llevarlo a Delos; el capitán no hará preguntas indiscretas.

Sócrates sonríe; todos han aprendido a amar esa sonrisa rijosa de fauno (por un momento parece que se estuviera deleitando en la imagen del hirsuto, silencioso marino). Están acostumbrados a que de ese cuerpo esmirriado y sin gracia, de esa voz de cascarria surjan las palabras más hermosas y claras, las más inevitables. Pero esta vez la emoción es difícil de sujetar:

-Le debo todo a la ciudad, he vivido feliz bajo sus leyes: no es justo que ahora las eluda porque no me favorezcan.

La embriaguez verbal, el gusto mediterráneo por los discursos patéticos, la insidiosa belleza del momento nos pueden arrastrar fácilmente, pero pensémoslo despacio: no es justo ¿y qué? ¿qué monstruosa decisión es esa?. Cada molécula de nuestro ser se rebela ante un disparate como ese. Coge el puto barco, por Dios, escapa de esa caterva de envidiosos e intrigantes. Morir, ¿para qué? Dejar de respirar, de ver cada mañana el cielo azul turquesa y las macizas pantorrillas de Alcibíades...

Qué frío debe hacer en ese universo. El Deber, la Patria, la Razón. Aquí tenéis el puñal para matar a mi hijo... ¿qué clase de desquiciado puede hacer ese gesto? ¿cómo se atreve nadie a contarlo, a proponerlo como ejemplo?

La semana pasada volvíamos sobre el sacrificio incomprensible de Charles Ryder y Julia. El virus de lo sublime es antiguo y resistente: tal vez esta sea una de sus primeras apariciones públicas.

martes, 8 de enero de 2008

Herencia

Tal vez no sea, en estricta erudición, la primera vez, pero cuando Tucídides le da la vuelta a un oráculo con esa claridad de espíritu uno tiene, a pesar de tratarse de una mención de pasada sobre un asunto menor, la impresión de estar asistiendo a un momento inaugural, definitivo:

En cuanto al lugar llamado Pelárgico, al pie de la Acrópolis, sobre cuya ocupación pendía una maldición y lo mismo prohibía el verso final de un oráculo pítico que decía: "Es mejor que el Pelárgico esté sin utilizar", la apremiante necesidad hizo que se ocupara por completo. Y, en mi opinión, el oráculo se cumplió al revés de lo que se esperaba, porque la desgracia de la ciudad no llegó a causa de su ocupación ilegal, sino que fue la guerra la que creó la necesidad de habitarlo (…), y el oráculo predecía que el Pelárgico sería habitado, y no para bien.

No sé si en algún otro lugar existía la atmósfera moral e intelectual para un salto como este, pero el caso es que allí y entonces el hombre empezó a liberarse de los dioses. Nada está escrito. Somos los dueños de nuestro destino, y fueron atenienses quienes nos lo enseñaron. Eterna gratitud a ellos.