La historia del pensamiento se nutre, no menos que cualquier otra, de relatos o personajes simbólicos que acaban por decir más que las formulaciones teóricas: Diógenes frente a Alejandro, Spinoza tallando sus lentes, Nietzche loco en Sils-Maria... Hay una escena que a lo largo de los siglos ha mantenido una capacidad infinita de reverberación: nada de lo que dijera Sócrates en vida puede ser más importante que la secuencia casi ritual de gestos que preceden a su muerte. En la celda donde lo han encerrado sus conciudadanos, Sócrates recibe la sentencia. Al alba deberá beber la cicuta, pero queda una noche por delante y el maestro la va a pasar como ha vivido.
Es sin duda un momento soberbio: han venido todos los discípulos, rotos por la pena pero dispuestos a no fallarle; comerán y beberán hasta el amanecer mientras lanzan al aire argumentos leves y hermosos como pompas de jabón para que el maestro los pinche uno por uno. Y si una voz se quiebra de repente siempre habrá otra que tome su lugar; entre atenienses lo último que se pierde es la compostura. Tampoco se han descuidado los frentes aún abiertos: entre los amigos que van y vienen hay hombres de acción, y mientras unos intrigaban en el Areópago otros han ido organizando un plan de emergencia. Llega uno y se abre paso, arrebolado y jadeante: todo está listo, han sobornado a los guardias y una nave está esperando para llevarlo a Delos; el capitán no hará preguntas indiscretas.
Sócrates sonríe; todos han aprendido a amar esa sonrisa rijosa de fauno (por un momento parece que se estuviera deleitando en la imagen del hirsuto, silencioso marino). Están acostumbrados a que de ese cuerpo esmirriado y sin gracia, de esa voz de cascarria surjan las palabras más hermosas y claras, las más inevitables. Pero esta vez la emoción es difícil de sujetar:
-Le debo todo a la ciudad, he vivido feliz bajo sus leyes: no es justo que ahora las eluda porque no me favorezcan.
La embriaguez verbal, el gusto mediterráneo por los discursos patéticos, la insidiosa belleza del momento nos pueden arrastrar fácilmente, pero pensémoslo despacio: no es justo ¿y qué? ¿qué monstruosa decisión es esa?. Cada molécula de nuestro ser se rebela ante un disparate como ese. Coge el puto barco, por Dios, escapa de esa caterva de envidiosos e intrigantes. Morir, ¿para qué? Dejar de respirar, de ver cada mañana el cielo azul turquesa y las macizas pantorrillas de Alcibíades...
Qué frío debe hacer en ese universo. El Deber, la Patria, la Razón. Aquí tenéis el puñal para matar a mi hijo... ¿qué clase de desquiciado puede hacer ese gesto? ¿cómo se atreve nadie a contarlo, a proponerlo como ejemplo?
La semana pasada volvíamos sobre el sacrificio incomprensible de Charles Ryder y Julia. El virus de lo sublime es antiguo y resistente: tal vez esta sea una de sus primeras apariciones públicas.
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