jueves, 8 de mayo de 2008

El paraíso en la tierra

Pocas veces viene uno de un viaje con una verdad revelada de forma tan nítida y resplandeciente. El mensaje que traigo, amigos, es este: San Petersburgo es la ciudad de las tías buenas. Rubias subidas a piernas interminables, morenas de ojos de gata y pómulos afilados, armazones de perfecta geometría ceñida por sucintas camisetas y vaqueros de una talla menos. Los pechos más erguidos del hemisferio norte, los culos más redondos. El andar firme y seguro, un pie delante de otro, los taconcitos claqueteando sobre el pavimento. La elegancia precisa y quebrada de los brazos esbeltos sin los que no hay verdadera belleza. Se saben hermosas y lo van declarando con cada gesto; no son, sin embargo, sensuales a la manera ondulante y mimosa de la mujer del sur, sino más bien despegadas y ajenas, pero se las arreglan para cargar los movimientos más inocuos (rebuscar en el bolso, pararse en el semáforo, girar la cabeza) de un voltaje sexual irresistible. Más que para afrontar el escrutinio de las otras mujeres, se visten para gustar a los hombres. Tampoco es que les haga falta, podían ir con sacos de arpillera por lo que a uno respecta, pero desde luego se agradece el esfuerzo y se aplaude el resultado.

Las tres primeras horas las pasa el viajero sin saber a dónde acudir, desbordado por el espectáculo, con los ojos amenazando salir por su cuenta a perseguir muchachas en flor. Después se va acostumbrando, centra un poco la mirada, evita las torsiones de cuello más allá de los cuarenta y cinco grados y comienza a añadir su esperable poso de reflexión al arrebato primero. Así, se le ocurre que en esta ciudad ciertos conceptos, como el de la guapa de la clase, tan importantes en nuestra formación, pierden su significado. Como lo pierde el trabajo de modelo, que lo deben hacer por turnos; frente a la iglesia de San Isaac había un equipo haciendo fotos de moda: en los segundos que tardó el viajero en pasar delante se le cruzaron dos peatonas muchísimo más guapas que la profesional. Además, son posadoras innatas; en estos días de puente universal hemos compartido colas con todo el turismo interior, y las largas esperas las amenizaba el espectáculo de las nínfulas retratándose entre sí, mirando al objetivo como si fueran a metérselo en la boca, saltando en poses de ballet, trepadas a los árboles como panteras desmañadas, emprendiéndola a lametones con los pectorales de una estatua que a duras penas conservaba su imperturbabilidad marmórea o inclinadas hacia delante, piernas abiertas, un brazo estirado abajo empujando el vuelo de la falda contra el hueco.

Pero el viajero, romanticón y etéreo, se va a quedar en el recuerdo con unos ojos: un par de ellos, concretamente, unidos a una camarera que ni siquiera era a primera vista la más atractiva en el bar lleno de niñas pijas perfectamente comestibles. Ah, amigos, si hubieran ustedes visto esos ojos azul turquesa de extensión oceánica se tragarían la sonrisita condescendiente. A cierta distancia eran simplemente maravillosos; pero cuando se inclinó a recoger el menú el viajero literalmente perdió el hilo, incapaz de recordar por unos instantes dónde estaba y qué andaba diciendo (sólo le venían a la cabeza Luga, Kaluga y Kalugano). ¿Saben ustedes eso de sumergirse, ahogarse en, ser engullido por unos ojos? Pues los tópicos, acaba descubriendo uno, llegan a serlo porque dicen la verdad.

Les dejo para terminar el corolario más importante: altos o bajos, ricos o pobres, con o sin estudios, zafios o pulidos, todos los hombres de San Petersburgo llevan al lado una mujer impresionante. No importa que seas un parado crónico y voluntario, que peses ciento ochenta kilos, que te bajes dos litros de vodka antes de desayunar o que te cambies de ropa interior cada jueves impar: siempre habrá una Natasha de dorada melena, una curvilínea Ludmila, una hechicera Svetlana que cargue contigo. Por lo que pueda servir la información, digo.

(Si aparece por aquí una tal G. diciendo que soy un exagerado, no le hagan ningún caso: rabia que le da que el único ruso guapo que encontró estuviera muerto hace cien años)

8 comentarios:

E. G-Máiquez dijo...

Como mi señora lea esta crónica (extraordinariamente escrita, por cierto), el menda no conoce San Petersburgo.

Er Opi dijo...

Mi pareja JAMÁS conocerá este post.

Abrazos,

Er Opi.

T dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
T dijo...

Tal vez, pese a la crónica del viajero, sus señoras de ustedes piensen que San Petesburgo merece la pena, a pesar de la competencia.
A mí, que soy una señora, no me importaría nada volver a esa ciudad por mucho bellezón que pasee por sus calles.

E. G-Máiquez dijo...

¡Bien dicho, T! Dios te lo pague. Eres toda una señora, desde luego.

Er Opi dijo...

Evidentemente, mi post era en broma, a mí tampoco me molestaría visitar San Petesburgo a pesar de los incovencientes que cita el cronista.

Abrazos,

Er Opi.

Anónimo dijo...

Acabo de encargar el billete (sólo ida).

Sirwood.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Menos con españolas, lo que me echen.