jueves, 4 de junio de 2009

La eternidad del lujo (I)

No es lo mismo, se dice el viajero mientras se lleva el café a la boca, arrellanado en una butaca curvilínea y maternal, la mirada perdida en los destellos que desde lo alto esparcen los racimos de la enorme araña. Ha tenido que atravesar salón tras amedrentador salón del Gran Hotel Pupp con su mejor cara de póker hasta encontrar un camarero que con grave cortesía decidiera que una vez llegado hasta allí no pasaba nada por atenderle. Olvidada inmediatamente su condición de intruso, el viajero ha tomado tranquilamente posesión de la sala recamada en escayola hasta el altísimo techo como una tarta nupcial. Unas cristaleras a modo de biombos esconden el discurrir de los camareros, y la espesa moqueta roja absorbe el poco ruido que pudiera llegar del exterior. En la puerta se insinúan unas tímidas presencias que activan la recién adquirida territorialidad: estos turistas se meten en todas partes, no hay manera de tomarse un café a gusto.

Estamos en Karlovy Vary, antigua ciudad balnearia, uno de esos lugares en que dos tribus de visitantes se mueven en paralelo sin rozarse siquiera. Cada mañana a eso de las once los autocares de Praga dejan caer en la estación un puñado de excursionistas que se volverán por la noche después de haber correteado de fuente en fuente, sospechando como mucho, por indicios suntuarios, la existencia de otra clientela de más larga permanencia y míticos (por desconocidos) poderes adquisitivos. En cuanto a los habitantes, sólo podemos postular su existencia por el hecho de que los mostradores están atendidos y los autobuses circulan.

El viajero pertenece, desde luego, al primer grupo. En el trayecto de la estación de autobuses al centro urbano, a lo largo del río encauzado entre dos calles, se ha dejado adelantar por alegres grupos de jubilados que, armados de jarras de cerámica caprichosamente historiadas (cuándo las han comprado o si las traen de casa es uno de esos enigmas menores que tanto lo entretienen a uno), parecen saber de antemano a dónde hay que ir. Si se queda rezagado no es sólo por su natural indolente, sino porque a diferencia de ellos no tiene nada claro el objetivo; con el recuerdo de Baden Baden todavía cercano ha buscado antes que nada los baños señoriales bajo cúpulas venerables que tendría que albergar, por las trazas, aquel edificio blanco y rococó situado en la cabecera del parque, pero resulta que en esta ciudad no hay nada de eso: las aguas son más bien para tomar y los pocos tratamientos de baño se ofrecen en salas pequeñas con aire aséptico y sanitario, según se ve en los folletos. Con su gozo en un pozo, pues, enfila el viajero el canal aceptando mansamente que lo que sea que den ahí arriba ya se lo habrá repartido la compacta e implacable cuadrilla de pensionistas. Tal vez, se dice, cuando llegue a esas edades habrá aprendido a no dispersarse y enfilar directo a la meta, aunque para ello tenga que aprender primero a tener algún tipo de meta.

Pero por ahora prefiere dedicarse a zascandilear. Pronto se entera de que el rasgo característico de la ciudad son las arcadas: sobre cada fuente de aguas salutíferas se debieron ir montando en principio cobertizos para proteger de la lluvia a los clientes. De la necesidad más o menos cubierta al exceso civilizado y suntuoso hay una distancia larga o corta, pero inevitable de recorrer: lo que nos encontramos hoy es un conjunto de loggias variadamente exquisitas que sobrepasan con mucho su función primitiva y que habrán dado lugar a su vez a nuevos modos sociales, convirtiéndose en puntos de encuentro de elegantes y referencia del paseo ciudadano. Gracias al bendito eclecticismo de entre siglos, un breve recorrido nos permite ver articularse los temas clásicos de la columnata con todo el repertorio de materiales y estilos: hierro primorosamente forjado, cerchas de madera de inventivo ensamblaje, sólida piedra mármol con cariátides y acantos, filigrana orientalizante de escayola.

Sobre el Sprudel, un chorro vertical tremendo de agua hirviente que brota del suelo desde hace siglos procurando milagros sin cuento, se levantó en su día la más hermosa de las arcadas, construida en la manera de los grandes invernaderos ingleses. Esta galería cayó en algún desastre, y en los años sesenta se construyó en su lugar una estructura de acero y cristal de sorprendente empaque. Cerrando con altos perfiles un espacio único hermosamente empapado en luz, habilita un lugar amplio y acogedor donde cada uno va a su avío sin ceremonias. Sus bancos corridos y sus grifos a intervalos representan con tranquila dignidad una alternativa popular e igualitaria al aristocratismo que de todos modos continúa imperando en cuanto se abandona este reducto.

Predomina, como en la capital, una decoración estilizada y caprichosa que ofrece de vez en cuando detalles exquisitos pero que sobre todo brilla por la calidad media del ornamento de serie. El recorrido es lineal y sinuoso, pero a cada rato se abren salidas monte arriba que prometen vistas extraordinarias. El viajero toma por una que rodea las arcadas del paseo hasta un mirador por encima de las cubiertas: la ciudad parece desplegarse como un diorama, súbitamente tridimensional, derramada en regueros de casas por donde las curvas del monte lo permiten. Es un espectáculo vivificante y feliz que, contemplado desde cualquiera de las terrazas que ahora vemos, ha de contribuir a las famosas curaciones tanto como las aguas.

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