Hemos venido a ver una torre célebre y, como ocurre a menudo, una vez en el sitio el reclamo del cartel resulta ser lo de menos. Encontramos un conjunto extenso, descalabrado, ilegible y divertidísimo de recorrer, en que las etapas sucesivas se encabalgan y confunden con un pathos más pintoresco que histórico. Saltando de piedra en piedra el viajero no acaba de hacerse una idea clara de cómo estaba organizado aquello, pero tampoco le parece que sea una pérdida. El minarete es aparatoso, desaforado, magnífico; se levanta allí en medio con rotundidad geológica, como esperando a que acaben de construir a sus pies la inmensa mezquita que su escala reclama. Sin embargo, tal vez precisamente por esa desairada situación (clavado entre fragmentos de edificios que poco tienen que ver con él), resulta asombrosamente invisible una vez que se ha metido uno en el laberinto de estructuras. Ocurre entonces que su aparición repentina entre dos arcos tiene un sabor de sorpresa infantil que cuadra mal con su voluntad de predominancia y arrebato.
Pero la versión india de la Torre de Babel, el empeño impío por construir más allá de la escala humana que parece surgir tarde o temprano en todas las civilizaciones no se encarnaría aquí en el minarete famoso (que al fin y al cabo se levantó, aunque se mantenga a duras penas en pie), sino en un tronco de cono ancho como una plaza y cortado a poca altura que se deja desmoronar con parsimonia, arranque fracasado de otra torre que habría llegado a ser dos veces más alta. El viajero se pregunta si la condición mítica será compatible con la presencia efectiva. Por grande que sea un objeto, nunca podrá medirse con lo imaginario: una torre de ladrillo de ciento cincuenta metros habría sido sin duda un logro notable, digno de consideración, motivo de crónicas de viajeros ilustrados; pero quedaría tan lejos del cielo como quedan las agujas de acero y cristal que en nuestros días se afanan en superarse unas a otras en pocos metros cada vez cuando la leyenda exigiría saltos exponenciales, de cientos de kilómetros. El mito de la Torre sólo es posible mientras no esté acabada y las noticias de su construcción se repitan de quinta mano por lejanos puertos: cerca de la vieja Delhi está levantando el sultán de los mogules una torre que cubrirá los mares con su sombra. No menos fabulosas debieron sonar en Europa las descripciones de los rascacielos que se iban alzando en Nueva York en los años 30.
Este complejo fue una de las primeras obras de los musulmanes en el territorio conquistado. Como en Córdoba, los constructores echaron mano de las columnas y dinteles que había para componer un espacio indudablemente islámico; a diferencia de Córdoba, sin embargo, los restos violentados (de los que debieron lijar toda representación humana o animal) continúan hablando su propio idioma e impregnan de una extrañeza ineludible al recinto. Por momentos las galerías se desdoblan como una foto virada y nos parece entrever el antiguo templo hindú que echaron abajo para hacer sitio a la mezquita; esa presencia fragmentada y elusiva basta para llenar el aire de dioses de una forma que los edificios intactos no consiguen, al menos en la mente caprichosa del viajero.
La idea de un dios único y sin rostro debió resultar extrañísima a los indios. Aún hoy, con trescientos millones de fieles dando testimonio de lo contrario, a uno le resulta difícil de entender que penetrara aquí el Corán, y querría desentrañar los mecanismos de adaptación que lo hicieron posible. Seguramente la explicación última sea la más simple: allí como acá, con la espada en una mano y la bolsa del dinero en la otra, se puede hacer a la gente que crea en cualquier cosa.
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