Como estoy leyendo y escribiendo cosas de Praga, me aparece a menudo el nombre de Jan Neruda, grandísimo escritor menor. Ayer me entró la curiosidad obvia: ¿qué demonios podía tener que ver el poeta Pablo (en el siglo Neftalí Reyes) con el cuentista Jan? Las primeras entradas en google dan cuenta de que el chileno eligió expresamente el apellido del checo como seudónimo, cosa que me resultaba cuando menos complicada de creer.
Lo mismo le sucedía al doctor Robertson (coterráneo del poeta, hombre cosmopolita y de inquieta cultura) hasta que emprendió una de esas descabelladas investigaciones eruditas que son la sal de la vida. A medida que tira de los escasos hilos disponibles van desfilando por el texto, enhebrados por la figura de Sherlock Holmes, virtuosos del violín de nombres dudosos, espías austrohúngaros desenmascarados, promotores de conciertos, periodistas sagaces, partituras autógrafas y Stradivarius regalados por oscuros personajes de la realeza, amén de juegos especulares con la seudonimia, de rastreos melancólicos en librerías de viejo, un amor desmedido por los acertijos, el color de época, los cotilleos ajados.
Además de todo, a mí me convence la conclusión sobre el seudónimo (más que la explicación extendida por el propio poeta, desde luego). Es una lástima que don Enrique Robertson se guste un poco demasiado en la narración, le pierda la medida a las digresiones y meandros, abuse del coqueteo de mostrar y esconder los hallazgos. Si hubiera tenido una pluma pelín más ágil y contenida (o mucho mejor, si el añorado Joan Perucho hubiera dispuesto de este material) estaríamos ante un texto absolutamente impagable, pero tal como está ya es una gozada, no se arredren por los circunloquios narrativos y me lo agradecerán.
Por cierto, que la indagación me ha recordado en cierto modo a esta otra que hice yo hace un tiempo.
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