Es una mezcla de pereza, irresolución y autoexigencia, una inacción no planeada ni deseada pero de la que uno se siente secretamente orgulloso. Desdén -pero nunca desprecio, si se admite el distingo- por el trabajo de carpintería, querencia –a la fuerza ahorcan- por las piezas cortas vagamente relacionadas entre sí, las series discontinuas, los comienzos abandonados. Y siempre una voluntad de ocultación, un pudor concienzudo, un terror desproporcionado a todo lo que suene a retórica; la invisibilidad como aspiración última.
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea,
Recopilo todo esto porque el otro día me golpeó por sorpresa el inconfundible aire de familia en un viejo conocido. Juan Avellana es uno de los pocos escritores de verdad que uno conoce en esto de los blogs. Poco a poco, a paso lento pero sabiendo muy bien lo que hace, va construyendo una obra traslúcida, compacta y leve como una de esas celosías maravillosas de los mogules.
Lo que de familiar me he encontrado en él de repente no es sólo la reivindicación de una cierta forma de silencio, de inacción, de renuncia al sentido, sino sobre todo la manera reticente, pudorosa, espiral de afirmarse en ella. Porque bien pudiera ser que se tratara de otra cosa, porque no vayan a creer ustedes que es todo precisamente así como digo, porque hay trampas a uno y otro lado y raro será que no estemos metidos de lleno en alguna.
Si no fuese un retorcimiento vanidoso para hacer de la necesidad virtud, incluso así, parece un empeño dudosísimo. Hay que esquivar el ascetismo, que es una forma de sentido; la contemplación, el zen, el recogimiento, la estupidez, el arte povera, el pop o la ironía, por enumerar algunos peligros de confusión por vecindad. Para evitarlos es precisa una firme perseverancia en el estilo, y así no es posible fabricar un vacío limpio de dobleces románticas. Porque eso no es el viento que pasa entre las hierbas de un descampado, sino el vacío de una instalación minimalista en un museo, digamos: una ausencia notoria, un hueco lleno de sentido que discursea sobre la terca voluntad de estilo que, a fin de cuentas, lo ha engendrado.
Y ese afán de borrarse que no es menos sincero por chocar de frente con el hecho de escribir en público, cómo no iba a devolverme un eco propio si cuando he logrado escribir algo más seguido ha sido dándole voz a un paseante invisible.
A mis tres o cuatro lectores les sobra sagacidad para advertir que no hay nada de modestia en todo esto, pero por si pasara por aquí algún despistado señalo lo evidente: un verdadero no-escritor se cambiaría sin dudarlo por Balzac, pero por casi nadie más. Porque en el fondo sabe que:
...dando un paso a derecha y otro a izquierda, de tanto enderezarse, de tanto fingir, a veces uno se encuentra sinceramente siendo.
2 comentarios:
Una inaccion que nunca lo es del todo. El corazón siempre late, aunque no te acuerdes casi nunca de que está ahí, y sólo lo notes cuando te pegas una buena carrera para coger el autobús que se te escapa.
Creo que un escritor lo sigue siendo siempre, aunque se pase mucho tiempo sin escribir.
Para los ojos y la mente de alguien que se dedica a esto, que vive de esta manera nada se pierde. Aunque lo parezca. Terminará saliendo en algún momento. De alguna manera. Aunque sea esa manera aparentemente tan vacía, tan al ralentí.
Tal y como tan bien dice el Sr. Avellana.
Caramba, Ignacio, lo has clavado. Sobre todo la parte de los elogios :) No, es broma: me refiero a lo de "una mezcla de pereza, irresolución y autoexigencia" (y todo lo demás), que me ha hecho reír por lo bien que me he visto retratado. Creo que este post tuyo me va a dar que pensar (y que leer) hasta el día del Juicio, por lo menos.
Me he acordado de una tira de Mafalda: más o menos, Guille está llorando porque empieza el curso y ella va a dejarlo solo para irse a la escuela, y la acusa de que quiere más a la escuela que a él. Mafalda le explica que eso no es verdad; que no tiene otro remedio que ir a la escuela para instruirse, encontrar un trabajo de mayor, etc. Y entonces Guille rompe a llorar otra vez y grita: "¡Mamá, Mafalda se quiere a sí misma más que a mí!".
Lo digo porque quizá todos esos reparos (ese reflejo imperfecto y a veces ridículo que devuelve la obra) no me dejan suelto porque en el fondo me quiero más a mí mismo que a los libros que no escribo, vanidosamente. Como tan bien dices, no hay rastro de modestia aquí, no.
Y, en serio, gracias por el post.
Publicar un comentario