miércoles, 4 de febrero de 2009

Un buen fin de semana, II

Sábado, Baden Baden

Una comilona

Aterrizado en Baden Baden en ayunas y sin tiempo para discriminar, el viajero se encontró delante de un inconmensurable Schweinehaxe mit Sauerkraut escoltado por medio litro (no se despacha menos) de Weizenbier. La cocina alemana no es precisamente refinada, y una dieta de este tipo supone elegir entre la muerte por colesterol o de aburrimiento, pero una vez al año y en determinadas condiciones resulta un regalo del cielo.

Tomar las aguas

Por desgracia no había tiempo para volver al fabuloso Friedrichsbad, que no se molesta en tratamientos de menos de tres horas, así que hubo que conformarse con su hermano plebeyo y contemporáneo, las pomposamente llamadas Caracalla Thermen. Y a pesar de sus reticencias el viajero ha de admitir que disfrutó como un enano. Quedan como momentos estelares de la sesión la cascada de agua caliente que te masajea la espalda con la fuerza de tres valkirias rubicundas y la sauna de leña a la que se llega, muriendo placenteramente de frío, en pelota picada por un sendero todo lo salvaje que permite la instalación.

Obra maestra

El motor del viaje en realidad era el Caballero de la Rosa del Festival de Invierno, con un conjunto de intérpretes que a uno le parece insuperable hoy día. La valoración que uno hace de estas cosas siempre será, aparte de subjetiva, conforme a la escala de sus propias experiencias. En ese marco no tiene este cronista inconveniente en calificar la representación de histórica, del mismo modo que entiende y admira la visión mucho más exigente de este veteranísimo crítico: si has visto a Schwarzkopf o Jurinac en estos papeles, si tienes el recuerdo de Kleiber en vivo difícilmente te vas a dejar arrastrar por el entusiasmo que a uno, siendo éste su segundo Rosenkavalier, le debe casi obligatoriamente embargar.

Y eos que Fleming nos asustó de veras con un comienzo dubitativo, la voz no del todo colocada. Por fortuna tardó en hacerse con las riendas del papel lo que la Mariscala en sacudirse la modorra tras su noche de amor. El monólogo que interpretó junto con un Thielemann soberbio, exquisitamente atento a los mil subrayados de la partitura y a no ahogar con la masa orquestal el sonido no muy potente de la cantante, quedará mucho tiempo en la memoria de este aficionado. Su Marie-Therese está construida con rasgos más propios de un cierto tipo de gran dama de Hollywood (una Norma Shearer, una Carole Lombard) que de la antigua nobleza de sangre europea: al cronista no le molesta en lo más mínimo, una dama es una dama.

Si sumamos a lo estrictamente vocal la presencia y actitud no se le ocurre a uno mejor Octavian que Sophie Koch, por juvenil, por encantadora y por el canto largo, generoso y expansivo. El catarro que anunció sólo se hizo sentir, curiosamente, en las frases que le tocaban en el disfraz de criadita. Mientras fue un muchacho enamorado llenó la sala de felicidad y plenitud. Diana Damrau no es una princesita: por utilizar el patrón del barón Ochs no tiene finas las muñecas, y eso en principio puede beneficiarla o no en el papel. Era ya la mejor Zerbinetta posible gracias a su insolente superioridad en la zona aguda y a la coquetería frescachona que despliega sin esfuerzo, y con esos mismos mimbres trabaja; pero para ser Sophie necesitaba además ahilar el canto y darle esa vibración sentimental del amor primero. A fe que lo consiguió en grado superlativo: el dúo del segundo acto sonó fuera del mundo: más que vibrar en la esfera impenetrable que se construyen los enamorados era el canto esa misma esfera. Si compran (y deben) el video que saldrá, no dejen de observar un bulto de chaqueta gris en la quinta fila a la izquierda que agita los hombros compulsivamente (los pucheros los habrá borrado el ingeniero de sonido).

A Franz Hawlatha le haríamos excepción de las limitaciones vocales en gracia a su estupenda construcción del personaje, a la riqueza de detalles expresivos y la sabiduría escénica desplegada si fuese un viejo zorro de los teatros que canturrease su Ochs con más arte que nadie: a su edad, sin embargo, no debemos ahorrarle el reproche (más cuando el bajo del septuagenario Grundheber se lo comía a ratos). No fueron sin embargo sus carencias de esas que arruinan una representación (nada de apretar los dientes y rogar que pase): uno ni siquiera echa en falta un canto más ligado y musical, simplemente apunta que podía haberlo habido.

Jonas Kaufmann apareció en el cartel a falta de un mes como guinda inesperada, casi un gesto de nuevo rico del Festival (¿un tenor invitado? ...toma). No será uno el que se queje: una gozada de aria italiana la que se marcó, sin duda alguna. ¿Confesará este cronista su puntita de envidia ante el que es sin duda su debut soñado?

De Thielemann y sus bávaros uno cuenta y no acaba: nunca había escuchado a un foso de cien tíos sonar así, con esa precisión y esa finura. Mozartiano, hemos leído por ahí que llaman a su Strauss y no me parece afortunado, pero algo hay de suavidad y fluidez, de voluntad de integrar los contrastes que explica el adjetivo. La potencia no es menos evidente aunque se presente refrenada, la exploración de los detalles resulta exhaustiva (y no sólo en los que acompañan las voces: en la obertura del tercer acto sonaron cosas que uno no recordaba estuvieran ahí) y cuando el lirismo tiene que disparatarse ahí están los violines alemanes en unísona espiral.

Mira que no quería hacer una crónica larga, pero la inercia tira de uno. Bien, añadimos que la puesta en escena fue una bobada de espejos, ni interesante ni dañina y ya podemos coger el avión de vuelta.

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