Los límites de la ciudad
1. Las Zattere
Si la ciudad diese por el sur directamente al horizonte abierto de la laguna tendría en esa zona un borde más abrupto y batido por el viento, más parecido a las Fondamente Nove; lo que confiere a las Zattere su carácter de paseo urbano es el alargado telón de fondo de la Giudecca, que se diría colocado ahí sólo con tal fin. De todas las inverosimilitudes de esta ciudad imposible, tal vez una de las mayores sea la forma en que el sustento geográfico parece adecuarse a un diseño previo: la franja estrecha de tierra que sostiene el barrio sedicentemente veneciano responde, dicen, a la crin de un banco arenoso, pero ningún paisajista habría clavado con más exactitud un emplazamiento que en un extremo insinúa el cierre del bacino sin cometer la grosería visual de, prolongándose, completar la silueta con trazo redibujado, mientras en el otro se deja diluir en la laguna abriendo el compás a la altura del Molino Stucky, justo cuando ya el paseo de enfrente no la necesita.
Es lícito figurarse que, arropado así por la lejana pero tranquilizadora fachada sur, el muelle de las Zattere estaba ahí disponible cuando Venecia, resignada a sumar a sus varias encarnaciones la de ciudad italiana de provincias, echó en falta un salón burgués. La Plaza era un coto de extranjeros ricos, la Riva degli Schiavoni debía estar ya tomada por el Danieli o sus derivados y Via Garibaldi pertenecía, con los Giardini, a las familias de pescadores y obreros del Arsenal, de modo que esta acera despejada e inusualmente amplia debió resultar el único escenario posible para el ritual decimonónico de dejarse ver. Las fachadas, noblotas pero no deslumbrantes, cobijan sólidas firmas navieras, sedes de instituciones vagamente eruditas, cajas de ahorro. Ni la gloria ni la putrefacción están aquí presentes: todo es, diríamos, aseado y de buen tono, aunque a cada poco el tajo de un canal revela estampas de desconchones, herrumbre y encajes fastuosos de piedra reflejados en agua turbia. Hasta el navío barroco de los Gesuati mantiene su inevitable nota de desmesura en un tono relativamente menor.
De una punta a otra debieron cruzarse, en días claros como este, bandadas de señoritas de encaje blanco y sombrero de paja con lechuguinos en traje de hilo, severas matronas cargadas de nietos con ceremoniosos viudos de luto riguroso. El recorrido natural dibujaría un lazo que, rodeando la Punta de la Dogana, se anudase en torno a Sta. Maria della Salute para volver al muelle por el lateral de la iglesia y recorrerlo de vuelta. Al viajero le gusta pensar, sin embargo, que el delicado equilibrio entre mundos coexistentes impone ciertas prohibiciones. El mero asomarse a esa punta podría alborotar en las venas de estos burgueses la sangre antigua de navegantes, inoculándoles, si no el arrebato de una belleza por momentos insostenible, sí el fervor de la distancia y la aventura. No, más prudente volver grupas a la altura del muro ciego del ospedale y dejar que los visitantes literarios se las entiendan con lo sublime.
A finales de mayo hay un frescor de terrazas con toldos listados, un sabor blanco de diversión inocente y reglada, una querencia de echar a volar las gaviotas en vuelo rasante por mera exuberancia muscular. Cuando el sol empiece a esconderse tras la línea de tejados de Giudecca se volverá todo –terrazas, farolas, embarcaderos- un mismo incendio lento que el degustador avisado querrá disfrutar desde el otro lado del canal, pero ahora triunfa una luz neta que revienta al topar con las hermosas lastras de piedra caliza del paseo, y es un gusto entregarse a la emoción pueril de elegir tres sabores de una lista inabarcable de helados.
De vez en cuando la pared descomunal de un transatlántico irrumpe como de la nada en el cuadro: como en una película de invasión alienígena el sol desaparece tras la silueta apabullante del artefacto, la fondamenta deviene angosto callejón y la propia ciudad parece reducida a dimensiones de maqueta recreativa puesta ahí para disfrute de los seres remotos que se arraciman en el último nivel de la estructura, mucho más alto que los tejados vecinos. La escena tiene, con todo, un aire tan innegablemente feliz que uno no puede por menos de cumplir su parte de microfigurante y saludar con la mano.
1. Las Zattere
Si la ciudad diese por el sur directamente al horizonte abierto de la laguna tendría en esa zona un borde más abrupto y batido por el viento, más parecido a las Fondamente Nove; lo que confiere a las Zattere su carácter de paseo urbano es el alargado telón de fondo de la Giudecca, que se diría colocado ahí sólo con tal fin. De todas las inverosimilitudes de esta ciudad imposible, tal vez una de las mayores sea la forma en que el sustento geográfico parece adecuarse a un diseño previo: la franja estrecha de tierra que sostiene el barrio sedicentemente veneciano responde, dicen, a la crin de un banco arenoso, pero ningún paisajista habría clavado con más exactitud un emplazamiento que en un extremo insinúa el cierre del bacino sin cometer la grosería visual de, prolongándose, completar la silueta con trazo redibujado, mientras en el otro se deja diluir en la laguna abriendo el compás a la altura del Molino Stucky, justo cuando ya el paseo de enfrente no la necesita.
Es lícito figurarse que, arropado así por la lejana pero tranquilizadora fachada sur, el muelle de las Zattere estaba ahí disponible cuando Venecia, resignada a sumar a sus varias encarnaciones la de ciudad italiana de provincias, echó en falta un salón burgués. La Plaza era un coto de extranjeros ricos, la Riva degli Schiavoni debía estar ya tomada por el Danieli o sus derivados y Via Garibaldi pertenecía, con los Giardini, a las familias de pescadores y obreros del Arsenal, de modo que esta acera despejada e inusualmente amplia debió resultar el único escenario posible para el ritual decimonónico de dejarse ver. Las fachadas, noblotas pero no deslumbrantes, cobijan sólidas firmas navieras, sedes de instituciones vagamente eruditas, cajas de ahorro. Ni la gloria ni la putrefacción están aquí presentes: todo es, diríamos, aseado y de buen tono, aunque a cada poco el tajo de un canal revela estampas de desconchones, herrumbre y encajes fastuosos de piedra reflejados en agua turbia. Hasta el navío barroco de los Gesuati mantiene su inevitable nota de desmesura en un tono relativamente menor.
De una punta a otra debieron cruzarse, en días claros como este, bandadas de señoritas de encaje blanco y sombrero de paja con lechuguinos en traje de hilo, severas matronas cargadas de nietos con ceremoniosos viudos de luto riguroso. El recorrido natural dibujaría un lazo que, rodeando la Punta de la Dogana, se anudase en torno a Sta. Maria della Salute para volver al muelle por el lateral de la iglesia y recorrerlo de vuelta. Al viajero le gusta pensar, sin embargo, que el delicado equilibrio entre mundos coexistentes impone ciertas prohibiciones. El mero asomarse a esa punta podría alborotar en las venas de estos burgueses la sangre antigua de navegantes, inoculándoles, si no el arrebato de una belleza por momentos insostenible, sí el fervor de la distancia y la aventura. No, más prudente volver grupas a la altura del muro ciego del ospedale y dejar que los visitantes literarios se las entiendan con lo sublime.
A finales de mayo hay un frescor de terrazas con toldos listados, un sabor blanco de diversión inocente y reglada, una querencia de echar a volar las gaviotas en vuelo rasante por mera exuberancia muscular. Cuando el sol empiece a esconderse tras la línea de tejados de Giudecca se volverá todo –terrazas, farolas, embarcaderos- un mismo incendio lento que el degustador avisado querrá disfrutar desde el otro lado del canal, pero ahora triunfa una luz neta que revienta al topar con las hermosas lastras de piedra caliza del paseo, y es un gusto entregarse a la emoción pueril de elegir tres sabores de una lista inabarcable de helados.
De vez en cuando la pared descomunal de un transatlántico irrumpe como de la nada en el cuadro: como en una película de invasión alienígena el sol desaparece tras la silueta apabullante del artefacto, la fondamenta deviene angosto callejón y la propia ciudad parece reducida a dimensiones de maqueta recreativa puesta ahí para disfrute de los seres remotos que se arraciman en el último nivel de la estructura, mucho más alto que los tejados vecinos. La escena tiene, con todo, un aire tan innegablemente feliz que uno no puede por menos de cumplir su parte de microfigurante y saludar con la mano.
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