Juan Perucho, que amaba los objetos de belleza frágil y trasnochada, no podía dejar de fijarse en este lugar que seguramente nació ya fuera de época y que nos sobrevivirá cómodamente instalado en el anacronismo. Así describe uno de sus personajes medio ficticios los viejos y buenos tiempos de estos baños de Carlos:
Hay en Carlsbad un gran número de establecimientos de primer orden montados con todas las exigencias científicas, y al propio tiempo con grandísimo lujo. Entre ellos, el principal es el Kurhaus, luego hay el Baño Nuevo, la casa de baños del Hervidero, con galería magnífica de vidrios emplomados, y el Baño Elisabeth: mas para las personas de la realeza y la alta aristocracia hay el Baño Imperial, de moderna construcción, de estilo Renacimiento y montado con un lujo extraordinario. Posee un espléndido vestíbulo y, al lado de la monumental escalera exterior, hay dos rampas para coches de mano; tiene ascensor hidráulico, ingenioso artefacto que dispensa subir escaleras; peluquería de alta fantasía y cosmética suprema; salones deslumbrantes para fiestas de alcurnia y otros de descanso para señoras y caballeros fatigados. Los criados y camareras realizan los servicios con pasos de ballet al son de músicas ejecutadas por una orquesta oculta tras los cortinajes. Hay una serie de cuartos de baño dispuestos en semicírculo, todos ellos provistos de un gabinete para desnudarse, recubiertos de azulejos y con retrete, tocador, calefacción al vapor y estufa para calentar la ropa de baño, siendo de notar que todo ello está perfumado con un perfume distinto cada día de la semana. El primero de estos cuartos está destinado exclusivamente a reyes y emperadores, pues además de estas dependencias, tiene un salón ricamente amueblado para, si se tercia, celebrar Consejo de Ministros.
Todo este esplendor decimonónico permaneció cuidado y en buen uso durante el medio siglo comunista. Han hecho falta novelas y viajes para que aprendamos a encontrarle matices y colores a ese mundo que se nos antojaba en la lejanía de un gris plomizo e insoportablemente triste. De nuestro propio pasado dictatorial y espeso sabemos que entre la carcundia y el cutrerío dominantes no faltaban ramalazos de lujo desaforado, de vicio alegre y desvergonzado trajín. Quién más quién menos recuerda en Madrid, de segunda o tercera mano, las noches de Chicote o el Ritz en la larga postguerra, pero a la hora de imaginar ambientes semejantes tras el Telón nos faltaba el escenario. En estas mansiones, por entre las arcadas exquisitas y los jardines que trepan en zigzag sí que puede uno invocar escenas de un baile de máscaras entre poderosos, arribistas, deseados e intermediarios que seguiría las mismas trilladas coreografías que en Aspen o Deauville. Bajo esplendorosas arañas de cristal de roca los magnates del estraperlo derrocharían obscenamente en timbas clandestinas el dinero que de todas formas no existía. Desparramadas como gatas sobre sofás de piel, putas de belleza ofuscadora, dramática, paralizante lanzarían miradas más perezosas que retadoras a unos dignatarios yemeníes en visita oficial que andarían medio sonámbulos, los ojos como platos ante la visión del paraíso obrero por fin materializado. En los paseos arbolados grupitos de miembros de medio pelo del politburó se entregarían a conspiraciones circulares sin efectos visibles; sus jefes, mientras tanto, apurarían concienzudamente el tratamiento completo de masajes y baños, alternando los tragos obligados de agua sulfurosa con sorbos de champagne helado y cucharadas soperas de caviar. Un insigne escritor, aquejado de dolencias más bien imaginarias, recortaría al contraluz de la luna, acodado en una balaustrada de mármol, una acabada imagen de spleen elegante calculadamente dispuesta para impresionar a subsecretarios de cultura o jovencitas ganadoras del Premio a la Productividad Siderúrgica. Habría, aunque tengamos que estirar al extremo la imaginación para invocarlas, estrellas de cine idolatradas por un público no menos numeroso y entregado que el nuestro, en busca aquí del anonimato entre sus pares.
Todas estas presencias del pasado reciente andarán ahora revueltas con las sombras refinadas y tenues que dejó olvidadas el imperio austrohúngaro, con el vibrátil espíritu de Federico Chopin en búsqueda insatisfecha de éxtasis nerviosos, con el gigantesco e intimidante recuerdo de Goethe tomando el fresco en una otomana sacada expresamente a la terraza, el biógrafo Eckermann a sus pies para no perderse el más nimio de sus comentarios. Pero hace falta una sensibilidad más afinada o una pluma menos pudorosa que la del viajero para adentrarse en esas inmaterialidades. A uno se le da mejor tirar de indicios menores cogidos al paso y ver si conducen a algo. Por un portón entreabierto, casi anónimo (sólo un nombre de hotel sin estrellas en la mínima placa dorada) se puede husmear un lujo discreto, acolchado y elusivo; en los escaparates hay brillo de diamantes, relojes tremebundos y cristalería abrumadora, pero también cierto tipo de ropa cara que más que demodé resulta ajena a la moda, imposible de llevar fuera de estos sitios: pantalones rojos, faldas largas plisadas, blazers con emblema, fulares gaseosos. No se ven, por otra parte, coches llamativos, y los restaurantes que hay a la vista resultan de un estándar turístico bastante corriente. Lo cierto es que uno, de los habituales de este balneario, no sabría decir si serán nuevos ricos de la vieja Rusia o banqueros suizos de indistinta faz, personajes de una comedia de Noël Coward o más bien miembros de una compañía de aficionados interpretando esos papeles.
A la vuelta del último meandro urbano, rompiendo con legítimo orgullo la continuidad de las fachadas, se coloca en solitario un edificio estupendo que el viajero, al no verle nombre alguno, rodeará intrigado buscándole en vano una entrada o al menos alguna pista sobre sus funciones. Con su pórtico a la francesa forrado de magnífica imaginería pagana podría ser un teatro de ópera o el ayuntamiento de una ciudad ricachona: ya en casa confirmaremos que se trataba del Kaiserbad del que hablaba Perucho, lamentablemente cerrado en espera de un capital redentor. Al otro lado del río, contra un fondo de verde mate, oscuro y denso como alquitrán, el Gran Hotel Pupp se expande en pabellones que amenazan con dejar arrinconado al resplandeciente cuerpo principal. Será en uno de sus salones donde empiece el viajero a pergeñar estas notas y, al salir, irá ya devaluando en su fuero interno la categoría del establecimiento, convencido de que el verdadero lujo se encuentra siempre en otra parte. No puede evitarlo, jamás condescenderá a tratar de exclusivo un sitio donde lo admitan a él.