jueves, 29 de julio de 2010
Recordatorio
Espabila
sábado, 17 de julio de 2010
sábado, 10 de julio de 2010
Efectos secundarios de estar en la cumbre
viernes, 9 de julio de 2010
2016
Hoy terminamos el dossier y espero que la vuelta a la normalidad incluya escribir por aquí más a menudo.
Les dejo un texto que no hemos usado por demasiado literario, y que creo sintetiza bastante bien el espíritu de la candidatura.
Fragmentos de paraíso
En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo despliega tarde a tarde, para apaciguar la despegada e insaciable curiosidad del Khan, su repertorio de ciudades vistas o imaginadas. Ninguna, entre ellas, más extraña que Pentesilea; ninguna más familiar.
Para hablarte de Pentesilea tendría que empezar por describirte la entrada en la ciudad. Tu imaginas, claro, que ves alzarse de la llanura polvorienta un cerco de murallas, que te aproximas paso a paso a la puerta (...) Si crees esto, te equivocas: en Pentesilea es distinto. Hace horas que avanzas y no ves claro si estás ya en medio de la ciudad o todavía afuera. Como un lago de orillas bajas que se pierde en aguazales, así Pentesilea se expande durante millas en torno a una sopa de ciudad diluida en la llanura.
Cada tanto en los bordes del camino un espesarse de construcciones de magras fachadas, altas altas o bajas bajas como en un peine desdentado, parece indicar que de allí en adelante las mallas de la ciudad se estrechan. Pero prosigues y encuentras otros terrenos baldíos, después un suburbio oxidado de oficinas y depósitos, un cementerio, una feria con sus carruseles, un matadero...
Las gentes que uno encuentra, si les preguntas:--¿Para Pentesilea?-- hacen un gesto circular que no sabes si quiere decir: Aquí, o bien: Más allá, o Doblando, o si no: Del lado opuesto. –¿La ciudad? – insistes en preguntar.
–Nosotros venimos a trabajar aquí por las mañanas– te responden algunos, y
otros: –Nosotros volvemos aquí a dormir.
--¿Pero la ciudad donde se vive? –preguntas. –Ha de ser– dicen– por allá, y algunos alzan el brazo oblicuamente hacia una concreción de poliedros opacos, en el horizonte, mientras otros indican a tus espaldas el espectro de otras cúspides.
Esta secreta certeza que nos pone a los nativos una media sonrisa en los labios cuando alguno desgrana el rosario de fracasos y carencias (pero son papeles alternos, otro día desgranaremos nosotros y aquél sonreirá) tal vez sea nuestra peor enemiga. Si la traza inconexa, la extensión sin centro, la indefinición espasmódica de los movimientos por un plano ilegible no acaba de percibirse como un mal que corregir es seguramente porque en los espacios que deja esa trama incompleta cada uno encuentra sitio para una vida modestamente feliz.
Si escondida en alguna bolsa o arruga de este mellado distrito existe una Pentesilea reconocible y digna de que la recuerde quien haya estado en ella, o bien si Pentesilea es sólo periferia de sí misma y tiene su centro en cualquier lugar, he renunciado a entenderlo.
Tal vez haya otras maneras. Sabemos que en esta Pentesilea mediterránea y bastarda, continua y desarticulada hay –no escondida entre los pliegues, no sepultada por lo indistinto, no secreta sino más bien presente al trasluz, simultánea, sobreimpresionada- una ciudad espléndida y memorable. Pero no somos ni seremos nunca, nos dicen, como Verona, o Brujas, o Santiago de Compostela. No hay un tramo de ciudad ininterrumpidamente hermoso, ni ceremonia ajustada a un canon, ni gesto de finura que no pague algún peaje –como si así purgase una culpa inexistente- a la vulgaridad.
No se trata de terminar la ciudad, de fijar su belleza elusiva en un dibujo ceñido y compacto ni de soldar una por una las junturas posibles del mecanismo desarticulado. Se trata más bien de insinuar un rumbo común, de insertar unas cuantas rótulas, de encontrar maneras espontáneas y fluidas de ocupar los huecos y reparar los costurones. Si logramos que, como un puñado de limaduras de hierro que en presencia de un imán enfilan de repente la misma dirección, estos fragmentos inconexos de paraíso se pongan a trabajar juntos, habremos logrado nuestro objetivo.
sábado, 26 de junio de 2010
En los medios
Y otra en Radio Nacional
Rumbo a la India, con Ignacio Jáuregui (Travesías)
lunes, 19 de abril de 2010
Festival de cine
domingo, 18 de abril de 2010
Coincidiendo
Una fuga en verdad loca y contraria a la naturaleza, puesto que estaba huyendo, desoladamente, del único lugar en que ansiaba estar, como una pieza de hierro despedida por el propio imán, o como una potente tormenta que avanza contra el viento y oscurece el sol.
viernes, 9 de abril de 2010
Semana Santa, 1
-Niño, cuando acabéis ¿dónde nos vemos?
-Ahí, en la catedrá.
-¿Cuá catedrá?
-Yo que zé, una que está ahí un poquillo más palante...
viernes, 26 de marzo de 2010
En algún momento...
1. Las Zattere
Si la ciudad diese por el sur directamente al horizonte abierto de la laguna tendría en esa zona un borde más abrupto y batido por el viento, más parecido a las Fondamente Nove; lo que confiere a las Zattere su carácter de paseo urbano es el alargado telón de fondo de la Giudecca, que se diría colocado ahí sólo con tal fin. De todas las inverosimilitudes de esta ciudad imposible, tal vez una de las mayores sea la forma en que el sustento geográfico parece adecuarse a un diseño previo: la franja estrecha de tierra que sostiene el barrio sedicentemente veneciano responde, dicen, a la crin de un banco arenoso, pero ningún paisajista habría clavado con más exactitud un emplazamiento que en un extremo insinúa el cierre del bacino sin cometer la grosería visual de, prolongándose, completar la silueta con trazo redibujado, mientras en el otro se deja diluir en la laguna abriendo el compás a la altura del Molino Stucky, justo cuando ya el paseo de enfrente no la necesita.
Es lícito figurarse que, arropado así por la lejana pero tranquilizadora fachada sur, el muelle de las Zattere estaba ahí disponible cuando Venecia, resignada a sumar a sus varias encarnaciones la de ciudad italiana de provincias, echó en falta un salón burgués. La Plaza era un coto de extranjeros ricos, la Riva degli Schiavoni debía estar ya tomada por el Danieli o sus derivados y Via Garibaldi pertenecía, con los Giardini, a las familias de pescadores y obreros del Arsenal, de modo que esta acera despejada e inusualmente amplia debió resultar el único escenario posible para el ritual decimonónico de dejarse ver. Las fachadas, noblotas pero no deslumbrantes, cobijan sólidas firmas navieras, sedes de instituciones vagamente eruditas, cajas de ahorro. Ni la gloria ni la putrefacción están aquí presentes: todo es, diríamos, aseado y de buen tono, aunque a cada poco el tajo de un canal revela estampas de desconchones, herrumbre y encajes fastuosos de piedra reflejados en agua turbia. Hasta el navío barroco de los Gesuati mantiene su inevitable nota de desmesura en un tono relativamente menor.
De una punta a otra debieron cruzarse, en días claros como este, bandadas de señoritas de encaje blanco y sombrero de paja con lechuguinos en traje de hilo, severas matronas cargadas de nietos con ceremoniosos viudos de luto riguroso. El recorrido natural dibujaría un lazo que, rodeando la Punta de la Dogana, se anudase en torno a Sta. Maria della Salute para volver al muelle por el lateral de la iglesia y recorrerlo de vuelta. Al viajero le gusta pensar, sin embargo, que el delicado equilibrio entre mundos coexistentes impone ciertas prohibiciones. El mero asomarse a esa punta podría alborotar en las venas de estos burgueses la sangre antigua de navegantes, inoculándoles, si no el arrebato de una belleza por momentos insostenible, sí el fervor de la distancia y la aventura. No, más prudente volver grupas a la altura del muro ciego del ospedale y dejar que los visitantes literarios se las entiendan con lo sublime.
A finales de mayo hay un frescor de terrazas con toldos listados, un sabor blanco de diversión inocente y reglada, una querencia de echar a volar las gaviotas en vuelo rasante por mera exuberancia muscular. Cuando el sol empiece a esconderse tras la línea de tejados de Giudecca se volverá todo –terrazas, farolas, embarcaderos- un mismo incendio lento que el degustador avisado querrá disfrutar desde el otro lado del canal, pero ahora triunfa una luz neta que revienta al topar con las hermosas lastras de piedra caliza del paseo, y es un gusto entregarse a la emoción pueril de elegir tres sabores de una lista inabarcable de helados.
De vez en cuando la pared descomunal de un transatlántico irrumpe como de la nada en el cuadro: como en una película de invasión alienígena el sol desaparece tras la silueta apabullante del artefacto, la fondamenta deviene angosto callejón y la propia ciudad parece reducida a dimensiones de maqueta recreativa puesta ahí para disfrute de los seres remotos que se arraciman en el último nivel de la estructura, mucho más alto que los tejados vecinos. La escena tiene, con todo, un aire tan innegablemente feliz que uno no puede por menos de cumplir su parte de microfigurante y saludar con la mano.
miércoles, 24 de marzo de 2010
Una novela gótica
martes, 23 de marzo de 2010
Individuos
lunes, 22 de marzo de 2010
Health care
Yes, liberals have wrung their hands over the compromises required to pass the bill. But nothing has dislodged their fundamental assumption — an assumption straight out of the golden age of ’60’s liberalism — that a bill this costly, this complicated and this risky can be made to work, so long as the right people are in charge of implementing it.
As a conservative, I suspect they’re wrong. But now that the bill has passed, as a citizen of the United States, I dearly hope they’re right. Indeed, I hope that 20 years from now, in an America that’s healthier, richer and more solvent than today, a liberal can brandish this column and say “I told you so.” Because the alternative would mean that we’re all about to be very sorry, and for a very long time to come.
martes, 16 de marzo de 2010
A star is born?
jueves, 11 de marzo de 2010
¿Es Arturo Fernández un intelectual?
jueves, 18 de febrero de 2010
El guión largo
il n’est plus guère utilisé seul, avec la valeur d’une super-virgule élégante, comme dans cette phrase de Céline : “En effet, ce voyage finit par m’épouvanter tellement on semble y prendre goût — mais qu’y puis-je ?”
Me ha hecho mucha ilusión, porque yo me empeño en utilizar esa supercoma que Nietzche utilizaba como un florete corto (en ocasiones para herir profundamente). No sé si en español es correcto. Cuando he preguntado me han dicho que no, pero yo me resisto a desprenderme de ese manierismo; hay cosas que no sé decir de otra manera.
De las comillas hablaremos otro día...
lunes, 15 de febrero de 2010
Una idea interesante
La idea de fondo (que el problema es el euro, la adopción de una moneda única antes de tiempo) no la había yo escuchado nunca. Alemania tiene mucho mayor poder adquisitivo, en España hace sol, luego era inevitable que nos convirtiéramos en una especie de Florida europea. Como en Florida, la demanda de vivienda por una población externa y rica produjo mucha pasta para todos primero y tremenda burbuja después. El déficit y la deuda se disparan cuando la burbuja revienta y hay que pagar costes sociales mayores con menos ingresos. Si hubiéramos tenido una moneda propia habríamos jugado (como hacían los gobiernos de FG y seguramente los últimos de Franco) con las devaluaciones, pero con una moneda única no podemos. Por otro lado, si fuéramos un estado de la Unión como lo es Florida los costes sociales los estarían pagando solidariamente los alemanes, con lo que los problemas de deuda no serían tan terroríficos. Descartada la vuelta atrás, Krugman recomienda avanzar hacia la unión política a la mayor velocidad posible, pero no lo ve probable. ¿Resultado? A big european mess que no es culpa de los malvados especuladores ni del criptocomunismo disimulado de ZP, sino sólo consecuencia de una decisión enorme y precipitada que habrá que ir pagando.
No sé nada de economía, pero la explicación me resulta seductoramente simple. Me gusta, en cualquier caso, leer estos análisis de fuera. Lo que puedan perder en precisión lo ganan en ignorar los a prioris del cainismo nuestro de cada día.
viernes, 12 de febrero de 2010
Tripoli. Dos lugares (II)
Por la noche, llegando desde el puerto, la Plaza Verde chisporrotea de luz eléctrica en medio de una ciudad que se ha quedado a oscuras. La mole del castillo se reduce a una silueta negra y vagamente ominosa, los reflectores afilan dramáticamente las aristas de las columnas triunfales y las fachadas se borran en un hiriente resplandor blanco. La lámina metálica del estanque duplica el cuadro entero con nitidez hiperrealista (cuando en casa probemos por juego a volcar la foto resultarán indistinguibles realidad y reflejo).
La gente ha huido –era de prever- de esta cruda e inclemente luminosidad para refugiarse justo detrás, en callejones precarios que revelan, a pocos pasos, el carácter de tramoya de esta arquitectura. Asomado a uno de ellos desde el borde del soportal al viajero le parece estar asomándose a una pantalla de cine: es otro mundo el que tiene delante, pero es ciertamente el mundo que había esperado encontrar en una capital del norte de África, y basta dar un paso adelante para que la materialidad desmienta el espejismo: si acaso sería uno el que entrara desde la proyección, como en la película aquella de Woody Allen. Las bombillas colgadas al bies de lado a lado arrojan una luz amarilla e incierta que no alcanza al suelo de tierra y agiganta los aparatos de aire acondicionado que puntean las fachadas en dudoso equilibrio sobre escuadras torcidas. Los vuelos irrumpen, como en las viejas medinas, hasta media calle, dibujando en torno suyo espesos rincones de sombra. El aire está preñado de humo grasiento y olor a especias que salen de los tugurios apretados en fila india; en las mesitas apiñadas en la calle una parroquia exclusivamente masculina se atiborra a kebab, té y nargiles, juega al backgammon, conversa a gritos de mesa en mesa. Un poco más adelante hay pequeñas tiendas, barberías abiertas toda la noche y un movimiento que tiene, por atavismos que repartiremos a medias entre los sujetos y el observador, un aire subrepticio, complicado, inevitablemente sospechoso a pesar de su más que probable inanidad.
Caminando un poco al azar se acaba el viajero encontrando de nuevo en la loggia mussoliniana. Aquí no parece que hayan pasado las horas: el mismo ambiente de comodidad sin pretensiones, la misma lenta complacencia, tal vez incluso los mismos señores que cuatro o cinco horas antes. Si no fuera presunción intolerable, el viajero diría que se las ha arreglado para dar con el corazón de la ciudad.
Tripoli. Dos lugares (I)
martes, 2 de febrero de 2010
Impotencia
martes, 26 de enero de 2010
Tercera cultura
Una reseña
sábado, 23 de enero de 2010
Golden Age
Tenía razón. Cuarenta años antes Bette Davis le peleaba el premio a Katherine Hepburn, Howard Hawks a Alfred Hitchcock. ¿Qué tenemos ahora? ¿Meryl Streep contra Jodie Foster, Tarantino contra Cameron?
Pero estos premios se dan también a la televisión. El principal, el de mejor serie dramática ha subido a recogerlo el creador de Mad Men. Se lo ha ganado a Big Love, a Dexter, a House (cuyos dos últimos capítulos del año pasado deberían enseñarse n las escuelas de narrativa). La edad de oro de la tele no es un tópico, es justamente esto.
domingo, 17 de enero de 2010
Avatar y la madre tierra
El diagnóstico me parece agudo y atinado: no me extrañará que en las próximas decadas proliferen los cultos de este tipo, pero más probable aún es que las nociones de espíritu de la Tierra, red biológica, comunión natural se vayan afirmando en las mentalidades religiosas, sin desplazar al conjunto de creencias de cada uno (que todo ello sea contradictorio no parece una dificultad para tales mentalidades). Ya conoce uno bastante gente que declara no creer en la religión oficial pero sí en algo, sin saber definir lo que es, y la Madre Tierra parece estarse posicionando bastante bien para ocupar ese hueco.
Ahora bien, dejando de lado la principal objeción, que comparto con Douthat (la naturaleza es monstruosa, el estado natural es una agonía continua de la que venimos huyendo desde que un bisabuelo nuestro cogió una piedra afilada para desollar al bisabuelo de un buey), no puedo encontrarle racionalmente nada de malo a este desplazamiento. Como el mismo columnista reconoce, la idea de una trama global interconectada de pensamientos y sensaciones a distintos niveles es bastante más digerible por la razón que un tío con barba que está en todas partes. El panteísmo, en su versión histórica o en la new age, se parece tan poco a una religión que Dawkins ha podido llamarlo a sexed-up atheism. Una religión vaga y difusa debería ser más inmune que las de toda la vida al fanatismo, a la intransigencia, a la legitimación de la violencia contra el infiel. No me imagino a nadie volando un avión en nombre de la madre tierra.
(Aunque también se puede argumentar, en sentido contrario, que bastante tiempo ha costado desgastar el cristianismo hasta su actual, inofensiva versión, que fíjate todavía el Islam cómo está después de doce siglos, como para ahora vérnoslas con una recién hecha)
En cualquier caso, y volviendo a Avatar y su mensajito de todos-somos-uno, me ocurre lo siguiente: aunque racionalmente me parece bien toda evolución hacia lo difuso e indeterminado de las mentalidades religiosas, a un nivel visceral es que no puedo con ello, me dan ganas de emprenderla a collejas con todos los abrazaárboles hasta que se les quiten las tonterías de la cabeza, y termino acordándome de una de mis frases de cabecera, debida no sé si a Azcona o a Berlanga: no creo en dios, que es el único verdadero, y voy a creer en esas mamarrachadas.
Preguntas incómodas
jueves, 14 de enero de 2010
El coronel ¿no tiene quien le escriba?
miércoles, 13 de enero de 2010
lunes, 11 de enero de 2010
viernes, 8 de enero de 2010
Antivespasiani
En algunos ángulos apartados puedes reparar en misteriosas protuberancias en piedra, en ladrillo visto o enfoscado, o incluso en hierro forjado. Comencemos por describirlas. Posición: se encuentran en los recodos de las calles, entre los muros que forman ángulo recto; pero hay una incluso en lo alto de un puente, sobre el Campiello de San Rocco, en hierro forjado. Altura: poco más de un metro. Forma: las de piedra se parecen a un tejado a dos aguas, las de ladrillo a un cuarto de cúpula enana, abombada, a una rodaja gigante de foccacia, un buen trozo de pannetone. Las que son de hierro tienen bultos panzudos y puntas de lanza amenazadoras. ¿Para qué sirven? Disuaden a los humanos de hacer pipí. El metal puntiagudo se comenta solo. El funcionamiento de los mecanismos de tejado y cúpula, sin embargo, es más ingenioso: están proyectados para hacer rebotar el chorro sobre el maleducado de turno, y sobre todo para revertirle a los pies sus propios arroyuelos de pipí.