domingo, 30 de marzo de 2008

La decadencia según Azúa

A través de Juan Avellana tengo noticia de un prólogo que ha escrito Félix de Azúa a una nueva edición de su Diccionario de las Artes. Su distinción entre las artes aplicadas que nos entretienen en la sala de turbinas de la Tate y el gran arte que se medía con los dioses me parece esclarecida y necesaria; sus melancólicas conclusiones tienen bastantes visos de realidad, pero se mantienen, con contención escéptica, un poco más acá del desaliento. Y en cualquier caso su prosa, de una elegancia cada vez más orteguiana, tiene momentos en que toca el cielo:

Como aquellos príncipes derrotados que una vez expulsados de su reino y en una nación lejana descubren poseer una habilidad insospechada para la horticultura y gozan regando su huerto mientras una sonrosada Maritornes les cocina un conejo con nabos, así el artista actual se complace en tareas de manufactura, sin olvidar que viene de una lejana estirpe en otro tiempo temible.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El heredero

Cuando Frankie Dunn lee a su boxeadora moribunda el poema de Yeats (I will arise and go now, and go to Innisfree) se abrocha con una elegancia casi sigilosa el recorrido de Eastwood por el envés del viaje que cincuenta años antes emprendió Sean Thornton hacia la expiación y la paz. Y es en esa proclama orgullosa y humilde, propia de quien sabe de dónde viene y quiénes son su padres, donde definitivamente este autor asume, con su herencia, los galones y la responsabilidad de llevar la antorcha en esta edad que nos habíamos resignado a ver como de vejez prematura del arte más joven.

Los Cohen –por irnos a lo más granado- nos habían hecho creer que lo mejor que se puede hacer hoy con los clásicos es Miller’s Crossing: estilización absoluta, saturación de referencias, voladura controlada del edificio con respeto escrupuloso de las convenciones, cinefilia tamizada de ironía. Los Cohen son como nosotros, sólo que más listos. Nos representan, nos entienden, ven lo que vemos. Y su agotamiento (que parece irreversible) es también el nuestro.

Pero de repente llega Harry el Sucio y nos despierta de un par de hostias, recordándonos que los clásicos están ahí para que cada generación se mida con ellos. En el momento justo de una carrera construida con una solidez e independencia difíciles de ver hoy día, el hombre del poncho ha decidido batirse en duelo con el hombre del parche, y lo ha hecho en el territorio espiritual más inviolable, en el último rincón de paraíso con el que nos está permitido soñar. Million dollar baby no es el reverso oscuro de The quiet man. Es una mirada al trasluz, a contrapelo; es, mucho más que una revisión, una zambullida en sus aguas más profundas. Como Pierre Menard, Eastwood se ha sentado a escribir de nuevo su Quijote; a diferencia de la elusiva criatura de Borges, no ha hecho el menor esfuerzo por borrarse en el proceso.

En la película de Ford la liberación llega de la mano de la propia vida que fluye como un torrente, de las fuerzas elementales que ni nuestros actos ni las interpretaciones que de ellos hacemos pueden frenar. La naturaleza se lleva por delante (a fuerza de puñetazos, de canciones y besos) toda negrura, todo reconcomio; contra el verde jugoso e incandescente de Erin no es posible la melancolía, ni siquiera la introspección.

En el mundo de Eastwood, en cambio, el pasado gravita como un cielo bajo y oscuro. Frankie Dunn ha elegido no olvidar: cada mañana al llegar al gimnasio mira de frente al ojo de cristal de Eddie Scrap, cada día se sienta en el banco de la iglesia sin tener muy claro por qué, cada semana escribe una carta sin esperanza a la hija que dejó marchar. La redención sólo puede presentarse para él en forma de segunda oportunidad: si volvemos a recorrer todo el camino y esta vez no cometemos ningún error podremos dejar el pasado atrás. Hará falta –primero- que la sonrisa hambrienta y limpia de una niña le encienda de nuevo los ojos, y que un golpe mal dado le arrebate -más tarde- toda esperanza para que comprenda que esa salida es imposible, que no podemos volver sobre nuestros pasos. En una sádica simetría que pertenece al mundo de la tragedia antigua, el destino no sólo le hará caer por segunda vez en el mismo infierno, sino que le pedirá que tome por compasión una vida. Apurado el dolor hasta el fondo, Frankie encontrará la paz en un Innisfree lluvioso y nocturno, un refugio anónimo con olor a tarta de limón -a small cabin build there, of clay and wattles made.

El boxeo no es una metáfora de la vida, sino una destilación. En el boxeo el triunfo y la derrota, el honor, el deber, las lealtades y traiciones se corresponden a un código claro y compartido: quien lo incumple lo sabe, y aunque llegue a nadar en dinero no puede ignorar el desprecio de quienes fueron sus iguales. En el boxeo es posible perder con dignidad y ganar con honra. Por eso salen de él tan buenas películas. La vida en cambio es sucia, confusa, ambigua; no se deja reducir a un código. No es casualidad que Sean Thornton sea inocente, que el limpio relato de Eddie deje claro que Frankie no le falló el día que le reventaron el ojo. La tragedia aflora cuando la vida irrumpe y el código no es suficiente, cuando estalla un ojo o un corazón y el saber que has cumplido con las leyes del honor no te borra de la retina el cuerpo de tu rival tirado en la lona como un muñeco roto. Por eso nos parece –y es la única fisura de consideración- que al introducir el juego sucio en la pelea final y caracterizar a la rival de forma tan maniquea se rebaja la historia amenazando con deslizarla de tragedia a anécdota.

Para terminar de salir del círculo infernal, Thornton tenía que volver a pelear fuera del cuadrilátero; por buscar la redención entre las cuatro cuerdas es castigado Frankie a vivirlo todo de nuevo. Aunque Ford toma a su personaje muy cerca de la salida, el recorrido es el mismo: podría decirse que Million dollar baby palpita y alienta en el interior del flashback en blanco y negro que asalta a Sean Thornton en su viaje hacia la luz; que de alguna manera drena la oscuridad que en el clásico sirve de sustrato invisible, se alimenta de ella y la saca al primer plano.

De estirpe fordiana son también las armas: la narración de Eastwood es de una limpieza y sobriedad que no se veían en cine desde hace mucho. Ni una trampa, ni una concesión al capricho (como no sea, y no es casualidad, la presentación de la rival definitiva, que remite por unos instantes a lo peor de la saga Rocky; lunar mínimo en cualquier caso, que si irrita es por comparación). No creo, por poner un ejemplo, que nadie pueda rodar hoy día el encuentro de una carta deslizada bajo la puerta con esa pureza e intensidad. Y como manda el canon clásico, la historia se construye sobre los actores, apoyándose en sus presencias y ritmos interiores. Sin la ternura hosca de Eastwood (esos pantalones subidos, esas gafas), sin la luminosidad que irradia una Hillary Swank que en su vida va a estar mejor, y sobre todo sin la inmensa, leñosa presencia de Morgan Freeaman (y escribo sin haber escuchado su voz original en off) no se entendería este maravilloso trozo de cine.

Como ha dicho no sé quién, que le den un parche para el ojo a este hombre y nos haga una película al año mientras pueda. Y que nosotros lo veamos.


(Esta fue la primera crítica de cine que escribí, e inmediatamente me corté la coleta)

martes, 25 de marzo de 2008

Infancias

1. Paso por delante de un callejón peatonal entre chalets de los años veinte. Nunca me había fijado en el sitio, que parece realmente agradable. Tal vez me haya llamado hoy la atención porque hay un padre jugando con una tribu de niños: qué buen lugar para criarse, pienso. Y en seguida, inconteniblemente lírico, me pongo a pensar en las geografías de la infancia, el mundo reducido a dos o tres territorios que se nombran con artículo determinado porque son todo lo que hay, porque no se concibe que en cada edificio de cada calle haya otros parecidos.

Ir a jugar Abajo, esto es, al Garaje, una planta diáfana con los pilares a la distancia justa para hacer de porterías, la cuesta para coger carrerilla en el pañuelito, el circuito de bicicletas; porque en el Jardín no se podía jugar salvo en unas plataformas de losetas donde se ponían las niñas con sus cosas. Y luego el Río, un cauce seco al que se llegaba saltando una tapia blanca al fondo, y la Casa Vieja, justo ahí al lado, rodeada por una selva y que daba tantísimo miedo que tardamos años en acercarnos.

Siempre me han fascinado las memorias ajenas, me quedo escuchando con la boca abierta cualquier relato de infancia que me hagan: basta con que sea en el campo o entre muros antiguos o en una ciudad lejana para que yo lo adorne inmediatamente de cualidades novelescas y me ponga ferozmente a añorar lo que no tuve. Y el caso es que si recuperase por un instante la mirada de entonces entendería que es lo mismo, pero no hay manera.

2. ¿Qué memoria imposible de cuándo, qué otras existencias en qué mundos asoman fugazmente cuando el niño dice (y no es porque no sepa, qué va, no es porque no sepa) tú eras una princesa y yo venía y te cogía en brazos… ?

viernes, 21 de marzo de 2008

Copán

No se vayan a reir con el acento hondureño, nos ha advertido el guía nada más pasar la frontera, y nos lo hemos tomado como un exceso de localismo; sin embargo va a resultar difícil contener la carcajada ante las tremendas haches aspiradas que nos traen inopinadamente de vuelta a casa. Misterios de la geografía humana: no es bastante raro ya que cruces una línea imaginaria y la gente vocalice de otra manera, encima resulta que lo hacen como en el Rincón de la Victoria. Este detalle le basta al viajero para autoinducirse un cierto sentimiento de culpa. Entrar en un país de amanecida, darse una vuelta por sus ruinas más notorias y volverse por donde uno llegó no es que equivalga a un robo con escalo, pero algo de furtivo y desdeñoso sí que tiene. A la postre uno se llevará del paisito sólo el recuerdo de un acento pintoresco y el extraño nombre de la moneda nacional guardado en el cajón de los conocimientos inútiles. La fabulosa ciudad de Copán quedará asociada en la memoria a sus hermanas en Guatemala, y el paso por Honduras no añadirá más que un sello al pasaporte.

Todo esto, claro, pierde importancia en cuanto se entra en el recinto. Copán ocupa, en el reconstruido imaginario maya, el lugar más parecido a un centro que pueda tener este mundo centrífugo y disperso. Lo que hubo aquí fue -y aún se echa de ver de algún modo- una cultura lograda, adulta, satisfecha de sí misma y convencida de ser eterna. Sabemos que en Copán toma forma definitiva la construcción perfecta, alambicada e impráctica con la que los sacerdotes mayas pretendieron aprisionar el paso del tiempo. El presagio de la extinción no se había insinuado todavía en su visión del mundo cerrada y compacta, de ciclos cósmicos inconcebiblemente largos frente a los que el destino individual perdía todo significado. Las estelas se sucedían parsimoniosamente, muescas en el girar ininterrumpido de la rueda del tiempo, y la mano del escultor había alcanzado ese punto de firmeza en el trazo y comodidad con el repertorio que, allí donde aparece, hace saltar como un resorte en nuestras mentes acostumbradas a manejar etiquetas la palabra clásico.

Cierto, el barroco desaforado de estas imágenes está lejos de lo que entendemos por clasicismo; el amaneramiento que pronto iba a reducir el arte maya a una colección de menudencias exacerbadas está aquí ya insinuado. Para el que conoce lo que iba a venir después es fácil detectar el germen de lo trivial, pero los altorrelieves dispersos por esta primera explanada (¿estarían colocados así?) tienen una majestad sobrecogedora. Dueños de nombres sonoros y extraños (Yax-Pac, 18 Conejo, Humo Concha), soberanos de un reino olvidado que creció y se vino abajo en sus estrechos límites mientras caía el Imperio Romano y se fundaba Europa, sus historias de conquista y derrota no pueden sernos más indiferentes, pero su mirada petrificada es capaz de clavarnos en el sitio. Esos rostros de melancolía infinita enmarcados por una intrincada y refinadísima geometría de serpientes cetros plumas declaran, con la certeza que sólo da el arte grande, la esencia última del poder real: aislamiento y fatalismo. Son lecciones que no pensábamos aprender en medio del bosque tropical, pero ¿no es por eso que seguimos viajando?

Donde otros conjuntos más espectaculares se perciben como una serie de efectos escénicos de los que cuesta extraer una idea general, Copán resulta ser una ciudad excepcionalmente legible. No tanto por la abundancia de imágenes y textos conservados in situ (incluyendo la famosa escalinata jeroglífica, un edificio que hace las veces de piedra Rosetta para la lengua maya, con el inconveniente de que los escalones fueron recolocados de cualquier manera por los primeros arqueólogos) como por la unidad orgánica de un santuario que fue en gran parte realizado de un solo impulso. El pathos de la ruina no ayuda, sin embargo, al conocimiento. Lo que vemos en cuanto rodeamos el primer recinto domesticado por los arqueólogos es un campo de tensiones primigenias, la batalla ancestral entre naturaleza y cultura: fábricas reventadas por la torsión lenta y titánica de raíces como anacondas, sillares forrados de un musgo tan tupido que la piedra parece haber mutado a una inconcebible vegetalidad, montículos de cantos desmoronados que sólo por los ángulos rectos revelan ser obra humana, enormes troncos fibrosos que arrancan de escalinatas reducidas a escombros. Es necesario abstraerse de la potencia de esas imágenes, de su arrolladora belleza y su capacidad ilimitada de generar asociaciones sentimentales si se quiere reconstruir el orden que la ciudad impuso a este trozo de selva.

Tal vez bastaría con aceptar la presencia física de las ruinas como tales; en otras ciudades seguramente no merezca mucho la pena indagar más allá, pero aquí en Copán la evidencia de un plano riguroso y sutil se impone a poco que haga uno un esfuerzo. Desde la plaza de las estelas (apenas una explanación subrayada por los trazos escuetos de las gradas laterales) las líneas horizontales del juego de pelota cierran y conducen la mirada hacia dos escalinatas perpendiculares entre sí que recogen el impulso por ganar las cotas más altas y establecen hacia atrás, rebotando en un leve descenso, la fachada principal de los templos. El viajero piensa, mientras trepa rodeando la grada casi vertical, que hay un aire definitivamente griego en los expedientes sencillos, claros pero nunca obvios con que se negocian estos desniveles, en la limpieza de los encuentros, en la sobria elegancia de las plazas hundidas. Los paramentos de piedra desnuda, de espléndidos tonos verdegris o rojizos, vibran con los relieves que cubren las fachadas sin dejarse ahogar por ellos. Las piezas más complicadas de revestimiento y la crestería parecen postizas, hechas de otro material, pero al viajero le está pareciendo todo muy bien tratado y prefiere no entrar en indagaciones.

Por una mínima propina se ofrece la oportunidad de entrar en una de las pirámides. Es sabido que los mayas construían sobre monumentos anteriores, pero no es lo mismo saberlo que comprobar in situ la pericia y delicadeza con que la pirámide mayor salta sobre la más antigua con media falsa bóveda, quebrando incluso en las esquinas de amnera que quedan intactos y visibles los relieves primitivos para entusiamo de arqueólogos y disfrute de turistas inquisitivos. ¿Respeto al pasado? Difícilmente: más bien por lo que sabemos había un deseo ritual de sepultarlo, además de la evidente practicidad de aprovechar el montículo. El viajero prefiere pensar que se trata de esa ética de la construcción que lleva a ejecutar con la misma finura partes que van a quedar ocultas y que Tusquets sintetizó en la frase Dios lo ve. La pequeña incursión revela aspectos inesperados: en un lateral, por debajo de la cota de la plaza, se abren a la luz del día unos huecos que han de ser de factura reciente. Pero eso es lo de menos: es la luz la que no debería estar ahí.

Nada más salir el viajero comprobará que en efecto hay un brusco cortado de treinta metros a la izquierda. Un vistazo a la guía aclara que un desborde del río cercano provocó el derrumbe del terraplén artificial hasta el mismo borde del santuario. Desandando el camino encontrará un conjunto de edificaciones menores al nivel del río. Esta ciudad de abajo es más doméstica y abigarrada; los restauradores han desbrozado y explanado el terreno sin talar los árboles. Es hermoso: un suelo de barro rojizo compactado y fresco, forrado de grama crujiente y de hojas caídas, del que brotan en desorden troncos esbeltos y fábricas de piedra truncadas. Abandonándose –aquí sí- al recorrido en zigzag en busca de encuadres efectistas el viajero llega al pie del cortado, y la magnitud de la operación puesta de relieve por el desplome le hace replantearse todo lo que ha visto. No hay nada claro ni sencillo en esto, nada de griego en construirse una acrópolis piedra a piedra en un terreno llano. Si es mejor o peor no le parece una pregunta interesante.

jueves, 20 de marzo de 2008

Absolutos

El presidente Bartlett y su jefe de gabinete enfrentan la cuestión moral por excelencia. Han identificado a la cabeza de los terroristas, pero no pueden juzgarlo (por inmunidades varias) y se ofrece una oportunidad única de asesinarlo. Jed Bartlett se niega automáticamente, pero Leo insiste: lo peor de usted, señor Presidente, es que sigue creyendo en absolutos morales. Podríamos declarar la guerra formalmente y matar a cientos de quinceañeros armados, pero él seguiría escapando. Esto es algo que hay que hacer y vamos a hacerlo.

Pero hay absolutos morales, dice el Presidente cuando ya ha asentido con la mirada.

El nudo no puede desatarse, pero tal vez esa sea la única manera de cortarlo. No engañarse, no acudir a racionalizaciones o malabares verbales. Cargar con la oscuridad. Echarse la culpa encima por todos los demás. Because you won, le dirá Leo cuando esté todo hecho.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Utopías

(La pieza rescatada del archivo para este miércoles podría traer causa, si invertimos la secuencia temporal, de una frase de Chesterton que le acabo de leer a EGM y con alguna de cuyas posibles lecturas estoy parcial y ferozmente en desacuerdo: La mejor manera de destruir la utopía es establecerla )

He recordado hoy un poema de Benedetti que habla del día o la noche en que por fin lleguemos. Al poeta, por comido que esté de ideología, le asalta un escrúpulo de última hora:
no obstante como nadie podrá negar
que aquel mundo arduamente derrotado
tuvo alguna vez rasgos dignos de mención
por no decir notables
habrá de todos modos un museo de nostalgias
donde se mostrará a las nuevas generaciones
cómo eran
paris
el whisky
claudia cardinale

Y el motivo de recordar el poema es que últimamente esa misma idea me sale aquí y allí, en registros muy diferentes.

Phoebe (de la serie Friends):
-Sois todos estupendos. Claro que cuando llegue la revolución tendré que mataros (a ti no, Joey).

Ambrose Silk, en Put out more flags, de Evelyn Waugh:
It is a curious thing, he thought, that every creed promises a paradise which will be absolutely uninhabitable for anyone of civilized taste.

O mi amiga ME, funcionaria y poeta, que me describe un relato suyo sobre una ciudad en la que se cumplen todas las ordenanzas y de la que la gente huye despavorida hacia su vecina anárquica.

La conclusión obvia debería ser que los paraísos no están hechos para el ser humano, que si hay que matar a los amigos capitalistas, renunciar a Claudia Cardinale o condenarse al eterno aburrimiento sin cotilleos ni gente mal vestida que criticar entonces no merece la pena. Sin embargo algún cable mal conectado, algún pinzamiento cerebral nos hace desear sociedades ideales en las que no resistiríamos ni un día, paraísos espirituales de puro tedio, engranajes perfectamente diseñados para triturarnos.

Y la paradoja (porque al final siempre surge una paradoja) es que seguramente sin la vista puesta en esos paraísos gélidos y odiosos no se habrían conseguido la mayoría de los avances sociales que hacen la vida cada vez más tolerable y retroalimentan, en un bucle eterno, la ilusión de que efectivamente vamos hacia alguna parte.

Así, el enunciado heroico tipo luchemos por la utopía aunque sepamos que es imposible estaría encubriendo uno más radical aunque indudablemente menos eficaz para mover a las masas: luchemos por la utopía aunque sepamos que es indeseable.

lunes, 17 de marzo de 2008

Un poco menos nonwriter

En el número recién salido de la revista Renacimiento, una traducción de Edgar Allan Poe por este su amistoso vecino, todavía no-escritor pero ahora levemente publicado.

Ulalume (como The raven, o Annabel Lee, improbables futuras candidatas para continuar este juego) es un puro artefacto verbal. Como todos los poemas, me dirán. Sí, pero más. Es un objeto inseparable de su forma, del ritmo silábico, de las rimas caprichosas, de la sonoridad de los nombres propios. De ahí el interés del reto: verterlo al español conservando todos esos elementos es una tarea imposible; dejarlos fuera, un compromiso inaceptable. Después de un primer empujón inicial he dejado pasar años encajando versos, sacándolo del cajón para mover dos palabras y volviéndolo a guardar.

Habría seguido con mucho gusto jugando indefinidamente con el sudoku si don EGM no hubiera conseguido colarme, aún no sé cómo, en una revista tan seria. La misma tarde antes de enviarlo cambié una estrofa entera, creo que para bien, y aunque no puedo decir que esté acabado, creo que el poema no desaparece en el tránsito y que cumple todas las condiciones previas del juego (si hay un verso más largo que el resto es porque en el original está así). Para todo lo demás, doctores tiene la iglesia.

¿Que estoy presumiendo? Pues sí. Es un logro menor, pero un logro. En español no se había hecho, que yo sepa*. En portugués hay una magistral, de Pessoa (que igual que yo dice que se puso a ello por hacer musculatura, y como yo no es del todo sincero).

Pues eso, que muchas gracias a los señores de Renacimiento por su confianza, a Enrique García-Máiquez por su perseverancia y a J.N., insigne traductor de Baudelaire, sin cuya experta guía me habría conformado con menos.

*De The Raven, en cambio, hay una traducción más que digna con estas características, la del venezolano Pérez-Bonalde (1887).


Actualización: Mientras me entero de cómo se cuelgan textos a dos columnas, aquí está el poema. Se sugiere leerlo con el original delante.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Hugo Pratt y las mujeres

La otra noche, un documental sobre H.P. y su Corto Maltés. Se alternaban textos autobiográficos con diálogos de los tebeos; entre imágenes reales de sus geografías míticas (Venecia, Samarkanda, Buenos Aires) y viñetas terminadas, aparecían bastantes bocetos a plumilla y acuarela. Eran, tal vez por menos vistos, lo que realmente valía la pena del programa, y el realizador los puso en valor con un montaje moroso que daba tiempo a recrearse en cada imagen. Se trataba, casi en su totalidad, de retratos de mujeres: aventureras lánguidas envueltas en armiño, etíopes con porte de reinas y pechitos puntiagudos, putas alegres, putas tristes con ojeras corridas, putas misteriosas tras los postigos, putas solemnes a medio desvestir, tanguistas de piernas infinitas, jóvenes egipcias envueltas en velos (sus ojos como pozos de brea incendiados)... Todas con un aire de familia -esbeltas, lentas, angulosas- pero a la vez decididamente individuales.

Aunque es valiente, generoso y certero con el color, me gustan más sus acuarelas cuando las agarra el trazo nervioso y delgado de tinta. Para dibujar es imprescindible una buena mano, claro, pero un dibujo importante siempre será cosa mentale, y en esta galería de retratos (que por sí solos le valdrían a Pratt la entrada en el olimpo menor de los dibujantes) está presente, inconfundible, una idea que es una pasión; y es precisamente la línea la que la está contando.

H.P. ama a las mujeres. No sólo le gustan (aunque le gustan muchísimo, claro está); recordemos las legendarias mujeres de su colega y amigo Milo Manara: los culos redondos, perfectos, que caben en la mano, tan como manzanas que uno quisiera antes que nada morderlos; los pechos erguidos, las pantorrillas siempre tensadas en un medio giro, las bocas entreabiertas; el falso pudor de enseñar tapando, la fresca obscenidad de las faldas que se trepan al muslo, los tirantes que resbalan del hombro, las medias remangadas al tobillo. Esas mujeres que son siempre la misma, intercambiables, eternamente disponibles (“Todas quieren”, es la revelación definitiva que Saint-Loup hace al pasmado Marcel) son un sueño de erotómano, un artículo de consumo (no diré un objeto porque no hay en esto ningún juicio moral: el glotón devorador de hembras se escandalizaría con razón si le dijeran que las desprecia).

Lo de H.P. es otra cosa. No hay más que fijarse en la esfinge que aguarda en la puerta del burdel, a media luz, los codos sobre la mesa y el mentón apoyado en las manos entrelazadas; ni siquiera hay que buscarle los ojos: en la infinita elegancia de esas manos, en el ángulo recto de las muñecas y el engarce de los dedos larguísimos hay todo un manifiesto de veneración por lo femenino, como lo hay en la rubia de pelo corto y visón desparramado que tuve durante años en mis distintos cuartos y me alegró tanto reconocer, o en la bailarina de tango que se muestra fragmentada (raja, liguero, labios, flor roja en el pelo negrísimo) porque así la veríamos si nos sacara a bailar. Son mujeres majestuosas y carnales, que no rehúyen los riesgos de andar por el fango porque ni se les pasa por la cabeza la idea de mancharse, mujeres de una tranquila superioridad que cuando callan te hacen comprender hasta qué punto son sabias, mujeres que no miran atrás, que cogen lo que quieren sin dudas ni vacilaciones (Corto es siempre elegido, es un seductor pasivo, casi femenino como lo son las líneas de su rostro).

¿Son menos irreales que las deliciosas muñecas de M.M.? No me atrevería a decirlo: son, seguramente en la misma medida, construcciones mentales de un imaginario masculino. ¿Son así de verdad las mujeres? Creo que es una falsa pregunta: las mujeres son a fin de cuentas –y a los efectos de este texto- como las vemos, y si para el erotómano constituyen un desfile ininterrumpido de carne alegremente ofrecida, para los que somos de la especie de Pratt las mujeres supondrán siempre un enigma, un desafío, hermosas esfinges en las que proyectar lo mejor de nosotros. No importa que luego Albertine resulte ser ignorante, depredadora e infantilmente cruel, porque de todas formas ha encarnado para Marcel lo que él buscaba. ¿Es imposible entonces conocer de verdad a las mujeres? Y yo qué sé, pobre de mí...

Esta es una de las primeras cosas que colgué en un blog. No sabía entonces buscar y colgar ilustraciones, así que lo he completado ahora con unas cuantas.

lunes, 10 de marzo de 2008

Literatura

Yo no sé decir qué es literatura de verdad y qué no, aunque me parece que sé distinguirla cuando la tengo delante. Si tuviera que explicar a un extraterrestre en qué consiste, creo que le copiaría este párrafo, que aparece muy al principio de la monumental Vida y destino. No hay alardes de estilo ni refinamientos de dicción, apenas una repetición enfática al final. El lenguaje es sencillo y atraviesa sin esfuerzo la traducción. Y sin embargo está tan lejos como se pueda estar de una notificación, o de un relato judicial, o de una noticia. Las palabras, que fueron creadas para otras necesidades, de repente se ajustan y hacen cosas como esta:

Pasó la noche. Entre la maleza quemada yacían los cuerpos de los caídos. Sin alegría, lúgubremente, el agua jadeaba en la orilla. La melancolía se adueñaba del corazón ante la visión de la tierra devastada, los esqueletos de las casas quemadas.

Daba inicio un nuevo día, y la guerra estaba dispuesta a llenarlo con abundancia –hasta el límite- de humo, cascajos, hierro, vendas sucias ensangrentadas. Y los días anteriores habían sido parecidos. Y no quedaba nada en el mundo salvo aquella tierra lacerada por el hierro, salvo aquel cielo en llamas.

sábado, 8 de marzo de 2008

Decidido

Mañana votaré a UPyD. Su programa es el que más me convence, con mucha diferencia, pero por desgracia la reflexión no se acaba ahí. He estando dándole vueltas a la cuestión del voto útil; considero una prioridad que Rodríguez no vuelva a dirigir el gobierno, y para ello lo más lógico sería votar al PP, tanto más cuanto es muy imporobable que UPyD consiga escaño por Málaga, con o sin mi voto.

No me parece que sean igual de calamitosos los dos grandes partidos, ni que den igual unos políticos que otros. Creo que el PP puede gobernar razonablemente bien, con todas sus taras (es más, creo que sus peores defectos que tanto se ven en la oposición no tendrían mucha incidencia en su forma de gobernar). Estoy seguro de que no iban a seguir por ese camino ridículo y suicida de cuestionar los consensos básicos que ha emprendido el PSOE actual, y con eso me basta, las líneas de AVE las hacemos los funcionarios igual con unos que con otros.

Sin embargo, y volviendo a eso del voto útil, no tengo ninguna esperanza de que el resultado de las elecciones saque al PSOE del gobierno. Diez diputados arriba o abajo, la cosa quedará en manos de los nacionalistas una vez más. Y eso me lleva a considerar una utilidad a largo plazo. Cuantos más votos consiga el nuevo partido (aunque no se traduzcan en diputados), más posibilidades tendrá de consolidarse (de ser visible, de pillar subvenciones, de conseguir créditos). Y eso puede ser muy importante para el futuro.

De manera que en mi caso, por lo que pueda valer de ejemplo, la demoscopia ha resultado decisiva. A ciegas, sin encuestas disponibles, votaría al PP, pero visto lo visto me voy a dar el gusto por una vez de votar en tono afirmativo, a una propuesta en la que creo y a una gente de la que no me avergüenzo.

Y es una sensación agradable, no crean. Lo recuerdo de cuando voté a la Operación Roca ;-))

miércoles, 5 de marzo de 2008

Rastros

Monumento a Nicolas Flamel. Place du Panthéon, Paris.


Entrada a Diagon Alley. Spitalfields, London.


Fleur Delacour con la pequeña Victoire. Strasbourg, junto a la estación.


Hogwarts desde el Bosque Prohibido

Ser europeos

(Escrito en plena polémica por el preámbulo de la fallida Constitución Europea, creo que aguanta bastante bien)

Andan (andamos) en Europa a vueltas con la cuestión de los valores, ideas, referencias que deben o no invocarse en el prefacio de nuestra Constitución. No tiene por qué ser este un debate de identidades (ya que sería lícito no invocar identidad ninguna, dejar el pasado en su sitio y ponerse bajo el auspicio de los dioses del Porvenir), pero lo interesante, o al menos lo que va a interesar aquí, es que queda planteada la pregunta sobre quiénes somos, y aunque sin duda es esa una discusión más compleja también es cierto que resulta más rica y que presenta menos cortapisas, ya que mientras una Constitución debe suscitar acuerdos casi unánimes y someterse a juicios de valor, la de la identidad es una indagación al margen de la moral y la ortodoxia política que de poco valdrá si empezamos a espigar lo que nos guste y a dar de lado lo que nos parezca feo o anticuado.

Así, mientras que en el debate constitucional resulta pueril y ventajista el empeño de las iglesias cristianas en que se mencione expresamente su religión –empeño que se apoya, en las versiones más civilizadas, en el argumento tan irrebatible como irrelevante a estos efectos de que "Europa no se entiende sin el cristianismo", como si no se pudiera predicar otro tanto de rasgos tan poco deseables como la rapacidad sin límites, el colonialismo, la exclusión racial o el sistema de clases-, en la búsqueda de una identidad que los más pesimistas ven diluirse en la babaza indiferenciada de lo multicultural, mestizo, globalizado o como vayan decidiendo llamarlo los predicadores de nuevo cuño, ningún rasgo importante podrá apartarse sólo porque presente aristas incómodas.

Tenemos, en efecto, antepasados poco presentables en la galería, pero llevarnos sus retratos al desván no sólo es inútil –quedan en la pared huellas delatoras de color más oscuro- sino tan pacato y pobre de espíritu como sólo puede serlo un parvenu avergonzado de sí mismo; y sería patético que acabáramos cayendo en eso, porque si algo tenemos es pasado, tanto pasado que nos cuesta seguir andando. Somos quienes somos, qué carajo, y aunque no se trata de enorgullecerse de Savonarola, Adolf Hitler o el coronel Kurtz, tampoco ganamos nada con olvidar que los llevamos dentro junto a Sócrates, a Teresa de Ávila, a Cristóbal Colón.

Tampoco seamos ingenuos: nadie encarga un retrato en que vaya a salir totalmente desfavorecido. Dejemos a los demás los colores más hoscos (no andarán remisos en usarlos) y busquemos los rasgos de identidad que nos permitan componer una figura digna; para este propósito es necesario, antes que nada, negarse a asumir como propias y específicas las taras que son comunes a todos los seres humanos. En palabras de Chesterton: Los hombres siempre han sido codiciosos y violentos; juzgar por ello a los que cruzaron el inmenso mar desconocido en cáscaras de nuez es como desdeñar la excelente cerveza que fabrica Lord Guinness porque en ocasiones provoca embriaguez.

Siguiendo este sensato ejemplo, no nos fijaremos, de (digamos) Einstein y Böhr, en las barbaridades que se acabaron haciendo con sus descubrimientos (puesto que con todo avance científico se han hecho barbaridades tarde o temprano), sino en el hecho de que nadie más que ellos fue capaz de escudriñar así dentro de la materia, y de que ello fue posible porque Gauss antes, y Pascal y Newton, y Galileo y Pitágoras. Y de que en ninguna otra parte del mundo se puede rastrear hacia atrás una cadena semejante de conocimiento construido por sucesivas crisis de lo que se tenía por cierto, un movimiento tan determinado hacia adelante durante tanto tiempo.

Y al mirar la evolución política no pretenderemos ignorar las atrocidades de las que pocos regímenes son inocentes, ni las corrupciones y bajezas de los gobiernos, pero trataremos de fijarnos precisamente en el impulso -la compulsión, diríamos- de reforma continua que anima desde el interior a las sociedades europeas, y que ha hecho que a lo largo de la historia ninguno de estos regímenes permanezca mientras en otras partes del mundo los sistemas medievales o tribales aparecen enquistados e inamovibles.

Y de la religión misma, sin que la foto esconda o desenfoque las matanzas, las persecuciones, la obscena opresión que en su nombre se ha ejercido históricamente y se trata en ocasiones de ejercer aún sobre las personas (y no como perversión de la doctrina, que sería entonces trivial, sino en aplicación de ella), será lícito llamar la atención más bien sobre la paulatina retirada hacia la esfera de la intimidad, sobre la revisión constante (bien que disimulada y nunca asumida) de sus presupuestos, sobre la adaptación continua a los cambios sociales que distingue al cristianismo europeo del Islam violento y aferrado al pasado, del judaísmo literal, incluso de sus propias versiones fundamentalistas tan arraigadas en Norteamérica.

Y pasando como quien no quiere la cosa de los ejemplos a la generalización que ya intencionadamente van apuntando, diremos que lo propio del espíritu europeo nos parece precisamente ese continuo indagar, rebuscar, ir más allá sea con barcos, probetas o códigos legales. Que podemos ser, sí, y con orgullo (el tibio orgullo que se aviene con la mucha edad) guardianes de la tradición, pero que nuestra tradición es antes que nada la de cuestionarlo todo, a sí misma en primer lugar.

Todo esto, claro, ya se había dicho en Grecia, como todo lo importante. Hemos viajado en estas naves hasta Tebas de Egipto, más allá de Troya y la Cólquide, hacia poniente hasta las columnas de Hércules donde todo acaba. Hemos tratado con gentes de todas esas tierras, gentes de lenguas y rostros extraños. Jamás, en cambio, hemos visto una nave extranjera atracar en nuestros puertos bien abrigados.

Somos y queremos ser los que buscan, los que miran a lo lejos, los que no se conforman: ese es el regalo que nos gustaría dejar a nuestros nietos junto a las catedrales y las sinfonías. De modo que a fin de cuentas sí que el discurso identitario podría fundirse en un punto con el constitucional; propongo entregar al encargado del buril, en lugar de los párrafos hinchados que una comisión tras otra estará en estos momentos lijando hasta eliminar de ellos todo posible contenido, una pequeña frase inaugural, tan sólo siete palabras escritas hace dos mil quinientos años: Vivir no es necesario, navegar es necesario.

martes, 4 de marzo de 2008

Sisters


En Match Point, cuando el tenista le dice a Scarlett Johansson lo guapa que es, ella responde: no, yo soy sexy, la que es guapa es mi hermana.

The Boleyn Sisters puede considerarse un corolario de esa afirmación.

Una decepción

De Paul Virilio me estaba encontrando últimamente referencias en todas partes, y todas eran de las que me hacen interesante a un autor. Es un arquitecto que reflexiona sobre la velocidad y los instantes detenidos, sobre la transparencia y las discontinuidades de la percepción, sobre la manera contemporánea de intercambiar información. Gente de la que me fío lo saluda como teórico fundamental del fin de siglo. Cuando vi una reedición de Estética de la desaparición (su único libro traducido, creo) en la nueva sucursal madrileña de Laie (que ha venido a configurar, junto a La Central del Reina Sofía, una espléndida cabeza de puente catalana en Madrid, ejemplo de que hay vida más allá de la política asfixiante) me lo llevé sin dudar y me lo leí en el tren de vuelta.

Y bueno. No es que no lo entienda (como me ocurre, por ejemplo, con Adorno), creo que se deja leer relativamente bien. Es que no acabo de saber adónde va, qué se propone. El ensayo oscila entre enunciaciones que se agotan en sí mismas y saltos en el vacío que no resultan lo bastante místicos para compensar su dudosa racionalidad. Pero tal vez lo que más rabia me ha dado es que después de ciento y pico páginas describiendo unos estados marginales de conciencia el autor no nos dice qué le parecen, si son deseables o no, qué demonios hacer con ellos.

Ahora es cuando toca el ejercicio de falsa humildad: será cosa mía, no habré llegado a captar la idea. Dicho queda.