sábado, 1 de enero de 2000

Ulalume

Ceniciento era el cielo, era lúgubre,
y las hojas crujían al caer
–crepitaban, marchitas, al caer.
Fue una noche –tan sola– de octubre
del peor de mis años de ayer.
Había helado en la charca de Llaubre,
en el llano brumoso de Bier;
por la ciénaga oscura de Llaubre,
en los bosques malditos de Bier.

Aquí un día, por una avenida
de cipreses, me eché a caminar,
con mi alma, Psiqué, a caminar.
Tenía entonces la sangre encendida
como lava que funde el glaciar
–como escoria que hiende el glaciar
monte abajo, sulfúrea, crecida
sobre el último extremo del mar;
murmurando un lamento en su huida
hacia el último extremo del mar.

Nuestra charla era pálida y fúnebre,
pero turbia la imagen de ayer,
traicionero el recuerdo de ayer,
pues no vimos que el mes era octubre
ni qué noche del año iba a ser.
(¡Ah, esa noche entre noches no ver!)
Y, aunque habíamos estado ya en Llaubre,
no acertamos a reconocer
ni la ciénaga oscura de Llaubre
ni los bosques malditos de Bier.

Y acababa la noche, y de oriente
asomaba el primer resplandor
–se intuía el primer resplandor,
cuando vimos nacer, allá al frente,
un incierto, lechoso claror
de entre el que un milagroso creciente
se elevó con bicorne fulgor;
de Astarté diamantino creciente
recortado en bicorne fulgor.

Y yo dije: “Es más tibia que Diana:
reina sobre una etérea amplitud
–danza y gira en etérea amplitud.
Ha sabido que el llanto aún profana
este rostro donde hubo salud,
Y ha venido de Leo lejana
a guiarnos hacia la quietud
–la Letea, celeste quietud.
Escapada de Leo lejana
a alumbrarnos con ojos de luz;
de las fauces de Leo lejana,
con amor en sus ojos de luz.

Mas Psiqué, con el dedo apuntando,
“A esta estrella” gimió “no doy fe;
a su pálida luz no doy fe.
¡Venga, no nos quedemos mirando!
¡Vámonos, no preguntes por qué!”
Aterrada, se hundió, rastrillando
con las alas el polvo a sus pies.
Sollozó en agonía, dejando
caer las plumas al suelo, a sus pies,
tristemente, en el polvo, a sus pies.

“No es más que un sueño”, dije, “esa estrella:
vámonos tras su luz de cristal;
a bañarnos en luz de cristal.
Su profética gloria destella
esperanza y belleza ideal.
¡Mira, allí parpadea su fanal!
Bien podemos fiar de una estrella
que no puede traer ningún mal;
bien podemos seguir a una estrella
que no puede guiarnos al mal,
si nos cuelga en la alta noche su fanal”.

La abracé por calmarla, y a besos
la arranqué de su triste inquietud;
dominé su medrosa inquietud.
Y anduvimos, ya libres del peso
hasta hallar una tumba sin luz:
un sepulcro sellado, sin luz.
Y yo dije: “Alma mía, ¿qué es eso
que se lee en esta tumba sin luz?
Y ella dijo: “¡Ulalume, Ulalume!
¡Aquí es donde enterraste a Ulalume!”

Sentí entonces un gusto salobre,
de hojas muertas después de caer
–que se pudren después de caer.
“¡Ya recuerdo!”, grité. “¡Fue en octubre,
hace un año, sí, tuvo que ser,
que bajé un fardo muerto a traer
–su ataúd, su ataúd a traer!
Esta noche ha tenido que ser…
Ah, ¿qué diablo me vino a perder?
Ahora veo la laguna de Llaubre
y este llano brumoso de Bier;
reconozco esta charca de Llaubre
y estos bosques malditos de Bier.”

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