La pregunta es, claro, qué puede aportar la experiencia directa de un edificio que se ha convertido en icono, reproducido tantas veces que ni siquiera recordamos desde cuándo nos es familiar. Y la respuesta no menos obvia sería señalar la diferencia entre mirar una foto de Sofía Loren o encontrarse de veras frente a sus ojos imposibles. El problema es, por supuesto, transmitir por escrito algo de esa diferencia. No es, entendámonos, que vaya uno a renegar de su fe sin restricciones en la palabra escrita: se trata más bien de una duda razonable sobre las capacidades propias, con lo cual estaríamos apuntando a la misma línea de flotación de estas notas que aspiran precisamente a insertarse en algún escalón entre la estampa conocida pero inerte y la insustituible experiencia directa. En otros lugares menos transitados puede aún el viajero escudarse en maniobras explicativas, pero tarde o temprano hay que medirse a
las pirámides de Giza, al Rockefeller Center o a este mausoleo improbable y perfecto.
Lo primero que descubre el viajero es que el edificio, de presencia imponente a kilómetros de distancia, desaparece cuando se llega a las inmediaciones. Una muralla jalonada de puertas monumentales lo resguarda y esconde a la vista recortando un recinto indiferente al exterior, jardín cerrado donde reina un orden ajeno al mundo. Soberbio y remoto, engastado en mármol y agua, el Taj Mahal se deja rodear de piezas menores (fabulosa por sí misma cada una de ellas) que lo sirven y le dan sentido como a la piedra mejor de un anillo. Pero eso lo aprenderá más tarde el viajero; antes será necesario someterse a las reglas de acercamiento que prescribe con refinada coquetería esta arquitectura rabiosamente escenográfica. Una puerta enorme, de madera maciza guarnecida en hierro se entreabre como en los cuentos, y tras ella aparece, sin tiempo para que uno se prepare, la imagen canónicamente enmarcada en un arco ojival, resplandeciente contra la negrura del vestíbulo. El viajero trata de atenerse al eje central para no menoscabar la perfección del cuadro, pero se encuentra con la masa de visitantes enfrascada en la misma maniobra, tal es el hechizo de la simetría ferviente que gobierna el lugar. Pacientemente aguarda en fila india el momento de salir a campo abierto y enfrentarse a la visión anticipada e irresistible, gastada y resplandeciente, única y mil veces repetida. ¿Añadirá una fotografía más a los cientos de millares que en cada casa acreditan el cumplimiento de la peregrinación? Ni por un momento se le ocurre no hacerlo.
Pocos edificios en el mundo se benefician tan sabiamente de la duplicación sobre espejos de agua: al viajero sólo le viene a la memoria la Alhambra de Granada, pero en el palacio nazarí los reflejos son juego intermitente, vibración fugaz, añagaza de los sentidos, mientras que aquí constituyen una presencia estructural y maciza. Fragmentado en visiones angulares o con su volumen compacto anclado en el eje, el mausoleo invertido contribuye al equilibrio del conjunto con tanto peso como su gemelo boca arriba. No sólo eso: los trazos de agua que circundan y cuartean el jardín desdoblan cada pieza subalterna, cúpula a cúpula y torre a torre hasta configurar un orden hermético y autosuficiente por el que la mirada discurre de modo casi circular. De haberse construido, como estaba previsto, un segundo mausoleo en mármol negro, la multiplicación de volúmenes en todos los sentidos habría tenido tal vez la trivial redundancia de un caleidoscopio.
De los dos grandes edificios de piedra roja que flanquean al mausoleo sólo uno es una mezquita. El otro, que no puede ofrecer la orientación correcta, no tiene otra misión que servir de contrapeso. Lo que puede parecer observancia fanática de la simetría no es más, sospecha el viajero, que una arraigada resistencia a traspasar ciertas barreras. Como las normas no escritas de comportamiento a que se adaptan sin esfuerzo ni consciencia de ello las damas de sociedad, las leyes de composición no son aquí más que un mínimo exigible: no se triunfa en los bailes sólo por tener modales, pero sin ellos no se llega a entrar. La fórmula persa, decantada y refinada en su viaje a la India, ofrece una y otra vez logros magníficos; si este conjunto se eleva por encima de ella para situarse en el escalón de lo irrepetible no es porque supere el canon llevándolo más allá, sino porque ejecuta los pasos de baile con gracia suprema. Una gracia que será difícil de reducir a palabras pero que –el viajero puede dar fe de ello- te atrapa sin resistencia posible.
Uno brujulea por el recinto en busca de un sesgo inédito, algún capricho de la luz, cualquier revelación inesperada. En vano: como ciertos rostros, el Taj Mahal no tiene ningún lado malo, permanece soberbiamente igual a sí mismo a cualquier distancia y bajo cualquier ángulo. Su juego es con el tiempo, y es un juego circular, recurrente, una variación sosegada sobre un número cerrado de temas. Los cambios de color que marcan las distintas horas vibran de dentro afuera del mármol como si fuera la piel de un ser vivo. Plateado en la media mañana, vira hasta un blanco luminoso cuando el sol está en lo alto y se va encendiendo tibiamente en rosa hasta casi desmaterializarse.
En la visión cercana el edificio enseña mil sutilezas de artesanía: mosaicos, caligrafías, moldurados exquisitos: un aparato ornamental desplegado con astucia infinita sobre el volumen para atrapar hasta el último matiz de luz y sombra. La riquísima textura de una envolvente que sin embargo resulta homogénea en cuanto nos alejamos un poco (y es esta contención, este dominio que embrida la decoración sin permitirle nunca que se imponga a la arquitectura uno de los rasgos de categoría que distinguen al mausoleo de sus antecedentes y sus copias) le proporciona al edificio esa vibración que le es propia, ese punto de ingravidez que por momentos lo aleja del reino de lo real.
Deambulando por la plataforma superior –el espacio interno del cenotafio se ha revelado insignificante- el viajero entra y sale por cada puerta de los dos edificios laterales sólo para comprobar que no hay vista que no esté exquisitamente controlada. Pero al rodear el mausoleo encontrará por fin la grieta, la anomalía por donde escapa el aire cautivo. Por detrás el recinto se asoma tras una valla escueta al río que discurre en un meandro lento y amplio. Sólo desde la corriente plácida del Yamuna se tiene acceso al monumento sin entrar en su reino encantado. No es de extrañar: este país siempre ha sido devoto de las jerarquías.