domingo, 30 de marzo de 2008

La decadencia según Azúa

A través de Juan Avellana tengo noticia de un prólogo que ha escrito Félix de Azúa a una nueva edición de su Diccionario de las Artes. Su distinción entre las artes aplicadas que nos entretienen en la sala de turbinas de la Tate y el gran arte que se medía con los dioses me parece esclarecida y necesaria; sus melancólicas conclusiones tienen bastantes visos de realidad, pero se mantienen, con contención escéptica, un poco más acá del desaliento. Y en cualquier caso su prosa, de una elegancia cada vez más orteguiana, tiene momentos en que toca el cielo:

Como aquellos príncipes derrotados que una vez expulsados de su reino y en una nación lejana descubren poseer una habilidad insospechada para la horticultura y gozan regando su huerto mientras una sonrosada Maritornes les cocina un conejo con nabos, así el artista actual se complace en tareas de manufactura, sin olvidar que viene de una lejana estirpe en otro tiempo temible.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El heredero

Cuando Frankie Dunn lee a su boxeadora moribunda el poema de Yeats (I will arise and go now, and go to Innisfree) se abrocha con una elegancia casi sigilosa el recorrido de Eastwood por el envés del viaje que cincuenta años antes emprendió Sean Thornton hacia la expiación y la paz. Y es en esa proclama orgullosa y humilde, propia de quien sabe de dónde viene y quiénes son su padres, donde definitivamente este autor asume, con su herencia, los galones y la responsabilidad de llevar la antorcha en esta edad que nos habíamos resignado a ver como de vejez prematura del arte más joven.

Los Cohen –por irnos a lo más granado- nos habían hecho creer que lo mejor que se puede hacer hoy con los clásicos es Miller’s Crossing: estilización absoluta, saturación de referencias, voladura controlada del edificio con respeto escrupuloso de las convenciones, cinefilia tamizada de ironía. Los Cohen son como nosotros, sólo que más listos. Nos representan, nos entienden, ven lo que vemos. Y su agotamiento (que parece irreversible) es también el nuestro.

Pero de repente llega Harry el Sucio y nos despierta de un par de hostias, recordándonos que los clásicos están ahí para que cada generación se mida con ellos. En el momento justo de una carrera construida con una solidez e independencia difíciles de ver hoy día, el hombre del poncho ha decidido batirse en duelo con el hombre del parche, y lo ha hecho en el territorio espiritual más inviolable, en el último rincón de paraíso con el que nos está permitido soñar. Million dollar baby no es el reverso oscuro de The quiet man. Es una mirada al trasluz, a contrapelo; es, mucho más que una revisión, una zambullida en sus aguas más profundas. Como Pierre Menard, Eastwood se ha sentado a escribir de nuevo su Quijote; a diferencia de la elusiva criatura de Borges, no ha hecho el menor esfuerzo por borrarse en el proceso.

En la película de Ford la liberación llega de la mano de la propia vida que fluye como un torrente, de las fuerzas elementales que ni nuestros actos ni las interpretaciones que de ellos hacemos pueden frenar. La naturaleza se lleva por delante (a fuerza de puñetazos, de canciones y besos) toda negrura, todo reconcomio; contra el verde jugoso e incandescente de Erin no es posible la melancolía, ni siquiera la introspección.

En el mundo de Eastwood, en cambio, el pasado gravita como un cielo bajo y oscuro. Frankie Dunn ha elegido no olvidar: cada mañana al llegar al gimnasio mira de frente al ojo de cristal de Eddie Scrap, cada día se sienta en el banco de la iglesia sin tener muy claro por qué, cada semana escribe una carta sin esperanza a la hija que dejó marchar. La redención sólo puede presentarse para él en forma de segunda oportunidad: si volvemos a recorrer todo el camino y esta vez no cometemos ningún error podremos dejar el pasado atrás. Hará falta –primero- que la sonrisa hambrienta y limpia de una niña le encienda de nuevo los ojos, y que un golpe mal dado le arrebate -más tarde- toda esperanza para que comprenda que esa salida es imposible, que no podemos volver sobre nuestros pasos. En una sádica simetría que pertenece al mundo de la tragedia antigua, el destino no sólo le hará caer por segunda vez en el mismo infierno, sino que le pedirá que tome por compasión una vida. Apurado el dolor hasta el fondo, Frankie encontrará la paz en un Innisfree lluvioso y nocturno, un refugio anónimo con olor a tarta de limón -a small cabin build there, of clay and wattles made.

El boxeo no es una metáfora de la vida, sino una destilación. En el boxeo el triunfo y la derrota, el honor, el deber, las lealtades y traiciones se corresponden a un código claro y compartido: quien lo incumple lo sabe, y aunque llegue a nadar en dinero no puede ignorar el desprecio de quienes fueron sus iguales. En el boxeo es posible perder con dignidad y ganar con honra. Por eso salen de él tan buenas películas. La vida en cambio es sucia, confusa, ambigua; no se deja reducir a un código. No es casualidad que Sean Thornton sea inocente, que el limpio relato de Eddie deje claro que Frankie no le falló el día que le reventaron el ojo. La tragedia aflora cuando la vida irrumpe y el código no es suficiente, cuando estalla un ojo o un corazón y el saber que has cumplido con las leyes del honor no te borra de la retina el cuerpo de tu rival tirado en la lona como un muñeco roto. Por eso nos parece –y es la única fisura de consideración- que al introducir el juego sucio en la pelea final y caracterizar a la rival de forma tan maniquea se rebaja la historia amenazando con deslizarla de tragedia a anécdota.

Para terminar de salir del círculo infernal, Thornton tenía que volver a pelear fuera del cuadrilátero; por buscar la redención entre las cuatro cuerdas es castigado Frankie a vivirlo todo de nuevo. Aunque Ford toma a su personaje muy cerca de la salida, el recorrido es el mismo: podría decirse que Million dollar baby palpita y alienta en el interior del flashback en blanco y negro que asalta a Sean Thornton en su viaje hacia la luz; que de alguna manera drena la oscuridad que en el clásico sirve de sustrato invisible, se alimenta de ella y la saca al primer plano.

De estirpe fordiana son también las armas: la narración de Eastwood es de una limpieza y sobriedad que no se veían en cine desde hace mucho. Ni una trampa, ni una concesión al capricho (como no sea, y no es casualidad, la presentación de la rival definitiva, que remite por unos instantes a lo peor de la saga Rocky; lunar mínimo en cualquier caso, que si irrita es por comparación). No creo, por poner un ejemplo, que nadie pueda rodar hoy día el encuentro de una carta deslizada bajo la puerta con esa pureza e intensidad. Y como manda el canon clásico, la historia se construye sobre los actores, apoyándose en sus presencias y ritmos interiores. Sin la ternura hosca de Eastwood (esos pantalones subidos, esas gafas), sin la luminosidad que irradia una Hillary Swank que en su vida va a estar mejor, y sobre todo sin la inmensa, leñosa presencia de Morgan Freeaman (y escribo sin haber escuchado su voz original en off) no se entendería este maravilloso trozo de cine.

Como ha dicho no sé quién, que le den un parche para el ojo a este hombre y nos haga una película al año mientras pueda. Y que nosotros lo veamos.


(Esta fue la primera crítica de cine que escribí, e inmediatamente me corté la coleta)

martes, 25 de marzo de 2008

Infancias

1. Paso por delante de un callejón peatonal entre chalets de los años veinte. Nunca me había fijado en el sitio, que parece realmente agradable. Tal vez me haya llamado hoy la atención porque hay un padre jugando con una tribu de niños: qué buen lugar para criarse, pienso. Y en seguida, inconteniblemente lírico, me pongo a pensar en las geografías de la infancia, el mundo reducido a dos o tres territorios que se nombran con artículo determinado porque son todo lo que hay, porque no se concibe que en cada edificio de cada calle haya otros parecidos.

Ir a jugar Abajo, esto es, al Garaje, una planta diáfana con los pilares a la distancia justa para hacer de porterías, la cuesta para coger carrerilla en el pañuelito, el circuito de bicicletas; porque en el Jardín no se podía jugar salvo en unas plataformas de losetas donde se ponían las niñas con sus cosas. Y luego el Río, un cauce seco al que se llegaba saltando una tapia blanca al fondo, y la Casa Vieja, justo ahí al lado, rodeada por una selva y que daba tantísimo miedo que tardamos años en acercarnos.

Siempre me han fascinado las memorias ajenas, me quedo escuchando con la boca abierta cualquier relato de infancia que me hagan: basta con que sea en el campo o entre muros antiguos o en una ciudad lejana para que yo lo adorne inmediatamente de cualidades novelescas y me ponga ferozmente a añorar lo que no tuve. Y el caso es que si recuperase por un instante la mirada de entonces entendería que es lo mismo, pero no hay manera.

2. ¿Qué memoria imposible de cuándo, qué otras existencias en qué mundos asoman fugazmente cuando el niño dice (y no es porque no sepa, qué va, no es porque no sepa) tú eras una princesa y yo venía y te cogía en brazos… ?

viernes, 21 de marzo de 2008

Copán

No se vayan a reir con el acento hondureño, nos ha advertido el guía nada más pasar la frontera, y nos lo hemos tomado como un exceso de localismo; sin embargo va a resultar difícil contener la carcajada ante las tremendas haches aspiradas que nos traen inopinadamente de vuelta a casa. Misterios de la geografía humana: no es bastante raro ya que cruces una línea imaginaria y la gente vocalice de otra manera, encima resulta que lo hacen como en el Rincón de la Victoria. Este detalle le basta al viajero para autoinducirse un cierto sentimiento de culpa. Entrar en un país de amanecida, darse una vuelta por sus ruinas más notorias y volverse por donde uno llegó no es que equivalga a un robo con escalo, pero algo de furtivo y desdeñoso sí que tiene. A la postre uno se llevará del paisito sólo el recuerdo de un acento pintoresco y el extraño nombre de la moneda nacional guardado en el cajón de los conocimientos inútiles. La fabulosa ciudad de Copán quedará asociada en la memoria a sus hermanas en Guatemala, y el paso por Honduras no añadirá más que un sello al pasaporte.

Todo esto, claro, pierde importancia en cuanto se entra en el recinto. Copán ocupa, en el reconstruido imaginario maya, el lugar más parecido a un centro que pueda tener este mundo centrífugo y disperso. Lo que hubo aquí fue -y aún se echa de ver de algún modo- una cultura lograda, adulta, satisfecha de sí misma y convencida de ser eterna. Sabemos que en Copán toma forma definitiva la construcción perfecta, alambicada e impráctica con la que los sacerdotes mayas pretendieron aprisionar el paso del tiempo. El presagio de la extinción no se había insinuado todavía en su visión del mundo cerrada y compacta, de ciclos cósmicos inconcebiblemente largos frente a los que el destino individual perdía todo significado. Las estelas se sucedían parsimoniosamente, muescas en el girar ininterrumpido de la rueda del tiempo, y la mano del escultor había alcanzado ese punto de firmeza en el trazo y comodidad con el repertorio que, allí donde aparece, hace saltar como un resorte en nuestras mentes acostumbradas a manejar etiquetas la palabra clásico.

Cierto, el barroco desaforado de estas imágenes está lejos de lo que entendemos por clasicismo; el amaneramiento que pronto iba a reducir el arte maya a una colección de menudencias exacerbadas está aquí ya insinuado. Para el que conoce lo que iba a venir después es fácil detectar el germen de lo trivial, pero los altorrelieves dispersos por esta primera explanada (¿estarían colocados así?) tienen una majestad sobrecogedora. Dueños de nombres sonoros y extraños (Yax-Pac, 18 Conejo, Humo Concha), soberanos de un reino olvidado que creció y se vino abajo en sus estrechos límites mientras caía el Imperio Romano y se fundaba Europa, sus historias de conquista y derrota no pueden sernos más indiferentes, pero su mirada petrificada es capaz de clavarnos en el sitio. Esos rostros de melancolía infinita enmarcados por una intrincada y refinadísima geometría de serpientes cetros plumas declaran, con la certeza que sólo da el arte grande, la esencia última del poder real: aislamiento y fatalismo. Son lecciones que no pensábamos aprender en medio del bosque tropical, pero ¿no es por eso que seguimos viajando?

Donde otros conjuntos más espectaculares se perciben como una serie de efectos escénicos de los que cuesta extraer una idea general, Copán resulta ser una ciudad excepcionalmente legible. No tanto por la abundancia de imágenes y textos conservados in situ (incluyendo la famosa escalinata jeroglífica, un edificio que hace las veces de piedra Rosetta para la lengua maya, con el inconveniente de que los escalones fueron recolocados de cualquier manera por los primeros arqueólogos) como por la unidad orgánica de un santuario que fue en gran parte realizado de un solo impulso. El pathos de la ruina no ayuda, sin embargo, al conocimiento. Lo que vemos en cuanto rodeamos el primer recinto domesticado por los arqueólogos es un campo de tensiones primigenias, la batalla ancestral entre naturaleza y cultura: fábricas reventadas por la torsión lenta y titánica de raíces como anacondas, sillares forrados de un musgo tan tupido que la piedra parece haber mutado a una inconcebible vegetalidad, montículos de cantos desmoronados que sólo por los ángulos rectos revelan ser obra humana, enormes troncos fibrosos que arrancan de escalinatas reducidas a escombros. Es necesario abstraerse de la potencia de esas imágenes, de su arrolladora belleza y su capacidad ilimitada de generar asociaciones sentimentales si se quiere reconstruir el orden que la ciudad impuso a este trozo de selva.

Tal vez bastaría con aceptar la presencia física de las ruinas como tales; en otras ciudades seguramente no merezca mucho la pena indagar más allá, pero aquí en Copán la evidencia de un plano riguroso y sutil se impone a poco que haga uno un esfuerzo. Desde la plaza de las estelas (apenas una explanación subrayada por los trazos escuetos de las gradas laterales) las líneas horizontales del juego de pelota cierran y conducen la mirada hacia dos escalinatas perpendiculares entre sí que recogen el impulso por ganar las cotas más altas y establecen hacia atrás, rebotando en un leve descenso, la fachada principal de los templos. El viajero piensa, mientras trepa rodeando la grada casi vertical, que hay un aire definitivamente griego en los expedientes sencillos, claros pero nunca obvios con que se negocian estos desniveles, en la limpieza de los encuentros, en la sobria elegancia de las plazas hundidas. Los paramentos de piedra desnuda, de espléndidos tonos verdegris o rojizos, vibran con los relieves que cubren las fachadas sin dejarse ahogar por ellos. Las piezas más complicadas de revestimiento y la crestería parecen postizas, hechas de otro material, pero al viajero le está pareciendo todo muy bien tratado y prefiere no entrar en indagaciones.

Por una mínima propina se ofrece la oportunidad de entrar en una de las pirámides. Es sabido que los mayas construían sobre monumentos anteriores, pero no es lo mismo saberlo que comprobar in situ la pericia y delicadeza con que la pirámide mayor salta sobre la más antigua con media falsa bóveda, quebrando incluso en las esquinas de amnera que quedan intactos y visibles los relieves primitivos para entusiamo de arqueólogos y disfrute de turistas inquisitivos. ¿Respeto al pasado? Difícilmente: más bien por lo que sabemos había un deseo ritual de sepultarlo, además de la evidente practicidad de aprovechar el montículo. El viajero prefiere pensar que se trata de esa ética de la construcción que lleva a ejecutar con la misma finura partes que van a quedar ocultas y que Tusquets sintetizó en la frase Dios lo ve. La pequeña incursión revela aspectos inesperados: en un lateral, por debajo de la cota de la plaza, se abren a la luz del día unos huecos que han de ser de factura reciente. Pero eso es lo de menos: es la luz la que no debería estar ahí.

Nada más salir el viajero comprobará que en efecto hay un brusco cortado de treinta metros a la izquierda. Un vistazo a la guía aclara que un desborde del río cercano provocó el derrumbe del terraplén artificial hasta el mismo borde del santuario. Desandando el camino encontrará un conjunto de edificaciones menores al nivel del río. Esta ciudad de abajo es más doméstica y abigarrada; los restauradores han desbrozado y explanado el terreno sin talar los árboles. Es hermoso: un suelo de barro rojizo compactado y fresco, forrado de grama crujiente y de hojas caídas, del que brotan en desorden troncos esbeltos y fábricas de piedra truncadas. Abandonándose –aquí sí- al recorrido en zigzag en busca de encuadres efectistas el viajero llega al pie del cortado, y la magnitud de la operación puesta de relieve por el desplome le hace replantearse todo lo que ha visto. No hay nada claro ni sencillo en esto, nada de griego en construirse una acrópolis piedra a piedra en un terreno llano. Si es mejor o peor no le parece una pregunta interesante.

jueves, 20 de marzo de 2008

Absolutos

El presidente Bartlett y su jefe de gabinete enfrentan la cuestión moral por excelencia. Han identificado a la cabeza de los terroristas, pero no pueden juzgarlo (por inmunidades varias) y se ofrece una oportunidad única de asesinarlo. Jed Bartlett se niega automáticamente, pero Leo insiste: lo peor de usted, señor Presidente, es que sigue creyendo en absolutos morales. Podríamos declarar la guerra formalmente y matar a cientos de quinceañeros armados, pero él seguiría escapando. Esto es algo que hay que hacer y vamos a hacerlo.

Pero hay absolutos morales, dice el Presidente cuando ya ha asentido con la mirada.

El nudo no puede desatarse, pero tal vez esa sea la única manera de cortarlo. No engañarse, no acudir a racionalizaciones o malabares verbales. Cargar con la oscuridad. Echarse la culpa encima por todos los demás. Because you won, le dirá Leo cuando esté todo hecho.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Utopías

(La pieza rescatada del archivo para este miércoles podría traer causa, si invertimos la secuencia temporal, de una frase de Chesterton que le acabo de leer a EGM y con alguna de cuyas posibles lecturas estoy parcial y ferozmente en desacuerdo: La mejor manera de destruir la utopía es establecerla )

He recordado hoy un poema de Benedetti que habla del día o la noche en que por fin lleguemos. Al poeta, por comido que esté de ideología, le asalta un escrúpulo de última hora:
no obstante como nadie podrá negar
que aquel mundo arduamente derrotado
tuvo alguna vez rasgos dignos de mención
por no decir notables
habrá de todos modos un museo de nostalgias
donde se mostrará a las nuevas generaciones
cómo eran
paris
el whisky
claudia cardinale

Y el motivo de recordar el poema es que últimamente esa misma idea me sale aquí y allí, en registros muy diferentes.

Phoebe (de la serie Friends):
-Sois todos estupendos. Claro que cuando llegue la revolución tendré que mataros (a ti no, Joey).

Ambrose Silk, en Put out more flags, de Evelyn Waugh:
It is a curious thing, he thought, that every creed promises a paradise which will be absolutely uninhabitable for anyone of civilized taste.

O mi amiga ME, funcionaria y poeta, que me describe un relato suyo sobre una ciudad en la que se cumplen todas las ordenanzas y de la que la gente huye despavorida hacia su vecina anárquica.

La conclusión obvia debería ser que los paraísos no están hechos para el ser humano, que si hay que matar a los amigos capitalistas, renunciar a Claudia Cardinale o condenarse al eterno aburrimiento sin cotilleos ni gente mal vestida que criticar entonces no merece la pena. Sin embargo algún cable mal conectado, algún pinzamiento cerebral nos hace desear sociedades ideales en las que no resistiríamos ni un día, paraísos espirituales de puro tedio, engranajes perfectamente diseñados para triturarnos.

Y la paradoja (porque al final siempre surge una paradoja) es que seguramente sin la vista puesta en esos paraísos gélidos y odiosos no se habrían conseguido la mayoría de los avances sociales que hacen la vida cada vez más tolerable y retroalimentan, en un bucle eterno, la ilusión de que efectivamente vamos hacia alguna parte.

Así, el enunciado heroico tipo luchemos por la utopía aunque sepamos que es imposible estaría encubriendo uno más radical aunque indudablemente menos eficaz para mover a las masas: luchemos por la utopía aunque sepamos que es indeseable.

lunes, 17 de marzo de 2008

Un poco menos nonwriter

En el número recién salido de la revista Renacimiento, una traducción de Edgar Allan Poe por este su amistoso vecino, todavía no-escritor pero ahora levemente publicado.

Ulalume (como The raven, o Annabel Lee, improbables futuras candidatas para continuar este juego) es un puro artefacto verbal. Como todos los poemas, me dirán. Sí, pero más. Es un objeto inseparable de su forma, del ritmo silábico, de las rimas caprichosas, de la sonoridad de los nombres propios. De ahí el interés del reto: verterlo al español conservando todos esos elementos es una tarea imposible; dejarlos fuera, un compromiso inaceptable. Después de un primer empujón inicial he dejado pasar años encajando versos, sacándolo del cajón para mover dos palabras y volviéndolo a guardar.

Habría seguido con mucho gusto jugando indefinidamente con el sudoku si don EGM no hubiera conseguido colarme, aún no sé cómo, en una revista tan seria. La misma tarde antes de enviarlo cambié una estrofa entera, creo que para bien, y aunque no puedo decir que esté acabado, creo que el poema no desaparece en el tránsito y que cumple todas las condiciones previas del juego (si hay un verso más largo que el resto es porque en el original está así). Para todo lo demás, doctores tiene la iglesia.

¿Que estoy presumiendo? Pues sí. Es un logro menor, pero un logro. En español no se había hecho, que yo sepa*. En portugués hay una magistral, de Pessoa (que igual que yo dice que se puso a ello por hacer musculatura, y como yo no es del todo sincero).

Pues eso, que muchas gracias a los señores de Renacimiento por su confianza, a Enrique García-Máiquez por su perseverancia y a J.N., insigne traductor de Baudelaire, sin cuya experta guía me habría conformado con menos.

*De The Raven, en cambio, hay una traducción más que digna con estas características, la del venezolano Pérez-Bonalde (1887).


Actualización: Mientras me entero de cómo se cuelgan textos a dos columnas, aquí está el poema. Se sugiere leerlo con el original delante.