miércoles, 13 de febrero de 2008

Un gallo para Esculapio, I

La historia del pensamiento se nutre, no menos que cualquier otra, de relatos o personajes simbólicos que acaban por decir más que las formulaciones teóricas: Diógenes frente a Alejandro, Spinoza tallando sus lentes, Nietzche loco en Sils-Maria... Hay una escena que a lo largo de los siglos ha mantenido una capacidad infinita de reverberación: nada de lo que dijera Sócrates en vida puede ser más importante que la secuencia casi ritual de gestos que preceden a su muerte. En la celda donde lo han encerrado sus conciudadanos, Sócrates recibe la sentencia. Al alba deberá beber la cicuta, pero queda una noche por delante y el maestro la va a pasar como ha vivido.

Es sin duda un momento soberbio: han venido todos los discípulos, rotos por la pena pero dispuestos a no fallarle; comerán y beberán hasta el amanecer mientras lanzan al aire argumentos leves y hermosos como pompas de jabón para que el maestro los pinche uno por uno. Y si una voz se quiebra de repente siempre habrá otra que tome su lugar; entre atenienses lo último que se pierde es la compostura. Tampoco se han descuidado los frentes aún abiertos: entre los amigos que van y vienen hay hombres de acción, y mientras unos intrigaban en el Areópago otros han ido organizando un plan de emergencia. Llega uno y se abre paso, arrebolado y jadeante: todo está listo, han sobornado a los guardias y una nave está esperando para llevarlo a Delos; el capitán no hará preguntas indiscretas.

Sócrates sonríe; todos han aprendido a amar esa sonrisa rijosa de fauno (por un momento parece que se estuviera deleitando en la imagen del hirsuto, silencioso marino). Están acostumbrados a que de ese cuerpo esmirriado y sin gracia, de esa voz de cascarria surjan las palabras más hermosas y claras, las más inevitables. Pero esta vez la emoción es difícil de sujetar:

-Le debo todo a la ciudad, he vivido feliz bajo sus leyes: no es justo que ahora las eluda porque no me favorezcan.

La embriaguez verbal, el gusto mediterráneo por los discursos patéticos, la insidiosa belleza del momento nos pueden arrastrar fácilmente, pero pensémoslo despacio: no es justo ¿y qué? ¿qué monstruosa decisión es esa?. Cada molécula de nuestro ser se rebela ante un disparate como ese. Coge el puto barco, por Dios, escapa de esa caterva de envidiosos e intrigantes. Morir, ¿para qué? Dejar de respirar, de ver cada mañana el cielo azul turquesa y las macizas pantorrillas de Alcibíades...

Qué frío debe hacer en ese universo. El Deber, la Patria, la Razón. Aquí tenéis el puñal para matar a mi hijo... ¿qué clase de desquiciado puede hacer ese gesto? ¿cómo se atreve nadie a contarlo, a proponerlo como ejemplo?

La semana pasada volvíamos sobre el sacrificio incomprensible de Charles Ryder y Julia. El virus de lo sublime es antiguo y resistente: tal vez esta sea una de sus primeras apariciones públicas.

lunes, 11 de febrero de 2008

Traditore?

Una cuestión que me ronda a menudo la cabeza (y que salta cuando, por ejemplo, leo las tremendamente english-biased listas canónicas de Bloom, o cuando veo con regocijo a Cunqueiro publicado en inglés e italiano) es la traducibilidad de según qué autores. En principio uno tiende a pensar que son los prosistas verbosos, los que apuran la expresividad jugando con los registros del lenguaje, los que manejan palabras rezumantes de sabor y olor o se adornan de giros arcaicos, refranes y galanuras populares los más imposibles de verter a otra lengua. Serían así más intraducibles Azorín, Valle o Miró que Unamuno, Clarín o Baroja.

Sin embargo, leyendo un portentoso texto de Ferlosio que traía hace poco Francisco Sianes, se me ocurre que más complicado es de trasladar, si cabe, un estilo que se basa por entero en la gramática, que respira con la lengua y construye el pensamiento a golpe de sintaxis:

Si la cabeza cortada, que, como una piedra más, rueda hacia el mar por la empinada ladera pedregosa, acelerándose en rebotes cada vez más largos, pudiese, antes de ahogar su voz en el fragor y en la espuma de las olas que han de estrellarla contra el acantilado, gritar el nombre de la amada, no cabe duda de que lo gritaría, sin hacerse cuestión de la inutilidad de malgastar así su aliento postrimero.

¿Cómo sonaría esto en inglés? ¿y en italiano, tan cercano y tan distinto? ¿Será trasladable el paso majestuoso de esta prosa? Ni corto ni perezoso me he puesto a ello, y no sé, no sé...

Se la testa tagliata che, come un sasso qualunque, rotola giù verso il mare per il sassoso pendio, accellerandosi in rimbalzi sempre più lunghi, potesse, prima di affogare sua voce nel frastuono e nella schiuma delle onde che verso il cantile verranno a schiacciarla, urlare il nome della donna amata, non c’è dubbio che ne urlerebbe, senza porsi domanda sull’inutilità di scialacquare così suo postremo fiato.

If the severed head which, as any other stone, rolls down the steep rocky slope to the sea, gaining speed with every longer rebound, could, before its voice gets drawned in the roar and the foam of the waves that will eventually crash it against the cliff, cry out the name of the loved one, there’s no doubt that it would, never making a question of how impractical a waste of its last breath that would be.


Mi italiano suena un poco demasiado parecido al español. Tiene que haber giros que sean a la vez retóricos y escuetos, que digan lo mismo con otra estructura.

En inglés fluye mejor, creo, pero es todo más telegráfico, le falta empaque.

sábado, 9 de febrero de 2008

Entusiasmo

Soy una persona reticente y rumiadora en general, siempre dispuesta a encontrar defectos en las propuestas o contradicciones en los discursos. Desconfío de los movimientos del corazón, de las intuiciones, de las adhesiones previas y gratuitas. Habría que votar, me digo siempre, con el mayor de los desapegos posibles, con el mismo sentido práctico y los mismos criterios discriminatorios con que uno decide llamar a una empresa u otra para reformarse la casa. Y sin embargo…

¿No sería bueno por una vez en la vida (we hold these truths to be self-evident) dejarse llevar, abandonarse al entusiasmo (i have a dream), unirse a una corriente sin hacer muchas preguntas, con sólo la consciencia vaga pero irrefutable de que nada malo puede venir de un impulso tan limpio en origen?

(Para comprobar que el perfecto sentido del ritmo y el pathos irresistible estaban ya en el discurso original, pinchen aquí.)


Coda en forma de autocita:

La oratoria es mentirosa y manipuladora, pero es necesaria. Los grandes discursos dan forma a algo que está ahí, inconcreto y ubicuo, en los corazones de todos; lo materializan ante nuestros ojos y lo miramos sorprendidos de no haberlo visto antes, conscientes de que siempre ha estado. Sólo un gran discurso (manipulador si se quiere, tramposo, simplista) puede movilizar de modo continuo a los ciudadanos privilegiados e indolentes en que nos hemos convertido. Ya no, se me dirá. Ese papel lo juegan ahora las imágenes. Disiento: las imágenes son catárticas pero no duran. Nada me ha conmovido más, en la esfera pública, que ver a los policías arrancándose los infamantes pasamontañas la tarde que mataron a Miguel Ángel Blanco. Creo que hablo por muchos cuando digo que en esos momentos habría hecho lo que fuera, que ningún esfuerzo me habría parecido mucho para acabar con aquel estado intolerable de cosas. Pero no hubo un discurso después (hubo muchas palabras, pero tópicas y vacías o arteras y calculadas). La ola pasó y todo volvió a la asquerosa, intolerable normalidad, todos conocemos la historia.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Elegancia

Creo que la elegancia es en principio una virtud puramente física, que los animales son el modelo más que el eco metafórico. Ser elegante es moverse con destreza, gracia y seguridad; es elegante la economía de medios (la ausencia de florituras), la adaptación suave al entorno, la eficacia gestual, cierto ritmo interior que acompasa el actuar a la respiración, a los latidos del corazón, al fluir de la sangre.

Pero no somos (sólo) animales. Por un lado, lo que en ellos es natural y automático el ser humano tiene que negociarlo consigo mismo, con esa anomalía llamada consciencia. En el mundo natural no caben las vacilaciones, los sentimientos contradictorios, las inseguridades, los filtros entre pensamiento y acción que en cambio no puede evitar el ser humano. El elegante se ha de mover como si no pensara, como si cada gesto le naciera de dentro sin mediación. A esto se llega por varios caminos, no excluyentes: seguridad en uno mismo, inconsciencia, desparpajo... son cualidades que ayudan, y dependiendo de la que predomine se dará una manera u otra de elegancia.

Por otro, la civilización entraña convenciones: no todo gesto natural es deseable. La adaptación al medio, que en el camello que tanto deleitaba a Flaubert supone el perfecto apoyo del pie sobre un suelo irregular, en la sociedad humana consiste en funcionar dentro de una maraña de reglas de todo tipo. Ahora no basta con la naturalidad del accionar libre y fácil: se impone un férreo control sobre uno mismo. Añadimos pues a los requisitos una buena dosis de autodominio que permita embridar ese fluir natural y llevarlo por cauces aceptados.

(Es por eso, se me ocurre, que hay viejos elegantes. El animal se pliega sin resistencias a la decrepitud, pero el ser humano puede imponer ese control interno, esa voluntad de estilo cuando ya el cuerpo no da la fluidez de antaño. Y elegir qué cosas se permite hacer y cuáles no, por ejemplo).

Diremos entonces que elegante es, en una definición más específicamente humana, el que consigue interiorizar este control, automatizar las restricciones de manera que no encorseten el accionar: el resultado sería esa facilidad de segundo grado, elaborada, fruto del aprendizaje, civilizada en fin, para la que la danza (the nimble tread of the feet of Fred Astaire), el deporte (la imperial conducción de balón de Zinedine Zidane) o cualquier otro ejercicio codificado pueden servir de ejemplo.

Desde el momento en que hay convenciones, es indispensable por supuesto conocerlas exhaustivamente: sería el lado cultural o social de la elegancia. ¿Son únicos estos códigos? No, por cierto, y no me refiero sólo a exotismos lejanos como las mujeres de largo cuello anillado o pies diminutos: cada discoteca de barrio tiene sus reinas, dueñas de unas claves tan absolutas en su ámbito como las que manejaba Oriana de Guermantes en el suyo. Y es siempre un conocimiento práctico, aplicado, personal. Al elegante, se suele decir, le queda todo bien. Sí, pero porque no se pone jamás nada que le quede mal.

Decía Locke que la verdad es una, mientras que las formas del error son infinitas; nada más cierto en el tema que nos ocupa; dejando aparte los casos desesperados, que son legión, quedan aún los que fallan por poco: al que se excede en el control le llamamos estirado; al que se atiene a las reglas sin naturalidad, pomposo; al que se excede en el detalle, atildado; vanidoso al que deja ver autosatisfacción. La misma conciencia de ser elegante pone en peligro el delicado equilibrio: si se ignora, estaríamos ante una elegancia (que la hay) puramente instintiva, animal, indistinguible de la otra a la vista, aunque de mucho menos interés en lo personal; si se sabe, como se debe saber, no queda otra solución que no tenerlo nunca presente.

(Este texto, originalmente una respuesta menos elaborada en un foro, lo he ido llevando de casa en casa; debe ser que le tengo cariño)

martes, 5 de febrero de 2008

Shaw vs Chesterton

El prólogo de un libro puede ser una faena de aliño más o menos prescindible, pero hay autores que aciertan a meter en ellos un concentrado de sus ideas que casi nos excusa de seguir leyendo. En el caso de George Bernard Shaw sería seguramente su vocación de predicador la que le hacía embutir tanta y tan sustanciosa doctrina destinada al desprevenido lector de sus comedias. Algo queda, pensaría, como los curas que en las bodas largan un florido sermón entre bostezos y ojeadas al reloj.

Es posible, y a veces inevitable, leer cualquier renglón de Shaw como un dardo lanzado contra Chesterton, y viceversa. El enfrentamiento cordial y sin cuartel entre estas dos enormes cabezas (estos dos enormes cabezotas) es un episodio de la historia de las ideas que va ganando importancia con el tiempo, a medida que otras luminarias se desvanecen. Se les dé o no la razón en algo, creo que su polémica interminable y retroalimentada seguirá diciéndonos cosas importantes cuando ya nadie recuerde qué cosas eran el estructuralismo o la deconstrucción.

Leyendo ayer el prólogo a sus Plays pleasant me hacía yo esta pregunta: si GBSh tiene casi siempre razón y GKCh no la tiene casi nunca, ¿por qué es el Gordo el que nos roba el corazón una y otra vez? No se trata de talento literario, ahí los dos andan parejos y sobrados. Es más bien, creo, un problema de simpatía. Mientras el arrollador GKCh se hace querer sin remedio, GBSh es profunda, constante, irrevocablemente antipático. Cuando se carga de razón contra las guerras como conflictos entre plutócratas resueltos con sangre ajena, cuando desmonta los mitos sobre naciones y pueblos no encontramos nada que objetar, pero por alguna razón quedamos reticentes, por no decir que nos desagrada leerlo como desagrada escuchar a una tía regañona. Es necesario que les dé la palabra a sus personajes (taimados seductores, irresistibles rufianes, cínicos de buen corazón) para que esas admirables ideas se abran camino. Algo de esto debió notar cuando decidió, tan a contrapelo de sí mismo, hacerse autor teatral.

GKCh, por su lado, ve la Gran Guerra como un conflicto moral donde Alemania representaría todo el mal posible. Hay dos concepciones del mundo intrínsecamente ligadas a una y otra nación, sólo una puede quedar vencedora y en defensa de esta necesidad de la lucha llega a escribir cosas monstruosas, expresiones de ardor guerrero que si se miran con distancia dan auténtico pavor. Se entiende que en el frenesí patriótico del momento sus opiniones prevalecieran, pero ¿cómo es que soportan el largo recorrido, cómo no se vienen abajo ante el antibelicismo firme, serio y concienzudo (nada que ver con el pacifismo fofo de nuestros días) de GBSh?

En otro prólogo, el de Major Barbara, encuentro la que tal vez pueda ser la clave. En medio de la exposición de un programa sindical (vacaciones pagadas, seguro médico) que él considera utópico pero que ha llegado a convertirse en realidad, y cuando estamos llenándonos de admiración y agradecimiento por su labor pionera, deja caer de repente su solución para la delincuencia: al segundo robo, pena de muerte. Al fin y al cabo el criminal está advertido, y si reincide es que es irrecuperable. Impecablemente racional, radicalmente inhumano: esto es, creo, lo que nos repele íntimamente de sus exposiciones, la sensación de que le basta con que el silogismo funcione y no es capaz de ver las objeciones de otro orden que se le puedan hacer. Una vez demostrado que las patrias son una ficción, GBSh las disolvería inmediatamente si pudiera, prohibiría las banderas e himnos, impondría un carnet de identidad único y se llenaría de irritada perplejidad cuando la puesta en práctica de estas órdenes provocase un baño de sangre.

GKCh, apelando a instancias no racionales que él sí sabe que están ahí, consigue que miremos con simpatía a sus pandillas de londinenses enloquecidos matándose por unos estandartes recién inventados. Pero por gracia que nos haga verlo llevarse limpiamente el gato al agua el problema es que las patrias son de verdad una engañifa y cada gota de sangre derramada en su nombre un escándalo intolerable. ¿Será mucho pedir un moralista simpático y que lleve la razón?

domingo, 3 de febrero de 2008

Un mausoleo improbable

La pregunta es, claro, qué puede aportar la experiencia directa de un edificio que se ha convertido en icono, reproducido tantas veces que ni siquiera recordamos desde cuándo nos es familiar. Y la respuesta no menos obvia sería señalar la diferencia entre mirar una foto de Sofía Loren o encontrarse de veras frente a sus ojos imposibles. El problema es, por supuesto, transmitir por escrito algo de esa diferencia. No es, entendámonos, que vaya uno a renegar de su fe sin restricciones en la palabra escrita: se trata más bien de una duda razonable sobre las capacidades propias, con lo cual estaríamos apuntando a la misma línea de flotación de estas notas que aspiran precisamente a insertarse en algún escalón entre la estampa conocida pero inerte y la insustituible experiencia directa. En otros lugares menos transitados puede aún el viajero escudarse en maniobras explicativas, pero tarde o temprano hay que medirse a las pirámides de Giza, al Rockefeller Center o a este mausoleo improbable y perfecto.

Lo primero que descubre el viajero es que el edificio, de presencia imponente a kilómetros de distancia, desaparece cuando se llega a las inmediaciones. Una muralla jalonada de puertas monumentales lo resguarda y esconde a la vista recortando un recinto indiferente al exterior, jardín cerrado donde reina un orden ajeno al mundo. Soberbio y remoto, engastado en mármol y agua, el Taj Mahal se deja rodear de piezas menores (fabulosa por sí misma cada una de ellas) que lo sirven y le dan sentido como a la piedra mejor de un anillo. Pero eso lo aprenderá más tarde el viajero; antes será necesario someterse a las reglas de acercamiento que prescribe con refinada coquetería esta arquitectura rabiosamente escenográfica. Una puerta enorme, de madera maciza guarnecida en hierro se entreabre como en los cuentos, y tras ella aparece, sin tiempo para que uno se prepare, la imagen canónicamente enmarcada en un arco ojival, resplandeciente contra la negrura del vestíbulo. El viajero trata de atenerse al eje central para no menoscabar la perfección del cuadro, pero se encuentra con la masa de visitantes enfrascada en la misma maniobra, tal es el hechizo de la simetría ferviente que gobierna el lugar. Pacientemente aguarda en fila india el momento de salir a campo abierto y enfrentarse a la visión anticipada e irresistible, gastada y resplandeciente, única y mil veces repetida. ¿Añadirá una fotografía más a los cientos de millares que en cada casa acreditan el cumplimiento de la peregrinación? Ni por un momento se le ocurre no hacerlo.

Pocos edificios en el mundo se benefician tan sabiamente de la duplicación sobre espejos de agua: al viajero sólo le viene a la memoria la Alhambra de Granada, pero en el palacio nazarí los reflejos son juego intermitente, vibración fugaz, añagaza de los sentidos, mientras que aquí constituyen una presencia estructural y maciza. Fragmentado en visiones angulares o con su volumen compacto anclado en el eje, el mausoleo invertido contribuye al equilibrio del conjunto con tanto peso como su gemelo boca arriba. No sólo eso: los trazos de agua que circundan y cuartean el jardín desdoblan cada pieza subalterna, cúpula a cúpula y torre a torre hasta configurar un orden hermético y autosuficiente por el que la mirada discurre de modo casi circular. De haberse construido, como estaba previsto, un segundo mausoleo en mármol negro, la multiplicación de volúmenes en todos los sentidos habría tenido tal vez la trivial redundancia de un caleidoscopio.

De los dos grandes edificios de piedra roja que flanquean al mausoleo sólo uno es una mezquita. El otro, que no puede ofrecer la orientación correcta, no tiene otra misión que servir de contrapeso. Lo que puede parecer observancia fanática de la simetría no es más, sospecha el viajero, que una arraigada resistencia a traspasar ciertas barreras. Como las normas no escritas de comportamiento a que se adaptan sin esfuerzo ni consciencia de ello las damas de sociedad, las leyes de composición no son aquí más que un mínimo exigible: no se triunfa en los bailes sólo por tener modales, pero sin ellos no se llega a entrar. La fórmula persa, decantada y refinada en su viaje a la India, ofrece una y otra vez logros magníficos; si este conjunto se eleva por encima de ella para situarse en el escalón de lo irrepetible no es porque supere el canon llevándolo más allá, sino porque ejecuta los pasos de baile con gracia suprema. Una gracia que será difícil de reducir a palabras pero que –el viajero puede dar fe de ello- te atrapa sin resistencia posible.

Uno brujulea por el recinto en busca de un sesgo inédito, algún capricho de la luz, cualquier revelación inesperada. En vano: como ciertos rostros, el Taj Mahal no tiene ningún lado malo, permanece soberbiamente igual a sí mismo a cualquier distancia y bajo cualquier ángulo. Su juego es con el tiempo, y es un juego circular, recurrente, una variación sosegada sobre un número cerrado de temas. Los cambios de color que marcan las distintas horas vibran de dentro afuera del mármol como si fuera la piel de un ser vivo. Plateado en la media mañana, vira hasta un blanco luminoso cuando el sol está en lo alto y se va encendiendo tibiamente en rosa hasta casi desmaterializarse.

En la visión cercana el edificio enseña mil sutilezas de artesanía: mosaicos, caligrafías, moldurados exquisitos: un aparato ornamental desplegado con astucia infinita sobre el volumen para atrapar hasta el último matiz de luz y sombra. La riquísima textura de una envolvente que sin embargo resulta homogénea en cuanto nos alejamos un poco (y es esta contención, este dominio que embrida la decoración sin permitirle nunca que se imponga a la arquitectura uno de los rasgos de categoría que distinguen al mausoleo de sus antecedentes y sus copias) le proporciona al edificio esa vibración que le es propia, ese punto de ingravidez que por momentos lo aleja del reino de lo real.

Deambulando por la plataforma superior –el espacio interno del cenotafio se ha revelado insignificante- el viajero entra y sale por cada puerta de los dos edificios laterales sólo para comprobar que no hay vista que no esté exquisitamente controlada. Pero al rodear el mausoleo encontrará por fin la grieta, la anomalía por donde escapa el aire cautivo. Por detrás el recinto se asoma tras una valla escueta al río que discurre en un meandro lento y amplio. Sólo desde la corriente plácida del Yamuna se tiene acceso al monumento sin entrar en su reino encantado. No es de extrañar: este país siempre ha sido devoto de las jerarquías.

Vida y destino


Este extraordinario texto de Vasili Grossman me recordó, nada más leerlo, a Jesús, a algunas cosas que escribe Jesús de vez en cuando.

(Habrá que seguir hablando de Vida y Destino, claro)