martes, 19 de febrero de 2008

La carretera

Empecé a leer The road, de Cormac McCarthy, en un avión, continué en casa y pasé el día siguiente enfrascado hasta que lo acabé. Es un libro fascinante, desasosegador, que te coge por las pelotas y no te suelta, que te deja viviendo en su atmósfera cenicienta mucho tiempo después de haberlo cerrado (no sé si voy a poder volver a empujar un carrito de supermercado sin estremecerme). Es un libro fabulosamente escrito: los diálogos tienen un tempo perfecto; las descripciones del entorno físico (secas, con sólo las notas precisas) construyen de la nada un mundo para el que no tenemos referencias, las escenas de violencia son más creíbles que en cualquier otra novela que uno recuerde y la acción toda (un horror ininterrumpido) se desliza con una suerte de levedad mágica. Es un libro, además, importante, que nos interpela sobre cuestiones fundamentales, que traza elecciones morales a vida o muerte, que habla sin pudores postmodernos de buenos y malos (un libro, se me ocurre, que debería leerse en los colegios), pero que en ningún momento se deja caer del lado del sermón: una fábula moral sin un gramo de grasa discursiva.

Si no vacilo en recomendárselo con entusiasmo a todo el mundo ni encuentro nada malo que decir de él, ¿por qué una vocecita reticente en el fondo de mi cabeza sigue diciéndome que no es gran literatura? Me cuesta darle forma a esa intuición (o mejor, aislar ese prejuicio seguramente injusto). Corre por ahí una visión un poco simplista según la cual McCarthy representaría la frescura, la autenticidad, una cierta inocencia frente a los academicismos formalistas y autorreferentes que –se supone- están matando la literatura. La América de los pioneros que vendría a salvar a la vieja, podrida Europa devolviéndole sus valores perdidos. Encuentro que este enfoque confunde más que aclara, no me creo esas dos trincheras, me niego a dividir a los escritores entre los que cuentan historias y los masturbatorios; simplemente no funciona así.

Mis reservas tienen más que ver con ciertas ideas sobre el oficio de escritor que seguramente se hayan quedado antiguas. No sé cómo decirlo que suene bien: encuentro a Cormac McCarthy (me ocurre también con John Irving) demasiado profesional. Son, o me lo parecen, autores que realizan su trabajo dentro de una industria, sometidos a reglas internas, plazos, criterios de mercado. No hace falta que me argumenten, ya lo hago yo, que John Ford también y mira qué obra ha dejado. Aun así. Es una cuestión de técnica. Entendámonos, la técnica nunca sobra, no se puede ser demasiado hábil, líbrennos los dioses de los desmañados espontáneos libérrimos. Pero me refiero, si se acepta el paralelismo, al acabado industrial (pulido, exacto, con juntas impecables) frente al artesano.

El acto de narrar ha sido sometido en el siglo que dejamos atrás a un escrutinio tan minucioso como productivo (y no me refiero ahora al mundo universitario con sus cada vez más inanes y endogámicas investigaciones, sino a los fabricantes de historias, los guionistas en equipos de veinte con especialistas en cada apartado, los talleres de escritura creativa), hasta llegar a un punto en que la industria está en condiciones de producir en serie ficción eficaz, lista para consumir y en ocasiones de una calidad extraordinaria; el problema es que estos modos han acabado por contagiar, o así me lo parece a mí, a la literatura (¿a la de verdad, a la seria, a la auténtica?, en menudo jardín me estoy metiendo). La sensación de que muchas novelas contemporáneas responden (siendo mucho más) a los esquemas de fabricación que se encuentran en los manuales (todo eso de dividir la acción en actos, distribuir los climax, insertar un giro en el primer tercio, qué sé yo...). Esa tersura, esa fluidez, esa... filmabilidad ¿abaratan un libro?

No este de McCarthy, en cualquier caso. Ignoren todo este reconcomio mío y lean La carretera, si no lo han hecho aún. No se arrepentirán.


En esta entrada y sobre todo en los comentarios no comparten mis imprecisos escrúpulos sobre el libro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y fíjese que el oficio nunca sobra, supongo que ya se habrá preguntado qué tienen los guionistas del otro lado del charco, que les falta a los nuestros, empeñados como andan en hacer gritar a sus personajes, y seguimos sin escucharles. Claro que el oficio del oficio es hacer que no se note demasiado.Pero es que allí llegan los mejores y generalmente han pasado de las primeras letras.
Es curioso, respecto al siguiente post. Amenofis IV, el primer monoteísta, siempre ha sido uno de mis favoritos, mucho le agradezco el trabajo, no sólo me ha gustado enormemente, es que se lo copiaré para una clase, si me concede el permiso.

Ignacio dijo...

Copie, copie, que me encanta esa mini fama diluida.