Me he encontrado con que prácticamente todo lo que tenía que decir lo dije hace tiempo, a cuenta de otra pobre chica.
miércoles, 11 de febrero de 2009
lunes, 9 de febrero de 2009
Publicando
Recordarán los más antiguos del lugar mi alborozo cuando obtuve el compromiso formal del Colegio de Arquitectos para publicar un libro de viajes. La cosa se complicó primero en la fase de diseño gráfico; por decirlo educadamente, no se le dio mucha prioridad al tema. Ante esa dilación, decidí ponerme manos a la obra y maquetar yo mismo el libro con Blurb. Al final he quedado razonablemente contento: el texto y las fotos interaccionan de una forma que seguramente no habría conseguido un diseñador ajeno, por más experto que fuera.
Pero en el tiempo transcurrido nos ha pasado por encima la crisis, y la disponibilidad financiera del Colegio no es la misma. El proyecto puede no salir o retrasarse sine die (estamos en negociaciones), de modo que por si acaso voy a acogerme a la posibilidad de autopublicación que ofrece la página. Con ustedes, el primer tomo de los Cuadernos del paseante invisible, dedicado a la India.
En el enlace adjunto se permite visualizar sólo las primeras páginas. En cuanto a la calidad de impresión y acabados, tengo un ejemplar en mi poder y es óptima. He elegido un formato pequeño y manejable; no es un libro de sobremesa, aunque el nivel de definición de las fotografías daba para ello. No sólo es que se habría disparado de precio, sino que he preferido darle más importancia a mi parte escribidora que a la que hace fotos.
En fin (no sirvo para venderme, me da un poco de vergüenza). Por cuarenta euretes más gastos de envío (menos, si eligen tapa blanda) tienen ustedes 240 páginas de elegante prosa y bonitas instantáneas.
Me pongo con la segunda entrega, una vez decida sobre qué viaje hacerla.
domingo, 8 de febrero de 2009
Sigo con Ferlosio
Comenta el maestro la ira añadida que provocaba en los norteamericanos, días después del atentado contra las torres, ver en un video que se divulgó a Bin-Laden celebrando entre risas el éxito de la empresa.
(...) tal actitud les parecía más perversa que los hechos mismos, como si no se les alcanzase que cualquier persona que se ha propuesto un fin, por muy malvado que sea, no dejará de sentirse satisfecho ante el exito logrado. Pues, ¿cómo se figuraban que se había recibido en el Pentágono y en la Casa Blanca la noticia del éxito de Hiroshima?
Pues quiero yo pensar que de muy distinta manera: con rostros circunspectos, con sombría conformidad y con la máquina de las racionalizaciones funcionando a toda marcha para contener el empuje, que quiero imaginar formidable, del arrepentimiento.
No pretendo ni mucho menos justificar a esos hombres: la patente gratuidad de la salvajada, puesta aún más en espantosa evidencia por su repetición, está más allá de cualquier perdón. Pero sigo pensando que hay una diferencia entre quien -por razones tan monstruosamente equivocadas como queramos- decide hacer el mal a sabiendas de que lo es, y quien tiene ese mal por bien supremo y es capaz de regocijarse en su cumplimiento.
No pretendo ni mucho menos justificar a esos hombres: la patente gratuidad de la salvajada, puesta aún más en espantosa evidencia por su repetición, está más allá de cualquier perdón. Pero sigo pensando que hay una diferencia entre quien -por razones tan monstruosamente equivocadas como queramos- decide hacer el mal a sabiendas de que lo es, y quien tiene ese mal por bien supremo y es capaz de regocijarse en su cumplimiento.
miércoles, 4 de febrero de 2009
Un buen fin de semana, II
Sábado, Baden Baden
Una comilona
De Thielemann y sus bávaros uno cuenta y no acaba: nunca había escuchado a un foso de cien tíos sonar así, con esa precisión y esa finura. Mozartiano, hemos leído por ahí que llaman a su Strauss y no me parece afortunado, pero algo hay de suavidad y fluidez, de voluntad de integrar los contrastes que explica el adjetivo. La potencia no es menos evidente aunque se presente refrenada, la exploración de los detalles resulta exhaustiva (y no sólo en los que acompañan las voces: en la obertura del tercer acto sonaron cosas que uno no recordaba estuvieran ahí) y cuando el lirismo tiene que disparatarse ahí están los violines alemanes en unísona espiral.
Mira que no quería hacer una crónica larga, pero la inercia tira de uno. Bien, añadimos que la puesta en escena fue una bobada de espejos, ni interesante ni dañina y ya podemos coger el avión de vuelta.
Aterrizado en Baden Baden en ayunas y sin tiempo para discriminar, el viajero se encontró delante de un inconmensurable Schweinehaxe mit Sauerkraut escoltado por medio litro (no se despacha menos) de Weizenbier. La cocina alemana no es precisamente refinada, y una dieta de este tipo supone elegir entre la muerte por colesterol o de aburrimiento, pero una vez al año y en determinadas condiciones resulta un regalo del cielo.
Tomar las aguas
Por desgracia no había tiempo para volver al fabuloso Friedrichsbad, que no se molesta en tratamientos de menos de tres horas, así que hubo que conformarse con su hermano plebeyo y contemporáneo, las pomposamente llamadas Caracalla Thermen. Y a pesar de sus reticencias el viajero ha de admitir que disfrutó como un enano. Quedan como momentos estelares de la sesión la cascada de agua caliente que te masajea la espalda con la fuerza de tres valkirias rubicundas y la sauna de leña a la que se llega, muriendo placenteramente de frío, en pelota picada por un sendero todo lo salvaje que permite la instalación.
Obra maestra
El motor del viaje en realidad era el Caballero de la Rosa del Festival de Invierno, con un conjunto de intérpretes que a uno le parece insuperable hoy día. La valoración que uno hace de estas cosas siempre será, aparte de subjetiva, conforme a la escala de sus propias experiencias. En ese marco no tiene este cronista inconveniente en calificar la representación de histórica, del mismo modo que entiende y admira la visión mucho más exigente de este veteranísimo crítico: si has visto a Schwarzkopf o Jurinac en estos papeles, si tienes el recuerdo de Kleiber en vivo difícilmente te vas a dejar arrastrar por el entusiasmo que a uno, siendo éste su segundo Rosenkavalier, le debe casi obligatoriamente embargar.
Y eos que Fleming nos asustó de veras con un comienzo dubitativo, la voz no del todo colocada. Por fortuna tardó en hacerse con las riendas del papel lo que la Mariscala en sacudirse la modorra tras su noche de amor. El monólogo que interpretó junto con un Thielemann soberbio, exquisitamente atento a los mil subrayados de la partitura y a no ahogar con la masa orquestal el sonido no muy potente de la cantante, quedará mucho tiempo en la memoria de este aficionado. Su Marie-Therese está construida con rasgos más propios de un cierto tipo de gran dama de Hollywood (una Norma Shearer, una Carole Lombard) que de la antigua nobleza de sangre europea: al cronista no le molesta en lo más mínimo, una dama es una dama.
Si sumamos a lo estrictamente vocal la presencia y actitud no se le ocurre a uno mejor Octavian que Sophie Koch, por juvenil, por encantadora y por el canto largo, generoso y expansivo. El catarro que anunció sólo se hizo sentir, curiosamente, en las frases que le tocaban en el disfraz de criadita. Mientras fue un muchacho enamorado llenó la sala de felicidad y plenitud. Diana Damrau no es una princesita: por utilizar el patrón del barón Ochs no tiene finas las muñecas, y eso en principio puede beneficiarla o no en el papel. Era ya la mejor Zerbinetta posible gracias a su insolente superioridad en la zona aguda y a la coquetería frescachona que despliega sin esfuerzo, y con esos mismos mimbres trabaja; pero para ser Sophie necesitaba además ahilar el canto y darle esa vibración sentimental del amor primero. A fe que lo consiguió en grado superlativo: el dúo del segundo acto sonó fuera del mundo: más que vibrar en la esfera impenetrable que se construyen los enamorados era el canto esa misma esfera. Si compran (y deben) el video que saldrá, no dejen de observar un bulto de chaqueta gris en la quinta fila a la izquierda que agita los hombros compulsivamente (los pucheros los habrá borrado el ingeniero de sonido).
A Franz Hawlatha le haríamos excepción de las limitaciones vocales en gracia a su estupenda construcción del personaje, a la riqueza de detalles expresivos y la sabiduría escénica desplegada si fuese un viejo zorro de los teatros que canturrease su Ochs con más arte que nadie: a su edad, sin embargo, no debemos ahorrarle el reproche (más cuando el bajo del septuagenario Grundheber se lo comía a ratos). No fueron sin embargo sus carencias de esas que arruinan una representación (nada de apretar los dientes y rogar que pase): uno ni siquiera echa en falta un canto más ligado y musical, simplemente apunta que podía haberlo habido.
Tomar las aguas
Por desgracia no había tiempo para volver al fabuloso Friedrichsbad, que no se molesta en tratamientos de menos de tres horas, así que hubo que conformarse con su hermano plebeyo y contemporáneo, las pomposamente llamadas Caracalla Thermen. Y a pesar de sus reticencias el viajero ha de admitir que disfrutó como un enano. Quedan como momentos estelares de la sesión la cascada de agua caliente que te masajea la espalda con la fuerza de tres valkirias rubicundas y la sauna de leña a la que se llega, muriendo placenteramente de frío, en pelota picada por un sendero todo lo salvaje que permite la instalación.
Obra maestra
El motor del viaje en realidad era el Caballero de la Rosa del Festival de Invierno, con un conjunto de intérpretes que a uno le parece insuperable hoy día. La valoración que uno hace de estas cosas siempre será, aparte de subjetiva, conforme a la escala de sus propias experiencias. En ese marco no tiene este cronista inconveniente en calificar la representación de histórica, del mismo modo que entiende y admira la visión mucho más exigente de este veteranísimo crítico: si has visto a Schwarzkopf o Jurinac en estos papeles, si tienes el recuerdo de Kleiber en vivo difícilmente te vas a dejar arrastrar por el entusiasmo que a uno, siendo éste su segundo Rosenkavalier, le debe casi obligatoriamente embargar.
Y eos que Fleming nos asustó de veras con un comienzo dubitativo, la voz no del todo colocada. Por fortuna tardó en hacerse con las riendas del papel lo que la Mariscala en sacudirse la modorra tras su noche de amor. El monólogo que interpretó junto con un Thielemann soberbio, exquisitamente atento a los mil subrayados de la partitura y a no ahogar con la masa orquestal el sonido no muy potente de la cantante, quedará mucho tiempo en la memoria de este aficionado. Su Marie-Therese está construida con rasgos más propios de un cierto tipo de gran dama de Hollywood (una Norma Shearer, una Carole Lombard) que de la antigua nobleza de sangre europea: al cronista no le molesta en lo más mínimo, una dama es una dama.
Si sumamos a lo estrictamente vocal la presencia y actitud no se le ocurre a uno mejor Octavian que Sophie Koch, por juvenil, por encantadora y por el canto largo, generoso y expansivo. El catarro que anunció sólo se hizo sentir, curiosamente, en las frases que le tocaban en el disfraz de criadita. Mientras fue un muchacho enamorado llenó la sala de felicidad y plenitud. Diana Damrau no es una princesita: por utilizar el patrón del barón Ochs no tiene finas las muñecas, y eso en principio puede beneficiarla o no en el papel. Era ya la mejor Zerbinetta posible gracias a su insolente superioridad en la zona aguda y a la coquetería frescachona que despliega sin esfuerzo, y con esos mismos mimbres trabaja; pero para ser Sophie necesitaba además ahilar el canto y darle esa vibración sentimental del amor primero. A fe que lo consiguió en grado superlativo: el dúo del segundo acto sonó fuera del mundo: más que vibrar en la esfera impenetrable que se construyen los enamorados era el canto esa misma esfera. Si compran (y deben) el video que saldrá, no dejen de observar un bulto de chaqueta gris en la quinta fila a la izquierda que agita los hombros compulsivamente (los pucheros los habrá borrado el ingeniero de sonido).
A Franz Hawlatha le haríamos excepción de las limitaciones vocales en gracia a su estupenda construcción del personaje, a la riqueza de detalles expresivos y la sabiduría escénica desplegada si fuese un viejo zorro de los teatros que canturrease su Ochs con más arte que nadie: a su edad, sin embargo, no debemos ahorrarle el reproche (más cuando el bajo del septuagenario Grundheber se lo comía a ratos). No fueron sin embargo sus carencias de esas que arruinan una representación (nada de apretar los dientes y rogar que pase): uno ni siquiera echa en falta un canto más ligado y musical, simplemente apunta que podía haberlo habido.
Jonas Kaufmann apareció en el cartel a falta de un mes como guinda inesperada, casi un gesto de nuevo rico del Festival (¿un tenor invitado? ...toma). No será uno el que se queje: una gozada de aria italiana la que se marcó, sin duda alguna. ¿Confesará este cronista su puntita de envidia ante el que es sin duda su debut soñado?
De Thielemann y sus bávaros uno cuenta y no acaba: nunca había escuchado a un foso de cien tíos sonar así, con esa precisión y esa finura. Mozartiano, hemos leído por ahí que llaman a su Strauss y no me parece afortunado, pero algo hay de suavidad y fluidez, de voluntad de integrar los contrastes que explica el adjetivo. La potencia no es menos evidente aunque se presente refrenada, la exploración de los detalles resulta exhaustiva (y no sólo en los que acompañan las voces: en la obertura del tercer acto sonaron cosas que uno no recordaba estuvieran ahí) y cuando el lirismo tiene que disparatarse ahí están los violines alemanes en unísona espiral.
Mira que no quería hacer una crónica larga, pero la inercia tira de uno. Bien, añadimos que la puesta en escena fue una bobada de espejos, ni interesante ni dañina y ya podemos coger el avión de vuelta.
martes, 3 de febrero de 2009
Un buen fin de semana, I
Viernes, Londres
Un descubrimiento
El barrio de St. James estaba tan ahí, tan en medio que nunca se le había ocurrido a uno pasearlo. Está lleno de pequeños acontecimientos londinenses, entre ellos una estupenda placita, Mason’s Yard, donde una sólida biblioteca recientemente renovada enfrenta su fachada de ladrillo con magníficas ventanas al ever-so-fashionable White Cube II, extrañamente exento en una ciudad de medianeras.
Compras
El barrio de St. James estaba tan ahí, tan en medio que nunca se le había ocurrido a uno pasearlo. Está lleno de pequeños acontecimientos londinenses, entre ellos una estupenda placita, Mason’s Yard, donde una sólida biblioteca recientemente renovada enfrenta su fachada de ladrillo con magníficas ventanas al ever-so-fashionable White Cube II, extrañamente exento en una ciudad de medianeras.
Compras
En Lock & Co, (by appointment to H.R.H. the Prince of Wales hatters) los sombreros saldrán un poco caros, pero la conversación de los dependientes no tiene precio. El viajero salió de allí con un Trilby azul marino que milagrosamente se enrolla para llevarlo de viaje en su caja cilíndrica y recupera la forma con dos toques, y que hubo de ser concienzudamente cepillado en la trastienda antes de considerarlo digno de entregar a un cliente.
Nada más entrar en Duchamp se observa el salto (a peor, seguramente) entre el viejo comercio británico y las nuevas formas del lujo. En un local de escasos veinte metros cuadrados la estiradísima encargada se lo queda mirando a uno sin dirigirle la palabra, considerando con aire abstraído la improbabilidad de una venta. El producto es, todo hay que decirlo, fabuloso y feliz en su delirio colorista. El viajero quería una corbata extravagante pero irreprochable para la boda de su hermano, y encontró exactamente lo que buscaba.
Los escaparates de Cecil Court son inagotablemente interesantes de ver, pero resultan un poco intimidantes para el que no sea bibliófilo. Sin embargo cada tienda tiene un sotanillo al que se baja por una escalera casi vertical de madera y donde están los libros de ocasión. Allí sí que se encuentra en su elemento el viajero, husmeando entre el olor a humedad y papel viejo. Dos joyitas se lleva por ocho libras: una obra de teatro de J.M. Barrie (al que estaba queriendo leer desde la pertubadora y espléndida Kensington Gardens, y que al primer vistazo arroja la evidencia de que este hombre sí que sabía cómo hablan de verdad los niños) y un libro inclasificable de Edith Sitwell dedicado a los insomnes, recopilación de lecturas apacibles (o que ella consideraba tales) para conciliar el sueño.
Una visita debida
Esta vez se animó el viajero a asomarse a la National Portrait Gallery, vieja deuda siempre diferida en favor de exposiciones más apremiantes. Si se lo toma uno en serio, leyéndose todas las semblanzas de los retratados, es un museo agotador además de una fuente inagotable de delicias para el anglófilo. Con la Restauración el viajero se dio por saturado y enfiló hacia el fantástico bar de la última planta; habrá que seguir otro día.
Planes
Camino a Covent Garden el viajero recoge folletos de un par de teatros. En el Haymarket Ian Mckellen y Patrick Stewart van a hacer Esperando a Godot a partir de mayo, mientras que el Wyndham's Theatre programa sucesivamente Twelveth night con Derek Jacobi, Madame de Sade, de Mishima, con Judi Dench, y un Hamlet con Jude Law. Habrá que volver en primavera.
Un operón
Die Tote Stadt es un pedazo de obra que ha pagado su tributo a los caprichos de la moda y vuelve con fuerza al repertorio para quedarse. Puccini meets Freud habría titulado la prensa si se estrenase hoy, y no podríamos acusarlos de simplificar demasiado. Esta crítica pone el dedo en una indudable llaga pero marra el veredicto: es cierto que Korngold lleva todo el tiempo las venas del cuello hinchadas hasta el paroxismo: tenía 22 años y quería hacerlo todo de una vez: pero ¿no es esa exageración lo que amamos de la ópera? An overdose of gorgeousness, dice el tío, y a uno le entran ganas de responder So what?
Lástima del tenor escasito de medios, que impide hablar de una función redonda. Los artificios escénicos para separar/fundir sueño y realidad resultaron ingeniosos y eficaces a pesar de algún capricho (la cantante calva, ¿por qué?), el torrente orquestal fluyó irresistible, con remansos de canto sonámbulo de rara belleza y Gerald Finley se robó limpiamente la función con su canción de Pierrot.
miércoles, 28 de enero de 2009
Nihil novum
François René de Chateaubriand, circa 1830:
En general se llega a los asuntos públicos por lo que tiene de mediocre y se permanece en ellos por lo que se tiene de superior. Esta combinación de elementos antagónicos es algo muy raro, y es por eso por lo que hay tan pocos hombres de Estado.
martes, 20 de enero de 2009
El arte de bautizar (II)
A voleo y sin ninguna voluntad de exhaustividad daremos una vuelta por otras lenguas, usando como único criterio que los nombres nos hayan quedado en la memoria, en la esperanza aproximada de que eso sea síntoma de algo.
El respeto a la jerarquía obliga a empezar por Shakespeare, que, triste es decirlo, bautizaba con desgana y sin rigor: algunas excepciones de hermosa y oscura resonancia (Banquo, Caliban) no compensan la tópica mescolanza de nombres latinos y griegos, ni la bufonería elemental de sus apelativos villanos. Claro que no lo hacían mejor nuestros dramaturgos de la época con sus Fabios y Tellos. Si se piensa bien, en el teatro los personajes no se nombran apenas en voz alta. Bernard Shaw tenía un don para los nombres (Eliza Doolittle, Attie Utterword) a pesar de cierta tendencia muy inglesa a darles significado, como le ocurre también a Martin Amis: su triángulo Nicola Six- Keith Talent- Guy Clinch se mantiene magníficamente al borde del exceso de literalidad. Trono aparte merece el gran Oscar, aunque sólo fuera por el prodigioso hallazgo de Miss Prism o por la exactitud con que bautizó a ese último, tristísimo personaje suyo, Sebastièn Melmoth.
La literatura de Irlanda tiene a los nombres propios en la raíz, se alimenta de ellos y del jugo que desprenden: Conan, Brendan, Declan... Halloran, Moran, Behan; Lonigan, Donnegan, Monahan; y O’Hara, O’Meara (the green hills of Tara); Meagher, Gallagher, Maher; Sean, Finn, Liam; Connolly, Reilly, Donnelly... la sonoridad bellísima de las viejas baladas cabalga a lomos de esa nomenclatura endogámica y unifica en un aire de familia todo lo que va desde el idilio verde de Yeats hasta el costumbrismo urbano de Roddy Doyle.
Nadie negará que es un placer desenredar perezosamente la madeja de nombres, sobrenombres y patronímicos de las novelas rusas, aunque no nos atrevamos a distinguir, de entre tanto Sergeievich, Ostapova o Kurchakov, los que están bien puestos de los que no. Como tampoco me atrevería a decir si son nombres atinados y definitorios los de Julien Sorel, Lucien de Rubempré o el Vizconde de Valmont, tal es la sordera que padezco con respecto a la lengua francesa y sus matices.
En Italia el oído se va al Sur, a los novelones sicilianos, al arribismo trapacero del que no puede escapar un tipo llamado Calogero Sedera o la avaricia desdeñosa que destilan, aun sin ponerle el título, las sílabas del nombre de Don Blasco Uzeda. Y de los de ahora llama la atención el iridiscente Baricco, que practica el sistema de tomar un apellido existente y cambiarle unas letras (Poreda el boxeador, el sabio Bartleboom o Poomerang el amigo invisible). Unas veces funciona y otras no, como todos los trucos.
Nombres absurdos pero perfectos como Rollo Martins o Holly Golightly que fueron impiadosamente sustituidos en la pantalla por versiones más pedestres; nombres de extraña resonancia mítica como Queequeg y Tashtego, o de exquisita reverberación (Ada, your ardors and your arbors); nombres de colores, como los de la cuadrilla de Reservoir Dogs; de días de la semana como en el delirio conspiratorio de Chesterton...
Pero el personaje definitivo, el sujeto de lo más parecido que tenemos a unas Sagradas Escrituras no podía llevar por nombre más que una inicial opaca: el agrimensor y el acusado viven en nuestro inconsciente bajo el signo ominoso de la letra K.
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