miércoles, 18 de marzo de 2009
Vanitas vanitatis
miércoles, 11 de marzo de 2009
Sobre la no-escritura
Es una mezcla de pereza, irresolución y autoexigencia, una inacción no planeada ni deseada pero de la que uno se siente secretamente orgulloso. Desdén -pero nunca desprecio, si se admite el distingo- por el trabajo de carpintería, querencia –a la fuerza ahorcan- por las piezas cortas vagamente relacionadas entre sí, las series discontinuas, los comienzos abandonados. Y siempre una voluntad de ocultación, un pudor concienzudo, un terror desproporcionado a todo lo que suene a retórica; la invisibilidad como aspiración última.
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea,
Recopilo todo esto porque el otro día me golpeó por sorpresa el inconfundible aire de familia en un viejo conocido. Juan Avellana es uno de los pocos escritores de verdad que uno conoce en esto de los blogs. Poco a poco, a paso lento pero sabiendo muy bien lo que hace, va construyendo una obra traslúcida, compacta y leve como una de esas celosías maravillosas de los mogules.
Lo que de familiar me he encontrado en él de repente no es sólo la reivindicación de una cierta forma de silencio, de inacción, de renuncia al sentido, sino sobre todo la manera reticente, pudorosa, espiral de afirmarse en ella. Porque bien pudiera ser que se tratara de otra cosa, porque no vayan a creer ustedes que es todo precisamente así como digo, porque hay trampas a uno y otro lado y raro será que no estemos metidos de lleno en alguna.
Si no fuese un retorcimiento vanidoso para hacer de la necesidad virtud, incluso así, parece un empeño dudosísimo. Hay que esquivar el ascetismo, que es una forma de sentido; la contemplación, el zen, el recogimiento, la estupidez, el arte povera, el pop o la ironía, por enumerar algunos peligros de confusión por vecindad. Para evitarlos es precisa una firme perseverancia en el estilo, y así no es posible fabricar un vacío limpio de dobleces románticas. Porque eso no es el viento que pasa entre las hierbas de un descampado, sino el vacío de una instalación minimalista en un museo, digamos: una ausencia notoria, un hueco lleno de sentido que discursea sobre la terca voluntad de estilo que, a fin de cuentas, lo ha engendrado.
Y ese afán de borrarse que no es menos sincero por chocar de frente con el hecho de escribir en público, cómo no iba a devolverme un eco propio si cuando he logrado escribir algo más seguido ha sido dándole voz a un paseante invisible.
A mis tres o cuatro lectores les sobra sagacidad para advertir que no hay nada de modestia en todo esto, pero por si pasara por aquí algún despistado señalo lo evidente: un verdadero no-escritor se cambiaría sin dudarlo por Balzac, pero por casi nadie más. Porque en el fondo sabe que:
...dando un paso a derecha y otro a izquierda, de tanto enderezarse, de tanto fingir, a veces uno se encuentra sinceramente siendo.
miércoles, 11 de febrero de 2009
Eluana
lunes, 9 de febrero de 2009
Publicando
domingo, 8 de febrero de 2009
Sigo con Ferlosio
(...) tal actitud les parecía más perversa que los hechos mismos, como si no se les alcanzase que cualquier persona que se ha propuesto un fin, por muy malvado que sea, no dejará de sentirse satisfecho ante el exito logrado. Pues, ¿cómo se figuraban que se había recibido en el Pentágono y en la Casa Blanca la noticia del éxito de Hiroshima?
No pretendo ni mucho menos justificar a esos hombres: la patente gratuidad de la salvajada, puesta aún más en espantosa evidencia por su repetición, está más allá de cualquier perdón. Pero sigo pensando que hay una diferencia entre quien -por razones tan monstruosamente equivocadas como queramos- decide hacer el mal a sabiendas de que lo es, y quien tiene ese mal por bien supremo y es capaz de regocijarse en su cumplimiento.
miércoles, 4 de febrero de 2009
Un buen fin de semana, II
Tomar las aguas
Por desgracia no había tiempo para volver al fabuloso Friedrichsbad, que no se molesta en tratamientos de menos de tres horas, así que hubo que conformarse con su hermano plebeyo y contemporáneo, las pomposamente llamadas Caracalla Thermen. Y a pesar de sus reticencias el viajero ha de admitir que disfrutó como un enano. Quedan como momentos estelares de la sesión la cascada de agua caliente que te masajea la espalda con la fuerza de tres valkirias rubicundas y la sauna de leña a la que se llega, muriendo placenteramente de frío, en pelota picada por un sendero todo lo salvaje que permite la instalación.
Obra maestra
El motor del viaje en realidad era el Caballero de la Rosa del Festival de Invierno, con un conjunto de intérpretes que a uno le parece insuperable hoy día. La valoración que uno hace de estas cosas siempre será, aparte de subjetiva, conforme a la escala de sus propias experiencias. En ese marco no tiene este cronista inconveniente en calificar la representación de histórica, del mismo modo que entiende y admira la visión mucho más exigente de este veteranísimo crítico: si has visto a Schwarzkopf o Jurinac en estos papeles, si tienes el recuerdo de Kleiber en vivo difícilmente te vas a dejar arrastrar por el entusiasmo que a uno, siendo éste su segundo Rosenkavalier, le debe casi obligatoriamente embargar.
Y eos que Fleming nos asustó de veras con un comienzo dubitativo, la voz no del todo colocada. Por fortuna tardó en hacerse con las riendas del papel lo que la Mariscala en sacudirse la modorra tras su noche de amor. El monólogo que interpretó junto con un Thielemann soberbio, exquisitamente atento a los mil subrayados de la partitura y a no ahogar con la masa orquestal el sonido no muy potente de la cantante, quedará mucho tiempo en la memoria de este aficionado. Su Marie-Therese está construida con rasgos más propios de un cierto tipo de gran dama de Hollywood (una Norma Shearer, una Carole Lombard) que de la antigua nobleza de sangre europea: al cronista no le molesta en lo más mínimo, una dama es una dama.
Si sumamos a lo estrictamente vocal la presencia y actitud no se le ocurre a uno mejor Octavian que Sophie Koch, por juvenil, por encantadora y por el canto largo, generoso y expansivo. El catarro que anunció sólo se hizo sentir, curiosamente, en las frases que le tocaban en el disfraz de criadita. Mientras fue un muchacho enamorado llenó la sala de felicidad y plenitud. Diana Damrau no es una princesita: por utilizar el patrón del barón Ochs no tiene finas las muñecas, y eso en principio puede beneficiarla o no en el papel. Era ya la mejor Zerbinetta posible gracias a su insolente superioridad en la zona aguda y a la coquetería frescachona que despliega sin esfuerzo, y con esos mismos mimbres trabaja; pero para ser Sophie necesitaba además ahilar el canto y darle esa vibración sentimental del amor primero. A fe que lo consiguió en grado superlativo: el dúo del segundo acto sonó fuera del mundo: más que vibrar en la esfera impenetrable que se construyen los enamorados era el canto esa misma esfera. Si compran (y deben) el video que saldrá, no dejen de observar un bulto de chaqueta gris en la quinta fila a la izquierda que agita los hombros compulsivamente (los pucheros los habrá borrado el ingeniero de sonido).
A Franz Hawlatha le haríamos excepción de las limitaciones vocales en gracia a su estupenda construcción del personaje, a la riqueza de detalles expresivos y la sabiduría escénica desplegada si fuese un viejo zorro de los teatros que canturrease su Ochs con más arte que nadie: a su edad, sin embargo, no debemos ahorrarle el reproche (más cuando el bajo del septuagenario Grundheber se lo comía a ratos). No fueron sin embargo sus carencias de esas que arruinan una representación (nada de apretar los dientes y rogar que pase): uno ni siquiera echa en falta un canto más ligado y musical, simplemente apunta que podía haberlo habido.
De Thielemann y sus bávaros uno cuenta y no acaba: nunca había escuchado a un foso de cien tíos sonar así, con esa precisión y esa finura. Mozartiano, hemos leído por ahí que llaman a su Strauss y no me parece afortunado, pero algo hay de suavidad y fluidez, de voluntad de integrar los contrastes que explica el adjetivo. La potencia no es menos evidente aunque se presente refrenada, la exploración de los detalles resulta exhaustiva (y no sólo en los que acompañan las voces: en la obertura del tercer acto sonaron cosas que uno no recordaba estuvieran ahí) y cuando el lirismo tiene que disparatarse ahí están los violines alemanes en unísona espiral.
Mira que no quería hacer una crónica larga, pero la inercia tira de uno. Bien, añadimos que la puesta en escena fue una bobada de espejos, ni interesante ni dañina y ya podemos coger el avión de vuelta.
martes, 3 de febrero de 2009
Un buen fin de semana, I
El barrio de St. James estaba tan ahí, tan en medio que nunca se le había ocurrido a uno pasearlo. Está lleno de pequeños acontecimientos londinenses, entre ellos una estupenda placita, Mason’s Yard, donde una sólida biblioteca recientemente renovada enfrenta su fachada de ladrillo con magníficas ventanas al ever-so-fashionable White Cube II, extrañamente exento en una ciudad de medianeras.
Compras
En Lock & Co, (by appointment to H.R.H. the Prince of Wales hatters) los sombreros saldrán un poco caros, pero la conversación de los dependientes no tiene precio. El viajero salió de allí con un Trilby azul marino que milagrosamente se enrolla para llevarlo de viaje en su caja cilíndrica y recupera la forma con dos toques, y que hubo de ser concienzudamente cepillado en la trastienda antes de considerarlo digno de entregar a un cliente.
Nada más entrar en Duchamp se observa el salto (a peor, seguramente) entre el viejo comercio británico y las nuevas formas del lujo. En un local de escasos veinte metros cuadrados la estiradísima encargada se lo queda mirando a uno sin dirigirle la palabra, considerando con aire abstraído la improbabilidad de una venta. El producto es, todo hay que decirlo, fabuloso y feliz en su delirio colorista. El viajero quería una corbata extravagante pero irreprochable para la boda de su hermano, y encontró exactamente lo que buscaba.
Los escaparates de Cecil Court son inagotablemente interesantes de ver, pero resultan un poco intimidantes para el que no sea bibliófilo. Sin embargo cada tienda tiene un sotanillo al que se baja por una escalera casi vertical de madera y donde están los libros de ocasión. Allí sí que se encuentra en su elemento el viajero, husmeando entre el olor a humedad y papel viejo. Dos joyitas se lleva por ocho libras: una obra de teatro de J.M. Barrie (al que estaba queriendo leer desde la pertubadora y espléndida Kensington Gardens, y que al primer vistazo arroja la evidencia de que este hombre sí que sabía cómo hablan de verdad los niños) y un libro inclasificable de Edith Sitwell dedicado a los insomnes, recopilación de lecturas apacibles (o que ella consideraba tales) para conciliar el sueño.
Una visita debida
Esta vez se animó el viajero a asomarse a la National Portrait Gallery, vieja deuda siempre diferida en favor de exposiciones más apremiantes. Si se lo toma uno en serio, leyéndose todas las semblanzas de los retratados, es un museo agotador además de una fuente inagotable de delicias para el anglófilo. Con la Restauración el viajero se dio por saturado y enfiló hacia el fantástico bar de la última planta; habrá que seguir otro día.
Planes
Camino a Covent Garden el viajero recoge folletos de un par de teatros. En el Haymarket Ian Mckellen y Patrick Stewart van a hacer Esperando a Godot a partir de mayo, mientras que el Wyndham's Theatre programa sucesivamente Twelveth night con Derek Jacobi, Madame de Sade, de Mishima, con Judi Dench, y un Hamlet con Jude Law. Habrá que volver en primavera.
Un operón
Die Tote Stadt es un pedazo de obra que ha pagado su tributo a los caprichos de la moda y vuelve con fuerza al repertorio para quedarse. Puccini meets Freud habría titulado la prensa si se estrenase hoy, y no podríamos acusarlos de simplificar demasiado. Esta crítica pone el dedo en una indudable llaga pero marra el veredicto: es cierto que Korngold lleva todo el tiempo las venas del cuello hinchadas hasta el paroxismo: tenía 22 años y quería hacerlo todo de una vez: pero ¿no es esa exageración lo que amamos de la ópera? An overdose of gorgeousness, dice el tío, y a uno le entran ganas de responder So what?
Lástima del tenor escasito de medios, que impide hablar de una función redonda. Los artificios escénicos para separar/fundir sueño y realidad resultaron ingeniosos y eficaces a pesar de algún capricho (la cantante calva, ¿por qué?), el torrente orquestal fluyó irresistible, con remansos de canto sonámbulo de rara belleza y Gerald Finley se robó limpiamente la función con su canción de Pierrot.