jueves, 18 de febrero de 2010

El guión largo

No me refiero al de Lo que el viento se llevó, sino al signo de puntuación. Arcadi enlaza una página francesa en que se lamenta, oh, la caída en desuso de algunos signos o al menos de sus aplicaciones más sutiles. Concretamente se echa de menos el guión largo (tiret cadratin) que abre y no cierra:

il n’est plus guère utilisé seul, avec la valeur d’une super-virgule élégante, comme dans cette phrase de Céline : “En effet, ce voyage finit par m’épouvanter tellement on semble y prendre goût — mais qu’y puis-je ?”

Me ha hecho mucha ilusión, porque yo me empeño en utilizar esa supercoma que Nietzche utilizaba como un florete corto (en ocasiones para herir profundamente). No sé si en español es correcto. Cuando he preguntado me han dicho que no, pero yo me resisto a desprenderme de ese manierismo; hay cosas que no sé decir de otra manera.

De las comillas hablaremos otro día...

lunes, 15 de febrero de 2010

Una idea interesante

Paul Krugman se ocupa hoy en el NYT de nuestros problemas.

La idea de fondo (que el problema es el euro, la adopción de una moneda única antes de tiempo) no la había yo escuchado nunca. Alemania tiene mucho mayor poder adquisitivo, en España hace sol, luego era inevitable que nos convirtiéramos en una especie de Florida europea. Como en Florida, la demanda de vivienda por una población externa y rica produjo mucha pasta para todos primero y tremenda burbuja después. El déficit y la deuda se disparan cuando la burbuja revienta y hay que pagar costes sociales mayores con menos ingresos. Si hubiéramos tenido una moneda propia habríamos jugado (como hacían los gobiernos de FG y seguramente los últimos de Franco) con las devaluaciones, pero con una moneda única no podemos. Por otro lado, si fuéramos un estado de la Unión como lo es Florida los costes sociales los estarían pagando solidariamente los alemanes, con lo que los problemas de deuda no serían tan terroríficos. Descartada la vuelta atrás, Krugman recomienda avanzar hacia la unión política a la mayor velocidad posible, pero no lo ve probable. ¿Resultado? A big european mess que no es culpa de los malvados especuladores ni del criptocomunismo disimulado de ZP, sino sólo consecuencia de una decisión enorme y precipitada que habrá que ir pagando.

No sé nada de economía, pero la explicación me resulta seductoramente simple. Me gusta, en cualquier caso, leer estos análisis de fuera. Lo que puedan perder en precisión lo ganan en ignorar los a prioris del cainismo nuestro de cada día.

viernes, 12 de febrero de 2010

Tripoli. Dos lugares (II)


Por la noche, llegando desde el puerto, la Plaza Verde chisporrotea de luz eléctrica en medio de una ciudad que se ha quedado a oscuras. La mole del castillo se reduce a una silueta negra y vagamente ominosa, los reflectores afilan dramáticamente las aristas de las columnas triunfales y las fachadas se borran en un hiriente resplandor blanco. La lámina metálica del estanque duplica el cuadro entero con nitidez hiperrealista (cuando en casa probemos por juego a volcar la foto resultarán indistinguibles realidad y reflejo).


La gente ha huido –era de prever- de esta cruda e inclemente luminosidad para refugiarse justo detrás, en callejones precarios que revelan, a pocos pasos, el carácter de tramoya de esta arquitectura. Asomado a uno de ellos desde el borde del soportal al viajero le parece estar asomándose a una pantalla de cine: es otro mundo el que tiene delante, pero es ciertamente el mundo que había esperado encontrar en una capital del norte de África, y basta dar un paso adelante para que la materialidad desmienta el espejismo: si acaso sería uno el que entrara desde la proyección, como en la película aquella de Woody Allen. Las bombillas colgadas al bies de lado a lado arrojan una luz amarilla e incierta que no alcanza al suelo de tierra y agiganta los aparatos de aire acondicionado que puntean las fachadas en dudoso equilibrio sobre escuadras torcidas. Los vuelos irrumpen, como en las viejas medinas, hasta media calle, dibujando en torno suyo espesos rincones de sombra. El aire está preñado de humo grasiento y olor a especias que salen de los tugurios apretados en fila india; en las mesitas apiñadas en la calle una parroquia exclusivamente masculina se atiborra a kebab, té y nargiles, juega al backgammon, conversa a gritos de mesa en mesa. Un poco más adelante hay pequeñas tiendas, barberías abiertas toda la noche y un movimiento que tiene, por atavismos que repartiremos a medias entre los sujetos y el observador, un aire subrepticio, complicado, inevitablemente sospechoso a pesar de su más que probable inanidad.



Caminando un poco al azar se acaba el viajero encontrando de nuevo en la loggia mussoliniana. Aquí no parece que hayan pasado las horas: el mismo ambiente de comodidad sin pretensiones, la misma lenta complacencia, tal vez incluso los mismos señores que cuatro o cinco horas antes. Si no fuera presunción intolerable, el viajero diría que se las ha arreglado para dar con el corazón de la ciudad.

Tripoli. Dos lugares (I)


La Plaza Verde había de ser el rompeolas, el kilómetro cero, el comienzo y final de los paseos. Hechuras tiene para ello, no cabe duda: murallas de piedra antigua a un lado, la poderosa arquitectura italiana de los años veinte al otro, el mar al fondo abriendo un horizonte largo y tendido. Pero en esta tarde fantasmal (hemos aterrizado en los coletazos de la Fiesta del Cordero y la ciudad parece a ratos abandonada) no encontramos en ella el latir de vida urbana que cabría esperar. Hay, a la salida de la ciudad vieja, un par de grupos de hombres sentados viendo correr el aire, y en general tampoco se puede decir que no haya movimiento: se ven sobre todo chavalitos negros cruzando a paso rápido de un lado a otro, sin rumbo fijo, gastando energías. Pero en el núcleo central de la plaza, al que se llega atravesando un tráfico desatentado y atosigante incluso en esta tarde mortecina, la única actividad que se registra es la de los ganchos desganados de unos desganados fotógrafos que ofrecen al transeúnte retratarse en los simulacros más ridículos: a bordo de un descapotable o una Harley allí aparcados; en una carroza toda festoneada de encaje enganchada a un caballo que luce, imperturbablemente blanco, una pluma en la cabeza; sentado en un diván en forma de corazón, forrado de terciopelo rojo, o bajo la imitación más burda de una jaima con todos sus enseres. Es todo de una torpeza tan penosa que uno no se acaba de creer que pretendan cazarlo con ello. Primera lección: no lo pretenden. Una vez que se renuncia a la asunción egocéntrica de que todo está puesto para uno, la cosa queda clara: este montaje de fantasías de tercera es una trampa para pueblerinos que volverán de la capital encantados de poder enseñar su foto en un BMW. Se le viene al viajero a la memoria la Puerta del Sol: la última vez que pasó por allí se la encontró plagada de mariachis. ¿Es que están condenados estos lugares a la incongruencia y el refrito?

No muy lejos, avanzando por una de las avenidas que parten de la plaza y a cierta distancia de ella van perdiendo su empaque colonial para diluirse en un desorden paulatino, un lugar sorprendente aloja formas mucho más decantadas y atrayentes de vida urbana. No es un edificio ni es una plaza: podríamos llamarlo una loggia en honor a la tradición italiana, pero sus dimensiones ciclópeas rechazan el término. Puede entenderse como un patio de manzana que, al abrir tremendas arcadas a dos lados opuestos, se propone como enclave ciudadano, o como un encuentro entre calles oblicuas resuelto con espectacularidad escenográfica; en cualquier caso se presenta como un espacio porticado al modo de las grandes galerías comerciales de Milán o Nápoles. Las columnas y arcos se articulan con la grandilocuencia imperial que tanto complacía al Duce, pero la mirada tiende a ignorarlos tras un primer vistazo, tan incongruentes resultan con los cafetines que sin pretensiones se cobijan a su sombra. Sillas de plástico desparejas y tableros mínimos se agrupan buscando las esquinas más recogidas, impelidas por un comprensible horror al vacío. De unos localillos ínfimos en que no cabe un cliente salen con fluidez pipas de agua y bandejas de té con almendras; es lo único que pide una parroquia sosegada y morosa, capaz de echar tardes eternas dando vueltas a la misma taza y al mismo argumento.

martes, 2 de febrero de 2010

Impotencia

Este artículo de Goytisolo sobre Afganistán (lúcido, impecable, honesto, pleno de buen sentido moral) revela dramáticamente en su conclusión fallida nuestra insostenible posición: culpables si intervenimos, culpables si nos vamos, desbordados por un mundo que creímos ingenuamente poder organizar.