La Plaza Verde había de ser el rompeolas, el kilómetro cero, el comienzo y final de los paseos. Hechuras tiene para ello, no cabe duda: murallas de piedra antigua a un lado, la poderosa arquitectura italiana de los años veinte al otro, el mar al fondo abriendo un horizonte largo y tendido. Pero en esta tarde fantasmal (hemos aterrizado en los coletazos de la Fiesta del Cordero y la ciudad parece a ratos abandonada) no encontramos en ella el latir de vida urbana que cabría esperar. Hay, a la salida de la ciudad vieja, un par de grupos de hombres sentados viendo correr el aire, y en general tampoco se puede decir que no haya movimiento: se ven sobre todo chavalitos negros cruzando a paso rápido de un lado a otro, sin rumbo fijo, gastando energías. Pero en el núcleo central de la plaza, al que se llega atravesando un tráfico desatentado y atosigante incluso en esta tarde mortecina, la única actividad que se registra es la de los ganchos desganados de unos desganados fotógrafos que ofrecen al transeúnte retratarse en los simulacros más ridículos: a bordo de un descapotable o una Harley allí aparcados; en una carroza toda festoneada de encaje enganchada a un caballo que luce, imperturbablemente blanco, una pluma en la cabeza; sentado en un diván en forma de corazón, forrado de terciopelo rojo, o bajo la imitación más burda de una jaima con todos sus enseres. Es todo de una torpeza tan penosa que uno no se acaba de creer que pretendan cazarlo con ello. Primera lección: no lo pretenden. Una vez que se renuncia a la asunción egocéntrica de que todo está puesto para uno, la cosa queda clara: este montaje de fantasías de tercera es una trampa para pueblerinos que volverán de la capital encantados de poder enseñar su foto en un BMW. Se le viene al viajero a la memoria la Puerta del Sol: la última vez que pasó por allí se la encontró plagada de mariachis. ¿Es que están condenados estos lugares a la incongruencia y el refrito?
No muy lejos, avanzando por una de las avenidas que parten de la plaza y a cierta distancia de ella van perdiendo su empaque colonial para diluirse en un desorden paulatino, un lugar sorprendente aloja formas mucho más decantadas y atrayentes de vida urbana. No es un edificio ni es una plaza: podríamos llamarlo una loggia en honor a la tradición italiana, pero sus dimensiones ciclópeas rechazan el término. Puede entenderse como un patio de manzana que, al abrir tremendas arcadas a dos lados opuestos, se propone como enclave ciudadano, o como un encuentro entre calles oblicuas resuelto con espectacularidad escenográfica; en cualquier caso se presenta como un espacio porticado al modo de las grandes galerías comerciales de Milán o Nápoles. Las columnas y arcos se articulan con la grandilocuencia imperial que tanto complacía al Duce, pero la mirada tiende a ignorarlos tras un primer vistazo, tan incongruentes resultan con los cafetines que sin pretensiones se cobijan a su sombra. Sillas de plástico desparejas y tableros mínimos se agrupan buscando las esquinas más recogidas, impelidas por un comprensible horror al vacío. De unos localillos ínfimos en que no cabe un cliente salen con fluidez pipas de agua y bandejas de té con almendras; es lo único que pide una parroquia sosegada y morosa, capaz de echar tardes eternas dando vueltas a la misma taza y al mismo argumento.