viernes, 27 de noviembre de 2009
viernes, 20 de noviembre de 2009
Lo mejor de internet
Esta crítica del NYT a Los abrazos rotos es el tipo de cosita deferente que se escribe antes de ver la película, la crítica que al propio Almodóvar le gusta leer y que le está impidiendo darse cuenta del túnel en que anda metido.
Pero aparecen los comentaristas: gente culta, inteligente y con ojos en la cara, que han ido a ver la película y se han formado una opinión. No están afectados por ninguna guerrita cultural o ideológica, no comparten el odio irracional de la derecha ni el baboseo condescendiente de la izquierda que imposibilitan un juicio cultural en España. Les gusta el cine, y les decepciona esta mala película de un gran director. Y lo argumentan, dejando al crítico titular en pelota picada. Esto antes no podía darse, esto es una maravilla por la que vale la pena tragarse todos los exabruptos politizados de cada día.
Nota aparte merece el corresponsal madrileño, Emilio, que retrata con exactitud y el grado justo de melancolía el recorrido de toda nuestra generación con el gran manchego. Me gusta pensar que Almodóvar lo leerá (no es improbable). Y que no le dirá nada que él no sepa ya.
sábado, 14 de noviembre de 2009
Una gozada
viernes, 6 de noviembre de 2009
Los caminos de la Red
miércoles, 4 de noviembre de 2009
Coño, coño, coño
Yo iba a decir lo mismo, de hecho. Y sin haber leído periódico alguno. Sólo olfateando el aire. Que bastaba.
martes, 13 de octubre de 2009
Arranques, III
–No diga tonterías, inspector, ni siquiera son tres. Sólo las dos primeras son víctimas, no mezclemos peras con manzanas.– El comisario no parecía notar el calor, ni se dejaba alterar por la vehemencia de su subordinado. Tampoco parecía impresionarle la inverosimilitud de la coincidencia. A decir verdad, al comisario no le había impresionado nada desde el día en que llegó a ocupar ese despacho. Se enfrentaba a las crisis como a la rutina diaria, con la estólida eficiencia de una grapadora alemana, y hasta ahora los resultados le iban acompañando. En el tono funcionarial y desprovisto de inflexiones de un operador telefónico (un soniquete que parecía adoptar ex profeso de vez en cuando para poner nervioso a Ramírez) fue desgranando los motivos por los que no había lugar para sospechas extravagantes. Un tímido intento de réplica fue cortado de raíz por el expeditivo gesto de igualar el puñado de folios golpeándolo de canto sobre la mesa. –Mera coincidencia, ya le digo. Investigue sólo el asesinato, los otros dos casos están cerrados.– Le tendió los papeles, dando la conversación por terminada como quien desconecta una radio. –Y desabróchese ese botón de una vez, hombre.
Cerrados mis cojones, se iba diciendo Ramírez camino de su mesa. Y el caso es que tiene razón, que no hay relación alguna a primera vista, ni a segunda. Pero joder, tres viudas húngaras en dos semanas. En Moratalaz. ¿Cuántos húngaros habría en total, en Moratalaz, o en Madrid entero si vamos a ello? Cuando fueron a la casa de empeños por el robo fallido fue Poveda el primero que se acordó de la apaleada. Andrea Kovacs. Se había casado con un africano quince años más joven. Su primer marido, con el que había llegado a Madrid hacía apenas dos años, se le murió al poco de llegar. Apareció medio muerta en una cuneta, reventada a golpes. Al negro lo encontraron en seguida, iba hasta las cejas de crack, no costó mucho hacerle confesar. La almoneda que intentaron robar tres días más tarde tenía un rótulo de esos antiguos, letras blancas cuadradas sobre fondo rojo: Compro oro, y en pequeñito debajo, Viuda de Kuranyi, desde 1956. Eso es húngaro, había dicho Poveda nada más verlo. Tenía esa cosa de los idiomas, le gustaban. Así que dos viudas húngaras en una semana, sí, pero una relativamente joven y en coma, y la otra bien viva, aunque hecha una pasa. Y qué lengua, más castiza que todos nosotros. No había quien la callara, se le había metido en la cabeza que era cosa de la nuera, con un amante que se había echado (resultó que tenía razón, por cierto). Total, nada que ver la una con la otra. Ni conocidos comunes siquiera. El comisario había puesto la cuestión en los términos más razonables: ningún policía en su sano juicio habría vinculado un caso con el otro. Hasta que apareció Krisztina.
Vino a denunciar la desaparición de su marido. Con el tiempo acabará contando que lo intuyó nada más verla, o que lo supo por el acento, pero lo cierto es que no se le pasó por la cabeza que fuese húngara hasta que no leyó la ficha con sus datos. Otras cosas se le pasaron, más bien, con semejante bellezón de pie ante el mostrador: pómulos altos, ojos negros, agitanados, brillantes de llanto, un culo que reventaba los vaqueros. Le ofreció un pañuelo, la hizo pasar adentro, incluso debió dedicarle alguna torpe fórmula de ánimo, más azarado por la rechifla general que intuía a sus espaldas que por la presencia (a vosotros habría que veros aquí) incómodamente próxima y temblorosa de la muchacha. El marido, Macowecz Bela (Ramírez acabaría por familiarizarse con esa manera de escribir los nombres, el apellido delante), trabajaba de taxista; aquella noche no había acudido al relevo, y a la mañana siguiente seguía sin dar señales de vida. Estaba segura de que tenía que haberle pasado algo. El inspector estaba mucho menos seguro, pero a ver cómo se lo decía mirándola a esos ojazos. Además, las palabras viuda húngara flotaban en el ambiente con insidiosa pertinacia. Por una u otra razón, en vez de darle largas al asunto hasta que el taxista apareciese había ordenado una búsqueda intensiva.
Esa misma tarde lo encontraron en la Casa de Campo, con un tiro en la cabeza. En cuanto lo supo, Ramírez reunió los tres expedientes y los recorrió de punta a cabo hasta que empezaron a bailarle los nombres en la cabeza. Antes de entrar a ver al comisario ya sabía el resultado de la entrevista. No llevaba ni el menor dato objetivo ni una hipótesis mínimamente verosímil que vinculara los casos entre sí. Eso sólo podía significar una cosa: que todavía no había aparecido el nexo, que había que seguir buscando. Entendía la postura de su jefe; él probablemente habría hecho lo mismo de estar en su lugar, pero ni por un momento se le ocurrió pensar que estuviese en lo cierto. Veinte años en el Cuerpo le habían enseñado que una cosa es lo razonable y otra lo verosímil. Tres viudas húngaras en dos semanas, cada una por su lado. Ni hablar. Ni de coña.
viernes, 9 de octubre de 2009
Hurt
Ignoro por qué improbables cauces le llegó esta canción a Johnny Cash, pero a la vista del resultado me atrevería a hablar de un destino cumplido. Trent Reznor, el talentoso líder de Nine Inch Nails, no podía saber cuando la compuso lo que el viejo rey del country iba a hacer con ella, pero una vez que oyó la versión tuvo la certeza de que ya no le pertenecía, y así lo sigue diciendo con humildad sincera en cada entrevista: he completely owned it, it’s his song now; I haven’t heard my version since.
Johnny Cash agarra lo que era un himno a la angustia adolescente y lo convierte en una mirada atrás cargada de dolor y sabiduría. El adicto inmaduro y genialoide que transforma su dolor en belleza siempre conservará su atractivo, pero la presencia rocosa, dolorida y a pesar de todo serena de un hombre hecho –terminado- que mira a la muerte de frente y se echa a las espaldas lo vivido tiene una reverberación infinitamente más seria y compleja.
Bastaría con esa voz profunda, poderosa aún pero amenazada de quebrarse en cualquier momento, con la manera en que va soltando las riendas de la emoción muy poco a poco, resistiéndose al abandono, acompañado por un arreglo poderoso y pregnante. Pero el verdadero milagro se produce con el video. Mark Romanek consiguió, con la complicidad de un Cash que se dejó rodar sin filtros, indefenso y vencido, una de las piezas más conmovedoras que uno haya visto nunca; el anciano que se aferra a esa guitarra negra fue un día el hombre que nos muestran las imágenes intercaladas: un tío poderoso, viril, despreocupado, un cabrón egocéntrico que debió dejar mucho sufrimiento a su paso. Sabe que el pasado no tiene remedio, sabe que si volviera a nacer volvería a hacer lo mismo. Lo que le queda no es arrepentimiento ni orgullo, sino más bien la fiera dignidad de asumir su recorrido: este he sido yo, este soy yo. Y duele.