Los tediosos viajes por carretera vienen punteados por sus apariciones. El viajero acabará por fundir en uno solo los periódicos encuentros: siempre en grupos de tres, caminando por el arcén en paralelo con parsimonia de reinas, siempre de espaldas y con el sol de frente. Los saris, siempre en tres colores distintos (rojo rosa naranja, azul verde mostaza, amarillo celeste rojo), resplandecen incendiados por la luz del atardecer interminable que los atraviesa donde no se ciñen a los cuerpos breves. Sobre las cabezas cargan troncos, sacos, cántaros de tamaño inverosímil sin que el peso les comunique más que un imperceptible balanceo de caderas, un mínimo y compensado apartarse de la perfecta vertical para volver a ella. El coche las adelanta y el viajero, que cada vez se habrá vuelto a buscarles los rostros, prefiere en el recuerdo unificarlas en una sola, borrosa visión de belleza sosegada y fugaz. Entonces y ahora se entrevera en el momento un dolor vago, una carencia que no llega a tomar forma: el aguijón que sacaba a los renunciantes de sus silencios milenarios habrá perdido punta en nuestra era de decadencia, pero no tanto que no se clave en el costado.
Más allá de la hermosura individual (que como en todas partes es un bien escaso, y que cuando se da es deslumbrante) el viajero encuentra un factor común en las mujeres indias, una cierta forma de femineidad antigua contra la que el hombre contemporáneo ha perdido las defensas. Envueltas en seda incluso para cavar zanjas, se atienen en todo momento a una gestualidad restringida y suave, como guiada por una música inaudible. Siempre esbeltas y leves (la gordura aquí es privilegio obscenamente ejercido por los pocos que se la pueden permitir), su elegancia superior reside en gran parte en el juego exquisito de las articulaciones, los engarces quebrados de codo y muñeca que prolongan los dedos alargados en una continuidad fluida, instintiva, infalible. La sonrisa se queda a flor de labios sin acabar de romper, la mirada se mantiene baja y parece buscarlo a uno en rodeos infinitos, pero una y otra lo alcanzan en un relámpago. Entonces se les adivina o inventa una voluptuosidad sofocada y húmeda: se imagina uno envuelto en maniobras intrincadas, sudorosas, indeciblemente lentas, extenuantes, colmadas de inacabable maravilla.
En la mitología las figuras femeninas aparecen dotadas de un poder irresistible y fatal. La visión de un tobillo enjoyado, la curva delicadísima de un cuello que se gira, el olor aceitoso de unos cabellos negros bastan para desviar de sus propósitos a los mismos dioses. Veinticinco años mantuvo Parvati a Shiva fuera de los negocios del mundo, en un coito interminable. En una escena que se repite una y otra vez, algún maestro se deja distraer de su meditación por una muchacha: rabioso y expeditivo la arroja sobre la hierba, vierte en ella el caudal ingente de energía acumulada y el mundo ya no vuelve a ser el mismo. Sólo el Buddha sabrá oponer su olímpica, helada indiferencia a la trampa del deseo, en un episodio que no contribuye mucho a hacer simpática su áspera figura. Este miedo a la mujer como sede de oscuras fuerzas no es privativo de la India: sólo hay que volverse a Circe, Calipso o Medea. Pero esas embrujadoras tienen personalidades fuertes y definidas, mientras que en estos episodios hindúes la mujer no es más que un vehículo indistinto, un detonante pasivo. El verdadero enemigo es el deseo en cuanto que moviliza fuerzas, provoca acontecimientos, echa a girar la rueda funesta de la historia.
Suketu Mehta nos habla, en uno de los capítulos más logrados de su libro sobre Bombay, de las relaciones que se establecen entre gangsters y bailarinas. Tipos duros como pedernal capaces de degollar con navaja de afeitar a un testigo incómodo eligen a una diosa del cabaret para venerarla con pasión adolescente, vuelcan sobre ella montones de dinero y sólo le piden a cambio que se mantenga desdeñosa y superior. ¿Sabrán estos últimos vástagos degenerados de los antiguos ksatrya que cuando tumban a sus reinas para tratar de borrar en un polvo breve y brutal la sed y la angustia que nunca terminan están reproduciendo, en el tono menor que corresponde a la edad de plomo, aquellas caídas de los antiguos brahmanes?
Me dispongo a autoeditar en breve mi libro del viaje hindú, visto que la promesa de publicación en papel no prospera. Les mantendré informados.
2 comentarios:
Con permiso, vengo a través de EGM (el poeta, no la institución que mide qué medios leemos ;-)
Preciosas fotografías e interesantísimo texto de esta entrada.
Qué mujeres más... bonitas. Y femeninas.
Gracias, volveré, con su permiso.
Considérese en su casa y asómese a los rincones que le parezcan más gratos.
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