miércoles, 28 de enero de 2009

Nihil novum

François René de Chateaubriand, circa 1830:

En general se llega a los asuntos públicos por lo que tiene de mediocre y se permanece en ellos por lo que se tiene de superior. Esta combinación de elementos antagónicos es algo muy raro, y es por eso por lo que hay tan pocos hombres de Estado.

martes, 20 de enero de 2009

El arte de bautizar (II)

A voleo y sin ninguna voluntad de exhaustividad daremos una vuelta por otras lenguas, usando como único criterio que los nombres nos hayan quedado en la memoria, en la esperanza aproximada de que eso sea síntoma de algo.

El respeto a la jerarquía obliga a empezar por Shakespeare, que, triste es decirlo, bautizaba con desgana y sin rigor: algunas excepciones de hermosa y oscura resonancia (Banquo, Caliban) no compensan la tópica mescolanza de nombres latinos y griegos, ni la bufonería elemental de sus apelativos villanos. Claro que no lo hacían mejor nuestros dramaturgos de la época con sus Fabios y Tellos. Si se piensa bien, en el teatro los personajes no se nombran apenas en voz alta. Bernard Shaw tenía un don para los nombres (Eliza Doolittle, Attie Utterword) a pesar de cierta tendencia muy inglesa a darles significado, como le ocurre también a Martin Amis: su triángulo Nicola Six- Keith Talent- Guy Clinch se mantiene magníficamente al borde del exceso de literalidad. Trono aparte merece el gran Oscar, aunque sólo fuera por el prodigioso hallazgo de Miss Prism o por la exactitud con que bautizó a ese último, tristísimo personaje suyo, Sebastièn Melmoth.

La literatura de Irlanda tiene a los nombres propios en la raíz, se alimenta de ellos y del jugo que desprenden: Conan, Brendan, Declan... Halloran, Moran, Behan; Lonigan, Donnegan, Monahan; y O’Hara, O’Meara (the green hills of Tara); Meagher, Gallagher, Maher; Sean, Finn, Liam; Connolly, Reilly, Donnelly... la sonoridad bellísima de las viejas baladas cabalga a lomos de esa nomenclatura endogámica y unifica en un aire de familia todo lo que va desde el idilio verde de Yeats hasta el costumbrismo urbano de Roddy Doyle.

Nadie negará que es un placer desenredar perezosamente la madeja de nombres, sobrenombres y patronímicos de las novelas rusas, aunque no nos atrevamos a distinguir, de entre tanto Sergeievich, Ostapova o Kurchakov, los que están bien puestos de los que no. Como tampoco me atrevería a decir si son nombres atinados y definitorios los de Julien Sorel, Lucien de Rubempré o el Vizconde de Valmont, tal es la sordera que padezco con respecto a la lengua francesa y sus matices.

En Italia el oído se va al Sur, a los novelones sicilianos, al arribismo trapacero del que no puede escapar un tipo llamado Calogero Sedera o la avaricia desdeñosa que destilan, aun sin ponerle el título, las sílabas del nombre de Don Blasco Uzeda. Y de los de ahora llama la atención el iridiscente Baricco, que practica el sistema de tomar un apellido existente y cambiarle unas letras (Poreda el boxeador, el sabio Bartleboom o Poomerang el amigo invisible). Unas veces funciona y otras no, como todos los trucos.

Nombres absurdos pero perfectos como Rollo Martins o Holly Golightly que fueron impiadosamente sustituidos en la pantalla por versiones más pedestres; nombres de extraña resonancia mítica como Queequeg y Tashtego, o de exquisita reverberación (Ada, your ardors and your arbors); nombres de colores, como los de la cuadrilla de Reservoir Dogs; de días de la semana como en el delirio conspiratorio de Chesterton...

Pero el personaje definitivo, el sujeto de lo más parecido que tenemos a unas Sagradas Escrituras no podía llevar por nombre más que una inicial opaca: el agrimensor y el acusado viven en nuestro inconsciente bajo el signo ominoso de la letra K.

El arte de bautizar (I)

Es un asunto que no está directamente relacionado con el talento, una gracia que se tiene o no se tiene; hay autores que nombran con desidia, como eligiendo al azar de la guía telefónica, y otros que parecen encontrar sin esfuerzo las sílabas comunes que dan existencia acreditada al personaje.

Cunqueiro es un proveedor incansable de nombres con sabor y olor, mientras que Valle- Inclán no acaba de atinar con la medida (le salen tópicos, como la niña Chole, o exagerados como don Latino de Híspalis). Baroja acierta sin esfuerzo sus apellidos vascos, seguramente porque son reales, y Galdós resulta en cambio inespecífico (entre Fortunata y Jacinta uno no consigue recordar cuál es cuál) cuando no increíblemente torpe: no se entiende cómo se puede crear un personaje tan espléndido y luego llamarlo Jenarita Barahona.

Cela era un entusiasta bautizador: sus articulillos para ABC no eran en el fondo más que un pretexto para ensartar esos nombres suyos, inconfundibles en su peculiaridad aunque fáciles de imitar (Don Tesifonte Ovejero, alias Flux; Matildita Coscollar Herráiz, viuda de Simpson...)

Torrente Ballester construye sobre meras iniciales coincidentes el edificio de su Saga-Fuga, pero los nombres de dudosos héroes (Jacinto Barallobre, Jesualdo Bendaña…) y malignos inquisidores (Don Acisclo, Don Apapucio) que sirven a la mecánica combinatoria son en sí portentosos.

Y si García Márquez apoya en los nombres (los Arcadios, Aurelianos y Úrsulas que se combinan por generaciones) los juegos de espejos de su genealogía, Cortázar cumple sin más el expediente con sus Brunos, Horacios y Elvinas perfectamente insípidos e intercambiables (precisamente él, que ideó la inquietante pesadilla de aquella comisión de la ONU en que todos se llamaban Félix). Borges, por su parte, escatima el esfuerzo con su antipático desdén por el trabajo de carpintería, pero clava de vez en cuando el estilete con inimitable exactitud: Emma Zunz, por ejemplo, es un nombre que justifica una literatura por sí solo.

Al final, como en todo lo demás, el mejor es Cervantes. Aldonza Lorenzo, Sansón Carrasco, Maritornes, Pedro Recio de Agüero (natural de Tirteafuera) son nombres que se adhieren al personaje y se vuelven inseparables de él. Sólo el hallazgo de Sancho Panza le valdría ya el puesto de honor. Don Quijote podría haberse llamado tal vez de otra forma, pero la identidad entre el nombre del escudero y su persona es de orden superior.

Simplemente rastreando los nombres de los personajes podemos recorrer todo el entramado de interacciones entre realidad y ficción de esa novela única. No sólo es que don Quijote los pase a todos por su filtro subversor (empezando por el suyo propio que queda en conveniente penumbra: Quijada, tal vez Quesada...), sino también que los personajes novelescos que le salen al paso tienen en la realidad de la Mancha o Sierra Morena nombres de novela (Dorotea, Andrenio...) tan inconsistentes como sus historias; o que en la corte de los duques bromistas apenas oímos un nombre verdadero, o que los inventados se imponen hasta el punto de que no nos consigamos acordar ahora mismo de cómo se llamaba en verdad (¡en verdad!) la Dueña Dolorida.

viernes, 16 de enero de 2009

Envueltas en seda

Los tediosos viajes por carretera vienen punteados por sus apariciones. El viajero acabará por fundir en uno solo los periódicos encuentros: siempre en grupos de tres, caminando por el arcén en paralelo con parsimonia de reinas, siempre de espaldas y con el sol de frente. Los saris, siempre en tres colores distintos (rojo rosa naranja, azul verde mostaza, amarillo celeste rojo), resplandecen incendiados por la luz del atardecer interminable que los atraviesa donde no se ciñen a los cuerpos breves. Sobre las cabezas cargan troncos, sacos, cántaros de tamaño inverosímil sin que el peso les comunique más que un imperceptible balanceo de caderas, un mínimo y compensado apartarse de la perfecta vertical para volver a ella. El coche las adelanta y el viajero, que cada vez se habrá vuelto a buscarles los rostros, prefiere en el recuerdo unificarlas en una sola, borrosa visión de belleza sosegada y fugaz. Entonces y ahora se entrevera en el momento un dolor vago, una carencia que no llega a tomar forma: el aguijón que sacaba a los renunciantes de sus silencios milenarios habrá perdido punta en nuestra era de decadencia, pero no tanto que no se clave en el costado.

Más allá de la hermosura individual (que como en todas partes es un bien escaso, y que cuando se da es deslumbrante) el viajero encuentra un factor común en las mujeres indias, una cierta forma de femineidad antigua contra la que el hombre contemporáneo ha perdido las defensas. Envueltas en seda incluso para cavar zanjas, se atienen en todo momento a una gestualidad restringida y suave, como guiada por una música inaudible. Siempre esbeltas y leves (la gordura aquí es privilegio obscenamente ejercido por los pocos que se la pueden permitir), su elegancia superior reside en gran parte en el juego exquisito de las articulaciones, los engarces quebrados de codo y muñeca que prolongan los dedos alargados en una continuidad fluida, instintiva, infalible. La sonrisa se queda a flor de labios sin acabar de romper, la mirada se mantiene baja y parece buscarlo a uno en rodeos infinitos, pero una y otra lo alcanzan en un relámpago. Entonces se les adivina o inventa una voluptuosidad sofocada y húmeda: se imagina uno envuelto en maniobras intrincadas, sudorosas, indeciblemente lentas, extenuantes, colmadas de inacabable maravilla.

En la mitología las figuras femeninas aparecen dotadas de un poder irresistible y fatal. La visión de un tobillo enjoyado, la curva delicadísima de un cuello que se gira, el olor aceitoso de unos cabellos negros bastan para desviar de sus propósitos a los mismos dioses. Veinticinco años mantuvo Parvati a Shiva fuera de los negocios del mundo, en un coito interminable. En una escena que se repite una y otra vez, algún maestro se deja distraer de su meditación por una muchacha: rabioso y expeditivo la arroja sobre la hierba, vierte en ella el caudal ingente de energía acumulada y el mundo ya no vuelve a ser el mismo. Sólo el Buddha sabrá oponer su olímpica, helada indiferencia a la trampa del deseo, en un episodio que no contribuye mucho a hacer simpática su áspera figura. Este miedo a la mujer como sede de oscuras fuerzas no es privativo de la India: sólo hay que volverse a Circe, Calipso o Medea. Pero esas embrujadoras tienen personalidades fuertes y definidas, mientras que en estos episodios hindúes la mujer no es más que un vehículo indistinto, un detonante pasivo. El verdadero enemigo es el deseo en cuanto que moviliza fuerzas, provoca acontecimientos, echa a girar la rueda funesta de la historia.

Suketu Mehta nos habla, en uno de los capítulos más logrados de su libro sobre Bombay, de las relaciones que se establecen entre gangsters y bailarinas. Tipos duros como pedernal capaces de degollar con navaja de afeitar a un testigo incómodo eligen a una diosa del cabaret para venerarla con pasión adolescente, vuelcan sobre ella montones de dinero y sólo le piden a cambio que se mantenga desdeñosa y superior. ¿Sabrán estos últimos vástagos degenerados de los antiguos ksatrya que cuando tumban a sus reinas para tratar de borrar en un polvo breve y brutal la sed y la angustia que nunca terminan están reproduciendo, en el tono menor que corresponde a la edad de plomo, aquellas caídas de los antiguos brahmanes?

Me dispongo a autoeditar en breve mi libro del viaje hindú, visto que la promesa de publicación en papel no prospera. Les mantendré informados.

domingo, 11 de enero de 2009

Un relámpago

Si Ferlosio sigue siendo imprescindible, a pesar de sus cada vez más desconcertantes manías, no es sólo por esa función más que necesaria de censor social que le hace por ejemplo ocuparse breve y expeditivamente (en el sentido en que un panzer se ocupa de un nido de ametralladoras) de los programas del corazón, sentenciando que en ellos se pierde la vergüenza, siendo ésta sin comparación, el más saludable y salutífero de los complejos de este mundo.

Es, ante todo, por chispazos como este, que valen por tratados enteros de otros:
(...)"nosotros" es tan persona como "yo"; y más aún, Nosotros es, si cabe, mucho peor persona.

martes, 6 de enero de 2009

Three kings


Uno quisiera poner más de los Reyes y menos del gordo, pero el repertorio es el que es. En fin, hoy sí,

lunes, 5 de enero de 2009

Christmas list


Otro que lo canta todo pero todo bien.

domingo, 4 de enero de 2009

Hurry down the chimney


Madonna puede gustar más o menos, pero para estas cosas es la que más:
Think of all the fellows I haven't kissed

sábado, 3 de enero de 2009

¿Twelve? days of Christmas


Con ustedes, las chicas de Destiny's Child, entrañable y desvergonzadamente materialistas, puliéndose en ocho días el presupuesto de varias navidades:

On the 8th day of Christmas my baby gave to me a pair of chloe shades & a diamond belly ring



viernes, 2 de enero de 2009

Un poco de caña

En vista de los comentarios sobre un supuesto edulcoramiento...

jueves, 1 de enero de 2009

New Year's day


Una alternativa plausible a lapuertadelsolcomoelañoquefue.