martes, 6 de octubre de 2009

Trata de arrancarlo...

Me regañan con razón por no escribir. Indago en las causas de esta ya preocupante sequía y encuentro una razón o excusa: soy incapaz de rematar nada. Siguiendo mi costumbre de eludir al enemigo mejor que vencerlo, se me ha ocurrido ponerme a escribir arranques de relatos sin pretensión de continuidad, como gimnasia si se quiere, aunque con la vaga esperanza de que valgan algo por sí mismos. A ver lo que da de sí esta idea.

viernes, 2 de octubre de 2009

Como en casa

Este tajante, demoledor, irrefutable artículo de David Brooks se le puede aplicar perfectamente al fenómeno de simbiosis (en declive, deo gratias) entre el PP y la radio lunática.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Actualizando

Si es por poner algo, la verdad es que incluso el día más tonto alguna cosa se me ocurre. Por ejemplo, hoy, escuchando en el taxi No dudaría, de Antonio Flores, me viene una sesuda reflexión sobre los procesos de creación: a toro pasado, ante la obra terminada (la canción, en este caso), a uno le parece natural y casi diría inevitable que después de esto venga lo otro, y así.

Pero, delante del papel en blanco, a ver: ¿cómo diablos se le ocurre al autor poner ahí el parachururuchuru? Y una vez puesto, ¿cómo decide que queda bien y lo deja? He ahí lo insondable del genio en acción.

Retonno

Iba a contestar en los comentarios, pero entonces mis miles de millones de lectores iban a quedarse sin saber que Miss Mobilette está de vuelta.
Que nunca se había ido del todo lo demuestra mi lista de enlaces, de la que no me animaba a sacarla.
Un beso, guapísima.

jueves, 13 de agosto de 2009

¿Será posible?

Ayer jugó la selección española contra la de Macedonia. Dos paisitos venidos a menos que fueron un día dueños del mundo enfrentaban a sus héroes de hoy en contienda amistosa. De las tierras altas y pedregosas donde ayer se jugaba al fútbol salieron hace siglos Demetrio Poliorcetes, Antígono Monoftalmos, Seleuco Nicátor a someter espada en mano los confines del mundo. De las no menos resecas y elevadas llanuras españolas salieron siglos después a someter por la espada el mundo conocido Francisco Pizarro, Diego García de Paredes, Hernán Cortés.

El estadio se llamaba, abundando con reconcentramiento en la simetría, Filipo II. Nadie, que yo sepa, ha rozado estas asociaciones evidentes. Son malos tiempos para la épica.

lunes, 3 de agosto de 2009

Exilios

Cuando Ulises vuelve a Ítaca después de veinte años de padecimientos y aventuras, está convencido –imagina Milan Kundera- de que sus paisanos lo acosarán a preguntas. Al fin y al cabo no ha habido lugar, en todo este tiempo, donde pasara una noche sin que le pidieran que contase su historia. Se suceden los días, sin embargo, y nadie parece interesarse por los encantos de Calipso, la ira impotente de Polifemo o el espanto indecible del paso entre Escila y Caribdis. Más bien le cuentan a él, incansablemente, todo lo que ha sucedido en la isla en estos años: las hijas de sus primeras novias están ya casadas, los pleitos por las lindes siguen sin resolverse, hay un proyecto para ampliar la dársena pero quién sabe. Se diría que tratan de borrar, con ese relato interminable y anodino, la huella de esos años de ausencia que lo han convertido en otro.

En La ignorancia, última por ahora de sus novelas, Kundera disecciona las trampas del retorno. La narración fluye, como de costumbre, con lúcida y distanciada facilidad, pero al viajero le parece distinguir en ella, entreveradas, hebras de un rencor mal resuelto. Hace poco ha sabido, leyendo una conversación entre Philip Roth e Ivan Klima, de la sorda animadversión con que los escritores checos reciben a su exitoso compatriota. ¿Envidia? Klima lo descarta con patriarcal ecuanimidad, pero sus explicaciones suenan penosamente difusas e inconsistentes hasta que roza, con mil cuidados, el núcleo duro de la resistencia: ha perdido contacto con la realidad checa, su visión es la de un extranjero. Nos abandonó, querría decir y no se anima. No ha vivido los tiempos duros y ahora viene a contarlo. Se percibe casi físicamente la incomodidad con que el norteamericano cambia de tema, como quien se ha asomado sin querer a una turbia disputa de familia.

Es difícil entonces no entender la novela como un ajuste de cuentas. Irena se encuentra con sus antiguas amigas en un restaurante de la Ciudad Vieja. Ha llevado una caja de buen vino francés, pero ellas se lo rechazarán sin miramientos: no sabríamos apreciar ese vino tan caro, donde esté una buena cerveza... Este desplante que a ella, empeñada en mantener un muy kunderiano distanciamiento, le hace mucho menos daño que al lector, se va a erigir en clave de todo lo que separa al exiliado de quienes se quedaron. Haga lo que haga, nunca volverá a ser de los suyos, y la melancolía final del asunto estriba en que no es culpa de nadie. No podía haber sido de otra manera: es la Historia la que condena al exiliado a pasear como un extranjero por calles que un día fueron suyas. El anhelo romántico que en veladas de guitarra y alcohol barato (yo pisaré las calles nuevamente) alimentó nostalgias y esperanzas no era, nos dice Kundera, realizable. Nadie pisa dos veces la misma calle.

Queda la mirada, una mirada desdoblada y ambigua que no es ya la del ciudadano que fue pero tampoco la del recién llegado que en su enamoramiento ocasional pretende a base de impresiones rápidas y datos dispersos hacerse (¡nada menos!) con el alma de la ciudad. Irena pasea por el barrio de su juventud:

Se detiene en la acera, repentinamente cautivada. Bajo el sol de otoño aquel barrio con jardines sembrados de pequeñas casas revela una discreta belleza que la sobrecoge y la incita a dar un largo paseo.

Vista desde donde pasea ahora, Praga es un largo echarpe verde de barrios apacibles, con pequeñas calles jalonadas de árboles. Es esa Praga la que le gusta, no aquella, suntuosa, del centro; esa Praga surgida a finales del siglo pasado, la Praga de la pequeña burguesía checa, la Praga de su infancia, donde en invierno esquiaba por callejuelas que subían y bajaban, la Praga en la que los bosques circundantes penetraban secretamente a la hora del crepúsculo para esparcir su perfume.

¿Hay menos precisión en el conocimiento, es la mirada menos afectuosa o atenta, pertenecen menos esas calles entre bosques a la exiliada que a sus compatriotas? No, por cierto. No hace falta que el autor la distinga tan empeñadamente de la grey forastera. Ningún visitante, ningún viajero por sentimental o ilustrado que sea puede mirar así, con ese aire de tranquila posesión; ningún paseante visible o invisible es capaz de plantarse frente a la ciudad como una parte de ella, ajeno a la avidez y a la sorpresa. Pero –y ahí está la insidiosa, insalvable grieta- alguien que hubiera vivido allí toda su vida no se detendría, repentinamente cautivado, a ver cómo atardece sobre la ciudad.

miércoles, 22 de julio de 2009

Concisión

He vuelto una vez más a Brideshead, en esta ocasión buscando el episodio veneciano, y al releerlo he tenido que acordarme de lo que escribía Cristina Campo, en un bellísimo ensayo sobre el potencial infinito de lo pequeño:

Abrimos el libro de Dante, buscamos el pasaje que en nuestro recuerdo era una tabla mosaica, que explica y sella destinos en esta tierra y más allá, y lo descubrimos encerrado en un terceto. No es raro que, elevada lentamente sobre el teclado una de sus ciudades de Dios, Bach nos muestre de nuevo la piedra angular: cuatro pequeñas notas.
Aquel verano dorado de Charles y Sebastian que en mi imaginería particular ha llegado a representar todo el fulgor y la belleza de los veinte años, la posibilidad de un goce ajeno a miedos y culpas, bendito, puro, capaz todavía de aplazar indefinidamente el dolor; aquella frágil e indestructible burbuja veneciana que refuta el tiempo y los derrumbes por llegar ocupa en la novela (diálogos aparte) este párrafo solo:
The fortnight in Venice passed quickly and sweetly –perhaps too sweetly; I was drowning in honey, stingless. On some days life kept pace with the gondola, as we nosed through the side-canals and the Boardman uttered his plaintive musical bird-cry of warning; on other days with the speed-boat bouncing over the lagoon in a stream of sun-lit foam; it left a confused memory of fierce sunlight on the sands and cool, marble interiors; of water everywhere, lapping on smooth stone, reflected in a dapple of light in painted ceilings; of a night at the Corombona palace such as Byron might have known, and another Byronic night fishing for scampi in the shallows of Chioggia, the phosphorescent wake of the little ship, the lantern swinging in the prow, and the net coming up full of weed and sand and floundering fishes; of melon and prosciutto on the balcony in the cool of the morning; of hot cheese sandwiches and champagne cocktails at Harry’s bar.