Empecemos pues por lo malo. Efectivamente es (y no sólo porque se dirija a los creyentes) un discurso religioso de principio a fin, esto es, un discurso que asume con naturalidad y se construye desde la convicción de que dios existe; entonces, ¿por qué no me chirrían los dientes como a Arcadi cuando lo escucho? Claro que me estorba tanto beaterío (lo del velo, caramba, que yo no tengo clara su prohibición en la escuela por no parecerme del todo un signo religioso, por lo que tenga de derecho al pudor, pero este hombre lo defiende por simbólico), claro que hubiera preferido una orgullosa afirmación del espíritu crítico frente al dogma, de la risa frente al ultraje, de los derechos del hombre frente a los derechos de las culturas; pero francamente no esperaba tal cosa de un presidente de los EE.UU. Me basta con el concepto, genuinamente americano, de religiosidad genérica, relativista y ferozmente privada: todos somos hijos de dios, cada uno lo adora como le parece, hay sitio para todos y nadie puede imponer su versión. Yo no creo, sólo faltara, que todos seamos hijos de nadie, y me irrita esa asunción de que las supersticiones son verdad, pero no puedo estar ciego al hecho de que, sometidas a tal depuración, esas supersticiones son bastante compatibles con el conjunto de valores civilizados en los que sí creo. Yo podría vivir perfectamente (aunque siempre animado de un sordo cabreo) en la tierra de In god we trust, al igual que puedo vivir entre brote y brote de irritación en esta monarquía aconfesional con colegios de curas subvencionados. Donde no podría aguantar ni un minuto es en Egipto o Irán, y de esa brecha, que demasiadas veces se olvida en un afán por igualarlo todo, trata en mi opinión el discurso de Obama.
Una religión que acepta la posibilidad de otras es en último extremo una religión diluida, inerte, inofensiva: un vicio privado, un capricho del espíritu, un pálpito íntimo. Si ser musulmán es como ser filatélico, entonces qué más nos da a los que no les encontramos interés a los sellos. Y el muy religioso Obama les está proponiendo a los muy religiosos musulmanes exactamente esto: la autodestrucción de su fe tal como la entienden. El ejemplo lo tienen delante de las narices, el cristianismo hace tiempo ya que emprendió ese camino hacia la filatelia y sólo algunos resistentes (casi todos en EE.UU.) pretenden hoy día invadir con su fe en ristre el espacio público. Aquí en mi tierra lo más que invaden es las calles del centro una vez al año, en estupendo y ampliamente compartido ejercicio folclórico.
Sin embargo es fácil entender que ponerles un ejemplo cristiano a estos señores tan suyos habría sido igual de eficaz que el lamento del profesor Higgins (Why can’t women be like me?). El presidente, que es bastante más listo que su predecesor, ha preferido valerse de una construcción más o menos mítica que al parecer tiene su peso en el imaginario musulmán: lo menos importante es si existió, o hasta qué punto, la tolerancia en Al Andalus; lo que cuenta es que opera como posibilidad.
El choque con la realidad, como mostraba esa tremenda foto de los encapuchados de Hamas frente a la tele, puede ser tremendo. Decir, como dijo Obama, que el Islam es pacífico y tolerante y benévolo para con toda la humanidad suena a wishful thinking o peor aún, a ensalmo infantil. Es muy difícil afirmarlo con la tranquila contundencia que exhibió, sin romper a reir ni ponerse colorado. Yo no sería capaz, desde luego, pero esa es una de las mil razones por las que no me hacen presidente del mundo. Los discursos son armas, y a mí esta me pareció bien calibrada. Poner a los musulmanes ante una imagen edulcorada de ellos mismos, decirles que son abiertos y respetuosos con el otro en la esperanza de que se lo crean puede ser mejor estrategia que describirlos como la panda de fanáticos irracionales que mayoritariamente son. Porque las identidades se inventan, y las religiones son tan cambiantes como cualquier institución humana. Estoy convencido de que si un obispo del siglo XII se encontrara con un feligrés cualquiera de ahora mismo le parecería un pecador impenitente, un hereje peligroso, casi un ateo. Tal vez sea posible, tal vez no, que los musulmanes de mañana se parezcan menos a sus padres que a los inofensivos cristianos a los que tanto nos gusta criticar. Un discurso como este no puede hacer mucho al respecto, pero desde luego no estorba.